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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (33 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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A Tom se le ahogó la voz y las lágrimas surcaron sus mejillas.

—¡Pobre tonto! —dijo St. Clare, con los ojos llenos de lágrimas—. Levántate, Tom. No vale la pena llorar por mí.

Pero Tom no quiso levantarse y lo miraba con expresión suplicante.

—Bien, no volveré a ir a ninguna de sus malditas fiestas, Tom —dijo St. Clare—; te doy mi palabra. No sé por qué no las he dejado hace tiempo. Siempre las he despreciado, y a mí mismo por asistir; así que enjúgate las lágrimas, Tom, y ve a hacer tu trabajo. Vamos, vamos —añadió—, no me bendigas. No soy tan maravilloso —dijo, empujando suavemente a Tom hacia la puerta—. Te doy mi palabra de honor, Tom, que no me volverás a ver así —dijo; y Tom se marchó, secándose los ojos, con gran satisfacción.

«Y cumpliré la palabra que le he dado, además», se dijo St. Clare, cuando hubo cerrado la puerta.

Y así lo hizo St. Clare, pues el burdo sensualismo, bajo cualquiera de sus manifestaciones, no iba con su naturaleza.

Pero, ¿quién va a contamos los problemas variopintos que atormentaban durante todo este tiempo a nuestra amiga, la señorita Ophelia, que había comenzado a desempeñar las labores de un ama de casa sureña?

Hay muchísimas diferencias entre los criados de las diferentes casas del Sur, según el carácter y la capacidad del ama que les educa.

Tanto en el Sur como en el Norte, hay mujeres que tienen un extraordinario don de mando y talento para la educación. Estas mujeres tienen la capacidad de someter a su voluntad y organizar sistemática y armoniosamente, aparentemente sin dificultad ni severidad, a los diversos miembros de su hacienda, regulando sus idiosincrasias, y equilibrando las deficiencias de uno con los excesos de otro para crear un régimen armonioso y ordenado.

De esta clase de amas de casa era la señora Shelby, a la que ya hemos descrito, y a quien nuestros lectores quizás recuerden haber conocido. Si no hay muchas en el Sur, es porque no hay muchas en el mundo. Se encuentran en el Sur como en cualquier otra parte y, cuando existen, tienen en ese estado peculiar una ocasión muy brillante para exhibir su talento doméstico.

De esta clase de amas de casa no era Marie St. Clare, ni lo había sido su madre. Era indolente e infantil, desorganizada e imprevisora, y era de esperar que los criados instruidos bajo su mandato pecaran de lo mismo; había descrito a la señorita Ophelia con gran exactitud la confusión que iba a encontrar en la casa, aunque no la había atribuido a su verdadera causa.

En la primera mañana de su mandato, la señorita Ophelia se levantó a las cuatro; después de ocuparse de todos los arreglos de su propio cuarto, tal como venía haciendo desde su llegada a la casa, con gran asombro de la camarera, se dispuso a iniciar el asalto de los armarios y despensas de la casa, cuyas llaves obraban en su poder.

La despensa, el armario de la ropa blanca, la alacena de la porcelana, la cocina y la bodega se sometieron todos a una formidable revista aquel día. Tantas cosas ocultas en la oscuridad vieron la luz que se alarmaron todos los principales y dignatarios de la cocina y el cuerpo de casa y provocaron muchos comentarios y murmullos entre los dirigentes domésticos sobre «estas damas del Norte».

La vieja Dinah, cocinera jefe y mandataria principal del departamento de la cocina, montó en cólera por lo que consideraba una invasión de sus privilegios. Ningún barón feudal de los tiempos de la Magna Carta hubiera podido sentirse más ofendido por las incursiones de la corona.

Dinah era un personaje por derecho propio, y sería injusto para con el lector no hacerle un pequeño retrato de ella. Era una cocinera nata, tanto como la tía Chloe, ya que la cocina es un don indígena de la raza africana; pero Chloe era una cocinera formada y metódica, que se regía por un orden bastante estricto, mientras que Dinah era un genio autodidacta y, como todos los genios, era absolutamente testaruda, tajante y caprichosa.

Como cierta clase de filósofo moderno, Dinah despreciaba la lógica y la razón bajo todas sus formas y se refugiaba siempre en una seguridad intuitiva, en la que se encontraba totalmente inexpugnable. Ningún talento, autoridad o explicación podía hacerle creer que otra manera de hacer era mejor que la suya, o que su forma de proceder en cualquier asunto podía modificarse lo más mínimo. Esto era algo que había consentido su antigua ama, la madre de Marie; y a «la señorita Marie», como Dinah llamaba siempre a su joven ama, incluso después de casada, le resultaba más fácil ceder que luchar, por lo que Dinah era la reina absoluta. Esto era más fácil puesto que era maestra en el arte diplomático que une el servilismo más exagerado con la inflexibilidad más extrema.

Dinah era experta en el arte y la cábala de hacer excusas en todas sus ramas. De hecho, para ella era un axioma que la cocinera nunca se equivoca, y una cocinera en una cocina del Sur encuentra muchas cabezas y hombros sobre los que echar todas las culpas y pecados con el fin de mantenerse inmaculada ella misma. Si alguna parte de la comida era un fracaso, había cincuenta motivos indisputables y era la culpa de cincuenta personas, a las que Dinah regañaba con un celo inmisericorde.

Pero pocas veces había algún fallo en los resultados finales de Dinah. Aunque su forma de hacer las cosas era indirecta y tortuosa, sin cálculos temporales o espaciales, y aunque la cocina siempre tenía aspecto de que había pasado un huracán y tenía tantos lugares para guardar sus utensilios de cocina como días había en el año, sin embargo, si se tenía la paciencia de dejarla tomar su tiempo, servía una comida perfectamente organizada y tan bien preparada que ni un epicúreo le pondría pegas.

Era casi la hora de preparar el almuerzo. Dinah, que requería largos intervalos de reflexión y descanso y procuraba sentirse a sus anchas en todo momento, estaba sentada en el suelo de la cocina fumando una pipa corta y gorda a la que era muy aficionada y que siempre encendía, a modo de incensario, cuando sentía la necesidad de inspiración en sus quehaceres. Era su forma de invocar las musas domésticas.

Sentados a su alrededor se hallaban varios miembros de la raza ascendente que abunda en una casa sureña, ocupados en desgranar guisantes, pelar patatas, desplumar aves y otros menesteres preparativos. De vez en cuando Dinah interrumpía sus meditaciones para dar un codazo o un golpe en la cabeza con una cuchara de palo que tenía junto a ella a algunos de los trabajadores jóvenes. De hecho, Dinah dirigía las cabezas lanudas de los miembros más jóvenes con mano férrea y parecía creer que la única razón de la existencia de éstos era «ahorrarle pasos» a ella, según decía. Era el espíritu del sistema bajo el que se había criado ella, y lo cultivaba hasta sus últimas consecuencias.

La señorita Ophelia, tras ejecutar su recorrido reformativo a las demás dependencias del establecimiento, entró finalmente en la cocina. Dinah se había enterado por diferentes fuentes de lo que ocurría y estaba decidida a mantenerse en terreno defensivo y conservador y mentalmente preparada a oponerse o hacer caso omiso de cada nueva norma sin que mediara ninguna disputa visible entre ellas.

La cocina era una habitación grande con suelo de ladrillo y un gran hogar anticuado que se extendía por toda una pared, aparato que St. Clare había intentado en vano persuadir a Dinah que sustituyera por una cocina moderna. Ella no quiso ni hablar del asunto. Ningún conservador, seguidor de Pusey
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o de cualquier otro, estaba más apegado a las incomodidades del pasado que Dinah.

Cuando St. Clare regresó del Norte la primera vez, aún impresionado por la eficiencia y orden de la cocina de su tío, dotó generosamente la suya de una serie de armarios, cajones y diferentes aparatos que indujeran a la organización sistemática, bajo la ilusión optimista de que podría facilitarle el trabajo a Dinah. Más le hubiera valido instalarlos para una ardilla o una urraca. Cuantos más armarios y cajones había, más escondrijos buscaba Dinah para ocultar trapos, peines, zapatos viejos, cintas de pelo, ajadas flores artificiales y otros artículos de
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que le deleitaban.

Cuando la señorita Ophelia penetró en la cocina, Dinah no se levantó sino que continuó fumando tranquilamente, siguiendo los movimientos de aquélla de reojo mientras aparentemente vigilaba los trabajos que realizaban a su alrededor.

La señorita Ophelia empezó abriendo unos cajones.

—¿Para qué sirve este cajón, Dinah? —preguntó.

—Sirve para casi todo, señora —dijo Dinah. Y así lo parecía. De entre la variedad de objetos que contenía, la señorita Ophelia sacó primero un bello mantel de damasco, manchado de sangre por haber sido utilizado aparentemente para envolver carne cruda.

—¿Qué es esto, Dinah? ¿No envolverás la carne con los mejores manteles de tu ama?

—¡Caramba, no, señora! Es que no había toallas, por eso lo usé. Pensaba lavarlo y por eso lo puse allí.

«¡Inepta!», dijo la señorita Ophelia para sí, mientras volcaba el cajón, donde encontró un rallador junto con dos o tres nueces moscadas, un himnario metodista, un par de pañuelos de madrás sucios, lana y una labor de calceta, un paquete de tabaco y una pipa, unos cuantos triquitraques, un par de platillos dorados con restos de pomada, un viejo zapato gastado, un retal de franela cuidadosamente doblado, que contenía unas cebollas pequeñas y blancas, varias servilletas de damasco, algunas burdas toallas de cutí, cuerda, agujas de zurcir y varios papeles rotos, de los que habían caído al cajón diferentes hierbas aromáticas.

—¿Dónde guardas la nuez moscada, Dinah? —preguntó la señorita Ophelia, con el aire de alguien que hace acopio de paciencia.

—En casi cualquier lado, señora; hay un poco en esa taza agrietada de ahí, y hay más en aquel armario.

—Y aquí hay más con el rallador dijo la señorita Ophelia, alzándolas.

—Caramba, es verdad. Las he puesto allí esta misma mañana… me gusta tener las cosas a mano —dijo Dinah—. ¡Eh, tú, Jake! ¿Por qué te paras? ¡Ya te daré yo! ¡Estáte quieto! —añadió, dando al criminal un golpe con su cuchara.

—¿Qué es esto? —preguntó la señorita Ophelia, levantando el platillo con la pomada.

—¡Vaya por Dios! Es mi brillantina. La guardo ahí para tenerla a mano.

—¿Y para eso utilizas los mejores platillos de tu ama?

—¡Señor, lo hice porque tenía tanta prisa!… ¡Iba a cambiarla hoy mismo!

—Y aquí hay dos servilletas de damasco.

—Puse las servilletas allí para que las lavaran un día de éstos.

—¿No tenéis un lugar para poner las cosas de la colada?

—Bueno, el señor St. Clare compró aquel arcón para eso, —dijo—; pero a mí me gusta hacer galletas y guardar allí mis cosas algunos días y es muy fácil: sólo hay que levantar la tapa.

—¿Por qué no preparas tus galletas en la mesa de repostería que hay allí?

—¡Caramba, señora, se llena tanto de platos y otras cosas que nunca hay sitio!

—Pero los platos deben fregarse y guardarse.

—¡Fregar los platos! —dijo Dinah, subiendo el tono de voz, ya que empezaba a asomar la ira tras su respeto habitual—. ¿Qué saben las señoras del trabajo, quisiera yo saber? ¿Cuándo iba a comer el amo si yo pasase todo el tiempo fregando y guardando platos? La señorita Marie nunca me dijo que hiciera eso.

—¿Y qué me dices de estas cebollas?

—¡Caramba, es verdad! —dijo Dinah—, conque es allí donde están. No me acordaba. Guardaba esas mismas cebollas para este mismo guisado. Se me había olvidado que estaban dentro de ese viejo trozo de franela.

La señorita Ophelia sacó los papeles con las hierbas aromáticas.

—Preferiría que la señora no me tocara esas cosas. Me gusta guardar las cosas donde yo sé que puedo cogerlas —dijo Dinah con bastante decisión.

—Pero no querrás estos papeles llenos de agujeros.

—Son útiles para esparcir las hierbas —dijo Dinah.

—Pero ya ves cómo se salen por todo el cajón.

—¡Caramba, es verdad! Si la señora se empeña en revolverme las cosas, claro que se saldrán. La señora ya me ha derramado un montón de esa forma —dijo Dinah, acercándose inquieta a los cajones—. Si la señora se va arriba hasta que sea mi hora de recoger, ya lo pondré todo bien; pero parece que no puedo hacer nada cuando hay señoras alrededor, molestando. ¡Eh, tú, Sam, no le des el azucarero al bebé! ¡Ya te daré yo, si no te andas con cuidado!

—Voy a repasar la cocina y voy a ordenarlo todo una vez, Dinah, y después espero que la mantengas así.

—¡Caramba, señorita Ophelia, ésas no son cosas propias de señoras! Nunca he visto a ninguna señora hacer nada semejante; ni mi antigua ama ni la señorita Marie lo han hecho jamás, y no veo la necesidad de que se haga ahora —y Dinah daba vueltas majestuosamente mientras la señorita Ophelia apilaba y clasificaba fuentes, vaciaba docenas de azucareros en un sólo recipiente, separaba servilletas, manteles y toallas para la colada, lavaba, frotaba y ordenaba todo con sus propias manos, con una velocidad y pericia que dejaron pasmada a Dinah.

—¡Caramba! Si eso es lo que hacen las damas del Norte, pues no son damas —dijo a algunos de sus satélites, cuando estaba fuera del alcance del oído de la señorita Ophelia—. Yo tengo las cosas tan organizadas como cualquiera, cuando me toca la hora de ordenar; pero no quiero tener a señoras aquí molestando y poniéndome las cosas donde no puedo encontrarlas.

Para hacerle justicia a Dinah, tenía paroxismos, aunque infrecuentes, de reforma y orden, que ella llamaba «horas de ordenar», cuando se ponía con gran energía a volver del revés todos los cajones y armarios, poniéndolo todo en el suelo y en las mesas y multiplicando por siete el caos habitual. Entonces encendía su pipa, y revisaba lentamente las cosas, repasándolas y discurriendo sobre ellas; hacía que todos los jóvenes frotasen vigorosamente los objetos de hojalata y mantenía durante varias horas un elevadísimo estado de confusión, que explicaba, para satisfacción de todos los que lo preguntaban, que era la «hora de ordenar». «No podía dejar que las cosas siguieran cómo estaban, e iba a hacer que los jóvenes mantuvieran mejor el orden», porque la misma Dinah tenía la convicción de que ella misma era el colmo del orden y que sólo eran los jóvenes y todos los demás miembros de la casa los que provocaban que tal orden no alcanzara la perfección absoluta. Cuando todas las latas estaban fregadas y todas las mesas blancas como la nieve y todas las cosas que podían molestar estaban escondidas en rincones y escondrijos, Dinah se engalanaba con un vestido elegante, un delantal limpio y un turbante alto y brillante de madrás y decía a todos los jóvenes revoltosos que se mantuvieran fuera de la cocina, ya que quería que todo siguiese ordenado. De hecho, estas ocasiones infrecuentes suponían una molestia para todos los habitantes de la casa, puesto que Dinah cogía tal cariño por su lata reluciente que insistía que no se volviera a utilizar por ningún motivo, por lo menos hasta que se le pasara la fiebre de la «hora de ordenan».

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