Elizabeth O'Connor
, una de las maestras norteamericanas que Sarmiento consigue traer a la Argentina, no sospecha hasta qué punto aquella empresa sobrepasa sus expectativas.
Valiente, culta y decidida, su sangre irlandesa es puesta a prueba más de una vez, tanto en la Gran Aldea que sigue siendo Buenos Aires, como en la pampa brava, donde el eco de los malones resuena aún, a la luz de la estrella del gran Calfucurá.
La joven maestra trae consigo la nueva enseñanza, pero ignora que bajo la Cruz del Sur existen otras lecciones que ella debe aprender, en una sociedad salvaje donde las reglas son escritas con sangre y en la que los códigos del amor son muy distintos a los de su Massachusetts natal.
Mientras tanto, en el Río de la Plata, un hombre de alcurnia que busca olvidar su condición y hundirse en el oprobio, lejos de la sociedad que lo vio nacer, es sin duda un condenado, pero... no hay condenado que no desee la salvación.
¿Podrá una mujer civilizada, sin otras armas que su educación y su perseverancia, redimir al alma más oscura?
Gloria V. Casañas
La Maestra de la Laguna
ePUB v1.0
GONZALEZ31.10.11
ISBN: 9789506441838
Autor: CASAÑAS, GLORIA V.
Editorial: PLAZA & JANES EDITORES
Publicación: 15/02/2010
Cambridge, Follen St.
6 de junio de 1870
Al Presidente Sarmiento
Mi estimado amigo:
Una joven señora, hija de una buena amiga mía, zarpará la próxima semana hacia Buenos Aires en plan de visita familiar y le llevará un paquete con algunos libros y mi traducción de su artículo sobre la educación universitaria para la revista
Ambas Américas.
Espero haber interpretado correctamente sus ideas.
Mi envío se completa con un álbum de esas hojas otoñales que tanto le gustaron en sus paseos por los bosques de Concord. ¿Le dije que conozco a una señora especialista en prepararlas? Ella las prensa, las barniza y las coloca en un florero en la sala durante todo el invierno. Ya sé que usted quería formar una corona con ellas y guardarlas bajo vidrio, pero ése es trabajo para un artista. Por ahora, confórmese con mi hiedra verde y el lirio de agua, favorito de Horace. Siempre adornaba su estudio.
Estoy yéndome por las ramas. El principal regalo que le envío en ese barco es la propia señorita O'Connor. Debo confesar que pronto le eché el ojo para usted, si logra interesarla en la causa sudamericana. Encontré que resultaba fácil entusiasmarla, aunque tengo que aclarar que este viaje lo hace muy independiente de mí, ya que no puedo confiar en mis propias recomendaciones después de los fracasos que hemos tenido en esta empresa de enviar maestras a su país: las que no se arrepentían antes de partir, se enfermaban y volvían a Nueva Inglaterra. La señorita O'Connor me hace abrigar esperanzas, es una joven cultivada y progresista que, a pesar de no estar obligada a mantenerse, ha enseñado durante meses en Massachusetts. Eso habla de su vocación, ¿no cree usted? Creo que representará el ideal de mujer moderna que buscaba para elevar la condición de los alumnos. ¡Y habla español a la perfección!
Debo aclararle, para ser sincera, que ya le he escrito alertándola sobre las dificultades y los peligros de aquellas... ¿
pampas
, les dice usted? Creo que sí. Pero la señorita O'Connor no puede negar que lleva sangre irlandesa: ¡es todo un coraje! No dudo de que aprobará a esta joven, si bien insisto: ella va por las suyas. Su propósito es visitar familiares. Aunque no sería yo su gran amiga, mi estimado Sarmiento, si no le confesara que tengo toda mi fe puesta en ella.
En ese barco que zarpará rumbo a Buenos Aires dentro de pocos días hay un verdadero tesoro para sus planes de enseñanza.
Muy afectuosamente,
Su amiga
Mari Mann
[P.S.] ¡Qué gloriosamente ha triunfado usted en la presidencia de su país!
Cambridge, Follen St.
21 de mayo de 1870
Mi querida señorita O'Connor:
Me gustaría poder decir que su carta de esta mañana ha aplacado toda la preocupación que siento por usted, pero mentiría si lo dijera. Ese viaje que emprenderá es un viaje peligroso.
Mi gran amigo, el señor Sarmiento, al que tendrá la fortuna de conocer, es hoy presidente del país adonde se dirige y, ante todo, un hombre profético que le hace mucha falta a aquella tierra dejada de la mano de Dios. Un incomprendido, como suele ocurrir con las mentes avanzadas a su tiempo. Fíjese que en sus viajes a nuestro país él ha encontrado cierta similitud entre nuestro sur atrasado y las Repúblicas de Sudamérica. Confía, al igual que mi amado esposo y yo, en que la educación resulte igualadora en derechos, por eso está empeñado en aplicar allá los métodos que hemos desarrollado en Estados Unidos, especialmente en Nueva Inglaterra.
Sé que usted abriga la idea de permanecer el tiempo suficiente como para colocarse como maestra. Déjeme advertirle, querida niña, que muchas otras aspirantes han fallado antes, sobre todo cuando se trata de salir a las provincias, donde la vida es rústica para una joven delicada. Y aun en la ciudad de Buenos Aires, los disturbios políticos no faltan, según tengo entendido. Aquellas tierras están todavía en pleno acomodamiento, como bien sabemos los que hemos pasado guerras fratricidas.
Su madre me confió que una familia la recibirá gustosa. Sin perjuicio de eso, puedo decirle que el señor Sarmiento estará encantado de ubicarla en la casa más decente y confortable que pueda encontrar, ya que tiene toda su fe puesta en este proyecto. Sólo recuérdele que está usted muy relacionada conmigo. Él me llama "su ángel tutelar", pues lo he ayudado cuanto he podido con mi pobre español, traduciendo sus escritos y recomendándole a los personajes más encumbrados para colaborar con su propósito.
Mi muy querida y admirada Elizabeth: confío en su criterio y le envío mis mejores deseos para su travesía. Una vez instalada, le ruego me haga saber su situación.
El señor Sarmiento me encomendó enviarle "damas de buena salud y voluntad enérgica". No dudo de que reúna usted ambas cualidades.
Suya, afectuosamente
Mary Mann
[P.S.] Junto con el paquete que llevará para el Presidente de la Argentina hay una reseña de nombres y direcciones a los que puede acudir si necesita algo. Por favor, vaya a ellos con confianza, son gente de mi conocimiento.
Elizabeth apretó el papel de la misiva, formando un bollito en su mano enguantada, mientras contemplaba el horizonte, ondulado como los dibujos titubeantes de un niño pequeño.
El buque de vapor
Lincoln
se adentraba en aguas barrosas. El capitán se había acercado a ella esa mañana, asegurándole que no se trataba de mar sino de río. ¡Jamás había visto un río tan ancho! A la luz del amanecer, esa masa de agua impresionaba, como si en su vientre líquido guardase un monstruo dispuesto a devorar el barco. El mal sueño de la noche anterior la había dejado lánguida y susceptible. Por eso el capitán, un hombre afable pese a su aspecto rudo, trataba de aligerar su ánimo hablándole de la "gran ciudad" que estaba a punto de descubrir.
Buenos Aires. Ni siquiera se la veía desde allí, a pesar de que la tripulación ya empezaba el ajetreo previo al amarre. Según los informes de la señora Mann, era el puerto de ultramar, pero ¿dónde estaba? Elizabeth no veía ninguna de las construcciones típicas de un gran puerto. Una desazón desconocida se apoderó de ella. Había emprendido aquella aventura por su cuenta y riesgo, desoyendo las súplicas de su madre y las amenazas de su tío, que intentaba obligarla a aceptar un puesto en la Escuela Normal de Boston. Su espíritu aventurero, unido a su firme vocación de enseñar, selló su destino la tarde en que la señora Mary Mann visitó a su madre en el palacete de la calle St. Charles y le contó sobre el proyecto de un hombre que, en medio de la adversidad política, soñaba con educar a los niños en un país lejano. Un cuarto de hora de charla con aquella entrañable amiga de su madre bastó para sentir el aleteo del corazón contra su pecho. Allí era donde hacía falta. Para eso estaba preparada con las mejores cartas de presentación de las escuelas del Este donde se había formado. Siempre supo que se pondría a prueba en situaciones difíciles, como cuando se entrenó para asistir a las docentes de la escuela de sordomudos que patrocinaba Mary Mann. Era su sangre irlandesa. Su tío lo decía una y otra vez, para reprocharle a su madre que la hubiese criado con tanta libertad: "La sangre tira, Emily. Y has dejado que se encabrite en el caso de tu hija. Es una cabra loca".
En ese momento, de pie sobre la proa de un barco bamboleante, frente a una inmensidad de agua y de cielo, sin nada a la vista más que unas gaviotas curiosas, estuvo a punto de dar la razón a su tío.
—Falta muy poco para tocar puerto, señorita O'Connor —dijo la voz rasposa del capitán.
El señor Trevor Flannery había sido lo más cercano a un padre en aquella travesía. Su aspecto fornido y su barba profusa no la intimidaban y su marcado acento irlandés la hacía sentir en familia. Presentía en él a un hombre bueno y sencillo, deseoso de que sus pasajeros disfrutaran a bordo y llegaran sanos y salvos a su destino. Ese deseo estaba próximo a cumplirse, ya que el sol producía destellos en un edificio lejano confirmando que, en efecto, algo había tras la línea del horizonte.
Elizabeth se hizo visera con una mano mientras sujetaba la barandilla de proa con la otra. No advirtió que la carta de la señora Mann había caído a sus pies.
—¿Es éste un puerto seguro, capitán? No veo rada alguna.
—Vaya, señorita O'Connor, me sorprende usted. No sabía que fuese experta marinera, aunque debo reconocer que no sufrió los mareos típicos de las damas, si me permite decirlo. Además, tiene razón. Buenos Aires no tiene puerto todavía, al menos no uno de verdad. Tengo entendido que ése es un proyecto inmediato, ya que los barcos de mayor calado no pueden acercarse, a raíz de los bancos.
—¿Los bancos?
—Bancos de arena. El lecho del Río de la Plata es arcilloso, de ahí su color marrón. Y muy cambiante. Donde ayer hubo un banco, hoy ya no está. Por eso es peligroso arrimarse sin fondeadero. Vamos a llevar al
Lincoln
hacia la ensenada, un poco más allá. Tendremos que fondear en rada abierta, pero no se preocupe, no es la primera vez que comando un buque hasta estas aguas.
—¿Es peligroso?
El capitán contempló la orilla infinita que se extendía frente a ellos y luego un poco más al oeste, frunciendo el ceño.
—El mayor peligro consiste en quedar expuestos a los vientos, en especial al pampero, que es capaz de levantar olas de tres metros y más. Con suerte, zarparemos en unas horas.
Elizabeth volvió su rostro hacia el capitán y le dedicó una sonrisa.
—Confío en su pericia, señor, hemos hecho un viaje magnífico. Y ahora volveré a mi camarote, debo alistar mi equipaje. No quisiera perderme ni un detalle de la ciudad cuando atraquemos.
Flannery contempló la figura menuda que se perdía en el puente con un leve contoneo, en parte por el movimiento del buque, en parte por esa gracia natural que cautivaba a todos los que trataban a la señorita Elizabeth O'Connor. Era una dama. Trevor Flannery sospechaba sin embargo que, bajo las discretas ropas de viaje y el severo peinado, ardía un espíritu de fuego. Lástima que él era ya un viejo lobo de mar sin otro sueño que el de beber, fumar y soltar amarras cada día de su vida.