Read La cabaña del tío Tom Online

Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (7 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Bien, viejo —dijo la tía Chloe—, ¿por qué no te vas también? ¿Vas a esperar a que te embarquen río abajo, adonde matan a los negros de trabajo y hambre? ¡Antes me moriría que ir allí! Tienes tiempo… márchate con Lizy… tienes salvoconducto para ir y venir cuando quieras. ¡Venga, date prisa! Yo juntaré tus cosas.

Tom levantó despacio la cabeza, miró triste pero serenamente alrededor y dijo:

—¡No, no! Yo no me voy. Que se vaya Eliza, está en su derecho. Yo no le diría que no se fuera, no está en su naturaleza quedarse; pero has oído lo que ha dicho. Si hay que venderme a mí o a toda la gente de la casa, y todo se tiene que ir al traste, pues ¡que me vendan a mí! Supongo que puedo soportarlo como cualquiera —añadió, el pecho sacudido convulsivamente por una especie de suspiro o sollozo—. El amo siempre me ha encontrado dispuesto, y siempre me encontrará. Nunca he traicionado su confianza, ni he usado el salvoconducto para nada que no fuera honorable, y nunca lo haré. Es mejor que me vaya yo solo que disolverlo y venderlo todo. No es culpa del amo, Chloe; él te cuidará a ti y a los pobres…

En esto se volvió hacia la burda carriola repleta de cabecitas lanudas y se desmoronó. Se apoyó en el respaldo de la silla y se cubrió el rostro con las grandes manos. Unos sollozos roncos, fuertes y desgarrados sacudieron la silla y grandes lágrimas cayeron al suelo a través de sus dedos; lágrimas como las tuyas, lector, que regaron el ataúd de tu primogénito; lágrimas como las tuyas, lectora, cuando oíste el llanto de tu hijo moribundo. Porque él era un hombre, lector, y tú eres otro. Y tú, lectora, aunque lleves seda y joyas, no eres mas que una mujer y, en las grandes desgracias y adversidades, todos sentimos la misma pesadumbre.

—Y ahora —dijo Eliza de pie en la puerta—, he visto a mi marido esta misma tarde y no me imaginaba lo que iba a suceder. Lo han empujado al límite de sus fuerzas y hoy me ha dicho que se va a escapar. Intentad comunicaros con él, si podéis. Decidle cómo me voy y por qué, y decidle que voy a intentar llegar a Canadá. Decidle que lo quiero y si no lo veo nunca más —se volvió y se quedó con la espalda vuelta hacia ellos durante un momento, y después añadió, con voz cascada—, decidle que sea tan bueno como pueda y que procure reunirse conmigo en el reino de los cielos. Llamad a Bruno —añadió—. Cerrad la puerta detrás. El pobre animal no debe ir conmigo.

Con unas cuantas últimas palabras y lágrimas, con unos cuantos adioses y buenos deseos, aferrando a su pecho a su hijo sobresaltado y asustado, se alejó silenciosamente.

Capítulo VI

El descubrimiento

Los señores Shelby no se durmieron enseguida después de su dilatada conversación de la noche anterior y, en consecuencia, se levantaron algo más tarde de lo normal por la mañana.

—Me pregunto qué estará haciendo Eliza —dijo la señora Shelby, después de tocar el timbre repetidas veces sin obtener respuesta.

El señor Shelby estaba de pie ante el espejo del tocador afilando su navaja cuando se abrió la puerta y entró un muchacho de color con el agua para que se afeitara.

—Andy —dijo su ama—, acércate a la puerta de Eliza y dile que la he llamado tres veces. ¡Pobrecita! —añadió suspirando para sus adentros.

Andy regresó inmediatamente con los ojos muy abiertos por el asombro.

—¡Cielos, señora! Los cajones de Lizy están todos abiertos y sus cosas todas tiradas por ahí. ¡Creo que se ha largado!

El señor Shelby y su esposa se dieron cuenta de la verdad en el mismo instante. Él exclamó:

—Entonces es que sospechaba algo y se ha marchado.

—¡Gracias a Dios! —dijo la señora Shelby—. Espero que así sea.

—¡Hablas como una loca, esposa! Estaré en un buen apuro si se ha marchado. Haley se dio cuenta de que vacilaba al venderle a este niño, y creerá que lo he planeado yo para quitarlo de en medio. ¡Empañará mi honor! —y el señor Shelby salió apresuradamente de la habitación.

Durante un cuarto de hora, hubo carreras de aquí para allá, exclamaciones, puertas que se abrían y cerraban y rostros de todos los colores asomándose por todas partes. Sólo una persona, que hubiera podido esclarecer los hechos, se quedó callada: la cocinera jefe, tía Chloe. En silencio y con una turbia nube ensombreciendo sus facciones generalmente alegres, seguía con la preparación de las galletas del desayuno como si no oyera ni viera nada del bullicio de su alrededor.

Poco después, una docena de diablillos se posaron como cuervos en la barandilla del porche, cada uno empeñado en ser el primero en dar parte de su desgracia al nuevo amo.

—Estará furioso, apuesto lo que sea —dijo Andy.

—¡Lo que va a renegar! —dijo el pequeño y negro Jake.

—Sí, porque ya lo creo que le gusta renegar —dijo Mandy, la de los rizos—. Lo oí ayer en la cena. Lo oí todo entonces, pues me metí en el armario donde guarda el ama las jarras grandes y oí cada palabra —y Mandy, que en su vida había pensado en lo que significaba cada palabra que oía más que si fuera un gato negro, adoptó un aire de sabiduría superior y se pavoneaba por ahí, olvidando añadir que, aunque se encontraba realmente enroscada entre las jarras a la hora mencionada, estuvo profundamente dormida todo el tiempo.

Cuando por fin apareció Haley con sus botas y sus espuelas, le llovieron las malas noticias de todas partes. No decepcionó a los bribonzuelos del porche, que esperaban oírlo «renegar», al hacerlo con una fluidez y un calor que deleitaron a todos sobremanera, mientras saltaban de un lado a otro fuera del alcance de su fusta; y, todos gritando, se desplomaron en un revoltijo de risotadas sobre el marchito césped de debajo del porche, donde patalearon y dieron voces hasta hartarse.

—¡Si pudiera coger a esos pequeños diablos! —murmuró Haley entre dientes.

—¡Pero no nos puede coger! —dijo Andy con un aspaviento de triunfo, dirigiendo una sarta de muecas indescriptibles a la espalda del desgraciado tratante, fuera ya del alcance de sus oídos.

—¡Vaya, Shelby, es un asunto extraordinario! —dijo Haley, entrando bruscamente en el salón—. Parece ser que se ha escapado esa muchacha con su hijo.

—Señor Haley, se halla presente la señora Shelby —dijo el señor Shelby.

—Le ruego me perdone, señora —dijo Haley, con una pequeña reverencia, el ceño aún fruncido—; pero digo, como ya he dicho, que es un asunto extraño. ¿No es verdad, señor?

—Señor, si quiere usted comunicarse conmigo, debe guardar las formas de un caballero. Andy, llévate el sombrero y la fusta del señor Haley. Tome asiento, señor. Sí, señor; lamento decir que la joven, alterada al enterarse directa o indirectamente de este asunto, ha cogido a su hijo durante la noche y se ha marchado.

—Tengo que decirle que esperaba recibir un trato justo en este caso —dijo Haley.

—Bien, señor —dijo el señor Shelby, volviéndose bruscamente hacia él—, ¿cómo debo interpretar ese comentario? Si cualquier hombre cuestiona mi honor, sólo le puedo dar una respuesta.

Esto azoró un poco al comerciante, que dijo con un tono de voz algo más bajo que «era condenadamente injusto embaucar a un hombre que ha hecho un trato correcto».

—Señor Haley —dijo el señor Shelby—, si no creyera que tiene motivos para sentirse decepcionado, no habría tolerado la manera descortés en que ha entrado en mi salón esta mañana. Sin embargo, le diré lo siguiente, puesto que lo requieren las apariencias: no permitiré que haga ninguna insinuación sobre mí, como si fuera cómplice de cualquier injusticia en este asunto. Además, me siento obligado a proporcionarle toda la ayuda que pueda en cuanto al uso de caballos, sirvientes, etc., para que recupere su propiedad. Así que, en resumidas cuentas, Haley —dijo, cambiando de pronto su tono de frialdad mesurada por el habitual de cordial franqueza—, lo mejor que puede hacer es mantener el buen humor y desayunar, y ya veremos lo que podemos hacer.

En esto se levantó la señora Shelby y dijo que sus compromisos impedían que pudiera estar presente en la mesa del desayuno aquella mañana; delegó en una mulata muy respetable para que le sirviera el café al caballero desde el aparador, y salió de la habitación.

—A su vieja no le cae muy bien este su humilde servidor —dijo Haley, en un torpe intento de mostrarse campechano.

—No estoy acostumbrado a que hablen de mi esposa con semejante libertad —dijo secamente el señor Shelby.

—Perdón, perdón, sólo bromeaba —dijo Haley, con una risa forzada.

—Algunas bromas son menos agradables que otras —replicó Shelby.

«Se siente condenadamente libre, ahora que he firmado aquellos papeles, ¡maldita sea su estampa!», murmuró Haley para sí, «se ha crecido mucho desde ayer».

La caída de un primer ministro en la corte nunca provocó ondas de reacción más grandes que la noticia de la suerte de Tom entre sus iguales de la finca. Era el tema de conversación que estaba en boca de todos, y no se hacía nada en la casa o en el campo sino discutir el probable resultado. La huida de Eliza —un hecho sin precedentes en el lugar— también contribuía a estimular la excitación general.

El negro Sam, como se le solía llamar por ser unos tres tonos más negro que ningún otro hijo de ébano del lugar, daba vueltas al asunto en todas sus fases y desde todos los puntos de vista, con un alcance de visión y un esmero por cuidar de su propio bienestar dignos del mejor patriota blanco de Washington.

«No hay mal que por bien no venga, ésa es la verdad», sentenció Sam, subiéndose más los pantalones y colocando hábilmente un largo clavo en lugar del botón que faltaba en sus tirantes, operación de genialidad mecánica que pareció encantarle. «Sí, sí, no hay mal que por bien no venga», repitió. «Bien, si Tom ha caído, queda sitio para que suba otro negro, y ¿por qué no este negro? Esa es la idea. Tom va cabalgando por el país con las botas limpias y un pase en el bolsillo, tan elegante como Cuffee
[6]
, pero ¿quién es ahora? ¿por qué no puede hacerlo Sam? Eso es lo que yo quisiera saber».

—¡Sam, eh, Sam! El amo quiere que prepares a Bill y Jerry —dijo Andy, interrumpiendo el soliloquio de Sam.

—¿Eh? ¿Qué pasa ahora, hijo?

—Pues supongo que no estás enterado de que Lizy se ha largado con su hijo.

—¡Cuéntaselo a tu abuela! —dijo Sam con un desprecio infinito—; si lo sabía yo bastante antes que tú; este negro no se chupa el dedo, ¿qué te crees?

—De todas formas, el amo quiere que aparejes a Bill y Jerry, y que tú y yo vayamos con el señor Haley a buscarla.

—¡Bien, así se hacen las cosas! —dijo Sam—. Hay que acudir a Sam para estos menesteres. Él es el negro apropiado. A que la cojo yo; ¡ya verá el amo de lo que es capaz Sam!

—Pero, Sam, más vale que te lo vuelvas a pensar, porque el ama no quiere que la cojan, y te despellejará.

—¡Caramba! —dijo Sam, abriendo mucho los ojos—. ¿Cómo lo sabes?

—Se lo he oído decir esta bendita mañana al llevarle al amo el agua para afeitarse. Me ha mandado ir a ver por qué no había ido Lizy a vestirla, y cuando le he dicho que se había marchado, se ha levantado y ha dicho simplemente: «Dios sea alabado»; y el amo parecía estar furioso de verdad y le ha dicho: «Esposa, hablas como una loca». ¡Pero, señor, señor, ella le convencerá! Sé bien lo que pasará. Siempre es mejor estar de parte de la señora, te lo digo con conocimiento.

Al oír esto, el negro Sam se rascó el cuero cabelludo que, si no contenía gran sabiduría, sí contenía gran cantidad de una cualidad muy apreciada por los políticos de todas las inclinaciones, llamada vulgarmente «saber lo que a uno le conviene», por lo que se detuvo a pensar muy serio y volvió a tirar de sus pantalones, que era el método habitualmente adoptado por él para aclarar sus dudas mentales.

—Nunca se puede saber nada seguro sobre ninguna cosa de
este
mundo —dijo por fin.

Sam habló como un filósofo, enfatizando este como si hubiera tenido gran experiencia en diferentes tipos de mundos, por lo que sacaba sus conclusiones con conocimiento de causa.

—Yo habría estado seguro de que el ama hubiera movido cielo y tierra para encontrar a Lizy —añadió, pensativo, Sam.

—Así es —dijo Andy—; pero, ¿es que no ves tres en un burro, negro negrísimo? El ama no quiere que el señor Haley se lleve al hijo de Lizy, eso es lo que pasa.

—¡Vaya! —dijo Sam, con una entonación inenarrable, conocida sólo por los que la han oído utilizar entre los negros.

—Y te diré más —dijo Andy—; creo que debes darte prisa en aparejar esos caballos, pero mucha prisa, porque he oído al ama preguntar por ti, así que ya has perdido bastante tiempo.

Al oír esto, Sam empezó a moverse con gran ahínco, y apareció al poco rato, dirigiéndose gloriosamente hacia la casa como un tornado, con Bill y Jerry al galope; luego, saltando hábilmente a tierra antes de que ellos tuvieran intención de detenerse, los hizo parar en el apeadero. El caballo de Haley, que era un potro espantadizo, reculaba y brincaba y tiraba fuertemente del cabestro.

—¡So, so! —dijo Sam—, conque asustado, ¿eh? —y se iluminó su negro rostro con un extraño brillo travieso—. ¡Ya te arreglaré yo! —dijo.

Había un gran haya dando sombra al lugar y muchos pequeños hayucos afilados y triangulares yacían dispersos por el suelo. Con uno de ellos entre los dedos, se acercó Sam al potro y le dio palmadas y golpecitos, aparentemente empeñado en calmar su excitación. Fingiendo ajustar la silla, deslizó debajo hábilmente el hayuco puntiagudo, de tal manera que el menor peso sobre ella molestaría la sensibilidad nerviosa del animal sin dejar ningún roce ni herida perceptible.

—¡Ya está! —dijo, girando los ojos con una sonrisa de aprobación—; ¡ya lo he arreglado!

En este momento, apareció la señora Shelby en el balcón, haciéndole un gesto de que se acercara. Sam se aproximó, tan empeñado en medrar como cualquier aspirante a un puesto vacante en Washington.

—¿Por qué holgazaneas de esa manera, Sam? He mandado a Andy a decirte que te dieras prisa.

—¡El Señor la bendiga, señora! —dijo Sam—, los caballos no se dejan coger en un minuto; ¡se habían alejado hasta la dehesa sur y Dios sabe adónde!

—Sam, ¿cuántas veces te he de decir que no digas «El Señor la bendiga» y «Dios sabe» y esas cosas? Es perverso.

—¡Ay, el Señor tenga piedad de mi alma, se me ha olvidado! No diré nada parecido en adelante.

—Pero, Sam, si acabas de hacerlo de nuevo.

—¿Sí? ¡Ay, Señor! Quiero decir… no he querido decirlo.

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