—No dejen de conversar por mí. Sólo quería saber si almorzaremos juntos, pues más tarde emprendo viaje hacia la chacra.
—¿Otra vez a Arrecifes? —exclamó con desconsuelo Aurelia—. Papá, ya fue la semana pasada. Se está agotando.
—Vuélvase uno viejo y lo harán un niño para retarlo —dijo Vélez sonriendo a Elizabeth, que lo miraba con simpatía.
—Está bien, pero acuérdese de abrigarse. Almorzaremos a las dos y no acepto que me rechace el postre.
Vélez Sarsfield saludó de nuevo, discreto, y se encaminó a su despacho para encarar la tarea cotidiana, mientras afuera caían goterones que pronosticaban tormenta.
—No se asuste. Aquí tenemos temporales impresionantes y siempre sobrevivimos —le dijo Aurelia con vivacidad—. Se han salvado ustedes de sufrir la tormenta en el barco.
—Eso sí. El capitán Flannery me decía que es peligroso enfrentar al viento desde el río.
—Ah, el pampero. No es peor que la sudestada, no vaya a creer. El río suele crecer tanto que llega hasta las casas y el Fuerte. En esos momentos, una duda de que no se trate del mar.
—¡Fue lo mismo que pensé al ver tanta agua! —se admiró Elizabeth—. ¿Cómo puede ser un río?
—Pues es agua dulce. Y su estuario es tan ancho que los españoles lo llamaron el Mar Dulce. De dulzura no tiene ni un poco, ya que ahí se lavan las ropas, se arrojan los desechos de los saladeros, en fin... Hay que alejarse un poco del centro para disfrutar de un baño placentero. Lástima que no esté usted aquí para el verano.
—Aún no sé qué haré. Su... presidente me ensalzó mucho la necesidad de enseñar lejos de la ciudad.
—Sí, a Sarmiento le preocupa que la Argentina no supere nunca los defectos con que se ha formado, el autoritarismo de los caudillos, la violencia y la falta de respeto por las leyes, lo que hace a una nación cabal, ¿no es así?
—Todos los países han vivido historias horrorosas, creo yo. Allá en Norteamérica, unos y otros han cometido atrocidades en nombre de la civilización y el progreso. Pasarán muchos años antes de que cicatricen esas heridas, sobre todo porque fueron infligidas entre hermanos.
Ambas mujeres quedaron en silencio mientras la tormenta sacudía los vidrios de la ventana y arrojaba chubascos contra la acera, ensuciándolo todo.
—¿Cómo es que no ha hecho usted el viaje de Nueva York a Liverpool primero? —quiso saber Aurelia, cambiando el tono de la conversación—. Tengo entendido que cruzar el océano dos veces es más rápido que venir desde Boston.
—Es más barato de este modo —contestó, sonrojándose, Elizabeth.
El tío Andrew se había mostrado tacaño hasta el último momento, para enfatizar su repudio hacia "el disparate", como llamaba él a su viaje.
—Por supuesto. Además, se siente una más segura que cruzando el Atlántico. Yo no dudaría en hacerlo así.
El tacto de Aurelia evitó la incomodidad y Elizabeth volvió a sentirse a gusto en aquella salita caldeada, donde podía olvidar el mal tiempo y los malos recuerdos.
—Tatita hará este viaje con lluvia. Como si no tuviésemos suficiente con la salud de Rosarito.
—¿Acostumbra su padre a viajar seguido?
—Sólo los viajes familiares a Córdoba y algunos encargos del Presidente. Mi padre ama Buenos Aires, ha sido su obsesión desde pequeño. Su familia es hidalga aunque, como muchas de aquella provincia, vio reducida su fortuna a causa de las guerras civiles. Siendo el único varón, las mujeres se ocuparon de costearle los estudios con sus oficios, usted sabe: tejer mantillas, bordar casullas o sobrepellices. Parece que las únicas que no nos abochornamos por dedicarnos a los trabajos manuales somos las mujeres.
Elizabeth pensó que aquello había sido cierto también en el sur de su país, donde las mujeres subsistían, en los tiempos duros, merced a las manualidades que les enseñaban desde pequeñas. La mentalidad de los del norte, en cambio, los odiados
yankees,
solía ser menos aristocrática. A través de las confidencias de Aurelia pudo vislumbrar la razón del aire de dominio que mostraba el doctor Vélez Sarsfield. No era la primera vez que ella descubría la pobreza y el sacrificio detrás de un carácter firme.
Aurelia ordenó que preparasen el carruaje familiar para llevar a Elizabeth hasta la casa de los Dickson, en el barrio de La Merced, donde se alzaban las mansiones refinadas, "a la europea". Al despedirse de su nueva amiga en el umbral de la casa paterna, se preguntó con tristeza si, después de que los Dickson y otras familias que alternaban con ellos hicieran circular rumores sobre ella y su vida ilícita, la joven señorita O'Connor volvería a tomar una taza de té en su saloncito.
Más tarde, mientras servía el puchero de gallina en la mesa familiar, se preguntó también si Elizabeth se habría dado cuenta de qué tipo de hombre era en realidad Jim Morris.
Miss O'Connor fue recibida con bombos y platillos en la casa de La Merced. Sí, la tía Florence sabía que el
Lincoln
había arribado a puerto al amanecer, que Elizabeth había sido recibida por el señor Presidente y también que Aurelia Vélez la había invitado a desayunar "té a la inglesa" en su casa. Esto último provocó un leve frunce en su nariz y un carraspeo intencionado en la garganta del primo Roland.
La tía se había convertido en una matrona opulenta que lucía todos sus abalorios aun de entrecasa porque, a su juicio, una visita imprevista o un percance podían caer en cualquier momento. Llevaba el cabello rubio armado sobre la cabeza de tal modo que se apreciaba la piel rosada del cráneo a través de los bucles estirados. Las mejillas apergaminadas se veían enrojecidas por los polvos de carmín, pese a que no era de buen tono usar maquillaje entre las señoras. Ella decía que su palidez enfermiza la obligaba. "Es nuestra sangre inglesa, querida", aclaró. Elizabeth habría querido recordarle que su sangre era irlandesa, aunque no estaba segura de la prosapia de la tía Florence, de parentesco lejano con su madre.
Roland era, sin ninguna duda, un hijo de Albión, con el cabello rubio y los bigotes rojizos, ojos azules y los huesos de la cara puntiagudos, rasgos que se combinaban en un cuerpo desgarbado que sugería torpeza, algo que él parecía explotar en su beneficio, sobre todo con las damas.
La visión de la prima Elizabeth lo deslumbró, no la imaginaba tan seductora, menuda y redondeada en los lugares adecuados. Inclinó la frente al tomar su mano y enseguida barrió con la formalidad al besarla en ambas mejillas, aspirando con deleite el aroma de lilas de su piel.
—Querida Liz, es un honor recibirte. ¿Cómo te ha sentado el viaje? Tremendo, ¿verdad? No te preocupes, aquí descansarás como es debido. Y apenas te repongas, nos iremos de parranda para que conozcas a nuestros amigos.
—¡Roland! —se escandalizó la tía Florence.
—Es broma, mamá. Quiero decir que la presentaré a nuestras amistades. Tenemos que presumir de nuestra bella pariente. Seré la envidia de todos —agregó, satisfecho.
Una vez cruzadas las cortesías de costumbre, Elizabeth fue conducida a su habitación, donde se hospedaría "todo el tiempo que quieras, querida mía", según el comentario de la tía Florence. Allí se relajó por primera vez, después de las emociones de su arribo a la ciudad del Plata. Una muchacha como ella, acostumbrada al refinado Boston, podría haber desdeñado Buenos Aires, que vivía su primer empuje progresista, pero Elizabeth no era melindrosa y aquel sitio, tan distinto a todo lo conocido, la hacía vibrar con la expectativa del descubrimiento. Al desembarcar había aspirado la brisa mezclada con los aromas propios del puerto y, al caminar junto a Aurelia por las calles, el perfume húmedo de la tierra y el pasto que asaltó sus sentidos, embriagándola. Una promesa de aventuras se agazapaba tras las tuneras y madreselvas que vio a lo lejos, donde la vida urbana parecía disolverse en una extensión infinita.
La mansión Dickson no guardaba el recato de la casa Vélez Sarsfield. La tía Florence había copiado cuanto capricho europeo aparecía en los catálogos: muebles dorados, espejos venecianos sobre consolas de pie de cabra, tapizados de damasco y alfombras en todas las habitaciones. La de Elizabeth poseía una cómoda de brocato blanco y cortinas con flecos de seda. Una de las criadas había dispuesto, sobre la repisa de la chimenea, un copón de bronce donde se quemaban "pastillas de Lima" en carbón de leña. El ambiente resultaba recargado y agobiante, al mezclarse el perfume del sahumador con el de las flores repartidas en diversos jarrones. Elizabeth sospechó que aquella habitación sería poco utilizada y que estarían tratando de conjurar el olor a humedad con tanto perfume. Ella era más discreta en sus gustos. Sacó de su baúl de viaje un frasquito con su fragancia favorita: lilas. Lo pasó a un centímetro de su nariz y se sintió mejor al embeberse de aquel aroma dulce y silvestre.
Reparó en que sus bultos de viaje habían sido colocados a los pies de la cama. Los contó, temerosa de que en el trasbordo se hubiese perdido algo, y recién entonces descubrió, en el costado de uno de los bártulos, un trozo de papel adherido.
"Bienvenida —decía—. Estoy a su disposición."
No le hizo falta mirar el nombre más abajo para adivinar que se trataba del inefable señor Morris. Un cosquilleo de excitación recorrió su espina al pensar que, tal vez, había cautivado un corazón en las pocas horas que duró el desembarco. De inmediato se reprochó la frivolidad de aquel pensamiento. Ella se encontraba allí para conocer otro mundo y, si se daba el caso, hacer aquello que mejor le iba: enseñar. No había querido comprometerse ante el Presidente al principio, por temor a no dar la talla para semejante empresa. Sin embargo, a medida que Sarmiento le exponía sus razones, se dejó invadir por el entusiasmo. El hombre resultó ser de lo más persuasivo. Ahora no podía defraudar a un espíritu apasionado por tan noble misión. Suspiró. ¿En qué se estaba metiendo? Nada conocía de las gentes de aquel país y el panorama pintado por Sarmiento no era muy alentador: chismes, embrutecimiento, pobreza... De nuevo saltaba dentro de ella la cabra loca que mentaba su tío a cada momento. Miró el pequeño reloj de broche que su madre le había dado. Calculó que la familia Dickson en pleno estaría aguardándola para darle la bienvenida con un almuerzo en el que la comprometerían a conocer a la flor y nata de la sociedad local. Si por ella fuese, se acostaría vestida y dormiría hasta el día siguiente.
El salón comedor estaba engalanado con sus mejores prendas cuando bajó, dos horas más tarde. Los Dickson adoptaban las costumbres decadentes de última moda: almuerzo tardío con sólo dos o tres platos, contrariando la costumbre colonial de los siete platos. Sobre la mantelería blanca, la mesa resplandecía con una vajilla de finas líneas doradas, copas de cristal veneciano y jarras de plata. En el centro, una fuente oval desbordaba de apetitosos pasteles que despedían un aroma delicioso. Elizabeth no había comido casi nada y su estómago empezaba a rebelarse, así que agradeció la reunión familiar, pese al cansancio y a la apatía que le producía el parloteo incesante de la tía Florence.
—Querida mía, te ves agotada. Bueno, después puedes dormir una larga siesta, ya que nuestros amigos vendrán a conocerte recién al atardecer. En su mayoría, están ligados al comercio y casi ni se detienen a almorzar. Son gente de apellido, ya verás. Quién sabe si no te vas de aquí con un costoso anillo en el dedo, ¿eh? —y sonrió a la muchacha, antes de que terminase de bajar el último peldaño de la escalera del vestíbulo.
Roland creyó oportuno intervenir:
—Nada de eso. Primero tiene que conocer a mis amigos y divertirse. Los colegas de padre son la mar de aburridos.
El joven tomó de la mano a su prima y la condujo a su sitio, a la izquierda de la cabecera, junto a él y frente a la tía Florence. Habían obviado la distribución solemne porque serían sólo los más íntimos.
El tío Dickson hizo su aparición en ese instante. A Elizabeth le causó la misma impresión que su tío Andrew. Eran hombres distantes, con sus propias preocupaciones, que concedían a la familia apenas la atención indispensable. Sintió de inmediato simpatía por su primo Roland. El también, de seguro, añoraría la camaradería de un padre. En cuanto a la tía, llenaría sus horas con reuniones y conversaciones frívolas, algo de lo que ni siquiera gozaba su madre pues, desde que ella recordaba, no conocía otra gente que la que su tío permitía. Una punzada de dolor le atravesó el pecho al pensarla sola, a merced de aquel hombre amargo. ¡Cuánto la extrañaría a ella, que era su única animación y compañía! Elizabeth sintió afluir las lágrimas y utilizó la llegada de su tío como pretexto.
—Tío Dickson, qué alegría conocerlo, por fin.
Extendió ambas manos hacia el hombre sorprendido por el recibimiento. Elizabeth no sabía que acababa de ganarse un importante aliado, ya que Fred Dickson, de naturaleza reservada, no era sin embargo indiferente al afecto sincero, algo de lo que carecía en su propia casa, con un hijo diletante y una esposa que rehuía la intimidad conyugal.
—Pequeña Elizabeth, no imaginé que fueses una muchacha tan bonita. Bienvenida a esta casa. ¿Cómo está tu madre?
—Espero que bien, aunque triste por mi partida. No quisiera ser molestia para nadie aquí. No sé todavía cuánto tiempo permaneceré, ni si aceptaré el trabajo de maestra.
—De eso tenemos que hablar, sobrina —intervino la tía Florence—. No me gusta nada que andes trabajando por ahí, como si fueses una necesitada. Viniste a Buenos Aires a estar en familia y a conocer gente y nuevos lugares. Puedes quedarte todo lo que desees. Diciembre es muy bonito en la víspera de las Navidades y puede que, para entonces, ya ni siquiera pienses en irte.
La tía volvía a sacar el tema del posible matrimonio de manera velada, aunque a Elizabeth le molestó más la forma despreciativa con que consideraba su trabajo. Se armó de paciencia, pues no quería confrontarse con la familia, menos aún el primer día de su visita.
—Soy maestra, tía. Allá en Boston trabajo a diario y a todo el mundo le parece normal. No están mal vistas las profesiones en las mujeres.
—¿Aun en las de alcurnia? —se asombró la tía.
Sus ojos se veían como de lechuza, agrandados por la sorpresa y también por el maquillaje, más acentuado que antes.
—Sobre todo en ellas —sonrió Elizabeth—. La señora Mann dice que las mujeres somos las más adecuadas para enseñar a los niños. Al parecer, tenemos virtudes de las que carecen los hombres.
—La paciencia para soportarlos debe ser una de ellas —bufó la tía—. Ahora sentémonos, las empanadas aguardan.