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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (4 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Escucha mi plan, entonces, Eliza. Al amo se le ha ocurrido mandarme pasar por aquí con una nota para el señor Symms, que vive una milla más adelante. Creo que sabía que vendría aquí a contarte las noticias. Eso le gustaría, si creyera que iba a molestar a «la gente de Shelby», como los llama. Me iré a casa resignado del todo, ¿sabes? como si todo hubiera acabado. He hecho algunos preparativos, y tengo a algunas personas que me ayudarán. Un día u otro, de aquí a una semana o así, estaré entre los desaparecidos. Reza por mí, Eliza; quizás el Señor te escuche a ti.

—Reza tú también, George, y confía en Dios; así no harás nada malo.

—Entonces, adiós —dijo George, cogiéndole las manos a Eliza y mirándole, inmóvil, los ojos. Se quedaron callados; luego hubo palabras de última hora, y sollozos, y amargo llanto, pues las esperanzas de un reencuentro tras la partida eran tan frágiles como una telaraña, y se separaron marido y mujer.

Capítulo IV

Una tarde en la cabaña del tío Tom

La cabaña del tío Tom era un edificio pequeño de madera, cerca de «la casa», como los negros
par excellence
llamaban a la vivienda de su amo. Tenía una huerta pulcra delante donde en verano medraban, con esmerados cuidados, fresas, frambuesas y abundantes frutas y verduras. Toda la parte delantera estaba cubierta por una gran bignonia escarlata y una rosa de pitiminí que, enroscándose y entrelazándose, apenas dejaban vislumbrar los ásperos troncos de la fachada. También en verano multitud de vistosas plantas anuales, como caléndulas, petunias y dondiegos de noche, encontraban un rincón donde desplegar su esplendor y eran el deleite y el orgullo de la tía Chloe.

Entremos en la vivienda. Ya ha acabado la cena en la casa y la tía Chloe, que presidía su preparación como cocinera principal, ha delegado en los oficiales subalternos de la cocina los quehaceres de la recogida y el fregado de la vajilla, y ha salido a su propio territorio acogedor para «hacerle la cena a su viejo»; por lo tanto, no dudéis que es ella la que veis junto al fuego, vigilando con solícito esmero los alimentos que están friéndose en una sartén y levantando después con grave deliberación la tapadera de una marmita de asar, de donde se elevan vapores sugerentes de «algo bueno». Tiene la cara redonda, negra y reluciente, tan brillante que hace pensar que la han untado con clara de huevo, tal como hace ella con sus galletas de té. Todo su rostro regordete muestra una sonrisa de satisfacción y contento bajo el almidonado turbante a cuadros, aunque, si hemos de ser sinceros, delata ese vestigio de cohibición que corresponde a la primera cocinera del vecindario, puesto universalmente concedido a la tía Chloe.

Cocinera era, desde luego, hasta los huesos y el mismo centro de su alma. No había pollo ni pavo ni pato en el corral que no se pusiese serio cuando la veía aproximarse con aspecto de estar reflexionando sobre su próximo fin; y era cierto que siempre pensaba en embroquetar, rellenar o asar, hasta tal punto que era inevitable que inspirase terror en cualquier ave que se preciara. Sus tortas de maíz, con todas sus variedades de bollos, bizcochos, homazos y otras clases demasiado numerosas para mencionarlas todas, eran un misterio sublime para todas las pasteleras inferiores; y solía mover su grueso cuerpo con honrado orgullo y júbilo al relatar los infructuosos esfuerzos de alguna de sus comadres por elevarse a las mismas alturas que ella.

La llegada de compañía a la casa, con la preparación de comidas y cenas «con estilo» despertaba todo el afán de su alma; y no había visión que le gustase más que un montón de baúles apilados en el porche, porque le hacía prever nuevos esfuerzos y nuevos triunfos.

En este momento, sin embargo, la tía Chloe se asoma a la marmita de hornear, y la dejaremos ocupada en esta encantadora operación mientras acabamos nuestra descripción de la caseta.

En un rincón había una cama, cubierta por una colcha blanca como la nieve, y al lado un pedazo de moqueta de gran tamaño. La tía Chloe consideraba esta moqueta una muestra inequívoca de pertenecer a la clase superior, por lo que ésta, la cama y, de hecho, todo el rincón eran tratados con una consideración distinguida y eran denominados sagrados y protegidos, en lo posible, de las incursiones y profanaciones de la gente menuda. En realidad, ese rincón era el salón del domicilio. En el otro rincón había una cama con pretensiones más humildes, claramente designada al uso. Decoraban la pared de encima de la chimenea unas pintorescas láminas bíblicas y un retrato del General Washington, dibujado y coloreado de una forma que hubiese dejado atónito a aquel héroe si por casualidad se lo topara.

En un tosco banco del rincón, un par de niños de cabeza lanuda, centelleantes ojos negros y mejillas rellenas y relucientes vigilaban los primeros intentos de andar del bebé, que consistían, como suele suceder, en ponerse de pie, mantenerse un momento en equilibrio y desplomarse de nuevo, y cada fracaso recibía un entusiasta aplauso como si de una gran hazaña se tratara.

Una mesa de patas algo endebles colocada delante de la chimenea y cubierta con un mantel mostraba tazas de diseño marcadamente alegre con sus platillos correspondientes junto con otros síntomas de una colación inminente. En esta mesa se hallaba sentado el tío Tom, el mejor trabajador del señor Shelby, a quien debemos daguerrotipar para nuestros lectores, pues es el protagonista de nuestra historia. Era un hombre grande y fornido, de complexión fuerte, de un negro negrísimo y brillante y un rostro cuyas facciones genuinamente africanas se caracterizaban por una expresión de sensatez seria y constante, junto con una gran cantidad de bondad y benevolencia. Tenía un aire de pundonor y dignidad en su porte, unido a una sencillez confiada y humilde.

En este momento estaba muy ocupado con una pizarra que tenía delante, donde procuraba copiar unas letras lenta y cuidadosamente bajo la vigilancia del señorito George, un chico listo de trece años de edad, con todo el aspecto de darse cuenta de la dignidad que le confería su puesto de profesor.

Así no, tío Tom, así no —dijo enérgicamente, cuando el tío Tom levantó con grandes esfuerzos el rabo de la «
q
» en sentido contrario—; así es una «
q
», ¿no lo ves?

—Dios me ampare, ¿será posible? —dijo el tío Tom, mirando con aire de respeto y admiración cómo su joven profesor garabateaba vigorosamente innumerables «cus» y «ges» para su beneficio; luego, cogiendo el lápiz entre sus grandes dedos torpes, se puso a comenzar de nuevo.

—¡Con qué facilidad los blancos hacen siempre las cosas! —dijo la tía Chloe, parando un momento de engrasar una sartén con un pedazo de tocino pinchado en un tenedor y mirando orgullosa al joven señorito George—. ¡Qué manera de escribir y de leer! Y luego viene aquí por las tardes y nos lee la lección, ¡qué interesante!

—Pero, tía Chloe, tengo muchísima hambre —dijo George—. ¿No está casi hecho el pastel del caldero?

—Casi hecho, señorito George —dijo la tía Chloe, levantando la tapadera para mirar adentro—, dorándose que da gusto, poniéndose precioso. ¡Bah! Nadie los hace como yo. El otro día la señora dejó a Sally hacer un pastel, sólo para que aprendiera, dijo. «Calle, calle, señora», le dije, «¡me duele en el alma ver que se echen a perder de esa forma los buenos alimentos! El pastel ha subido sólo por un lado, no tiene más forma que mi zapato, ¡vaya, vaya!».

Y con estas últimas palabras de desprecio por la ineptitud de Sally, la tía Chloe quitó la tapadera del caldero para mostrar un precioso pastel de una libra del que hubiera estado orgulloso cualquier pastelero de la ciudad. Al hacerse patente cuál era el punto central de la diversión, la tía Chloe se puso a trajinar en serio en los preparativos de la cena.

—¡Eh, vosotros, Mose y Pete! ¡Quitaos de en medio, negritos! Mericky, cariño, vete de ahí. La mamá le dará algo luego a su nena. Señorito George, coja usted esos libros y siéntese con mi viejo, y yo cogeré las salchichas y tendré la primera tanda de bollos en sus platos en menos que canta un gallo.

—Querían que fuera a cenar a la casa —dijo George—, pero sabía demasiado bien lo que me convenía, tía Chloe.

—De veras que sí, cariño —dijo la tía Chloe, llenándole el plato con una pila de bollos humeantes—; sabía que su vieja tía Chloe guardaría lo mejor para usted. ¡Si sabe lo que le conviene! ¡Anda ya! —y la tía Chloe tocó con el dedo a George de una manera que pretendía fuera de lo más cómico, y se volvió hacia su sartén con gran energía.

—Y ahora, el pastel —dijo el señorito George cuando hubo amainado un poco la actividad de la zona de la sartén; y al mismo tiempo, el joven blandía un gran cuchillo por encima de dicho objeto.

—¡Que Dios le bendiga, señorito George! —Dijo la tía Chloe, muy seria, cogiéndole del brazo—. ¡No irá a cortarlo con ese enorme cuchillo pesado! ¡Lo destrozará, estropeará la forma tan bonita que tiene! Tome, aquí tengo un cuchillo fino que mantengo afilado aposta. ¡Mírelo, pues, se corta como si fuera mantequilla! Coma, coma, no encontrará nada mejor que eso.

—Dice Tom Lincoln —dijo George con la boca llena— que su Jinny es mejor cocinera que tú.

—¡Esos Lincoln no son nadie, desde luego! —dijo con desprecio la tía Chloe—; quiero decir, comparados con nuestra gente. Son bastante respetables, a su manera sencilla, pero no tienen idea de lo que es la elegancia. Pongamos al señor Lincoln al lado del señor Shelby, pues. ¡Dios mío! Y la señora Lincoln, ¿puede entrar en una habitación como mi señora, tan majestuosa? ¡Calle, calle! ¡No me hable de esos Lincoln! —y la tía Chloe sacudió la cabeza como una entendida del mundo.

—Pues yo te he oído decir —dijo George— que Jinny era buena cocinera.

—Sí que lo he dicho —dijo la tía Chloe— y lo mantengo. Comida buena y sencilla, eso es lo que prepara Jinny. Hace buen pan de maíz, hierve bien sus patatas, sus tortas de avena no son extraordinarias, pero están bien; pero si hablamos de cosas más elevadas, ¿qué sabe hacer? Pues hace empanadas, ya lo creo, pero ¿con qué clase de corteza? ¿Sabe hacer un milhojas ligero como una pluma que se deshace en la boca? Bien, pues, yo fui allí cuando se iba a casar la señorita Mary, y Jinny me mostró las empanadas de la boda. Jinny y yo somos buenas amigas, ¿sabe? No dije palabra, pero, ¡vaya, señorito George! Yo no hubiera podido dormir en una semana si hubiera hecho unas empanadas así. No valían nada en absoluto.

—Supongo que Jinny pensó que estaban estupendas —dijo George.

—¡Pues ya lo creo que lo pensó! ¿No las mostraba a todo el mundo, la muy inocente? Ahí está la cuestión: Jinny
no sabe
. Dios, si la familia no son nadie, ¿cómo se puede esperar que ella sepa? ¡No es culpa suya! Señorito George, no sabe usted cuántos privilegios tiene por su familia y su educación —suspiró la tía Chloe, haciendo girar los ojos con la emoción.

—Desde luego, tía Chloe, conozco todos mis privilegios en cuanto a pasteles y empanadas —dijo George—. Pregúntale a Tom Lincoln si no presumo de ellos cada vez que nos vemos.

La tía Chloe se recostó en su sillón y se permitió soltar una espontánea carcajada ante la gracia del señorito, y siguió riendo hasta que empezaron a correr las lágrimas por sus negras mejillas relucientes, alternando este ejercicio con golpecitos y codazos dirigidos al señorito George y diciéndole que callara y que era un caso, que seguro que la iba a matar, un día de aquellos; y entre una predicción sanguinaria y otra, soltaba otra carcajada más fuerte y de más duración que la anterior, hasta que George empezó a creer que era verdad que era un individuo muy peligroso por lo ocurrente, y que le convendría tener cuidado con su manera de expresarse «con tanta gracia».

—Conque se lo dijo usted a Tom, ¿eh? ¡Dios de mi vida! ¡Las cosas que hacen los jóvenes! ¿Presumió ante Tom? ¡Dios de mi alma! Señorito George, haría usted reír a una sabandija.

—Sí —dijo George—, le dije: «Tom, tendrías que ver las empanadas de la tía Chloe, ésas sí que son buenas», le dije.

—Es una pena que no las pueda ver Tom —dijo la tía Chloe, cuyo buen corazón parecía sufrir mucho con la idea de tamaña ignorancia por parte de Tom—. Debería usted invitarle a cenar un día de éstos, señorito George —añadió—; sería un bonito gesto. ¿Sabe, señorito George? No debería sentirse por encima de nadie por los privilegios que tiene, pues los privilegios nos son dados; debemos recordar siempre eso —dijo la tía Chloe, con aspecto bastante serio.

—Bueno, tengo la intención de invitar a Tom un día de la semana que viene —dijo George—; y tú, esmérate mucho, tía Chloe, y lo dejaremos de piedra. Le haremos comer tanto que no se recuperará en quince días, ¿verdad?

—Sí, sí, desde luego —dijo, encantada, la tía Chloe—; ya lo verá. ¡Señor, señor, cuando pienso en algunas de nuestras cenas! ¿Se acuerda de la empanada de pollo que hice cuando dimos la cena para el General Knox? Yo y la señora por poco nos peleamos por culpa de la costra. No sé qué les pasa a las señoras, pero a veces, cuando una tiene muchísima responsabilidad, podríamos decir, y está muy seria y ocupada, ¡a las señoras les da por dar vueltas por ahí metiendo las narices! Y la señora quería que lo hiciera así y que lo hiciera asá, hasta que al final me puse un poco impertinente y le dije: «Señora, mire esas manos suyas tan blancas con sus dedos largos, relucientes de sortijas, como azucenas salpicadas de rocío; y ahora mire mis grandes manos negras y gordotas. ¿No le parece que el Señor me creó a mí para hacer las empanadas y a usted para quedarse en el salón?». Vaya, así de descarada me puse, señorito George.

—¿Y qué dijo mamá? —preguntó George.

—¿Decir? Bueno, se rió con los ojos, esos grandes y hermosos ojos suyos, y dijo: «Bien, tía Chloe, creo que tienes razón», dijo; y se marchó al salón. Tenía que haberme dado en la cabeza por ser tan descarada, pero así están las cosas. ¡No puedo hacer nada con una dama en la cocina!

—De todas formas, te luciste con aquella cena, recuerdo que lo dijo todo el mundo —dijo George.

—¿Verdad que sí? Como que me quedé detrás de la puerta del comedor ese mismo día y vi cómo el general pasó el plato tres veces para que le pusieran más de esa misma empanada, y dijo: «Señora Shelby, usted debe de tener una cocinera fuera de lo común». ¡Señor! ¡No cabía en mí de gozo! Y el general sabe lo que es cocinar —dijo la tía Chloe, irguiéndose ufana—. Un hombre muy agradable, el general. Es de una de las primerísimas familias de Virginia. El general sí que entiende, tanto como yo. Verá, cada empanada tiene sus secretos, señorito George; pero no todo el mundo sabe cuáles son o cómo deben ser. Pero, él sí, el general sí; lo sé por los comentarios que hizo. Sí, él conoce los secretos.

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