—Misely —susurró—. Ese "siñor" es malo.
Elizabeth contuvo un rictus de risa.
—No es malo, Marina, sino muy grosero.
Trató de que su voz sonara firme y clara, para que el hombre se disculpara de una buena vez. Como el viento la favorecía, viniendo de su espalda, las palabras llegaron hasta Francisco.
También él contuvo la risa. Y decidió jugar un poco más con la maestrita.
—¿Quién se supone que es usted? —bramó.
—Soy la maestra de la laguna. Los niños y yo hemos venido de excursión.
—Pues éstas son mis tierras, no un parque de recreo. Si no me equivoco, la escuela queda bastante lejos de aquí.
—Como le he dicho, hemos venido de excursión —replicó Elizabeth, remarcando las sílabas como si él fuese uno de sus alumnos, el más lerdo de la clase.
—Pues se irán por donde vinieron. Estas son mis tierras y no toleraré intrusos.
Elizabeth entrecerró los ojos, midiendo al hombre y calculando su respuesta:
—¿Cuáles exactamente son "sus" tierras, señor? ¿Éstas? ¿Aquéllas? —y la maestra hizo grandes ademanes en dirección al mar, desde donde el rumor del oleaje les llegaba con claridad.
La muchacha quería acorralarlo y Francisco disfrutaba en grande la contienda.
—Todo es mío, señorita: patos, garzas, gaviotas, peces, todo.
Dio un paso adelante y volvió a recorrerla con la mirada, dejando en claro que ella misma podía ser uno de aquellos seres que le pertenecían por estar en sus tierras. Elizabeth ahogó una exclamación. La prepotencia del bárbaro no tenía límites. Ese hombre necesitaba una lección. Y también sus niños, para que viesen que la bajeza era castigada.
—Sepa usted que los seres vivos no tienen dueño, señor, sobre todo si son silvestres como los que viven en la laguna. ¿No le enseñaron las Escrituras cuando niño? Podrá tener un título sobre la tierra, que no le valdrá más que para gozarla mientras esté vivo. Somos peregrinos, señor mío, si aún no lo sabe, le será doloroso Averiguarlo.
Francisco permaneció callado, asimilando la retahíla de la muchacha. La diversión inicial dio paso a la indignación. El no contaba con gran pasión religiosa y la poca que tenía se había evaporado ante la adversidad de los últimos tiempos. La mención de un poder superior capaz de arrebatarle lo que poseía le recordó que ya le había sido arrebatado todo cuanto creyó suyo a lo largo de su vida: la familia, el honor, el nombre, todo.
Avanzó amenazante en dirección al pequeño grupo que permanecía de espaldas al viento.
—No me recuerde la diferencia entre la vida y la muerte, señorita maestra, porque eso excita mi deseo de matar. Mientras yo permanezca vivo, mataré a todo el que se oponga a mis designios.
Un diablo interior lo empujaba a causar conmoción en aquella mujercita sabelotodo cuya mayor desgracia debía ser romperse una uña con la tiza en la pizarra. Disfrutó de la expresión de temor que se dibujó en la carita oval, aunque no quería atemorizar a los niños, sólo a ella. Quería vengarse también, porque su recuerdo había alimentado los fuegos inútiles de tantas noches solitarias en que la imaginó, a pesar suyo, sin aquellas ropas de solterona.
Elizabeth retrocedió un paso, arrastrando a Marina, que seguía parapetada tras la falda. Uno de los muchachitos mayores, de rasgos aindiados, avanzó ocupando el sitio que había dejado la maestra. Con valentía, pues le quemaba el miedo por dentro, encaró a Francisco:
—Atrévase a dañar a Misely y no vivirá para contarlo, señor.
Las palabras llegaron nítidas hasta Francisco, que admiró la osadía del muchacho. Le recordó su propia arrogancia a esa edad, cuando se creía invulnerable, apoyado en su apellido ilustre y su bienestar económico. Aquel chico, sin embargo, no gozaba de ninguno de esos bienes. Tal vez nunca conocería a su padre y, con suerte, tendría una madre que velara por él aunque, a juzgar por su andrajoso aspecto, no contaba con nada más en su haber. Y se atrevía a enfrentarlo a él, un hombre que tendría un aspecto terrible, como le indicaba la aversión de la maestra a acercársele. Sin duda, aquella mujer debía de ejercer mucha influencia entre sus alumnos para que uno de ellos se arriesgase a defenderla de ese modo.
—El asunto no es contigo, muchacho —le respondió, molesto.
El chico avanzó aún más, interponiéndose en la línea que unía las miradas de Elizabeth y el hombre de la duna.
—Un hombre no se mide con una mujer, "señor".
Los otros chiquillos parecían horrorizados y hasta la maestra contuvo el aliento. Había vivido en la pampa el tiempo suficiente para saber que, por menos de esa respuesta, dos hombres podían enzarzarse en una pelea a muerte. Extendió el brazo para sujetar a Eliseo y restar importancia a su actitud, cuando el hombre barbudo dijo, con la voz algo ronca:
—Es cierto, muchacho. Y, por lo que veo, ya eres un hombre. Te felicito —y agregó, mirando fijo a la muchacha—. Y a tu maestra, por tenerte tan bien enseñado. No te preocupes, no pensaba faltarle el respeto. Sobre todo, tomando en cuenta que fue mi protegida durante todo un día de viaje.
El muchachito pareció confuso y miró a su maestra, temiendo haber causado algún daño a alguien importante para ella. Elizabeth aguzó la vista, tratando de ver bajo la feroz apariencia, y entonces comprendió lo que le había inquietado desde el primer momento.
—Usted. ¡Santos! —y corrigió su atrevimiento—. Señor Santos, ¿qué hace aquí?
Francisco sonrió. Al menos, recordaba su falso nombre.
—Lo mismo que usted, empezando una nueva vida.
—No sabíamos que se instalaría tan cerca, nunca nos lo dijo.
—No estaba seguro. En realidad es algo temporal. Cuido la casa de un amigo.
Elizabeth se acercó y la niñita que llevaba pegada se acercó también, con sus piecitos cubiertos de arena.
—Misely —susurró de nuevo—. ¿El "siñor" es bueno ahora?
La joven sonrió, una sonrisa dulce y pícara que Francisco no le conocía. La tensión se apoderó de su ingle.
—Eso está por verse, Marina. Sólo será bueno si nos muestra las aves de la laguna.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —gritaron los niños en conjunto.
Atrapado por unos niños zaparrastrosos y una joven sensual que vestía faldones de monja, Francisco compuso su ceño más pronunciado.
—Bajo ciertas condiciones —aseveró.
—¿Cuáles?
¿Desde cuándo aquella muchachita era tan desinhibida?
—Que se marchen después y no vuelvan por aquí.
La pequeñita lanzó una exclamación de disgusto. Los demás niños se miraron entre sí y Francisco tuvo que brindar una explicación:
—La laguna es un sitio solitario y peligroso, no conviene traer a los niños. Y yo soy un hombre muy ocupado, no puedo garantizarle que estaré siempre aquí, por si acaso.
—Aceptamos su escolta cuando esté disponible, no lo importunaremos. Las salidas de reconocimiento forman parte del plan de estudios, tanto como los números y las letras. No puedo renunciar a ellas. Prometo no arriesgar a los niños si usted dice que este sitio es peligroso, aunque no se ve peligro alguno. ¿Hay pumas aquí, señor Santos?
La risita burlona del muchachito mayor se anticipó a la respuesta de Francisco. Elizabeth, algo ofendida por haber mostrado su ignorancia, se apresuró a agrupar a los chicos.
—Vengan, niños, iremos con el señor Santos a reconocer las aves del lugar, y luego emprenderemos el regreso. Le agradecemos su molestia, señor, y esperamos que su presentación anterior haya sido una broma de mal gusto.
La maestra recuperaba su control y se convertía con rapidez en una de esas institutrices secas y autoritarias que algunos niños de la sociedad porteña soportaban. Francisco observó, empero, con qué delicadeza despegaba a la niñita tímida de su falda, para luego guiarla hacia otra, algo más grande, cuyo cabello rubio contrastaba de manera notable con la piel morena. El mestizaje en aquellas regiones era moneda corriente. Esa niña debía tener madre indígena y padre blanco, sin duda. Sus ojos verdes, tan achinados como los de Elíseo, revelaban la misma sangre nativa en ambos, aunque mezclada de forma diferente.
La pequeña comitiva se alineó, aguardando como una tropa organizada a que su jefe les indicase la dirección a seguir. Francisco se dio cuenta de pronto de que el encargado de impartir esa orden era él, pues hasta la maestra aguardaba, expectante, no exenta de sorna la mirada.
—Estamos listos. Niños, presten atención a lo que el señor les diga, pues mañana dibujaremos todos los animales que veamos y trataremos de escribir sus nombres.
Sintiéndose como un torpe guía, Francisco se acomodó los faldones de la camisa y desenrolló los pantalones arremangados, de súbito incómodo ante su aspecto. Seguiría pareciendo un ermitaño medio loco, aunque vestido, al menos.
Condujo a los niños al extremo sur, donde el médano tras el que se ocultaba la cabaña de Julián se asomaba al mar rugiente. Hacía frío a pesar del sol, pues el aire soplaba desde el océano y en la región no había arboledas que frenasen el ímpetu de los vientos marinos. Francisco observó con el rabillo del ojo que Elizabeth luchaba por mantener el cabello en su sitio y también que, bajo la blusa de suave batista, se delineaban dos puntas duras. La muchacha cruzó los brazos, rodeándose la cintura; pero él ya había comprobado la falta de corsé. Era lógico que la señorita maestra no vistiese con tanto recato en un paraje como aquél, sobre todo si tenía que lidiar con niños todo el día. No obstante, a Francisco se le nubló la vista al imaginarla desnuda bajo la ropa. Aprovechó la algarabía para distraer su atención hacia un ave zancuda que hacía equilibrio sobre una pata, en medio de una corriente de agua.
—¡Misely, ahí, mire!
Elizabeth corrió hacia los niños y se inclinó, mirando hacia abajo desde el médano. Podría haber pasado por una de sus alumnas, si no fuese por las curvas que ya Francisco estaba calculando desde atrás.
—¿Qué es eso, señor Santos? ¿Una cigüeña?
—Puede llamarla así, señorita O'Connor, pero es una garza blanca, muy común en la laguna. Se queda quieta en el agua, a diferencia de aquél, ¿lo ve?
Elizabeth hizo visera con una mano para tapar el reverbero del sol en las olas y así captar la imagen de un ave pequeña y veloz, que caía en picada una y otra vez sobre el mar.
—¿Qué está haciendo?
—Pesca —contestó Francisco, mientras buscaba en derredor algo más emocionante para mostrarles, aunque los niños estaban excitados como si asistiesen a una función de circo.
—Señor, díganos qué pesca —dijo entonces el muchacho que lo había enfrentado.
Francisco entendió que se había creado una especie de rivalidad entre ellos y el chico quería ponerlo a prueba. Aceptó el reto.
—Puede ser una corvina, o un pejerrey, algo pequeño para poder engullir. ¿Sabes pescar, muchacho?
Los ojos rasgados lo miraron con expresión inescrutable.
—Mejor que muchos.
—Elíseo —dijo con suavidad la maestra—. Recuerda que debes ser modesto.
El chico se mostró cortado, aunque no bajó la mirada. La señorita O'Connor no debía tener tarea fácil con un alumno así. Francisco sospechó que sería uno de los más díscolos, y le asombró que asistiese a la escuela a tan avanzada edad. La gente del lugar se valía de los hijos para la subsistencia, era uno de los problemas más graves que debían enfrentar los maestros día a día.
—Yo solía pescar de niño, no aquí, sino en el Río de la Plata. Vio que sus palabras causaban sensación en el auditorio infantil.
Ninguno de aquellos niños escuálidos debía de haber visto el Río de la Plata, aunque sin duda sabrían que allí estaba "la ciudad", como se llamaba a Buenos Aires sin más aclaración.
—Siempre es mejor pescar en el mar —agregó, en beneficio de Elíseo.
Siguieron el camino de arena bordeado de matojos rumbo a un bosquecillo de espinos. Los vientos marinos sacudían las zarzas como si fuesen plumas, tal era su fuerza. Los chiquillos se dispersaron, recogiendo caracoles ocultos en la arena, bajo la atenta mirada de Elizabeth. A Francisco le pareció que, mientras estaba en su papel de maestra, ninguna otra cosa le importaba. Se propuso indagar un poco en su situación.
—¿Cómo se está adaptando a la vida aquí?
Ella miró hacia abajo y desenterró un guijarro con la punta del zapato.
—Puede decirse que estoy adaptada, aunque hay cosas... Francisco la miró con más atención. Quería preguntarle todo: con quiénes vivía, qué había sido de la negra que la acompañaba, si había venido alguien más de su país a ayudarla...
—¿Qué cosas? —se escuchó preguntar.
Elizabeth se encogió de hombros, como si se tratase de meros caprichos de niña.
—Aquí no se respeta tanto la intimidad como en mi país. La gente es bienintencionada, pero se mete en las cuestiones privadas de los demás. Y en la casa de Eusebio...
—¿Eusebio? ¿Está viviendo con Eusebio en ese rancho? Elizabeth se conmocionó, como si hubiese cometido una infidencia.
—Pues sí, acepté la hospitalidad de Zoraida. Lucía y yo estamos muy conformes.
—¿No iba a tener usted un albergue en la casa parroquial? Ante el tono imperioso, Elizabeth pensó si sería indecoroso vivir con Eusebio y su esposa, aunque la negra Lucía se había mostrado encantada, y eso que ella era bien pretenciosa. Sobre todo después de la entrevista en la que el cura había dejado bien en claro que no daría cobijo a una maestra extranjera que no pensaba educar a los "pequeños salvajes" en la fe de Cristo. En vano Elizabeth había hecho gala de su fe católica como buena irlandesa. "Lo más importante es salvar sus almas, señorita, y eso no se va a lograr con una pizarra". Pese a que estuvo a punto de mandarlo a paseo se contuvo, evitando así una confrontación mayor. Por lo menos, el sacerdote no le negaba la entrada a la capilla y aceptaba su ayuda para los menesteres religiosos. Elizabeth confiaba en que el tiempo ablandaría la postura del hombre, que no parecía mala persona, sino más bien resentido por el intento del gobierno de quitar a la Iglesia su tradicional papel educador.
—El Padre Miguel no tiene suficiente espacio para dos mujeres. Sospecho que esperaba a un maestro. No quisimos causarle problemas.
—¿Están ustedes cómodas?
—Oh, sí. Zoraida y Lucía se entienden de maravilla, las dos se unen en contra del pobre Eusebio. Creo que Zoraida necesitaba un cómplice para desquitarse. Está muy sola.
—¿Y usted, señorita O'Connor? ¿No está sola?