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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (11 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Corría el rumor entre las tropas de que Tito y Senseneb se conocían ya de antes, que habían coincidido en los templos del Dodescaqueno, que eran amantes ya de entonces y que lo único que habían hecho era reanudar una vieja relación. Pero todo eso no eran más que infundios de campamento, pues, como Agrícola llegó a saber en su momento de labios del propio
praefectus castrorum
, no sólo no se conocían previamente, sino que nunca habían oído hablar el uno de la otra.

Había sido ella la que había tomado la iniciativa aquella noche cerca de Syene, al hacer salir a sus sirvientes con la excusa de hablar en privado con el prefecto. Le había servido vino ella misma; vino puro, tal y como le habían dicho que le gustaba al romano, entre roces de manos, miradas brillantes y sonrisas, él tan sólo se había dejado hacer. Y se habían convertido en amantes con facilidad pasmosa, sin que ella pareciera darle mayor importancia y sin que a él le importase gran cosa lo que pudiera opinar nadie.

Según había confiado Tito Fabio a unos pocos íntimos, Senseneb era una mujer bastante contradictoria. Era astuta, sin duda, y escurridiza, tal y como corresponde a quien representa a los intereses de sus reyes, y también era muy instruida. Hablaba griego y latín, este último aprendido de los mercaderes instalados en Meroe. Era tan fogosa en la intimidad como reservada cuando aparecía en público, cubierta por sus velos, y hacía sexo unas veces con abandono y otras con la furia de una fiera. Tan distintas eran sus caras pública y privada que al romano le hacían pensar en juegos de máscaras y le llevaban a preguntarse a veces qué habría de verdad detrás de esas caretas; en ocasiones, casi sentía cierto escalofrío. Flaminio, uno de los
praepositi
de los
numeri
libios, le decía medio en broma que se había topado con la encarnación de la diosa doble: la Isis Blanca y la Isis Negra.

Pero todas esas consideraciones perdían importancia y se esfumaban cuando practicaban sexo en la semioscuridad de su tienda, entre luces que chisporroteaban, pieles de fieras nobles, sombras temblorosas y el olor de los perfumes que se quemaban sin llama en los pebeteros de bronce.

Porque Senseneb, como las bacantes antiguas, parecía entrar lenta e inexorablemente —a cada embestida de su amante— en un estado de gracia furioso y se convertía en un torbellino de ojos centelleantes, jadeos, resuellos, sudor. Mordía y arañaba hasta sacar sangre. Era una vorágine que arrastraba una y otra vez al prefecto, de forma que al final acababan los dos exhaustos y satisfechos, además de no poco doloridos.

Luego sobrevenía entre ambos un tiempo de extraña calma. Se quedaban tumbados el uno junto al otro, envueltos en el agitar de las penumbras, entre el olor de los perfumes y el incienso, oyendo cada uno cómo respiraba el otro. A ella le gustaba entonces acariciarle, recorrer con sus dedos largos el pecho depilado, y besarle en los arañazos, como si quisiera restañar con labios y lengua el goteo de la sangre, él, aún cansino, tendía la mano a la luz de las lámparas, cuando ella se inclinaba sobre su pecho, y le acariciaba con pereza las mejillas.

Porque las mejillas de Senseneb fascinaban en grado sumo a Tito Fabio, a pesar de que éste hubiera visto ya otras así. Ya que el rostro de esa sacerdotisa de Isis estaba tatuado de azul con unos símbolos bárbaros que debían de identificarla, sin duda, como miembro de alguna de las tribus seminómadas de la alta Nubia, él no se cansaba nunca de acariciar una y otra vez los dibujos azulados sobre la piel negra y ella, a su vez, dejaba correr las yemas de sus dedos, igual de curiosa, sobre esas cuatro letras —S.P.Q.R.— que él llevaba tatuadas en el brazo izquierdo.

—El tribuno tiene también tatuadas estas mismas letras, y en el mismo brazo que tú —le comentó una vez, besuqueándole la leyenda.

—¿El S.P.Q.R.? —se desperezó somnoliento—. Claro: todos los soldados de Roma se los tatúan al enrolarse, incluso los pretorianos.

Ella le pasó los labios por un largo arañazo en el hombro y lamió distraída las gotas de sangre fresca, igual de adormilada que él.

—¿Cómo se encuentra?

Ya le había hecho esa misma pregunta antes, cuando él había entrado en su tienda y ella estaba todavía rodeada de sirvientes, eunucos y arqueros. En aquel momento había sido un detalle de cortesía, mas ahora era casi una invitación a las confidencias. Tito guardó silencio, sin dejar de acariciarle los tatuajes de las mejillas. Luego le paseó los dedos por la cabeza, sintiendo la suavidad de aquel cráneo largo y afeitado.

El prefecto, por supuesto, se preguntaba a menudo por qué la sacerdotisa se había convertido en su amante, tras tomar la iniciativa ella misma aquella noche en Syene. Algunos lo hubieran achacado al temperamento de los bárbaros, que es impulsivo y ligero. Otros en cambio a un carácter calculador y frío, y a intereses oscuros, él, por su parte, aunque se complacía en pensar que había una atracción sincera entre ambos, no dejaba nunca de recordar que ella pertenecía a una casta, la sacerdotal, que había gobernado la cuenca del Nilo durante milenios, ayudándose de intrigas y manejos tortuosos.

La besó en la coronilla, apartó los ojos y, a la luz temblona de las lámparas, distinguió a las esclavas de Senseneb, Heti y Shepenupet, que permanecían acuclilladas e inmóviles en una de las esquinas de la tienda.

Aquella primera noche cerca de Syene, ella había hecho salir a todos sus sirvientes para quedarse a solas con el romano. Pero ya desde la segunda vez, no obstante, había conservado a esas dos dentro de la tienda para que les sirviesen fruta y vino, y cantasen para ellos. Luego, cuando Tito le había instado a despedirlas también, ella se había empeñado en que se quedasen. Tito, ante tanta insistencia, le había preguntado ociosamente si es que pensaba hacerlas participar en sus juegos y Senseneb se había revuelto como un áspid y le había abofeteado con furia. Pero el romano, con las mejillas ardiendo, se había echado a reír y le había dicho que por él de acuerdo, que se quedasen si ése era su capricho.

Se había acostumbrado ya a que las dos esclavas, una nubia y otra negra del sur, estuviesen siempre allí, en una esquina, incluso cuando se acoplaba con la sacerdotisa. A veces se olvidaba por completo de ellas y otras, en cambio, saber que estaban ahí, el captar su presencia con el rabillo del ojo, mientras se movía sobre su amante, le producía una sensación peculiar, fruto de la situación y para nada desagradable, como si la presencia de esas espectadoras silenciosas se hubiera convertido en una especie de acicate al placer.

—Está bastante débil ahora, pero más por la pérdida de sangre que por la gravedad de las heridas. En unos días estará bien —la miró a los ojos—. ¿Y dónde le has visto tú el tatuaje?

—Justo después de que le apuñalasen. Estaba recostado en una piedra y le habían roto la túnica para vendarle las heridas —se inclinó sonriente sobre su boca, en la penumbra, y se movió como una serpiente sobre él, haciendo que los pezones le rozasen el pecho—. Es un hombre muy bien formado: es como una de esas estatuas que hacen los griegos.

—Sí —él sonrió a su vez—. Dicen que en Roma le llamaban el bello Emiliano. Tiene un cuerpo de ésos que los dioses sólo conceden a unos pocos afortunados; y aun a ésos sólo durante los pocos años de la juventud…

—él parecerá una estatua de los griegos —se mofó ella—, pero tú pareces a veces uno de sus filósofos. ¿Tú también tenías un cuerpo así cuando eras más joven?

—No —se echó a reír y la acarició de nuevo.

—¿Así que tú nunca fuiste uno de esos pocos bendecidos por vuestros dioses? —le besó burlona.

—Pues no —suspiró en broma, los párpados entornados y negándose a morder el anzuelo—. Soy hijo y nieto de legionarios romanos, no de gente bien de la Urbe, como nuestro tribuno. Nunca he tenido mucho tiempo para las termas, y menos para el atletismo.

—¿Y eso qué tiene que ver? —ella le miró, entre curiosa y desconcertada ahora, y él volvió a sonreír, cautivado por sus cambios de humor tan repentinos, así como por ese interés abierto e infantil, tan de los pueblos bárbaros, que se mezclaban en ella con la languidez y la astucia egipcia.

—Si uno quiere formar el cuerpo, tiene que emplear mucho tiempo en ejercicios. Yo de pequeño ayudaba a los míos en el campo y apenas tuve edad y talla me enrolé en las legiones. Soy un hombre fuerte gracias a los entrenamientos y a las marchas que hice cargado como un burro, en las campañas de Asia, pero eso no me dio un cuerpo tan proporcionado como el de Emiliano o sus hombres que, como tú dices, parecen estatuas.

—Qué lástima… —le acarició las mejillas, se las besó, volvió a frotarse contra su pecho. Luego hizo un gesto a sus esclavas para que les sirvieran vino. Se inclinó de nuevo y le besuqueó—. La verdad es que los soldados de Emiliano son bastante más guapos que los tuyos, para qué vamos a negarlo.

—Son más jóvenes y están mejor cuidados. Pero mis hombres son buenos soldados, que es lo que importa.

—¿Son de sangre noble todos?

—¿Los pretorianos? Bueno, puedes considerarlos así. Son una élite, la guardia personal del emperador y de Roma —aceptó la copa que le tendía Shepenupet, la esclava negra—. Son romanos de pura cepa. Tropas escogidas.

—Entonces son mejores soldados que los tuyos.

—Eso habría que verlo —dio un largo trago—. Son mejores con las armas, eso no lo discuto, porque están mejor entrenados y sus equipos son los mejores. Tiempo y dinero tienen para ello, y cobran el doble que los legionarios. Pero los míos están acostumbrados al tedio de las guarniciones, a las fatigas, a pasar hambre, sed y sueño, y se han curtido en escaramuzas contra incursores y bandidos. Todo eso es algo que no se consigue con ningún entrenamiento, por muy largo y costoso que éste sea.

—¿Por qué vuestro emperador manda a los soldados de su guardia personal a nuestro país? Roma está muy lejos de Meroe.

—¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza del césar? Es posible que quiera mostrar, mandando a una
imago
suya y un manípulo de su guardia personal, respeto por vuestro pueblo y reyes —mintió con la mayor soltura—. El divino Nerón es un gobernante con muchas virtudes, y amado por la plebe, pero tiene un carácter tan imprevisible como el de cualquier dios. Es caprichoso y no acepta obstáculos cuando se empecina en algo. Ahora quiere que se desvele el misterio del origen del Nilo, que ha empeñado a sabios durante siglos.

—¿Por qué? ¿Qué importancia tiene eso? El río es eterno y ha estado aquí desde siempre, y estará cuando ya nadie se acuerde de ninguno de nosotros.

—Tu forma de pensar es distinta, Senseneb, y por eso te cuesta entenderlo. Pero los filósofos de Grecia, y ahora los eruditos de Roma, siempre han especulado sobre el nacimiento del Nilo. Nerón quiere zanjar de una vez por todas, la discusión, y no es hombre que admita un fracaso.

—¿No?

—No —sonrió con aspereza, tumbado boca arriba—. Más nos vale encontrar lo que vamos a buscar, o no volver.

—No hay nada que encontrar. La tradición, como bien puede decirte Merythot, es clara: el Nilo nace muy al sur, entre dos grandes rocas.

—Pues tendremos que llegar hasta allí y verlo con nuestros propios ojos.

—Sin embargo, tus propios legionarios dicen que hay soldados que están en vuestra expedición como castigo.

—¿Castigo? —se incorporó a medias, irritado de repente—. ¿Qué historia es ésa? Dicen que hay entre estas tropas soldados que han caído en desgracia y que por eso vuestro emperador les ha enviado a esta aventura, lejos del trono.

—¡Malditos soldados! Se reúnen a beber y a tontear con putas, se les calienta la boca y sueltan las mayores tonterías —enseñó los dientes con una sonrisa de león.

—También dicen que…

—¡Bah! Si tuviera que prestar atención a todas las habladurías de las tropas… Volvió a pasear los dedos por sus mejillas, tratando de captar con las yemas el relieve de los tatuajes, y luego por los labios, de forma que no la dejó seguir hablando. Jugueteó con esa boca jugosa. Senseneb cambió de humor, tan rápido como era su costumbre, y, sin previo aviso, le propinó un buen mordisco en la mano. Fue un bocado doloroso. Tito gruñó y la agarró por la cabeza, sintiendo la suavidad de ese cráneo perfectamente afeitado. La copa se volcó y mojó las sábanas de vino oscuro.

Ella trató de revolverse, pero él la sujetó con fuerza, con las dos manos, sonriendo con ferocidad. Los ojos y los dientes de la nubia relucían en ese rostro oscuro, y ahora olía a mujer con intensidad. Se debatió y se revolvió, medio en serio, pero él la tenía ahora bien agarrada por la nuca, y la obligó hasta entre sus piernas. Ella cedió de un instante para otro, riendo, pero no por eso aflojó él su presa. Senseneb se entregó a gusto al juego, y se introdujo el miembro en la boca. Tito entornó los párpados y se dejó llevar por el jugueteo de los labios y la lengua de la sacerdotisa. Las dos esclavas, en su esquina, no perdían detalle de la escena. El prefecto las contempló un instante, antes de cerrar del todo los ojos, mientras acariciaba la cabeza de la nubia. Luego las olvidó.

N
UBIA

El curso del Nilo es conocido no sólo por donde atraviesa Egipto sino también mucho más al sur, tanto como uno pueda viajar por tierra o agua durante cuatro meses; un cálculo mostrará que éste es el tiempo que se tarda en ir desde Elefantina a la ciudad de los desertores. En este punto el río corre de oeste a este; más allá nadie conoce su curso con certeza, ya que el país está deshabitado a causa del calor.

Herodoto,
Historia
, II, 30

C
APÍTULO
I

La expedición se demoró un par de días frente a la isla de Filé, sobre todo para dar tiempo a que el tribuno se recobrase un poco, antes de ponerse en marcha al ritmo de la caravana, rumbo al sur. Esos primeros días habían de transitar a través del Dodecasqueno, la zona de la Baja Nubia que fuera condominio entre los Ptolomeos y los reyes nubios, y en la que los romanos mantenían guarniciones y patrullas para prevenir una invasión desde el sur, como la que tuvo lugar un siglo antes, en tiempos del césar Augusto y el prefecto Petronio.

Río arriba, las tierras fértiles se reducían hasta convertirse en poco más que franjas cultivables a ambos lados del río, estrechas en el mejor de los casos y que desembocaban en el desierto. Había aldeas de agricultores nubios dispersas por esas orillas y, de vez en cuando, uno podía toparse con grandes templos de estilo egipcio, algunos de ellos del tiempo de los Ptolomeos y otros mucho más antiguos, casi todos ya abandonados. O eso decía el geógrafo Basílides, y así lo confirmaban los exploradores, porque los miembros de la columna poco vieron, ya que transitaban por caminos de caravana algo apartados del río, jalonados aún por piedras miliares romanas, con los palmerales a la izquierda y las arenas del desierto a la derecha.

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