—Como verá usted —comenzó Juana—, no pude esperar a conocerla. La paciencia no es una de mis virtudes.
"Como Sarmiento", pensó Elizabeth, sorprendida.
—Aurelia lo sabe y por eso arregló esta visita un tanto destemplada, por la que pido disculpas. Me dicen —y no aclaró quién, aunque Elizabeth lo adivinaba— que va a irse usted ¡por fin! a tierras lejanas. El Presidente debe estar orgulloso, pues consiguió que alguna de sus "hijas" se despegase de Buenos Aires.
—¿Hijas?
Aurelia sofocó una risita.
—Así les dicen a las maestras que están viniendo, "las Hijas de Sarmiento" —aclaró—, para provocar el humor del Presidente, aunque se esfuerzan en vano, ya que a Sarmiento sólo le importa conseguir lo que se propone, sin afectarle lo que digan.
—Igual que a mí —repuso Juana con firmeza—. Aunque a menudo me pregunto si el Presidente no obtendría mayor éxito siendo un poco más contemplativo. Deduzco que ha tenido suerte, señorita O'Connor, al no haber despertado en él la furia que a veces lo arrebata. O tal vez dio en la tecla con usted —agregó, pensativa.
Elizabeth acunó sus manos en el regazo, sin saber qué decir. Le asustaban tantas prevenciones y, si bien había tenido su bautismo de coraje durante la entrevista con el Presidente, sabía que los inconvenientes no terminaban allí.
—Quería conocerla porque es usted la primera maestra que acepta sin remilgos un puesto en el interior del país. Se ve que sus compatriotas no han hecho mella en su ánimo.
—Me hospedo con mis familiares que, a decir verdad, no están muy contentos con la idea, pero yo suelo tomar mis decisiones.
Juana Manso lanzó una mirada de entendimiento a Aurelia y asintió, satisfecha.
—Me parece un buen principio. Casi al mismo tiempo que usted llegaron la señorita Frances Wood, que se aloja con el cónsul, y las hermanas Dudley, en lo del Reverendo Jackson, todas muy bien recomendadas por la señora Mann. ¿Puedo preguntarle si ya las ha visto?
Elizabeth se sorprendió al saber que había otras maestras en la ciudad. Nadie le había dicho nada, ni siquiera Aurelia. Pensó que tal vez temían que se dejara influir por las habladurías, como había sucedido antes. Qué pena, habría sido grato conversar con alguien que compartía su misma lengua y su cultura antes de encaminarse rumbo a su destino.
—Ellas decidieron quedarse enseñando aquí —dijo Juana Manso—, lo que enojó mucho a Sarmiento, como se imaginará, después del disgusto de la Gorman... Yo le dije que ella nada tenía que ver con la decisión de las otras maestras, que todo había sido causado por los extranjeros que las visitaban, pero al Presidente le cuesta aceptar las negativas. Y le dijo cosas que ningún hombre debería decir a una mujer. Pobre señorita Gorman, que ni siquiera pudo cobrar los sueldos prometidos.
Después, como si temiese inculcar temores en Elizabeth, se apresuró a añadir:
—Pero yo me estoy ocupando de ello, pierda cuidado. Sabe, Elizabeth, hay mucha inquina en la gente hacia el que viene de afuera a buscar trabajo. Si viene por negocios es bienvenido; si ocupa un puesto de trabajo, se piensa que va a desplazar a los de aquí, cuando en realidad se necesitan maestras. Aunque sean "gringas" —agregó, risueña.
—Juana, háblenos del lugar adonde irá la señorita O'Connor —intervino Aurelia.
—Dejé ese asunto en manos de una de las damas de la Beneficencia, alguien de mi confianza. Como ellas hicieron venir también a dos maestras que, de seguro, permanecerán en Buenos Aires, sin duda elegirán para Miss O'Connor un destino adecuado a las necesidades del país. Si bien San Juan está vedado, por el momento, hay otras escuelas esperando.
Aurelia frunció el ceño y no dijo nada. Si Juana Manso, una maestra familiarizada con los nuevos métodos educativos a raíz de sus contactos con su mentora Mary Mann, confiaba en una de aquellas devotas y conspicuas señoras, tendría sus razones. Conversaron sobre los métodos de Pestalozzi y el interés que despertaba en el alumno la observación, la importancia de complementar las clases con actividades al aire libre, los proyectos del gobierno sobre las escuelas normales en cada provincia, y así el tiempo fue transcurriendo sin que Elizabeth lo advirtiese, tan a gusto se sentía en compañía de aquellas enérgicas mujeres. A la hora de despedirse, Juana Manso fue muy firme en su recomendación de "no dejarse apabullar por las malas lenguas ni sucumbir a los desplantes de la gente", que serían muchos dondequiera que fuese.
—Usted tiene la ventaja de saber español a la perfección. No necesita el adiestramiento en Paraná que a otras les cuesta tanto. Y además, no es metodista sino católica. No se imagina hasta qué punto eso es una bendición en su trabajo. Hubo casos en que la gente no permitió a sus hijos acudir a las escuelas, porque los obispos lanzaban pastorales en contra de la educación en manos de "herejes", cuando la religión bien entendida jamás debería ser usada en contra de alguien.
—Lo nuevo siempre es resistido —comentó Elizabeth, con comprensión—. Allá en mi país apedrearon el galpón donde una maestra yanqui enseñaba a los niños negros, después de la guerra. Son piedras lanzadas en contra de sí mismos, aunque no lo entiendan así.
—Es sabia para ser tan joven, Elizabeth. Mrs. Mann tuvo buen ojo esta vez. Aurelia, ¿quién acompañará a Miss O'Connor en su viaje?
—Hemos hablado con Tatita y decidimos que lo mejor sería la compañía de una mujer mayor. Pensamos en Ña Lucía.
Elizabeth se sorprendió de que hubiesen tomado una decisión sin consultarla, pero la buena voluntad demostrada por Aurelia Vélez la inhibió de hacer comentarios. Juana Manso aprobó la elección de la vieja criada como chaperona de la maestra. Serviría de freno también a otra clase de problemas, dada la juventud y la belleza de Elizabeth. La modestia que revelaba la muchacha en su vestir y en sus modales no eran obstáculo para los atrevidos que pudiese topar en su camino.
—Que Dios la bendiga, Elizabeth. No pierda la fe en su misión. Cuanto más espinoso es el sendero, más dulce será la recompensa.
Las palabras de Juana retumbaron en la mente de Elizabeth durante el viaje de regreso a la mansión. Si algún resquemor le quedaba por haber aceptado firmar el contrato, se diluyó ante la expectativa creada por aquella conversación, que la afirmó como nunca en el destino elegido para ella.
No gozó de la misma bendición por parte de su familia mientras la despedían en la puerta de la casa de La Merced, varias semanas más tarde. Su tía Florence desfallecía por la preocupación y su primo despotricaba contra las ideas radicales, al tiempo que el tío Fred parecía ensimismado. La prima Lydia no los visitaba desde hacía días, así que se perdió la satisfacción de ver desaparecer de su casa paterna a la "señoritinga del Este" que le resultaba tan irritante. Elizabeth no quería causar disgustos y les recordó, una y otra vez, que no estaría sola sino con la criada de los Vélez, hasta que se adaptara y viera cómo le iban las cosas. Les prometió escribir y aseguró que volvería para compartir con ellos una temporada en cuanto pudiera ausentarse de las aulas, y juró que, si se le presentaban inconvenientes, mandaría llamar al primo Roland para que la fuese a buscar. Aun con todas esas recomendaciones, la tía insistía en que era una locura, en qué diría su madre si supiese que partía a un lugar dejado de la mano de Dios, que nadie sabía quiénes vivían allí, y que los indios merodeaban por toda la campaña.
—Tía Florence, ahí vive gente, por eso hay una escuela.
—Sí, pero ¡qué gente! —rugió la tía, descontrolada.
—Gente que necesita de un maestro y de nuestro apoyo. Aunque soy extranjera, me identifico con la causa de la enseñanza en cualquier lado.
Roland abrazó a su prima con verdadero afecto.
—Te pierdes todas las fiestas, querida Liz. Los muchachos se sentirán muy tristes —y la besó en ambas mejillas.
La tía Florence, sin dejar de lagrimear, hizo lo propio y, más tarde, cuando la calesa desaparecía por la esquina de la calle empedrada, fue la primera en escapar hacia el interior de la casa, en busca de un reconfortante ponche en la cocina.
—¡Fran, te lo ruego, no te vayas, no nos abandones!
La mujer que suplicaba se veía pálida y demacrada. Llevaba el cabello tirante en un rodete español y sus ojos, orlados de espesas pestañas, delataban que corría sangre morisca por sus venas. Se la veía hermosa, pese a la angustia que crispaba sus rasgos. La mantilla de encaje negro había resbalado de los hombros todavía cubiertos por el justillo, pues acababa de llegar de la misa en Santo Domingo. Todo en la vieja casa de La Recova tenía un resabio español, aunque hacía rato que el país intentaba sacudirse los restos del pasado colonial.
El hombre que aguardaba impaciente junto a la puerta lanzó una última mirada al lugar donde había vivido creyéndose a salvo de desdichas y sinsabores, bendecido por la suerte de haber nacido en el seno de una familia aristocrática de Buenos Aires. Los Peña y Balcarce, organizadores de memorables fiestas y tertulias, gente "bien" que gozaba de la posición ventajosa de los que comerciaban con el extranjero, aunque fieles a su prosapia hispana, custodios de las costumbres antiguas. Como Dolores, bajo cuya falda de terciopelo granate se adivinaba la crinolina ya en desuso. Las jóvenes porteñas optaban por aligerar sus vestidos de acuerdo con las tendencias francesas, si bien el recato impedía excederse copiando a las feministas norteamericanas. Dolores se consideraba una matrona y vestía de manera más conservadora que sus hijas, que ya pedían a gritos los modelitos europeos en boga.
Dolores Balcarce, segunda esposa de don Rogelio Peña, trataba en vano de impedir el desmembramiento de la familia, rogando a Francisco, su hijo mayor, que no abandonara el hogar paterno en ese día borrascoso.
Madre e hijo se parecían sólo en el negro de los cabellos, pues Francisco Peña y Balcarce poseía un físico imponente, alto y robusto, mientras que Dolores era una mujer menuda, aunque voluptuosa después de haber criado a tres hijos. El hijo tampoco había heredado los ojos oscuros de su madre; los suyos eran de un extraño dorado que, unido al curioso pliegue de sus párpados, daban a la mirada un toque enigmático y salvaje. "Ojos de lince", había susurrado alguien durante un baile. Una damita celosa, sin duda, por no haber atraído la atención de un candidato tan apetecible.
Francisco nunca había sido un galán, por el contrario, era famoso por su carácter parco. No se le conocían conquistas femeninas, aunque nadie dudaba de que las tendría en su haber, ya que cualidades no le faltaban: buena presencia, posición social, inteligencia y juventud. Y una fortuna amasada por su padre en el puerto de Buenos Aires, exportando productos del país e importando otros que vendía a buen precio a los negocios de ultramarinos de la ciudad y del litoral. Las malas lenguas asociaban su apellido también a cierto contrabando, sin que nadie se escandalizara demasiado pues eran prácticas comunes desde los tiempos de la colonia. Ya se sabía que Buenos Aires, sin el contrabando, habría vivido sumida en la miseria.
Sin embargo, ni la estirpe ni la fortuna podían retener a Francisco en su casa familiar en ese momento. El secreto descubierto lo impelía a huir de allí. Ni el rostro descompuesto de su madre bastaba para cortarle el paso. No la juzgaba ni la acusaba, pero no podía permanecer en un hogar en el que se sabía un impostor. Ahora entendía el trato distante de su padre, así como los reparos que éste ponía para colocar a su hijo al frente de sus negocios. Poco y nada le dejaba intervenir en ellos, a pesar de que Francisco había estudiado Economía y se sentía capaz de participar en los asuntos familiares mucho más que Dante, el segundón, retraído y temeroso de disgustar al autoritario don Rogelio.
Por el contrario, la madre había volcado en el hijo mayor todo su fervor. Saberse favorito de Dolores había engendrado en él tal orgullo y suficiencia que no podía resistir la cruda verdad que saltó ante sí, golpeándolo como un guante en plena cara.
Era un bastardo.
Nada de lo que la mujer que lo había parido dijese podía cambiar la brutalidad de ese descubrimiento. Tampoco le importaba que ser ilegítimo perjudicase su reconocimiento social, ya que existían muchos como él en gran número de familias. Los tiempos habían sido duros para todos en el Río de la Plata y bastantes apellidos encumbrados guardaban secretos bajo las siete llaves del disimulo. Para Francisco, sin embargo, confiado en su futuro venturoso, saberse hijo natural cuando le disputaba al que creyó su padre el lugar que le correspondía en la empresa familiar había sido demasiado duro. Eso y la dolencia que lo aquejaba desde hacía un tiempo y que mantenía en secreto lo empujaban a desaparecer. Había querido hacerlo en silencio y a escondidas, y la intempestiva llegada de su madre de la iglesia lo sorprendió mientras se despedía del patio con sus limoneros, de los pasillos adamascados y de la galería donde tantas veces había correteado con sus hermanos bajo la mirada atenta de Ña Tomasa, la negra que hizo de madre para todos ellos, dada la juventud de Dolores cuando casó con Rogelio Peña. Nada importaba. Tomasa estaba muerta y tal vez fuese la única persona de la casa capaz de comprender su desventura, habiendo sido como era una pobre mujer abandonada al nacer, a las puertas de un convento. La familia Peña la había aceptado como negrita de compañía, para cebar el mate y ayudar a vestir a sus mujeres. Después, cuando Rogelio contrajo segundas nupcias, la llevó consigo a la nueva casa, y la negra se prendó de la hermosa Dolores y de cada uno de sus vástagos. Con su rostro picado de viruela y sus senos de nodriza, la vieja Tomasa representó para Francisco el calor de una madre y, a la vez, la severidad de una institutriz. Fue la única persona capaz de propinarle coscorrones cuando hacía falta. Dolores, joven y tierna, sólo tenía mimos y zalamerías para su hijo varón.
La misma que, en ese momento, devastada por la pena, se aferraba a la camisa de Francisco mientras buscaba rastros de compasión en las duras facciones del joven.
—Por favor, no me juzgues, hijo —sollozó. Francisco suspiró.
—Madre, no haga esto más difícil de lo que ya es. No la juzgo ni la culpo, sépalo. Si me voy es por otra cosa.
—¿Por qué? ¿Por qué, entonces? —gimió Dolores.
—Porque éste no es mi sitio ahora. Debo empezar en otra parte, entiéndalo. No soy un Peña y Balcarce verdadero y no voy a aceptar regalos de nadie.