—Lo sé.
Dejó caer los párpados mientras Merythot le secaba el sudor de la frente con un jirón de su propia túnica.
—Abre los ojos, tribuno —dijo con suavidad el egipcio.
El aludido obedeció y, al hacerlo, se le vino una idea a la cabeza.
—¿Cómo es que no estás en la ceremonia, en el templo, con todos los demás? —preguntó con cierta sorna, porque siempre había dudado de la autenticidad de aquel sacerdote, que bien podía ser uno de tantos impostores que pululaban por Roma.
—Porque soy un hombre chapado a la antigua —repuso sin cambiar de color el otro, con una de sus sonrisas amables y distantes—. Lo cierto es que ofende a mi dignidad de sacerdote la idea de asistir a una ceremonia ordenada por el capricho de un gobernante extranjero. Y perdona que te sea tan sincero.
—Pero si tú estás aquí enviado por Nerón.
—Una cosa no quita la otra, tribuno.
Valerio seguía de pie y a pocos pasos, acariciándose la barba castaña, mientras que el único esclavo que se había quedado con ellos se apoyaba en su largo bastón.
Las moscas zumbaban en torno al herido, atraídas por la sangre, y Merythot desgajó unas ramas de una mata, para agitarlas a modo de abanico.
—¿Dónde está mi espada? —reclamó de repente el tribuno. Volvió la cabeza y quiso señalar al asesino muerto, pero el sacerdote le contuvo con suavidad el brazo—. Ahí está. Traédmela.
El propio Valerio Félix sacó el hierro del cuerpo y quiso limpiar la hoja, pero su esclavo se la arrebató, temeroso de que se cortase los dedos con el filo.
Empezaba a llegar gente, los egipcios llevándose las manos a la cabeza, los nubios y los blemios indignados ante el sacrilegio y los romanos consternados al ver al tribuno caído y ensangrentado. Y así fue como éste, recostado contra una roca, envuelto en vendas de fortuna, ya enrojecidas, entre el calor y las moscas, pudo ver por primera vez a Senseneb sin velos.
La sacerdotisa, al conocer la noticia, había bajado sin quitarse las ropas ceremoniales, compuestas de linos muy blancos, una estola roja y un gran collar pectoral de cobre bruñido y turquesas azules. Su piel era muy negra, los ojos oscuros y brillantes y, cuando se inclinó sobre él, Claudio Emiliano supo que, en efecto, era tan hermosa como decían los soldados romanos, pese a que ninguno de ellos había visto jamás su rostro. Estaba arropada por el olor a perfumes exóticos y, más de cerca, el pretoriano pudo ver tatuajes azules en sus mejillas.
Senseneb palpó con gran delicadeza las vendas sangrientas, y más de uno creyó ver cómo las yemas de sus dedos se demoraban sobre aquel pecho de músculos marcados. Y es que el tribuno, aun allí tendido, pálido y sudado, respirando con fatiga, seguía siendo aquel joven noble, ambicioso y mundano del que decían que podía servir de modelo para una estatua.
Ella cambió unas palabras con Merythot, pero hablaban en egipcio y el herido no pudo entender nada. Le examinó de nuevo, preguntó algo y el sacerdote contestó.
—Según dice Merythot, señora, no moriré de ésta —rezongó el pretoriano—. Puedes preguntarme a mí si lo deseas, que aún no estoy delirando.
Los ojos de una y otro se encontraron. Y allí, bajo la luz ardiente de Egipto, aunque la cabeza le daba vueltas, él no pudo dejar de fijarse en el contraste que ofrecían su piel negra, los linos blancos y el rojo sangre de la estola. Ella le sonrió.
—No era mi intención molestarte, tribuno —respondió con voz melosa, ahora en griego—. Parece que, aunque tus heridas no son graves, has perdido bastante sangre. Eres fuerte, pero necesitas que te atiendan.
—Ya han ido a avisar a los sacerdotes médicos —intervino Merythot, también en griego.
Senseneb volvió a sonreír al tribuno, con la boca y con los ojos, quizá para darle aliento. Su mano de dedos ágiles se posó por unos instantes sobre su pecho, para sentir con la palma la respiración rápida y agitada. De los que estaban allí, mirando y hablando en voz baja, unos creyeron ver en ese gesto un acto de magia curativa y otros, algo bien distinto.
—Ya lo has oído: los médicos de Filé van a cuidar de ti. En mejores manos no podrías estar, créeme.
Emiliano asintió con fatiga. Ella se levantó sacudiéndose con delicadeza las ropas, para aventar el polvo pardo que pudiera haberse adherido a ellas.
—Voy a rezar a los dioses para que te restablezcas, y haré que se ofrezcan sacrificios y se lean los conjuros curativos —le observó de nuevo con ojos brillantes, al tiempo que hacía una señal a sus servidores, para que supieran que iba ya a marcharse—. Espero que pronto estés repuesto.
—Gracias. Yo también lo espero —murmuró el tribuno con los párpados entrecerrados y el rostro reluciente de sudor.
Ella le miró por última vez, antes de darle la espalda, y el pretoriano se quedó mirando cómo se marchaba. Luego volvieron las moscas y Merythot agitó de nuevo la rama verde para espantarlas. Y, entre unas cosas y otras, y con los dolores de las heridas, al poco, Claudio Emiliano dejó de pensar en ella.
Los sacerdotes-médicos de Filé se ocuparon en efecto del tribuno. Le hicieron trasladar al interior de un templo y en cámaras tibias y umbrías —entre estatuas de dioses, paredes cubiertas de frescos y flameros llameantes—, limpiaron, cosieron y vendaron las heridas, aplicando emplastos entre cánticos. Como le habían apuñalado en el vientre, a pesar de que no parecía que los hierros hubiesen tocado las entrañas, no le dieron adormidera, sino que le hicieron aspirar el humo de hierbas narcóticas, quemadas en braserillos de barro.
Sólo entonces le pusieron en manos de sus soldados, que le trasladaron en barca hasta el campamento romano. Le bajaron en parihuelas, con cuidado de no aumentar sus dolores con el movimiento, aturdido por las drogas y rodeado de pretorianos armados. Estaba débil y malparado, pero consciente y, en cuanto supo esto último, Tito Fabio Tito fue a visitarle a su tienda, sin perder un solo instante.
Los pretorianos que montaban guardia ante la carpa le vieron llegar solo, alto y renegrido por el sol, con la túnica blanca de legionario y la espada y la daga ceñidas. Como se acercaba a trancos largos y con expresión absorta, como si fuese a entrar en la tienda sin detenerse, los guardias se agolparon ante la puerta, para cerrarle el paso sin amenazas.
El prefecto se detuvo de repente y fijó sus ojos oscuros en los pretorianos. Se quedó contemplando durante unos instantes a esos soldados de túnicas rojas y escudos que mostraban alas y rayos dorados sobre fondo rojo.
—¿Está despierto el tribuno? —traía el pelo revuelto, aunque su rostro moreno estaba perfectamente afeitado.
Los pretorianos cruzaron miradas entre ellos, antes de que alguno se animase a contestarle.
—No lo sabemos, prefecto.
El aludido se plantó delante de ellos con los brazos en jarras, y una expresión que se volvía tormentosa por momentos.
—¿Así que no lo sabéis?
—No, prefecto. Nosotros sólo estamos de guardia.
—¡Pues que vaya alguien a enterarse, idiotas!
Los pretorianos se agitaron molestos, pero uno de ellos entró a pedir instrucciones. Y enseguida salió a toda prisa Cayo Marcelo, mano derecha de Emiliano.
—¡Disculpa a los hombres, prefecto! Pero están muy afectados por el intento de asesinato del tribuno. Todos lo estamos —y le mostraba las palmas de las manos, a manera de excusa.
—Es comprensible. No te preocupes —descartó el tema con un ademán, como si así ahuyentase su propio enfado.
—Pero no te quedes fuera, hombre. Entra, entra —Marcelo le arrastró casi del codo al interior, con familiaridad; ya que esos dos habían hecho muy buenas migas desde el principio, pese a todas las rivalidades que pudiera haber de por medio.
La tienda del tribuno era amplia y de techos bajos, llena de tapices, telas, pieles y arcones, iluminada por algunas lámparas de aceite y con una atmósfera ahora bastante cargada de olores. Emiliano yacía en su lecho, entre almohadones y arropado pese al calor. Dentro se encontraban algunos esclavos personales, así como media docena de pretorianos sin armadura que bebían vino, unos de pie y otros sentados. La conversación murió y todos los ojos se clavaron en el prefecto, de forma que éste se encontró frente a toda una retahíla de miradas que iban de la curiosidad a la hostilidad, pasando por las meramente inexpresivas.
Fue un silencio espeso, pero Cayo Marcelo se hizo cargo en el acto de la situación y se encaró con sus compañeros.
—Dejadnos, amigos. El prefecto tiene asuntos que discutir con el tribuno, y es mejor que lo hagan en privado —se volvió luego a los esclavos—. Salid vosotros también.
Unos fueron a levantarse con presteza, mientras que otros se mostraron más lentos y desganados, pero Tito les contuvo con la mano.
—Tranquilos. Apurad antes el vino, que ya lo echaréis de menos cuando estemos muy al sur.
Hubo hasta quien sonrió. Los pretorianos bebieron hasta el fondo y, chasqueando las lenguas, se ciñeron las espadas y salieron todos juntos. Cayo Marcelo no hizo intención alguna de seguirles y Emiliano, desde la cama, tendió con fatiga una mano.
—Marcelo, haz el favor; sirve un poco de vino al prefecto.
—¿Prefecto? —el aludido puso la mano sobre una ánfora.
—Nunca digo a eso que no —Tito sonrió e, incluso en la penumbra de la tienda, sus dientes brillaron muy blancos en ese rostro oscurecido por el aire y el sol. Como gesto de cortesía, se desciñó el cinto de la espada para dejarlo sobre la mesa, aunque a Cayo Marcelo le costaba creer que alguien como el prefecto no guardase un puñal oculto en alguna parte.
Aceptó la copa de vino con agua que le brindaban y, sin más ceremonia, él mismo arrimó un asiento de madera y cuero para instalarse cerca del lecho.
—¿Cómo te encuentras, tribuno?
—Me duele todo —Emiliano dejó escapar una risita, bastante incongruente con el semblante demacrado y sus palabras. Pero su visitante no se sorprendió, pues había visto que, a menudo, el humo de las hierbas narcóticas provocaba cierto estupor y una extraña hilaridad.
—He ordenado rastrear la orilla palmo a palmo, a ver si damos con tu atacante. Aunque lo más seguro es que, dado el estado en que dicen que se tiró al agua, se lo hayan comido los cocodrilos, si es que no se ha ahogado directamente.
—Si le encuentran, que lo capturen como sea. Lo quiero vivo.
—ésas son las órdenes que he dado.
El tribuno asintió cansino, fijó unos ojos turbios en su interlocutor y, por último, cerró los párpados, como muy fatigado.
—¿Has sido tú? —le preguntó, con los ojos aún cerrados—. ¿Has sido tú quien ha enviado a esos asesinos?
A Cayo Marcelo se le escapó un respingo. Tito se quedó en silencio durante largos instantes, la copa en las manos. Marcelo cambió el peso de un pie a otro, apurado.
—Prefecto, tienes que entender que el tribuno está herido y…
Emiliano, sin abrir los ojos, levantó una mano para que se callase; un gesto del que se resintió, a juzgar por la mueca que hizo. Pero Tito se limitó a menear la cabeza, como pensativo, antes de sonreírle al ayudante del tribuno.
—No te preocupes, Marcelo —volvió la mirada al herido—. No, Claudio Emiliano, yo no tengo nada que ver con todo eso. Yo no deseo tu muerte y, si la quisiese, sé donde encontrar hombres mejores, y tú no hubieras salido vivo del trance. Créeme.
Emiliano volvió a reírse con esa hilaridad que le sacudía, sin que pudiera contenerla, a pesar del dolor que le causaba en las heridas.
—No tienes pelos en la lengua.
—Tú me has preguntado sin rodeos, y yo te he respondido de igual manera.
Hubo un intervalo durante el que los tres se quedaron en silencio e inmóviles: el enfermo en su jergón, pálido, bocarriba, con los ojos cerrados; su visitante observándole con la copa en las manos, y Cayo Marcelo a un par de pasos de ellos, la zurda reposando, por hábito y no como amenaza, sobre el pomo de la espada. Por fin, Tito bebió un poco más de vino y, con la copa entre las dos manos, se inclinó hacia su anfitrión, con la actitud relajada del que está en una velada de ociosos.
—¿Y qué motivos podría yo tener para quererte muerto?
—Tú y yo no nos entendemos nada bien. De hecho, nos llevamos muy mal. Ahora fue el prefecto el que se echó a reír.
—Si fuese haciendo asesinar a todos aquellos con los que tengo alguna diferencia, me temo que el ejército y la administración de Egipto iban a tener muchas vacantes que cubrir.
—Estamos obligados a compartir el mando, y eso te desagrada tanto como a mí. Yo tengo la capacidad última de decisión, y eso te gusta aún menos. Si yo muriese…
—Nombrarían a otro en tu lugar y tú lo sabes. Son razones de poco peso para querer matarte.
El tribuno abrió los ojos y quiso asentir. Respiraba con dificultad y estaba sudando, por lo que Cayo Marcelo le secó la frente. Hacía mucho calor dentro de la tienda, a pesar de que ya se había puesto el sol.
—Hay algo más. Vosotros sois contrarios a esta expedición.
—¿Quiénes somos nosotros?
—Tú, el prefecto de Egipto, todos. Si yo hubiese muerto, el prefecto hubiera hecho detener la expedición con esa excusa.
Ahora fue Tito el que se quedó callado y pensativo. Luego, cuando habló, lo hizo tratando de medir sus palabras.
—No puedo negar que muchos en la administración provincial ven con malos ojos esta empresa. Es un gasto para las arcas y se retiran soldados de las guarniciones de frontera. Pero la palabra de Nerón es ley, y nadie va a alzar un dedo para estorbar esta misión.
—¿Y qué hay de ti?
—Yo voy a donde el emperador o el prefecto de Egipto me envíen, tribuno.
—No te estoy preguntando eso.
—¿Quieres saber mi opinión personal sobre toda esta aventura? —dio un sorbo—. De acuerdo, te la voy a dar. Creo que no se nos ha perdido nada en Nubia y menos en los países de los negros. Hemos tenido que retirar tropas sobre todo de las cohortes de Syene y eso es un problema.
—No va a haber una invasión…
—Vosotros, los de Roma, siempre pensáis en grandes acciones, tribuno. A nosotros en cambio nos tienen más ocupados cosas como la seguridad de las poblaciones más fronterizas y de las rutas de caravanas; es ahí donde más problemas vamos a tener, al disminuir los efectivos.
—Luego estás en contra de esta expedición.
—No estoy en contra de nada, tribuno. No me atribuyas palabras que no he dicho. Me he limitado a señalar un hecho. Y quiero que entiendas algo: tu muerte ahora no detendría la expedición; la retrasaría todo lo más, hasta que se nombrase un sucesor.