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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (17 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Y así departía, monologando, hasta que Eusebio, cuando consideró saciada su necesidad de hablar, la mandó callar de modo nada sutil:

—Basta ya, mujer, que vas a despertar hasta a los pollos. Prepara unos mates con torta y a la cama.

Elizabeth ocultó su sonrisa bajo el pañuelo. Le caía bien doña Zoraida. Se sentiría dichosa si pudiese tenerla de vecina durante su estadía. Se levantó, pese a las protestas de la dueña, para ayudarla a colocar sobre la mesa unos platitos con trozos de torta esponjosa. Sobre un calentador, Zoraida puso la pava y sacó la lata donde guardaba la yerba. De pronto, se detuvo, dudando:

—¿La señorita toma mate?

—La señorita, no. Yo sí y con mucho gusto —intervino Lucía. Zoraida seguía indecisa.

—¿Qué puedo ofrecer a la señorita?

—Un té estará bien, Zoraida, gracias. Y si puede agregarle leche fría, tanto mejor.

La mujer contempló arrobada a la muchacha, tan joven y tan dulce. Ah, si ella hubiese tenido una hija así... Diosito le había mandado dos hijos, a cuál más bruto, había que reconocer. Pedro y Pablo los había llamado, como los apóstoles de Jesús, para que le salieran lo más santos posible. Sus travesuras habían hecho, sin ser malos. Si al menos le trajesen una nuera como la señorita...

—Bueno, mujer, ¿qué pasa? La pava está por hervir. Arruinarás el mate.

La voz cascada de Eusebio sacó a Zoraida del trance y ella emprendió presurosa la tarea de cebar el mate primero para acallar a su marido. Después buscaría la lata donde guardaba el poco té que tenía y revolvería donde fuese para conseguir el chorrito de leche fría. La vaca lechera estaba dormida, que si no...

Así pasó Elizabeth la primera noche en la pampa, bien abrigada por una
matra,
sobre un catre contra la pared, después de haber saboreado el pastel más exquisito que recordaba y el té más negro también, porque la leche brilló por su ausencia y Zoraida se deshizo en disculpas por tamaña falta. Le cayó bien, sin embargo, la bebida caliente al finalizar aquel viaje tortuoso. Habían llegado al lugar prometido y, aunque no sabía a ciencia cierta cómo era, ya que la oscuridad no permitía ver más allá del redondel de claridad de la entrada, podía respirar el aire perfumado y escuchar el rumor de las aves nocturnas buscando su alimento. De tanto en tanto, uno que otro ronquido amenizaba el concierto de grillos. Se trataba de los soldados o bien de Eusebio, que no se quedaba atrás.

Al cabo de un rato, suspiró y se quedó dormida.

La llegada de Francisco a su lugar definitivo no tuvo la misma calidez. Después de galopar a través de la llanura cada vez más árida arribó, por fin, a la laguna de Mar Chiquita, que parecía el mismísimo mar, pues hasta oleaje tenía. El paraje era desolado e inhóspito y, por enésima vez, se preguntó dónde estaría la escuelita en la que la señorita O'Connor debía enseñar. No quería que el tema le preocupase, aunque lo cierto era que le preocupaba. ¿A quién se le ocurriría enviar a una mujer sola e indefensa para enseñar a los pocos niños que hubiese? ¿Y qué niños serían esos? Los de los indios de los alrededores, sin duda, ya que los pobladores no se afincaban tan cerca del mar. Si bien la laguna era fuente de alimento, el clima resultaba muy duro, sobre todo durante el invierno. Era más fácil abastecerse de ganado en el interior, donde crecía la hierba verde de las praderas o se podía plantar alfalfa para la caballada.

La casita de la que su amigo Julián le había hablado era una choza.

Traspasada la gran duna que escondía el mar de la vista de la laguna, un matorral espeso formaba un refugio contra los vientos marinos. Allí, en medio de espinos y de altas pitas, se alzaba la "casa" donde se guarecería hasta que supiese qué hacer con su vida. Julián le había dicho que en el poblado cercano de Santa Elena había un almacén de ramos generales. Eso bastaría para aprovisionarse de lo necesario. La leña de los bosques le proporcionaría combustible y además la casa estaba provista, sin lujos, por cierto.

Al decir "sin lujos" se quedaba corto. Era poco más que una tapera: paredes de troncos, techo de paja trenzada y piso de tierra mezclada con arenisca. El interior se veía sucio de ramas, arena y piedras. Incontables tormentas marinas habrían pasado de lado a lado, dejando sus huellas por doquier. Tampoco había mobiliario, salvo que aquellos troncos volcados hubiesen sido mesa y bancos en otros tiempos. Una ventanita daba hacia el mar y otra, hacia una duna erizada de cactus. Del techo pendían unas cuerdas enrolladas a las que Francisco no encontraba ninguna utilidad. Estaba todo por hacerse. Quizá ese trabajo forzado conviniese a su situación, para no pensar, olvidar todo lo que había sido y el destino que le aguardaba. Aunque no había sufrido síntomas de su mal durante el viaje, no se engañaba: allí estaba, agazapado, listo para arrojarle el zarpazo cuando se descuidara. Y él no se descuidaría. Se convertiría en un ermitaño sin más compañía que su caballo, al que había terminado por comprar después de mucho regateo con el puestero, ya que le veía trazas de animal noble.

Las gaviotas dormitaban sobre las olas, como una mancha blanca flotando en la negrura. Una lechuza ululó. Si iba a vivir como un paria, debía empezar a hacerlo en ese mismo instante, acostumbrarse a las inclemencias y a no esperar nada nunca. Desensilló a Gitano, como llamaban al overo, y lo ató a un tronco caído a manera de palenque. Frotó el pelaje del animal, que resopló, contrariado por el esfuerzo exigido. Luego armó un campamento precario a la entrada de la choza, ya que se veía más limpio el exterior que el interior, confiando en que el amanecer le mostrase una visión más amable de la situación. Y si no era así, Dios sabía que él aceptaría lo que fuera.

Bastardo y moribundo, qué podía importarle.

CAPÍTULO 05

Varios meses después...


¡Misely! ¡Misely!...

La vocecita chillona cortó el aire sereno de la tarde.

—¡Misely, aquí!

—¡Venga, por favor!

Nuevos gritos, esta vez de varias voces, seguidos de risas, provocaron el revuelo de las garzas en la laguna. El hechizo de la siesta estaba roto.

Con la fatalidad de un castillo de naipes, los momentos de quietud de aquel rincón aislado entre las dunas se fueron desmoronando. El eco de la algarabía se multiplicó, los patos picazos surcaron el cielo graznando, el croar de las ranas se interrumpió y hasta la mansedumbre de las aguas de la Grande se alteró. El viento levantó el oleaje, trayendo consigo las voces, las risas, las palmas, sonidos cada vez más cercanos y perturbadores.

—¡Vea esto, Misely! ¡Guuauuuuuuu!

Francisco reaccionó ante el bullicio con la fiereza de un animal atacado. Levantó la cabeza y barrió el contorno de los pajonales con sus ojos dorados. No vio nada. Su escondite estaba tan bien camuflado tras el último recodo de la laguna que parecía imposible que lo descubrieran. Sin embargo su intuición le decía que esa vez era diferente, que el rincón sagrado, construido con sus propias manos, estaba a punto de ser profanado. Se irguió en toda su altura y se dispuso a salir a su encuentro. Era inútil fingir que allí no vivía nadie, cualquier intruso que hubiese llegado hasta ese punto no se detendría ante la última duna, se sentiría desafiado a trasponerla y ver qué había más allá. Y Francisco no permitiría que su refugio quedase al descubierto. Después de planear con tanto cuidado su ostracismo, no estaba dispuesto a ver arruinado el esfuerzo que tanto dolor le había costado. Se cubrió con la camisa que colgaba de un arbusto en la entrada y no se molestó en abrochársela. Estaba cortando la leña con el torso descubierto, humedecido todavía por el sudor. No pensaba demorarse en ahuyentar a los vándalos. Con agilidad trepó la duna y alcanzó la cima justo a tiempo de captar en toda su magnitud el horror de la situación.

No se trataba de un vándalo. Lo que vio desde la cresta de su solitario refugio lo dejó mudo: ¡una legión de muchachitos! Desbandados entre las pajas bravas y las totoras, chapoteando en la orilla arenosa, aullando y riéndose hasta caer rodando sobre la hierba, eran alrededor de ocho o nueve chiquillos de edades dispares que irrumpían con el mayor desparpajo en su mundo privado. Un temor irracional lo invadió. Si perdiese aquella tranquilidad precaria, el final se aceleraría, estaba seguro. Una oleada de desesperación hizo latir sus sienes. Empezaba de nuevo. Después de tanto tiempo, estaba sintiéndolo otra vez. Cerró los ojos, intentando contener la marea de dolor que ya se anunciaba. Defendería con uñas y dientes su soledad, haría cualquier cosa para preservar su secreto. Nadie, ni siquiera unos niños, pondría en peligro su anonimato. Echó a andar hacia ellos, dejando profundas huellas en la arena a medida que descendía del otro lado de la duna, a zancadas. ¡Diablos, cómo quemaba! No había tomado en cuenta la hora del día, cuando el sol caía en picada y ni siquiera un trébol hacía sombra. ¿Y cómo resistían aquellos malhadados chicos el rigor del sol? Con las cabezas expuestas, mal cubiertos, ni siquiera llevaban zapatos.

Francisco apuró el paso. Tanto por el dolor insoportable en las plantas de los pies como por el furor de verse molestado de aquella manera, el último tramo lo salvó corriendo. A medida que las siluetas de los niños se fueron perfilando mejor, el bullicio se amortiguaba. Sin duda, también ellos podían verlo sobre el montículo de arena.

La imagen era imponente: un hombre enfurecido, con los faldones de la camisa al viento, dejando a la vista el magnífico torso moreno, sin otra ropa que unos pantalones arremangados hasta las rodillas, el cabello oscuro flameando sobre sus hombros y saltando sobre las dunas como un fauno. La visión atemorizó a los niños, que se agolparon unos contra otros, en apretado montón. De repente, Francisco se sintió ridículo. Caer en medio de un grupo de chiquillos con el ímpetu de un guerrero dispuesto a acabar con ellos le hizo ver qué delgado era el hilo que lo unía a la vida civilizada. Buscó entre aquella gente menuda alguno en quien volcar su ira. Todos parecían inconscientes del delito cometido, hasta que su vista de lince percibió un movimiento a su izquierda: una muchachita algo más alta que el resto se acercaba a grandes pasos, haciendo ondear su falda sobre las piernas. A diferencia de los otros, no iba descalza. Hacia allí dirigió Francisco toda su frustración.

—¿Con qué permiso vienen aquí? ¿No saben que ésta es una propiedad privada? —rugió.

Hasta el aleteo de una mariposa habría podido escucharse en el silencio que siguió. Satisfecho, Francisco continuó:

—No quiero ver a ninguno retozando por acá. La próxima vez, los estaré esperando con mi escopeta y al primero que vea, le quemaré el trasero de un chumbazo.

Los niños lo miraban boquiabiertos. Ojos redondos, quietos como estatuas, sólo los cabellos mal cortados se movían al capricho del viento salobre. Francisco tuvo la incómoda sensación de que su discurso no estaba produciendo el efecto deseado, al menos no en todos. Un leve carraspeo a su izquierda confirmó su intuición.

—¡Qué vergüenza!

La voz provino de la muchachita bien formada que se adelantó, haciendo señas a los niños para que se mantuviesen en sus sitios. Con los puños sobre las caderas avanzó, resuelta, encarando al hombre.

—Asustar así a unos niños que no hacen sino jugar y reír. ¿Qué clase de hombre se atrevería a amenazarlos con una escopeta? Y con un lenguaje tan grosero. Es usted un... un... ¡Un villano! Señor, aprenda a disculparse.

Francisco ya no sentía la arena quemante, ni el viento en los oídos, ni la furia ciega del principio, nada, sólo desconcierto. Esa voz... ¿Cómo se atrevía una rapazuela a encarar a un hombre de su tamaño? La irrealidad de la situación le devolvió el juicio y empezó a distinguir mejor a los invasores. Eran ocho niños, entre los seis y los doce años, cinco varones y tres niñas, todos vestidos con ropas superpuestas demasiado holgadas, como si lo prioritario fuese Cubrirlos. Aun las niñas, una de ellas tan pequeña que apenas alcanzaba la altura de las totoras de la orilla, lucían miserables. Por eso los había tomado por una banda de pilluelos. La única que vestía con decencia era la muchacha mayor. Llevaba una sencilla falda marrón que rozaba los botines acordonados, calzado impropio para caminar sobe la arena aunque, de algún modo, congruente con el resto del atuendo: blusa abotonada hasta el cuello, con delicados volados en los puños y el escote. Allí era donde aparecía el contraste entre el atuendo severo y el juvenil rostro en forma de corazón que emergía de los voladitos. A pesar de que mantenía los labios apretados, Francisco podía ver que eran carnosos y rosados y que la nariz, recta y pequeña, con finas aletas que temblaban de furia, le daba un aire aristocrático al conjunto. Fueron los ojos, fijos en él aguardando la disculpa exigida, los que desencadenaron el recuerdo en su mente.

—Usted —murmuró.

La voz no llegó hasta la mujer a causa del viento que soplaba desde el mar. Ella no lo había reconocido y se mantenía en sus trece, ofuscada. Habían pasado largos meses y todavía se encontraba allí, en ese lugar inhóspito donde él creyó que no duraría ni unas semanas. Ese invierno había sido de los más duros. Durante tres días, incluso, había nevado. ¡En plena pampa! Algo insólito, que desconcertó tanto a hombres como a animales. Y la tierna muchacha había sobrevivido. Además, lucía diferente de como la recordaba, y Dios sabía que lo había hecho bastante en sus noches solitarias. Su tez había tomado el color de los melocotones y los ojos parecían más verdes de lo que él creía. Era su cabello lo que lo había desorientado en un principio: la espesa cabellera que caía ensortijada sobre la espalda no se parecía en nada al tocado enmarañado con que la muchacha había seguido viaje después de su enfrentamiento con el gaucho alzado de la pulpería. Formaba un halo esplendoroso alrededor de la cabeza, aunque se veía que era rebelde y que las peinetas no daban resultado. Francisco la miró de arriba abajo con descaro premeditado. Prefería pasar por un sinvergüenza antes que verse asediado por indeseada compañía en su refugio. Si la joven maestra no lo reconocía, tanto mejor, aunque era cierto que su amor propio se resentía al pensar que era tan fácil de olvidar.

Elizabeth pudo, en medio de su enfado, apreciar al hombre que tenía enfrente: un bárbaro, sin duda, con el cabello descuidado, la barba de varios días y semidesnudo. La experiencia no tan lejana con aquel gaucho temerario durante el viaje volvió a su mente, creando un nudo de temor en la boca de su estómago. Si hubiera estado sola, habría echado a correr sin tapujos, levantándose la falda hasta las rodillas, si era necesario. En compañía de los niños, debía actuar con coraje y protegerlos. Marina, la más pequeña, se había ocultado tras ella y espiaba al salvaje con su carita sucia.

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