Ella le estaba dando la ocasión de presentarse, mientras que Francisco no quería dar a conocer su verdadero nombre. La mejor estrategia para pasar desapercibido y ocultarse de todo y de todos era labrarse una identidad falsa. No había pensado en ello todavía, así que dijo lo primero que se le ocurrió.
—Me llamo Santos.
Elizabeth digirió el nombre y el hecho de que no estuviese acompañado de apellido. No podía pecar de indiscreta, de modo que se conformó.
—Elizabeth O'Connor. Mucho gusto, señor Santos. Vengo desde Boston y voy hacia mi trabajo.
—¿Su trabajo? ¿Trabaja usted?
—Pienso hacerlo. Soy maestra y vengo contratada por el gobierno.
De modo que Elizabeth O'Connor era una de las maestras norteamericanas que el Presidente consiguió traer. Parecía una alumna, más que una maestra, con el rostro acalorado y el cabello en desorden, aunque las redondeces que había palpado hablaban de una mujer. Voluptuosa y decidida. ¡Diablos, qué le importaba! Él no estaba para mujeres de clase, después de saberse bastardo. Se irguió con rapidez, molesto, y tendió la mano a la muchacha.
—Vamos, la acompañaré adentro.
El hombre recogió el bolsito olvidado sobre el brocal y, pasando por sobre el cuerpo del caído sin miramientos, arrastró a Elizabeth fuera de allí. Ella trotaba detrás de él como una colegiala. No tuvo tiempo de sentirse ofendida por el trato que le dispensaba pues, apenas traspasaron el límite del mostrador, Ña Lucía se dirigió hacia ellos exaltada.
—¡"Miselizabét"! ¡Por fin! Acá están los señores que debían acompañarnos, la escolta del gobierno. Mírelos, se habían atrasado, los infelices.
La negra observó curiosa al buen mozo que tiraba de su señorita maestra, sin interrumpir el torrente de palabras que salían de su boca.
—Dicen que perdieron el tren y qué sé yo, que vinieron "matando caballo" hasta acá, y que si no hubiera sido por la carreta del Eusebio habrían pasado de largo. ¿A usted le parece?
En el rectángulo de la entrada se veía un grupo de hombres montados, parlamentando entre sí. Su indumentaria dejaba bastante que desear, una mezcla de ropas de gaucho y de milico: chiripá, calzoncillo, chaqueta con botones y pañuelo al cuello. Francisco también miró, ceñudo, al mal entrazado grupo. No podía dejar que aquel pichoncito vagase por la llanura acompañada sólo por dos viejos y cuatro hombres de dudosa condición. Apretando la mandíbula, dijo las palabras de las que, sabía, se arrepentiría:
—Yo iré detrás de ustedes.
Elizabeth se dio vuelta, asombrada, en tanto que Ña Lucía esbozó una sonrisa satisfecha. ¡Por fin había tragado el anzuelo el mozo! Era duro de pelar.
—Vamos, entonces, "Miselizabét", que el tiempo apremia. Señor, nos hace un honor, estamos agradecidas.
Elizabeth también agradeció que el entusiasmo de la negra Lucía no diese cabida a ninguna explicación sobre su tardanza en el cuarto de baño del fondo. Se encontraba demasiado conmocionada como para hablar del suceso. Y Santos "comosellamase" tampoco parecía dado al chisme.
El pequeño grupo salió, dejando atrás una curiosidad insatisfecha, pues desde el pulpero hasta el último parroquiano, todos se preguntaron qué estaría haciendo aquella pollita en medio de gente tan diversa: un viejo, una negra, un fulano de cuidado a juzgar por su expresión, y una escolta militar.
Cabalgaron al ritmo de la carreta de Eusebio durante horas. Francisco montaba un overo de tipo europeo, más compacto que el caballo criollo. Hombre y animal componían una estampa de bravura que conmovía a Elizabeth, acurrucada adentro de la carreta. No podía sacarle los ojos de encima, a pesar de que el tal Santos procuraba colocarse siempre atrás o adelante, nunca al lado. Al llegar a un río caudaloso detuvo a la comitiva y se adelantó, para comprobar si era franqueable. Los milicos obedecían en silencio, sin duda convencidos de que aquel hombre autoritario era "alguien". Eusebio, en cambio, lo miraba de reojo, mientras que Lucía ronroneaba satisfecha, esperando que aquel mozo no se estableciera demasiado lejos de donde iban ellas.
Transcurrieron largas horas en las que la llanura pasó del dorado ni rojo fuego. No hubo paradas en el trayecto, salvo las indispensables para que las damas se alejasen un trecho a fin de aliviarse y, cuando el horizonte se tornó purpúreo, Eusebio señaló una bandada que describía círculos, a lo lejos.
—La laguna —dijo.
Elizabeth se empinó sobre el borde de la carreta. Le dolía todo el cuerpo y sabía que tendría un aspecto horrible, después del episodio de violencia y el maltrecho camino. Su mala suerte quería que arribase a todas partes en horarios inconvenientes. Divisó el filo plateado de una gran extensión de agua en la lejanía. Suponía que los hombres querrían hacer descansar a los caballos, pues sabía que la salud de las monturas señalaba la diferencia entre la vida y la muerte. El aire salía de los ollares de las bestias convertido en vapor.
Un milico se acercó y se tocó el quepis con respeto.
—Las órdenes fueron de dejarla instalada, señorita, pero aquí no se ve nada. ¿Adónde va usted?
Elizabeth contempló con angustia el llano inmenso, barrido por el viento, con leves ondulaciones y pocos árboles. Nada hacia el sur, nada hacia el norte. Ella había creído que llegaría a un poblado llamado Mar Chiquita, y que alguien estaría presto a recibirla para indicarle cuál sería su vivienda y dónde estaba la escuelita. Al parecer, las cosas eran bien diferentes. Trató de que su voz no sonase insegura:
—Nuestro destino es Mar Chiquita. ¿Hemos llegado ya?
El soldado miró a sus compañeros, sorprendido. En Mar Chiquita sólo existía la laguna y, del otro lado de la duna, el mar. Debía haber un error. Aunque no era asunto suyo, sentía pena por la muchacha. Pocas mujeres habrían soportado los rigores de un viaje como aquel.
El hombre llamado Santos vino en su auxilio:
—Las damas irán a la iglesia, con seguridad. La casa parroquial suele albergar a los viajeros.
—Ah, bueno. Entonces estamos cerca —respondió aliviado el milico—. Apenas dos kilómetros hacia el este.
Y galopó hacia el resto de la comitiva que aguardaba órdenes para comunicarles que seguirían un corto trecho, hasta que las señoras fuesen recibidas por el cura.
Eusebio iba callado, rumiando pensamientos. Él podría ofrecer refugio a las señoras hasta que encontrasen su lugar definitivo. Zoraida no se opondría, estaría contenta de tener compañía. La pobre vieja no paraba de lamentar la partida de los hijos. Unos días de conversación con gente de ciudad, y más sabiendo que pronto serían vecinos, le alegrarían el corazón. Esperó a que la cruz de la capilla se divisase en la bruma para comentar su idea con las damas.
—No sé, a lo mejor me meto donde no me llaman —e ignoró el gesto fruncido de Ña Lucía—. Acá nomás está mi casa y mi mujer las recibirá gustosa, si las señoras quieren. Llegar de noche siempre es complicado, hasta para un cura. Yo digo que mejor sería dormir en mi casa y mañana, con la luz, ver las cosas de otro modo.
Ya está. Lo había dicho de un tirón. Ahora quedaba esperar.
Elizabeth respiró aliviada. La idea le pareció atinada, sobre todo porque al pensar en el cura del lugar recordó el comentario de Sarmiento acerca del rechazo de la Iglesia a las maestras extranjeras. Y aunque ella profesaba la religión católica, podría haber suspicacias al principio, por ser una de aquellas maestras. No prestó atención al descontento de Lucía y se inclinó hacia adelante, apresurándose a agradecer la oferta.
—Será un honor, Eusebio. Si su esposa no tiene inconvenientes, no podría pensar en una solución mejor. Mañana será otro día y veremos qué nos tiene reservado el gobierno.
Francisco había escuchado la conversación y coincidió con la joven de Boston. Él tampoco estaba seguro de que el cura de Mar Chiquita estuviese al tanto de la llegada de la maestra, y con la luz del día se verían distintas las cosas. No conocía la casa de Eusebio, imaginaba que sería un puesto de estancia, sencillo y provisto de lo indispensable, ya que al viejo se lo veía limpio y bien alimentado. Acercó su caballo a la carreta para despedirse. Cuanto antes saliese de la esfera de aquellas gentes, mejor para él y sus propósitos.
Elizabeth contempló la gallardía con que Santos dirigía al enorme animal y comprendió que iba a despedirse. Lamentaba separarse de aquel hombre que, sin decir una palabra de más, la hacía sentir protegida. ¿Quién sería y adonde iría? Ella estaba demasiado compenetrada del modo de ser bostoniano como para indagar en la vida privada de alguien. Sospechaba que allí en las pampas la gente no era tan medida.
—Señoras, hasta aquí llega mi compañía. Debo seguir mi camino, ahora que están en su sitio.
El silencio de las mujeres le sonó a reproche, maldición.
—¿Estarán bien? —insistió.
—Muy bien, eso creemos —soltó Lucía, despechada.
El mocito volvía a escurrirse. ¡Y ella que lo tenía fichado para "Miselizabét"!
Francisco apretó los dientes, malhumorado. ¿Cómo dejar a esas mujeres en medio del llano al anochecer sin brindarles una disculpa, o un medio para buscarlo, si hacía falta? Se dirigió al viejo carretero y, bajando el tono, le indicó:
—Yo voy a estar cerca de aquí, del otro lado de la gran duna, sobre el mar. Si sucede algo o me necesitan, mándeme buscar. ¿Entendió?
—Entendido, señor. ¿Y por quién pregunto, digo yo? Francisco maldijo una vez más. Tendría que mantener la identidad fingida ante ese hombre también.
—Santos es mi nombre.
Eusebio masculló un asentimiento que le sonó burlón y Francisco volvió grupas hacia la carreta.
—Buena suerte, señoras. Un gusto conocerlas.
"No tanto, señorito, no tanto", pensó enfadada Lucía, y esbozó un saludo distante. Elizabeth, en cambio, se mostró amable pese a sentirse abandonada en medio del campo.
—Cuídese, señor Santos. Y gracias por todo. Tal vez un día volvamos a encontrarnos.
"No, si puedo evitarlo", pensó de mala gana Francisco. Le estaba resultando encantadora la señorita maestra y sabía que debía alejarse de ella como de la peste.
—Adiós, entonces —murmuró y echó a galopar hacia el reflejo plateado que ya casi no se vislumbraba.
Apenas la sombra se tragó al jinete, la escolta se puso en marcha para llevar a las viajeras hasta lo de Eusebio. La oscuridad se hizo absoluta por falta de luna, aunque los bueyes de Eusebio parecían conocer el camino de memoria. Al cabo de un rato, la luz de un candil alumbró el frente de una casita chata, como tantas otras que Elizabeth había visto perdidas en la inmensidad. Un grupo de árboles coronaba la parte trasera, creando un muro protector contra los vientos del sur. La techumbre de paja estaba reforzada por grandes piedras y vigas de madera. Una ventanita en el costado dejaba ver el interior iluminado a través de unos cueros que hacían de cortinas. El perro que custodiaba la entrada se erizó al percibir la llegada de los caballos de la escolta, pero bastó un chistido de Eusebio para volverlo a su sitio. Antes de que el carretero descendiese, la puerta se abrió y apareció una figura envuelta en una pañoleta, portando otro candil en una mano.
—¿Eusebio?
—Yo, vieja. ¿Quién más? Tenemos visita.
La mujer miró desconfiada al grupo de soldados. Una partida militar nunca era bienvenida, porque no se sabía "para dónde saldría el tiro". Eran comunes las levas forzadas del gobierno para el ejército y más de un gaucho solitario había perdido su libertad a manos de la autoridad. Si bien su Eusebio era viejo para ser soldado, dependían de la necesidad que tuviesen de hombres. Zoraida se acercó sigilosa y, cuando vio que la carreta de su esposo contenía varios bártulos y dos pasajeros, abrió una boca sorprendida que mostró la falta casi completa de dientes.
¡Dos señoras! Se alisó la pañoleta como si en la oscuridad pudiera advertirse la falta de aliño y se apresuró a ayudar a la gruesa Lucía a descender del vehículo. Hubo un momento de confusión mientras los soldados decidían si quedarse hasta la mañana siguiente, hasta que Eusebio, a regañadientes, les ofreció el cobijo del techo donde guardaba los bueyes de tiro, apenas un toldo de paja a varios metros de la casa.
Las viajeras entraron agradecidas a la vivienda, con su piso de tierra bien prensado y barrido, una mesa cubierta por un mantel amarillo y, en el centro, una jarra llena de margaritas. En las paredes había láminas de algún almanaque viejo y varios ganchos, como había visto Elizabeth en la pulpería, de donde colgaban sogas, sombreros y cacharros de cocina. Del techo envigado pendía una lámpara de mechas ardientes que con su luz amarillenta disimulaba la pobreza de la morada. Luces y sombras envolvían los pocos muebles: una mecedora, cuatro sillas, un par de catres convertidos en asientos, y un banco donde reposaba una bandeja con la pavita y el mate. Elizabeth adivinó que ése sería el rincón donde ambos viejos pasarían sus horas muertas al atardecer, cuando ya las tareas estuviesen cumplidas y la oscuridad los impeliese a buscar el refugio del hogar.
—Pasen, pasen por acá, pónganse cómodas. Es poco lo que hay pero se brinda con gusto —cacareó Zoraida, mientras separaba las sillas para que cada una de las mujeres ocupase su sitial. Lo que menos deseaba ninguna de ellas era sentarse de nuevo. Sin embargo, para no desairar el ofrecimiento, se acomodaron obedientes bajo la luz del candil. Desde allí podía verse, tras un cortinado descorrido, un dormitorio pequeño que daba al fondo de la casa.
El rumor de la tropa desensillando y acomodándose en el mísero establo las acompañó durante un rato, hasta que fue reemplazado por el olor a cigarro y algunas risas apagadas. No faltaría mucho para que esos cuatro hombres, agotados, echasen un buen sueño entre la paja de los bueyes, con la cabeza apoyada en el recado.
Zoraida se deshizo en amabilidades con las recién llegadas: si querían té o galletas, un trozo de pan con chicharrones, o tal vez mate cocido calentito. Lamentaba no tener carne de la buena, ya que Eusebio y ella procuraban comer cosas blandas. Con las gallinas ponedoras se arreglaban. Por el sitio no había problema, pues los catres que servían de asiento se transformaban en un santiamén en cómodas camas. Eran de los hijos, que habían partido hacia lugares más poblados para hacer su vida. Claro que los extrañaba. Así era la ley de la vida: los viejos veían partir a los jóvenes. Qué raro que una mujer joven y bonita como "la señorita" viniese a esa soledad a quedarse, nunca se veía algo así. Más bien los jóvenes se iban. Y les quedaba a los viejos la tarea de seguir yugando.