Apenas las sombras engulleron al señor Morris, el tío Fred se volvió hacia su esposa, furibundo.
En las calles mal iluminadas, el perfil aguileño de Jim Morris se destacó imponente sobre un paredón que miraba hacia la ribera. El destino había trenzado los caminos de Pequeña Brasa y el suyo con fuertes nudos. Su búsqueda lo llevaba hacia el sur, adonde el tren estaba conduciendo, en ese mismo momento, a la maestra de Boston.
"Keetoowah", murmuró con reverencia el hombre inclinándose hacia el norte, antes de emprender la marcha en dirección opuesta.
Elizabeth frunció el ceño con dolor. Al cabo de más de cien kilómetros recorridos en medio de frecuentes sacudones y paradas furtivas durante la noche, la rigidez de los asientos y el poco espacio que le quedaba para estirarse, los pies se le habían hinchado y los botines acordonados presionaban contra su empeine de modo terrible. A su lado, Ña Lucía roncaba con estruendo y no parecía sufrir incomodidad alguna; por el contrario, se repantigaba en su asiento de tal forma que reducía el sitio que le tocaba a Elizabeth. La joven decidió levantar los pies y apoyarlos sobre el baúl, pues temía no poder pararse en sus zapatos cuando tuviesen que bajar. En esa posición recorrió los últimos tramos antes de que el tren se detuviera, escupiendo vapor en medio de la nada, frente a un cartel que anunciaba "Chascomús".
El andén de tablones y el alero de la pequeña estación eran todo lo que se veía, aparte de una esquina que oficiaba de pulpería y almacén al mismo tiempo, una construcción chata de paredes blanqueadas y rejas en las ventanas. No había movimiento tampoco. El empleado de la estación y un carretero que parecía dormido en el pescante de su carro, con el sombrero ladeado, eran la única señal de vida. Elizabeth pensó que debía ser demasiado temprano y que la gente de los alrededores estaría durmiendo aún. Ña Lucía despertó de golpe, asustada por el silencio que se produjo al detenerse la locomotora.
—¿Ya estamos? Ay, Virgen bendita —exclamó, llevándose una mano al opulento pecho—. Era hora. Tengo las coyunturas destartaladas.
Elizabeth sonrió. No creía que las "coyunturas" de Lucía fuesen tan delicadas.
—Vamos a ver si nos esperan, mi niña —agregó cautelosa la negra, y su cara redonda se apretó contra la ventanilla en busca de alguna señal, oprimiendo a la pobre Elizabeth con su físico voluminoso.
El examen no pareció convencerla, pues chasqueó los labios con aire dubitativo. Elizabeth miró a su vez y tampoco vio más de lo que ya había apreciado al detenerse la máquina. El guarda del ferrocarril estaba ayudando a los pasajeros de los dos únicos vagones a descender con sus bártulos, cuando el hombre que conducía la carreta se despabiló y se puso en pie de un salto. Era un viejo curtido por la vida rústica y vestido con la dignidad del pobre que procura verse limpio. Su chaqueta de paño negro estaba muy gastada, pero las "bombachas" de campo bien zurcidas y las botas, sin más polvo que el reciente del camino. Un sombrero aludo de copa chata completaba el atuendo. Fue esa prenda lo que le dio a Elizabeth la idea de que aquel hombre era el que las aguardaba, pues el carretero se sacó el sombrero con una mano y se rascó la cabeza con la otra con aire preocupado. ¿Qué otro signo más revelador que ése para explicar la espera prolongada?
—Ese hombre, Lucía, creo que es nuestro cochero. La negra observó al sujeto con ojo crítico.
—Pues si es ése, lindo carromato nos mandó Sar... digo, el Presidente, para el resto del viaje. Mi trasero va a quedar el doble de ancho de tanto darle y darle... —se interrumpió, turbada al usar ese lenguaje en presencia de una maestra.
Elizabeth le parecía tan joven y tierna que a veces olvidaba su posición. Se relajó al escucharla reír con ganas.
—Ay, Lucía, si hemos sobrevivido hasta ahora, creo que no nos costará tanto lo que falta.
Las mujeres descendieron y Elizabeth fue la primera en pisar el andén, por eso no vio la expresión de la negra Lucía, de repente seria ante el comentario que ella acababa de hacer. Bien sabía la criada que aquello no era sino el principio y que el viaje en tren era miel y azúcar frente a la crudeza de la vida que les aguardaba.
Francisco descendió de su propio vagón sintiéndose renovado al contemplar un paisaje distinto. El amanecer en el campo tenía un aura mística que en la ciudad no se apreciaba. El sol coloreaba los postes de la estación donde una lechucita dormitaba, confundiéndose con las vetas de la madera. Al llevar poco equipaje, no tuvo necesidad de recurrir al changador ni de alquilar un carro. Quería Ocuparse de conseguir un buen caballo, pues la monta era imprescindible en el campo.
Un perro lleno de mataduras que dormitaba junto a la boletería arrastró su pobre esqueleto a otro rincón para continuar su descanso. Acodado en el alféizar, Francisco aguardó a que el empleado abriese, mientras contemplaba el desplazamiento de los pasajeros que habían llegado hasta allí. Una pareja de mujeres llamó su atención. Se hallaban rodeadas de equipaje en el extremo del andén, junto a un carromato de bueyes típico de la campaña, sostenido por enormes ruedas y con techo de paja. En aquellos caminos solitarios, aquella choza ambulante proporcionaba cierta seguridad y, sobre todo, reparo del sol abrasador.
Los bueyes se veían cansados. Sin duda, el conductor vendría desde lejos. Francisco observó que se trataba de un paisano vestido a la usanza del gaucho, sin el salvajismo que caracterizaba a éste. Debía ser un hombre aquerenciado en alguna estancia del lugar. ¿Qué haría junto a las damas del vagón? Una señora con su criada, por lo que podía verse. "Señorita", más bien, pues era muy joven. Pese a la ropa arrugada por el viaje, Francisco supo ver la distinción de la damita y le sorprendió hallarla en aquel paraje. Apreció también las formas que se ocultaban bajo las prendas, no tan bien como ella hubiese querido. Algo les estaba diciendo el viejo del carro que a ellas no les parecía adecuado, ya que la negra gesticulaba señalando hacia el tren y luego hacia el sur, adonde él mismo se dirigía. Pensó en intervenir para resolver el conflicto y luego decidió que mejor sería no involucrarse con nadie. No le convenía toparse con gente que pudiera identificarlo más adelante. Se volvió hacia la ventanilla justo a tiempo de encarar al empleado que, con cara de dormido, le informó que el pulpero alquilaba su caballo por días, siempre que dejase en prenda algo para asegurarle su regreso.
El viejo carretero continuaba rascándose la cabeza mientras conducía a las dos mujeres rumbo a su destino final, la laguna de Mar Chiquita. ¿Quién entendía a las hembras? Primero, su esposa le había endilgado esa misión con mucha recomendación, pues se trataba de recibir a "una de las maestras del Presidente". Y luego esa comedida criada negra le había hecho toda clase de recriminaciones por el estado de su carreta: que estaba llena de cachivaches, que dónde se iban a meter ella y "misnosécuánto", que eso no era lo convenido, que para viajar como morcillas ya habían tenido bastante con el tren... y vaya uno a saber cuántas cosas más que él no quiso escuchar. ¿Qué culpa tenía de no disponer más que del carro? El era apenas un puestero, con poco y nada para darle al buche cada día. Por suerte, la señorita era dulce y comprensiva, pues había hecho callar a la otra y aceptado el viaje sin remilgos. Parecía buena. Era hora de que los niños del lugar tuviesen maestro, aunque dudaba de que tan tierno brote pudiese resistir la vida en el arenal. Casi se había llevado a su Zoraida, y eso que era fuerte la vieja. Chasqueó el látigo sobre las cabezas gachas de la yunta y suspiró. "Malhaya la vida del pobre, siempre tirando, como los bueyes, para no llegar a ningún lado".
El viaje a través de caminos que más bien parecían una simple huella produjo en Elizabeth una especie de sopor, pues el traqueteo actuaba como somnífero. Ña Lucía se daba aire con un abanico de maderillas pintadas que olía a sándalo, y el aroma reconfortaba sus sentidos. Ni un árbol había para mitigar el efecto calcinante del sol, aun en invierno. Elizabeth sintió que le ardía la cara y tiró de la capotita hacia delante. El colmo sería que le saliesen más pecas de las que ya tenía. Volaba tierra por todas partes, bajo el sombrero y debajo de la nariz, ahogando la respiración. Elizabeth tuvo que humedecer un pañuelo en agua de lilas y apretárselo sobre la boca. ¡Cuánto cielo, cuánta tierra, cuánto viento que silbaba en los oídos y mareaba el sentido! Tenía polvo hasta en las pestañas. La determinación que acompañaba todos sus actos flaqueaba en ese momento, cuando la naturaleza mostraba su cara más dura. ¿Cómo sería aquel páramo durante una tormenta, si ya en un día apacible resultaba estremecedor?
Los bueyes avanzaban con parsimonia, firmes en su dirección, como si supiesen adónde iban los viajeros. El conductor se había sumido en profundo silencio después del altercado inicial y Elizabeth lamentaba el entredicho, pues quería empezar con buen pie en aquella tierra. Tendría que hablar con Lucía. No podían pretender gozar de las mismas comodidades que en la ciudad. Mientras fuesen decentes y limpios el alojamiento y la escuela...
La escuela. Mucho no se había extendido el Presidente sobre ese punto. Al parecer, daba por sentado que el edificio estaría aguardándola, listo para empezar. O tal vez confiaba en ella para acondicionarlo. Debía confesar que aquello le preocupaba. En Nueva Inglaterra los colegios tenían todo lo necesario y los maestros pioneros que se dirigieron al sur profundo para sacar del analfabetismo a tantos niños esclavos sabían que, en las antiguas plantaciones abandonadas, o hasta en las iglesias, contaban con un aula. ¿Cuál sería el lugar que le reservaban en la pampa argentina? La señora Mann aseguraba que Sarmiento había fundado hermosas escuelas en distintas provincias, para formar maestros normales como ella, a fin de que la educación se multiplicase de forma geométrica por todo el país. Sin embargo, al encontrarse tan alejada de la vida urbana, en un sitio desconocido cuya gente poseía un carácter que no entendía, Elizabeth lomó conciencia de la inmensidad de la misión emprendida. Y había arrastrado a otra persona con ella: la buena de Lucía, acostumbrada al buen trato y a las comodidades en casa de sus patrones.
El boyero soltó una frase repentina, antes de caer de nuevo en su silencio.
—La posada, señoras.
Elizabeth entendió que pararían a tomar un refrigerio en una de esas casas cuadradas que, muy de tanto en tanto, iluminaban la soledad de la noche en la llanura. Esta no era diferente de las otras: blanca por fuera, con algunos manchones de humedad trepando por las paredes, ventanas con rejas y la puerta abierta, trabada con una silla, que dejaba vislumbrar el interior al viajero. Varios caballos permanecían atados al palenque.
Un banco de madera, arrimado debajo de la ventana, daba cuenta de que, cuando el tiempo era propicio, los parroquianos bebían o jugaban a los naipes bajo la sombra del tala que crecía protegiendo la techumbre.
Eusebio, que así se llamaba el carretero, detuvo a los bueyes y descendió del pescante, no sin esfuerzo, dispuesto a ayudar a las damas.
"La primera, la maestra", se dijo, ya que estaba algo rascado con la negra que lo había vapuleado.
Apenas puso los pies en el suelo, Elizabeth sacudió lo mejor que pudo el polvo de sus ropas y acomodó los rulos que ya escapaban de su capota, como era habitual. Tenía sucios de tierra los guantes y sospechaba que también la cara, pero dudaba de que en aquella modesta casa hubiese un aseo adecuado, de manera que se las ingenió para mejorar su aspecto con el espejito que llevaba en su bolso.
"Dios mío", se dijo horrorizada, "parezco gitana". La imagen que le devolvió el trocito de espejo fue desoladora. El cutis que ella tanto protegía del sol se había dorado durante el viaje, el moño deshecho caía sobre un hombro, llegando a rozarle un seno, e inoportunos ricitos ondeaban sobre la frente, dándole el aspecto de niña traviesa que Elizabeth trataba siempre de combatir con aceites y agua de colonia. En cuanto a la boca, su mayor defecto, ya que era carnosa y de color rojo oscuro, se hallaba hinchada por el roce del pañuelo perfumado. Lo único aceptable eran los ojos, relucientes como jade en su rostro quemado. Suspiró y guardó el espejo, derrotada. Parecería siempre una mujerzuela en aquellas tierras. Ajustó su chaqueta para cubrir las arrugas de la blusa y repasó las puntas de sus botines con el pañuelo. Al menos, que no creyeran las gentes de la posada que venía perseguida por los indios.
Lo que pensaron los ocupantes de la pulpería El Tala fue un enigma. Varios pares de ojos masculinos se fijaron en las recién llegadas y, por unos instantes, el rasgueo de una guitarra se interrumpió. La habitación se encontraba en penumbras, pues las aberturas eran estrechas y el sol no alcanzaba a derramarse en su interior. Sobre el piso de ladrillos desparejos, tres o cuatro mesas con sus sillas constituían el mobiliario. El mostrador se extendía a lo ancho del local, dejando un espacio por donde el posadero pasaba para servir, después de cerrar una tranquerita. A Elizabeth le llamó la atención también una reja que subía desde el mostrador al techo. Las paredes estaban manchadas por el humo y no tenían más adornos que algunas sogas enrolladas y ganchos de los que pendían cazos de barro y algunos candiles.
El silencio fue roto por un "adelante", que soltó entusiasta la mujer del pulpero, una matrona que resultaba agradable por la sonrisa de bienvenida que le cruzaba el rostro. Dos trenzas renegridas se enrollaban sobre sus orejas.
—Por acá, señoras, pónganse cómodas. Fidel, un jerez para las señoras, que deben estar agotadas. ¿Desean lavarse las manos?
La gruesa pulpera parloteaba mientras acomodaba dos sillas junto al mostrador, frente a una mesa de la que con rapidez quitó los vasos sucios y la baraja olvidada. Repasó la superficie con un trapo de dudosa limpieza y ofreció su hospitalidad mientras se secaba las manos en el delantal que la cubría desde el pecho hasta las rodillas.
—Disculpen el servicio, es que aquí el viento nos echa adentro la misma tierra que acabamos de sacar.
Elizabeth notó que Lucía empezaba a fruncir la nariz y se apresuró a mostrarse complacida:
—Estaremos encantadas de descansar un rato antes de seguir viaje —y se sacó los guantes sucios para comprobar que tampoco tenía muy limpias las manos.
Preguntó con timidez por el aseo a la dueña del lugar.
—Atrás, señorita. Venga usted conmigo, que le indicaré.