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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (35 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¡Ay, pobrecita! —dijo Tom—. ¿Y nadie te ha dicho que el Señor Jesús te ama y que murió por ti? ¿No te han dicho que Él te ayudará y que puedes ir al Cielo y descansar por siempre?

—¡Ya lo creo que iré al Cielo! —dijo la mujer—. ¿No es allí donde van los blancos? ¿Crees tú que ellos me querrán tener allí? Prefiero ir al infierno y escaparme de los amos. Ya lo creo —dijo, y con su gemido habitual, cargó la cesta en la cabeza y se alejó hoscamente.

Tom se volvió y caminó de vuelta hacia la casa. En el patio se encontró con la pequeña Eva, con una corona de nardos en la cabeza y los ojos radiantes de alegría.

—¡Oh, Tom, estás ahí! Me alegro de encontrarte. Papá dice que puedes sacar los caballos para llevarme de paseo en mi nuevo carruaje —dijo, cogiéndole de la mano—. ¿Pero qué te pasa, Tom? Pareces muy serio.

—Me siento mal, señorita Eva —dijo Tom con tristeza—. Pero le sacaré los caballitos.

—Pero dime qué ocurre, Tom. Te he visto hablar con la vieja y arisca Prue.

Tom le contó a Eva la historia de la mujer con palabras sencillas y serias. Ésta no lloró ni hizo comentarios ni preguntas, como hacen los demás niños. Se le empalideció el rostro y una oscura sombra cruzó por sus ojos. Puso las dos manos sobre el pecho y suspiró profundamente.

Capítulo XIX

Más experiencias y opiniones de la señorita Ophelia

—Tom, no hace falta que me prepares los caballos. No quiero salir —dijo ella.

—¿Por qué no, señorita Eva?

—Estas cosas me traspasan el corazón, Tom —dijo Eva—; me traspasan el corazón —repitió muy seria—. No quiero salir y le dio la espalda a Tom y entró en la casa.

Unos días más tarde, fue otra mujer para llevar los bizcochos en lugar de la vieja Prue; la señorita Ophelia se encontraba en la cocina.

—¡Señor! —dijo Dinah—. ¿Qué le pasa a Prue?

—Prue no vendrá más —dijo la mujer misteriosamente.

—¿Por qué no? —preguntó Dinah—. No estará muerta, ¿verdad?

—No lo sabemos exactamente. Está abajo en la bodega —dijo la mujer, mirando a la señorita Ophelia.

Después de que la señorita Ophelia hubo cogido los bizcochos, Dinah siguió a la mujer hasta la puerta.

—Dime, ¿qué le pasa a Prue?

La mujer parecía deseosa de hablar y reacia al mismo tiempo, y le contestó con un tono bajo y misterioso.

—Bueno, no se lo digas a nadie pero Prue se emborrachó de nuevo y la llevaron abajo a la bodega; la dejaron todo el día allí, y les oí decir que
se habían apoderado de ella las moscas… y que está muerta
.

Dinah alzó las manos y, al girarse, vio la forma espectral de Evangeline junto a ella, los grandes ojos místicos dilatados por el espanto y sin una gota de sangre en los labios o las mejillas.

—¡El Señor nos ampare, la señorita Eva va a desmayarse! ¿Qué estaríamos pensando para dejar que nos oyese hablar de tales cosas? Su padre se pondrá furioso.

—No me desmayaré, Dinah —dijo la niña con firmeza—, y ¿por qué no había de oíros? No es tan malo para mí oírlo como para la pobre Prue sufrirlo.

—¡Señor, señor, estas historias no son para damitas dulces y delicadas como usted! ¡Podrían matarlas!

Eva volvió a suspirar y subió las escaleras con paso lento y melancólico.

La señorita Ophelia preguntó ansiosamente por la historia de la mujer. Dinah le dio una versión prolija, a la que Tom aportó los pormenores que había conseguido sonsacarle a Prue aquella mañana.

—¡Una historia abominable, totalmente abominable! —exclamó, al entrar en la habitación donde St. Clare yacía leyendo el periódico.

—Dime, ¿qué perversidad se ha cometido ahora? —preguntó él.

—Pues que aquellas personas han matado a Prue de una azotaina —dijo la señorita Ophelia, quien se puso a contarle la historia con abundancia de detalles, explayándose en los pormenores más escabrosos.

—Ya me pareció que acabaría la cosa así, tarde o temprano dijo St. Clare, poniéndose a leer de nuevo el periódico.

—¡Que ya te parecía! ¿Es que no vas a hacer nada al respecto? —preguntó la señorita Ophelia—. ¿No tenéis alguaciles, o algo parecido, que se hagan cargo de tales asuntos?

—La opinión general es que las leyes de la propiedad son una defensa suficiente en estos casos. Si a la gente le da por estropear sus propias posesiones, no se qué se puede hacer. Parece ser que la pobre criatura era una ladrona y una borracha; así habrá poca posibilidad de que se le tenga compasión.

—¡Es un ultraje, es horroroso, Augustine! ¡Serás castigado por esto!

—Querida prima, yo no lo he hecho, y no puedo remediarlo; lo haría si pudiera. Si las personas ruines y brutales se comportan como lo que son, ¿qué he de hacer yo? Tienen el control absoluto; son déspotas irresponsables. No serviría para nada interferir; no existe ninguna ley que tenga un valor práctico en estos casos. Lo mejor que podemos hacer es cerrar los ojos y los oídos y dejarlo estar. Es el único recurso que nos queda.

—¿Cómo puedes cerrar los ojos y los oídos? ¿Cómo puedes dejarlo estar?

—Mi querida amiga, ¿qué esperas? Aquí tenemos a toda una clase de personas —envilecida, iletrada, indolente y provocativa— que está puesta, sin ningún tipo de términos o condiciones, en manos de otra que, como la mayoría de las personas de nuestro mundo, son personas que carecen de consideración y autodominio, que no tienen siquiera una idea clara de sus propios intereses, pues tal es el caso de la mayor parte de los seres humanos. Naturalmente, en una sociedad organizada de tal forma, lo único que puede hacer un hombre de sentimientos honorables y humanitarios es cerrar los ojos lo más fuerte que puede y endurecer el corazón. No puedo comprar a todos los pobres desgraciados que veo. No puedo convertirme en un caballero andante y comprometerme a deshacer todos los entuertos que se cometen en una ciudad como ésta. Lo más que puedo hacer es evitarlos en lo posible.

El bello rostro de St. Clare se nubló durante un instante. Dijo:

—Vamos, prima, no te quedes ahí de pie como una Parca; sólo te has asomado a la cortina y has visto una muestra de lo que ocurre en todo el mundo, bajo una forma u otra. Si fuéramos a andar husmeando y entrometiéndonos en todas las miserias de la vida, no tendríamos ganas de nada. Es igual que mirar demasiado de cerca todos los detalles de la cocina de Dinah —y St. Clare se tumbó de nuevo en el sofá y se puso a leer su periódico.

La señorita Ophelia se sentó, sacó su labor de calceta y se quedó sentada, ceñuda por la indignación. Tejió y tejió, pero mientras reflexionaba, el fuego seguía ardiendo dentro de ella; por fin estalló:

—Te digo, Augustine, que yo no puedo superar tales cosas, como tú. ¡Es una abominación que defiendas semejante sistema, eso es lo que pienso!

—¿Ahora qué? —dijo St. Clare, levantando la vista—. Conque vuelves a la carga, ¿eh?

—¡Digo que es totalmente abominable que defiendas tal sistema! —dijo la señorita Ophelia, cada vez más enardecida.

—¿Que yo lo defiendo, mi querida amiga? ¿Quién te ha dicho que yo lo defienda? —dijo St. Clare.

—Claro que lo defiendes, todos lo defendéis, todos los sureños. Si no es así, ¿para qué tenéis esclavos?

—¿Eres tan inocente que crees que nadie de este mundo hace jamás lo que no le parece correcto? ¿Tú no haces, o nunca has hecho, ninguna cosa que no te pareciera absolutamente correcta?

—Si lo hago, me arrepiento de ello, espero —dijo la señorita Ophelia, haciendo sonar las agujas enérgicamente.

—Yo también —dijo St. Clare, pelando una naranja—. Me paso la vida arrepintiéndome.

—¿Por qué lo sigues haciendo?

—¿Tú nunca has seguido haciendo lo que estaba mal, incluso después de arrepentirte, querida prima?

—Pero sólo cuando la tentación era muy fuerte —dijo la señorita Ophelia.

—Pues yo siento una tentación muy fuerte —dijo St. Clare—, ahí está la dificultad.

—Pero yo siempre resuelvo no hacerlo más e intento detenerme.

—Pues yo llevo diez años resolviendo no hacerlo, esporádicamente —dijo St. Clare—, pero por alguna razón no lo he conseguido. ¿Tú has conseguido vencer todos tus pecados, prima?

—Primo Augustine —dijo la señorita Ophelia muy seria, dejando a un lado la calceta—, supongo que me merezco que me censures mis defectos. Sé que tienes razón en todo lo que dices; nadie los siente más que yo; pero así y todo, me parece que hay alguna diferencia entre tú y yo. Yo creo que me cortaría la mano derecha antes de seguir día tras día haciendo algo que me pareciera mal. Pero mi conducta concuerda tan poco con lo que predico, que no me extraña que me lo censures.

—Vamos, vamos, prima —dijo Augustine, sentándose en el suelo y apoyando la cabeza en el regazo de ella— ¡no reniegues tanto! Sabes lo inútil y desvergonzado que he sido siempre. Me gusta provocarte, eso es todo, para ver cómo te pones tan seria. Creo realmente que eres desesperante y embarazosamente buena; me agota mortalmente pensarlo.

—Pero éste es un tema muy serio, Auguste, hijo —dijo la señorita Ophelia, tocándole la frente con la mano.

—Tristemente serio —dijo él—; y yo nunca quiero hablar seriamente cuando hace calor. Con los mosquitos y todo, a uno le cuesta mucho alcanzar sublimes cimas morales; y creo —dijo St. Clare, excitándose de pronto— ¡qué teoría! Ya entiendo por qué las naciones del Norte son siempre más virtuosas que las del Sur; ya entiendo todo el asunto.

—¡Ay, Augustine, triste cabeza de chorlito!

—¿Lo soy? Bueno, lo soy, supongo; pero quiero ser serio por una vez, pásame aquella cesta de naranjas; ya ves, tendrás que «detenerme con bebidas y consolarme con manzanas», si he de hacer este esfuerzo. Bien —dijo Augustine, acercándose la cesta—, empezaré: Cuando, en el curso de los acontecimientos humanos, es necesario que un individuo mantenga cautivos a dos o tres docenas de sus homólogos gusanos, la consideración por las opiniones de la sociedad requiere…

—A mí no me parece que estés siendo más serio —dijo la señorita Ophelia.

—Espera, que ya voy, ya te enterarás. El caso es, prima, en resumen —dijo y su semblante adquirió de repente una expresión seria e intensa—, sobre esta cuestión abstracta de la esclavitud puede haber, a mi modo de ver, una sola opinión. Los dueños de plantaciones, que ganan dinero con ella, los clérigos, que quieren complacer a éstos, los políticos, que quieren el poder, pueden retorcer y distorsionar el lenguaje y ética hasta tal punto que el mundo se asombre por su ingenuidad; pueden retorcer la naturaleza y la Biblia y sabe Dios qué más para sus fines; pero, después de todo, ni el mundo ni ellos mismos creen en ello un átomo más. Es cosa del diablo, ésa es la pura verdad y, en mi opinión, es una muestra bastante buena de lo que éste es capaz de conseguir.

La señorita Ophelia dejó de tejer y puso cara de sorpresa y St. Clare, que aparentemente disfrutaba de su asombro, prosiguió:

—Pareces sorprenderte; pero si quieres que me explaye sobre el tema, te lo confesaré todo. Este maldito asunto, maldito por Dios y por el hombre, ¿qué es? Quítale los oropeles, desnúdalo hasta llegar a la raíz y el núcleo y ¿qué es? Pues porque mi hermano Quashy
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es ignorante y débil y yo soy inteligente y fuerte, porque sé y puedo hacerlo, por eso puedo robar todo lo que posee y quedármelo y darle a él sólo lo que me da la gana. Todo lo que sea demasiado duro, sucio o desagradable para mí, pongo a Quashy a hacerlo. Porque no me gusta a mí trabajar, que trabaje Quashy. Porque me quema el sol, que se ponga Quashy al sol. Quashy ganará el dinero y yo lo gastaré. Quashy se tumbará en todos los charcos para que yo pueda pasar sin mojarme los pies. Quashy cumplirá mi voluntad y no la suya propia todos los días de su vida mortal, y tendrá tantas posibilidades de ir al Cielo al final como a mí me parezca conveniente. Esto es lo que es la esclavitud. Desafío a cualquier mortal que lea nuestro código de esclavitud, tal como está redactado en nuestros libros de leyes, y la interprete de otra manera. ¡Hablar de los abusos de la esclavitud! ¡Hipocresía! ¡La esclavitud misma es la esencia de todo abuso! Y la única razón por la que no se hunde la tierra debajo de ella, como Sodoma y Gomorra, es porque se utiliza mejor de lo que se podría. Por misericordia, por vergüenza, porque somos hombres nacidos de mujeres y no bestias salvajes, muchos de nosotros no queremos, no nos atrevemos o nos negamos a utilizar todo el poder que nuestras salvajes leyes ponen en nuestras manos. Y el que va más allá y hace lo peor posible, no hace sino actuar dentro de los límites del poder que le confieren las leyes.

St. Clare se había levantado y, tal como solía hacer cuando se excitaba, caminaba con pasos precipitados de un lado a otro. Su hermoso rostro, con facciones clásicas como las de una estatua griega, parecía arder con el fervor de sus sentimientos. Sus grandes ojos azules centelleaban, y gesticulaba con una energía inconsciente. La señorita Ophelia nunca antes lo había visto de este talante y se quedó sentada en total silencio.

—Yo te digo —dijo él, deteniéndose de pronto delante de su prima— (no sirve para nada hablar o tener sentimientos sobre este tema), pero yo te digo a ti que ha habido veces que he pensado que si se hundía todo el país para ocultar toda esta injusticia y miseria a la vista, que yo me hundiría de buena gana con él. Cuando he viajado arriba y abajo en nuestros barcos o en mis recorridos para recoger fondos y he pensado que cada tipo brutal, repugnante, cruel y rastrero que me encontraba estaba autorizado por nuestras leyes a convertirse en déspota absoluto de cuantos hombres, mujeres y niños pueda comprar con dinero robado o ganado con timos o en el juego, cuando he visto a tales hombres dueños de niños, niñas y mujeres jóvenes indefensas, ¡he tenido ganas de maldecir mi país, de maldecir a la raza humana!

—¡Augustine, Augustine! —dijo la señorita Ophelia— creo que has dicho bastante. ¡Nunca en mi vida he oído nada semejante, ni en el Norte!

—¡En el Norte! —dijo St., Clare, cambiando repentinamente de expresión y volviendo a usar su habitual tono despreocupado— ¡bah, los del Norte sois gente de sangre fría! No podéis competir con los del Sur cuando nos ponemos a despotricar sin mesura.

—Sí, pero la cuestión es… —dijo la señorita Ophelia.

—Oh, sí, desde luego, la cuestión es… ¡menuda cuestión! ¿Cómo has llegado tú a este estado de pecado y miseria? Pues yo te contestaré con las buenas palabras que tú me enseñabas los domingos. Yo he llegado a este estado por herencia. Mis sirvientes eran de mi padre y, es más, de mi madre; y ahora son míos, ellos y su progenie, que es una cosa muy considerable. Mi padre, ¿sabes?, era originario de Nueva Inglaterra; era un hombre muy parecido al tuyo, un verdadero romano, recto, enérgico, de nobles ideas y con una voluntad de hierro. Tu padre se asentó en Nueva Inglaterra, para reinar sobre rocas y piedras y ganarse la vida exprimiendo la naturaleza; el mío se estableció en Luisiana, para reinar sobre hombres y mujeres y ganarse la vida exprimiéndolos a ellos. Mi madre —dijo St. Clare, levantándose y acercándose a un cuadro que había en un extremo de la habitación, que miró con un rostro ferviente de adoración— ¡era divina! No me mires así, ya sabes lo que quiero decir. Probablemente surgió de un nacimiento humano; pero por lo que yo pude observar no había ninguna huella de debilidades o flaquezas humanas en ella; y todos los que la recuerdan, esclavos o libres, sirvientes, conocidos, parientes, todos dicen lo mismo. La verdad es, prima, que lo único que ha habido desde hace años entre yo y el escepticismo total ha sido esa madre. Era la verdadera encarnación y personificación del Nuevo Testamento, un hecho viviente que había que explicar, y que sólo se explicaba con su verdad. ¡Oh, madre, madre! —dijo St. Clare, juntando las manos, en una especie de trance; después, controlándose, regresó y, sentándose en la otomana, continuó:

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