La cabeza de la hidra (6 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: La cabeza de la hidra
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—¿Qué pasó? —dijo Félix con asombro burlón—. ¿No me dice usted siempre que su casa es mi casa?

—No me explico su conducta —dijo fríamente Mauricio—. Quizá el Director General sepa explicármela mañana, cuando le cuente lo ocurrido.

Félix se rió en la cara de Rossetti: —¿Te atreves a amenazarme, pinche gondolero? —Le ruego que recapacite y se comporte, licenciado. —Pinche lambiscón.

—¿Quién me ayuda a sacar a este infeliz? —preguntó Rossetti a la reunión en general, los invitados curiosos pero lejanos, un poco amedrentados.

Cómo cambiaba la cara de Bernstein sin los anteojos. El doctor se interpuso entre Maldonado y Rossetti. Sin lentes y sin sorpresa la cara normalmente sospechosa y tensa adquiría una bonhomía navideña. Bernstein parecía un carpintero amable que se quedó ciego tallando juguetes para los niños. Le dijo a Mauricio que él era el agraviado y le rogó que olvidara el incidente. Rossetti dijo que no, había agraviado a todos, hay que darle una lección a este majadero, doctor. —Se lo ruego yo. Por favor. Rossetti se resignó con un movimiento despreciativo de hombros y le dijo a Félix es la última vez que viene usted aquí, Maldonado.

—Ya lo sé. Está bien. Perdón —dijo Félix.

Un criado le devolvió los anteojos a Bernstein y con ellos regresó el rostro perdido del doctor. Palmeó paternalmente el hombro de Félix. El anillo con la piedra blanca como el agua lanzaba fulgores de cabezas de alfiler desde el dedo gordo del profesor.

—Nuestro anfitrión es muy italiano, aunque lleve cuatro generaciones en México. Los italianos no entienden ni lo nuevo ni lo viejo, sólo lo eterno. Los accidentes históricos les son indiferentes y hasta risibles. No entienden que los judíos somos parricidas y los mexicanos filicidas. En Cristo quisimos matar al padre, nos aterró la encarnación del Mesías en un usurpador, sobre todo si tomas en cuenta que cada vez que se aparece el redentor nuestra destrucción es aplazada. En cambio ustedes quieren matar al hijo, es la descendencia lo que les duele. La descendencia en todas sus formas es para ustedes degeneración y prueba de bastardía. No, Mauricio no sabe esto. Ignora tantas cosas. Mi figura es demasiado paternal, ¿verdad, Sara?

—Eres mi amante —dijo con voz esterilizada Sara—. ¿Qué quieres que diga?

Bernstein miró de frente, sin sonrojo pero sin victoria, a Félix.

—Tú jamás matarías a tu padre, Félix, eso es lo que no entiende el pobrecito de Mauricio. Tú sólo matarías a tus hijos, ¿verdad?

Félix miró con desolación a Sara y luego, para evitar la mirada de la mujer, se quedó observando el cuadro de Ricardo Martínez encima de la chimenea, los grandes bultos de los indios sentados en cuclillas en medio de un páramo frío y brumoso que devoraba sus contornos humanos.

Al cabo dijo:

—Entonces ya tengo los mismos derechos de todos.

—Pobre Félix —dijo Sara—. De joven no eras vulgar.

Bernstein dejó de palmear protectoramente a Maldonado y sin dejar de sonreír acercó peligrosamente el rostro al de Sara.

—Te advertí que no vinieras —le dijo a Félix el hombre gordo con el anillo acuoso como su mirada.

—Pobre Félix —repitió Sara y tocó la mano de su admirador—. Entiende que ahora soy igual a tus otras mujeres. Pobre Félix.

—Qué cosa más chispa —empezó a reír repentinamente Félix, terminó doblándose de carcajadas y fue a apoyarse contra la repisa de la chimenea adornada con pequeñas reproducciones de figuras de Jaina—. Pero qué cosa más chistosa, ahora Mary resulta la única que no he tocado, por lo menos en diez años, toda una vida, ¿no? Mary la cachonda tendrá que tomar desde ahora el lugar de mi mujer ideal, juro que jamás me acostaré con Mary…

—Está loco —perdió la compostura Sara—, le pidió al doctor, Bernstein haz algo, dile a este imbécil que él nunca me ha tocado ni me tocará, va a salir por ahí repitiendo eso, que Mary es la única que no ha tocado en los últimos diez años.

—Llevo cinco minutos de fornicación mental contigo —le dijo Félix a Sara—, ¿por qué, Sara, y por qué con Bernstein,
of all people?

—¿Puedo decirle, Bernstein? —Sara miró al doctor para pedirle permiso y el doctor asintió, pero Félix se sintió ofendido y estuvo a punto de arrancarle otra vez los anteojos a su viejo profesor.

—No me traten como si no supiera nada —dijo Félix a la pareja Klein-Bernstein, tenía que acostumbrarse a verlos como pareja, qué asco, qué ridículo, pensar que había tratado de ridiculizar a su pobre Ruth tan leal tan noble.

—Como los periódicos… —trató de interponer el doctor.

—Sí, cómo no —cortó Félix—, llevamos diez años de desayunos políticos, doctor, antes fue usted mi maestro de historia de las doctrinas económicas en la UNAM, ¿cómo no voy a saber?

—La verdad no viene en las páginas del Gide et Rist —humoreó débilmente Bernstein.

—Ato cabos. Usted ha servido la causa de los que ubican a los criminales de guerra escondidos, eso lo sé, los que sacan a los nazis de sus madrigueras en Paraguay y luego los juzgan dentro de una jaula de cristal. Y Sara se fue a vivir a Israel hace doce años. Usted viaja allá dos veces al año. ¿Okey? Me parece perfecto. ¿Cuál misterio?

—La palabra misterio, mi querido Félix, tiene muchos sinónimos —dijo con perfecta compostura el doctor Berstein.

Hubo una especie de silencio que pareció más largo de lo que realmente fue. Félix notó el mohín de Sara, el ruego silencioso de Bernstein, dejemos allí las cosas, que Maldonado crea esto, que crea lo que quiera, ¿qué importancia tiene Félix Maldonado? Sara tiró de la manga de Bernstein, pero el doctor le apartó cariñosamente la mano. Angélica Rossetti decidió apresurar las cosas e invitó a todo mundo a pasar a la mesa. Miró con franco desagrado a Félix, como a una cucaracha indigna de comer los cannelloni dispuestos en la mesa del buffet.

—¿Quieres pasar, Sara?

Bernstein entró al comedor colonial con la dueña de casa y Sara Klein se cruzó de brazos recargada contra la repisa de la chimenea. Maldonado se dio cuenta de que era la primera vez, desde que él llegó a esta casa, que la mujer se movía de lugar. Una humedad opresiva ascendía de los pisos del salón a pesar de las buenas intenciones de la chimenea. El homenaje a la piedra fría en planta baja, la inmediatez del jardín que se trataba de meter a la casa por las puertas de cristal, el lodo después de la lluvia, las plantas del desierto hinchadas de tormenta, una monstruosidad.

Sara Klein acarició la mano de su viejo amigo y Félix sintió que le devolvía el calor y la vida. No se atrevió a mirarla, pero supo una vez más que la amaba de verdad a ella y la amaría siempre, lejana o cercana, limpia o sucia. Durante toda su vida, lo entendió ahora, había falsificado el problema Sara Klein. La verdad consistía en admitir que la amaba sin importarle quién la poseyera. El problema dejó de ser Félix o nadie.

Sara vio lo que pasaba por los ojos de su amigo. Por eso le dijo, Félix, ¿recuerdas cuando celebramos juntos tus veinte años?

Félix asintió débilmente. Sara le acarició las mejillas y luego detuvo entre las manos la cabeza de Félix, rizada, morena, delgada, viril, embigotada, morisca.

Entonces Sara Klein dijo que todas las ceremonias son tristes, porque ella recordaba muy pocas que realmente pudieron ocurrir y luego muchas que no pudieron celebrarse porque sólo había fechas pero ya no había gente.

—Tú estabas triste ese día de tu cumpleaños. Salimos a bailar. Era catorce años después de la guerra. Tú te dedicabas a enseñarme todo lo que me había perdido. Películas y libros. Canciones y modas. Bailes y automóviles. Me perdí todo eso en Alemania de niña. Entonces la orquesta comenzó a tocar Kurt Weill, la canción tema de la
Dreigroschenoper.
La había puesto otra vez de moda Louis Armstrong, ¿te acuerdas? Pasó algo muy misterioso. Tus veinte años, mi niñez en Alemania, esa canción que nos unió mágicamente como nada nos había unido antes.

—La canción de Mackie, recuerdo.

—Tú me hablabas de una canción de moda en 56 y yo recordaba que mis padres la tarareaban, tenían un disco cantado por Lotte Lenya, antes de la guerra, antes de la persecución, un disco rayado. Todo se juntó para que tu melancolía fuese verdadera. Esa noche nos contagiamos la tristeza. Me dijiste una cosa, ¿recuerdas?

—Cómo no, Sara. La muerte de todos empieza a los veinte años.

—Y yo te dije que era una frase muy romántica, pero para mí muy falsa, porque para mí la muerte nunca había empezado y nunca acabaría. Te dije que para mí la muerte no tiene edad. Félix, esa noche supimos por qué no podíamos casarnos. Tú eras un adolescente mexicano melancólico. Yo era una triste judía alemana sin edad. Sufrimos mucho. Es un hecho.

No tiene nada que ver con nuestro sexo, nuestro país o nuestra edad.

—Lo sé. Por eso te amo y no quiero ser causa de más dolor.

Sara Klein apartó sus labios de los de Félix Maldonado, lo apartó a él y los ojos de la mujer dejaron de ser diamantes fríos. Eran ahora el fondo turbio de una laguna artifical y poco profunda, removida violenta e inútilmente. Se apartó cada vez más hasta sólo tocar la mano, los dedos extendidos de Félix.

—Entonces, si de verdad no quieres que sufra más, deja de quererme, Félix.

—Me cuesta mucho. Ya ves, ahora sé que eres la amante de Bernstein y no dejo de quererte.

Los músculos tensos de la cara de la mujer, el brillo turbio de los ojos, como Bonaparte en Arcola.

—No pido eso.

—Entonces, ¿cómo quieres que deje de quererte, Sara?

—Ayudándome.

—No te entiendo.

—Sí. Debes ayudarme a justificar lo que hago.

—¿Lo que hacen tú y Bernstein?

—Sí. Lo que realmente nos une, no el sexo.

—¿Tampoco con él te acuestas?

—Sí. A veces.

—Menos mal. Sería el colmo que también fueras la virgen de Bernstein.

—No. Ayúdame a justificar que las víctimas de ayer seamos los verdugos de hoy.

Maldonado intentó acercarse a la mujer que se descomponía ante su mirada, Sara Klein que perdía la imagen de su admirador recordaba y aparecía bajo una luz inédita, cruda, yerma.

—La venganza no es una virtud —dijo Félix—, pero es explicable.

—Dime cómo disfrazar la verdad, Félix.

—Está claro. Las antiguas víctimas son ahora los verdugos de sus antiguos victimarios. Te entiendo. Lo acepto. Ésa es la verdad. ¿Para qué quieres disfrazarla? Sólo que acostarse con Bernstein me parece un precio muy alto para la verdad y para la venganza.

—No, Félix —dijo abruptamente Sara, igual que cuando eran estudiantes juntos, discípulos de Bernstein, discutiendo una de las teorías económicas expuestas en los volúmenes de Gide y Rist—, no, Félix…

Maldonado dejó caer la mano de Sara Klein. —No, Félix, eso se acabó. Ya encontramos y juzgamos a todos los que fueron nuestros verdugos. Ahora somos nuevos verdugos de nuevas víctimas.

—Eso querían los verdugos de ustedes —dijo con la voz más plana del mundo Félix.

—Creo que sí —contestó Sara. —Tú eres muy inteligente. Sabes que sí. —Qué pena, Félix.

—Sí. Quiere decir que los verdugos de ustedes acabaron por vencerlos, como querían, aunque sea desde la tumba —dijo Félix y le dio la espalda a Sara Klein.

Salió de la casa de los Rossetti y caminó a lo largo del Callejón de Santísimo atestado de autos hasta el fin del empedrado, donde comenzaba el fango de las calles de San Ángel, el lodo de muchísimas calles de la ciudad de México después de la lluvia, como si fuera campo.

De la bruma de la medianoche vecina surgieron los bultos inmóviles sobre el lodo, como las figuras del cuadro de Ricardo Martínez. Félix se preguntó si esos bultos eran realmente personas, indios, seres humanos sentados en cuclillas en el centro de la noche, desgarrados por una niebla de colmillos azules, envueltos en sus sarapes color de crepúsculo.

No lo pudo saber porque nunca antes había visto algo igual y no lo pudo descubrir porque no se atrevió a acercarse a esas "guras de miseria, compasión y horror.

11

Paciencia y piedad, paciencia y piedad les pidió el rabino que los casó. Félix manejó velozmente por el Periférico hasta la Fuente de Petróleos y allí salió como de un vórtice de cemento al Auditorio Nacional agigantado por el cielo dormido y siguió por la Reforma fresca, lavada, perfumada de eucalipto húmedo, inventando frases sin sentido, sueños de la razón, Sara, Sara Klein, de jóvenes creímos que la pureza nos salvaría del mal porque ignoramos que puede haber un mal de la pureza alimentado por la pureza del mal; ésa era la complicidad entre Félix y Sara.

Estacionó frente al Hilton, le entregó las llaves del Chevrolet al portero, él ya sabía, entró al vestíbulo, pidió su llave y el recepcionista le entregó una tarjeta, la propia tarjeta de Félix Maldonado, Jefe, Departamento de Análisis de Precios, Secretaría de Fomento Industrial. Félix interrogó al recepcionista en silencio.

—Se la dejó una señora, señor Maldonado.

—¿Mary… Sara… Ruth? —dijo Félix con incredulidad primero, luego con alarma.

—¿Perdón? Una señora gorda con una canasta.

—¿Qué dijo? —preguntó, ahora con esperanza, Félix.

—Que de plano no le ponía pleito porque luego luego se veía que usted era un gallón muy influyente, eso dijo.

—¿Eso dijo? ¿Cómo supo que tengo un cuarto aquí?

—Preguntó. Dijo que lo vio bajarse de un taxi y entrar aquí.

Félix Maldonado asintió y se guardó la tarjeta en la bolsa.

Caminó por el vestíbulo de tono verde eléctrico hacia el ascensor. Un periódico cayó abierto sobre las rodillas de su pequeño lector, sentado en un sofá del lobby. Félix lo olió; lavanda de clavo, penetrante.

El señor Simón Ayub se levantó, comedido, para saludar a Félix.

—Buenas noches, qué gusto, ¿puedo invitarle una copa?

—No —dijo Félix—, estoy rendido, gracias.

—Si quiere lo llevo a su casa —dijo tranquilamente Ayub.

—Gracias —contestó secamente Félix—, pero tengo que tratar un asunto aquí en el hotel.

—Cómo no, señor licenciado, ya entiendo —dijo Ayub con su pequeño aire de superioridad.

—No entiende usted un carajo —dijo Félix con los dientes apretados y en seguida reaccionó, iba a acabar peleado con el mundo entero —: Perdone. Piense lo que quiera.

—¿Nos vemos mañana, señor licenciado? —inquirió con cautela Ayub.

—Ah sí. ¿Por qué?

—El señor Presidente entrega los premios nacionales en Palacio, ¿no recuerda?

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