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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (12 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Viajaban a paso de mula, cosa que no disgustaba al prefecto Tito, porque le ayudaba a acostumbrar a sus tropas a los rigores del desierto. Marchaban en una larga columna, en orden siempre igual: primero de todos algunos mercenarios libios, batiendo para prevenir emboscadas, y después de ellos, en sucesión, los auxiliares, los encargados de las herramientas para montar campamentos, el manípulo de legionarios, la impedimenta, los oficiales superiores, los mercenarios y por último los pretorianos, a modo de retaguardia, por ser la infantería más pesada. La caballería y los arqueros protegían la impedimenta. Detrás de todos ellos, y a distancia, les seguía la caravana y aún más atrás la comitiva de los nubios.

A Emiliano le llevaban en una litera, y también Senseneb había cambiado el elefante por un palanquín, y viajaba recostada entre pieles y almohadones, bien oculta por cortinas de gasa que ondeaban a cada vaivén de la marcha y que, a veces, revoloteaban acariciadas por algún golpe de aire cálido.

Todos los días seguían una misma rutina. Apenas había un asomo de claridad a oriente, levantaban el campo a tres toques de trompeta, entre las aclamaciones rituales de los soldados. Luego marchaban en silencio por los caminos del sur, hacían un alto en las horas de más calor y, al atardecer, construían un nuevo campamento protegido por fosos, taludes y estacadas. A veces se encontraban con alguna patrulla romana, y los labriegos y nómadas nubios les salían al paso para ver con sus propios ojos esos extraños animales que acompañaban a la columna: unos seres nunca vistos, altos, feos y jorobados, de cuello largo y mal genio. En esas jornadas polvorientas, aparte de divertirse a costa del asombro de los sencillos bárbaros, los únicos entretenimientos eran los chismes e ir a desfogarse en los negocios de los soldaderos.

Agrícola y Demetrio, que viajaban con la caravana y compartían tienda, acostumbraban a cenar a las puertas de la misma, a última hora de la tarde. Se alimentaban a la egipcia, con tortas de trigo y cerveza espesa que despachaban pausadamente, al tiempo que conversaban en griego, con los ojos puestos en los espectaculares atardeceres del desierto. El egipcio Merythot les acompañaba algunas veces y, todas las noches sin falta, acudían algunos chiquillos en busca de las sobras de la cena.

Eran niños entecos, renegridos por el sol, harapientos y sucios, ágiles, espabilados y con los dedos muy largos. Unos eran hijos de las prostitutas que seguían a la soldadesca y otros huérfanos que rondaban las caravanas como perros sin amo, viviendo de restos y rapiñas. Era parte de la fauna humana que acompañaba a los ejércitos y el mercenario Demetrio sentía particular debilidad por aquellos desheredados, hasta el punto de reservarles habitualmente algún bocado, y de haber impedido más de una vez que los caravaneros matasen a alguno de ellos a palos, por alguna ratería.

Agrícola, menos compasivo y más oportunista, había acabado por encontrar utilidad a lo popular que era el griego entre esa chiquillería. Aquella costumbre suya de repartir entre ellos las sobras le servía ahora de excusa perfecta para que los rapaces se acercasen a él, y para que, sin despertar sospechas, le informasen de todo lo que sucedía en el campamento. Aquellos diablos mugrientos se metían por todas partes, lo veían y escuchaban todo, y todo se lo contaban a cambio de algunas tortas frías y, en ocasiones, una moneda pequeña.

Agrícola era hombre curioso, de los que tienen por máxima que el saber es poder, pero aquel interés por los entresijos de la caravana se debía a algo muy concreto: a una conversación habida la tarde del mismo día que intentaron matar al tribuno Emiliano.

Ese atentado había arrojado en aquellos momentos una sombra casi palpable sobre el campo romano. Los soldados no comentaban otra cosa, y todos hacían cábalas sobre quiénes y por qué habían querido matar al tribuno, así como sobre qué podía ocurrir con la expedición. Aquella tarde, los hombres bajaron en mucho mayor número a los puestos, como si quisieran divertirse en previsión de lo que pudiera depararles el futuro, de forma que el vino corrió a raudales, no había putas disponibles, los tahúres tuvieron las partidas llenas y los adivinos se hartaron de echar las suertes.

Agrícola y Demetrio se acercaron también por allí, más que nada a ver si oían algo interesante. Pero como la bebida suelta las lenguas y acorta el sentido común, escucharon muchas tonterías y nada de interés. Aunque, eso sí, al menos se rieron a mandíbula batiente con tanta insensatez. Los expedicionarios se agolpaban, mezcladas por una vez las túnicas rojas, blancas y verdes. Hacía un calor asfixiante, olía a sudor, a vino y cerveza, y la barahúnda era tremenda.

Las primeras prostitutas nubias habían hecho ya acto de presencia, contoneándose con falso recato, y, aunque los auxiliares las tenían más que vistas, aquellas mujeres altas, de piel negra y rasgos finos fueron toda una sensación para los pretorianos. Algunos, borrachos, obligaron a subir a las más jóvenes a las mesas, les arrancaron los harapos y las hicieron bailar desnudas para la soldadesca, que batía palmas y vociferaba.

El romano y el griego anduvieron alrededor de ese alboroto, mirando sin gran interés. Luego vieron a Salvio Seleuco, que asomaba una cabeza por encima de la mayoría de los soldados, y que les reclamaba por señas, mostrándoles un ánfora de vino con una gran sonrisa. Ellos asintieron, también sonrientes, y se abrieron paso hasta él.

O mejor dicho ellos, porque junto a Seleuco estaba Antonio Quirino, el otro ayudante del prefecto, pequeño en comparación con su amigo, con la cabeza afeitada y una sonrisa burlona en el rostro. Se alejaron del tumulto organizado en torno a las nubias, que se contoneaban desnudas para los romanos, en medio de un gran escándalo, unas exhibiéndose entre risas y otras, en cambio, mirándoles con ojos asustados.

Bebieron de cubiletes de cuero embreado, muy sobados, mitad de vino y mitad de agua, chasqueando los labios al sentir el regusto áspero de la mezcla.

—¿Cómo está el tribuno? —Agrícola hizo la pregunta más repetida a lo largo de aquella tarde—. ¿Qué se sabe de lo que ha pasado?

—¿Qué habéis oído vosotros? —inquirió Quirino.

—Ufff. De todo. Los soldados no hacen más que contar historias. Incluso nos han dicho que el tribuno ha muerto pero que, de momento, estáis ocultando la noticia.

—¿Muerto? —Seleuco soltó una carcajada y, con sus grandes manos, se sirvió más vino y agua—. Está bien vivo y coleando, eso te lo puedo asegurar.

—Pero le han herido.

—Tiene unas cuantas puñaladas, pero al parecer son más aparatosas que graves. No tardará en montar a caballo.

—Me alegra saberlo.

—Todos nos alegramos, ¿no? —matizó Antonio Quirino, con su sonrisa de medio lado—. ¿Qué más habéis oído?

—Ya te digo que de todo. Pero la historia más sensata de todas es la de que el tribuno tuvo la mala idea de alejarse a solas del gran patio, y que un par de ladrones quiso aprovechar la oportunidad de matarle y robarle —contestó Agrícola, ya que Demetrio prefería oír, callar y beber de su cubilete.

—Un par de ladrones, sí. Eso es también lo que opina Tito —Quirino hizo una pausa que, en sí misma, ya era burlona—. O al menos, eso es lo que opina en público.

Agrícola cambió una mirada con Demetrio, aunque ninguno de los dos mudó lo más mínimo de gesto. Luego tendió el cubilete para que Seleuco le sirviera más vino, y aguardó a que siguieran hablando, porque aquellos dos no les habían invitado a beber sólo para pasar un rato. Pero los dos
extraordinarii
guardaron silencio, así que les aguijoneó.

—¿En público? ¿Es que piensa de forma distinta en privado?

—Pues sí. Tito Fabio no cree mucho en las casualidades, y ésa es una de las cosas en las que estamos de acuerdo —respondió Seleuco—. Y menos cuando todo parece indicar que esos dos egipcios llegaron a Filé sólo para matar al tribuno.

—¿Qué estás diciendo?

—Que llegaron en esquife y desembarcaron en la orilla occidental, más al norte de donde trataron de matar al tribuno. Había un tercer hombre, que se quedó en el bote y huyó en él al ver que el golpe había fracasado.

—¿Eso es una suposición o un hecho probado?

—Lo segundo. Uno de nuestros hombres lo supo hablando con un sacerdote de Filé; pero todo esto que os digo es confidencial y no se hará nunca público, a no ser que ese sacerdote se vaya de la lengua… pero es poco probable.

Fue a dar un trago, pero se quedó con el cubilete en el aire al reparar en la expresión, ahora cautelosa, con la que le contemplaban sus interlocutores. Se echó a reír.

—¡Eh, vamos! No iréis a pensar que hemos matado a un sacerdote egipcio para hacerle callar, ¿verdad? Digo que es poco probable que se vaya de la lengua porque nuestro hombre, que sabe hacer bien las cosas, compró su silencio con unas cuantas monedas.

—Por supuesto. ¿Cómo íbamos nosotros a pensar una cosa así? —Agrícola sonrió a su vez—. ¿Pero por qué ha de mantenerse en secreto?

—Eso pregúntaselo a Tito, que es quien lo ha decidido así.

—¿Y por qué nos lo contáis a nosotros?

—Porque Tito os considera gente de confianza. Tiene fama de impulsivo, y lo es, pero también es un hombre meticuloso y se ha informado sobre los participantes de esta expedición. Tenéis buenas referencias los dos. Y éste es un asunto que os toca de cerca.

—¿A nosotros?

—Si la expedición fracasa, vuestros patrones habrán gastado su dinero en vano.

Sus interlocutores movieron la cabeza sin comprometerse, cada vez más atentos. Los dos estaban en esa aventura a sueldo de casas comerciales de Alejandría, muy interesadas en conocer las posibilidades de los mercados del sur; tanto que incluso habían aportado parte del dinero necesario para realizar aquella expedición. Agrícola cabeceó.

—Es cierto. Si este viaje a Nubia y los países del sur fracasa, los que nos pagan habrán gastado su oro en vano, y eso es algo que nunca gusta a nadie. Pero su enojo no iría contra nosotros, que sólo vamos en la expedición, sino contra el prefecto de Egipto.

—¿El gobernador?

—él es quien les ha convencido de que pongan dinero en todo esto.

—¿No dicen que toda inversión es un riesgo?

—Sí. Pero la gente se acuerda de las máximas cuando le interesa. Y supongo que el fracaso salpicaría a nuestro
praefectus castrorum.

—Sin duda —admitió Quirino—. Pero a Tito no le preocupa el enojo de vuestros patronos; o le preocupa menos que el de otros. El propio césar es quien ha ordenado esta expedición, y ya sabéis con qué moneda paga la traición o el fracaso.

Agrícola asintió sombrío, mientras Demetrio se llevaba imperturbable el cubilete a los labios, al pensar en las historias que se cuentan al respecto.

—¿Es esto una conversación casual?

—No. Necesitamos algo de vosotros.

—Tú dirás.

—En realidad no somos nosotros, sino Tito Fabio, quién quiere que le ayudéis en el tema del atentado contra el tribuno.

—No te entiendo —Agrícola observó a los dos
extraordinarii
, entre perplejo y alerta—. Es un honor que el prefecto piense en nosotros, desde luego; pero no veo en qué podemos serle de utilidad.

Seleuco y Quirino se consultaron con la mirada, y luego es el primero de ellos el que habla.

—Si aceptaseis tener una reunión discreta para tratar el asunto, no os pesaría; os lo aseguro. Y no os comprometería a nada.

Ahora fueron los otros dos los que cruzaron miradas, dudosos.

—Dadnos algo de tiempo para pensarlo —habló luego por primera vez el griego—. Esto es algo inesperado.

—Por supuesto —aceptó con ligereza Salvio Seleuco—. Tomaos uno o dos días, y nos dais cuando queráis vuestra respuesta. Sin prisas.

Sirvió más vino y agua, y aunque estuvieron aún un rato bebiendo y charlando, mientras caía el sol, ya no trataron más aquel asunto.

* * *

—Agrícola —dice intrigado el anfitrión—. ¿Te he entendido mal o has dicho que los comerciantes de Alejandría financiaron en parte esa aventura?

—Algunos comerciantes de Alejandría. Sí.

—¿La expedición a Meroe fue equipada con dinero particular? Esto es asombroso. Agrícola suspira y juguetea con su copa.

—Fue equipada parcialmente, y tiene su explicación. El divino Nerón era un hombre de ideas grandiosas —se sonríe—, pero rara vez se paraba a averiguar si el tesoro público podía o no financiarlas. Cuando ordenó mandar esa expedición a Meroe y las fuentes del Nilo, el pobre Julio Vestino se encontró en un buen apuro. Tenía que organizar una aventura de lo más costosa, con un dinero que no tenía, y unos hombres de los que no podía prescindir.

»Nerón no era de los que cuando algo se les metía en la cabeza admitiesen réplicas ni razones en contra, así que el gobernador no tuvo otro remedio que ingeniárselas. Retiró un par de centurias de las legiones de Nicópolis y auxiliares de la guarnición de Syene, y recurrió a algunas casas comerciales de Alejandría para que ayudasen a sufragar los gastos y pusieran el dinero necesario para reclutar mercenarios libios.

—Me cuesta creer que aportasen ese dinero por pura generosidad, o por amor al imperio —dice de buen humor Africano, provocando risas y sonrisas.

—Nadie da nada por nada —sonríe Agrícola—. Y esta vez no fue la excepción, no.

—Por curiosidad: ¿qué casas comerciales en concreto pusieron dinero para ese viaje? —inquiere. Porque Africano, que a pesar de su nombre nunca ha pisado ni pisará África, tiene intereses directos o indirectos en todo el imperio y conoce, aunque sea de nombre, a todo aquel que es alguien en el comercio.

—Si no te importa, eso me lo voy a guardar. No es mi intención ser descortés, pero me considero un hombre discreto y no creo que se deba morder la mano que te alimenta. Ellos me pagaron lo convenido y yo guardaré sus nombres en secreto.

—Podría enterarme con facilidad por otros conductos.

—Y yo te felicitaría por tener tales recursos. El anfitrión se echa a reír a carcajadas.

—Me gusta esa actitud. Sigamos con la historia. ¿Aceptasteis el encargo del prefecto? Agrícola sonríe, ahora casi con cierta nostalgia.

—Por supuesto.

C
APÍTULO
II

Entre otras misiones, el césar había encomendado a sus embajadores que redactasen una relación de los templos situados en Nubia. En cumplimiento de la misma, unos días después el geógrafo Basílides se apartó de la columna durante unas horas para visitar uno de tales templos. Le acompañaron Antonio Quirino y una escolta de libios, y también Valerio Félix, que estaba decidido a escribir una descripción del viaje. Con este último también fueron Agrícola, Demetrio y el egipcio Merythot, que se había convertido en fuente inagotable de información para el romano.

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