—Su tía nos ha contado —comenzó Felicitas con entusiasmo— que piensa dedicarse a la profesión de maestra. Me parece extraordinario que venga desde tan lejos para enseñar aquí. ¿Sus padres apoyan su decisión? —quiso saber, ansiosa.
—Mi madre siempre me apoya —contestó Elizabeth con intención— aunque, como es natural, teme por mí cuando me alejo. De todas formas, considero que tomar las propias decisiones es la mayor expresión de libertad que puede gozarse.
—¡Qué bien! —exclamó en un impulso Felicitas y, cerrando el abanico con un golpe seco, agregó—: Desearía que mis padres la escucharan para que, por fin, se me permitiese decidir sobre algunas cuestiones de mi herencia.
—Hija, por Dios —observó contrariada doña Alba—. Tu padre es un hombre de bien que sólo quiere tu bienestar. Debes aceptar que hay trabajos inapropiados para tu condición de mujer.
A Elizabeth le quemaba la pregunta en los labios: ¿cuáles serían esos "trabajos" prohibidos? La señora Del Águila se encargó de sacarla de su incertidumbre:
—A Felicitas le gustaría contar las vacas y enderezar los postes de su estancia, la que le heredó su esposo. A pesar de que tiene un hermano que con gusto se ocupa de todo eso.
—¡Es que me agrada hacerlo! —insistió la joven viuda—. ¿Por qué no, si se me dan bien los números y el aire de campo me sienta? Parece que puedo olvidarme de todas mis desgracias cuando estoy allá.
Doña Alba la miró con compasión. Todos en Buenos Aires sabían que la hermosa joven había perdido a su primogénito a causa de unas fiebres y que, al parir a su segundo hijo, la muerte, codiciosa, también se lo había quitado. Tanta desdicha minó las fuerzas de su maduro esposo, que siguió a sus hijos a la tumba, dejándola rica y sola.
—Felicia —y, con el apelativo, Teresa revelaba que gozaba de la confianza de los Guerrero, pues sólo llamaban así a Felicitas los más íntimos—, puedes pasar todo el tiempo que quieras en La Postrera. De ahí a trabajar como un peón o un capataz... hay un trecho, querida. ¿Qué dice usted, Florence?
La tía de Elizabeth encontró su oportunidad para revelar lo que pensaba sobre las profesiones y los trabajos de las mujeres.
—En mi modesta opinión, sólo las venidas a menos trabajan y, aun así, lo hacen a hurtadillas, pues no es cosa decente andar ensuciándose las manos ni tocando dinero o haciendo trueque. Bastante mercadeo venimos viendo en la ciudad de un tiempo a esta parte. Faltaba que participasen en él nuestras jóvenes de buena familia...
—No veo mal alguno en tocar el dinero —se sorprendió Elizabeth.
—Sin duda porque proviene usted de una sociedad mercantil, Miss O'Connor. Aquí hay familias de abolengo cuyas raíces vienen de los tiempos antiguos.
—Como la tuya, Teresa —añadió Florence, zalamera.
—Como la de mi esposo, sí.
—Pues yo tengo planes para mi sobrina —se entusiasmó de repente Florence—. Voy a organizar una fiesta donde ella pueda conocer a la flor y nata de la sociedad porteña. Están invitadas, por supuesto —y, haciendo caso omiso de la expresión de desconcierto de Elizabeth, siguió diciendo, con aire conspirativo—: hay un pretendiente al que le eché el ojo hace tiempo, y al que mi marido conoce bien por sus negocios navieros, ya que su familia importa ultramarinos.
Florence trataba de crear cierto misterio en torno a sus planes, pero ya Teresa del Águila estaba sobre aviso, y la mención del posible candidato volvió a erizarla.
—Será un placer acompañar a la señorita O'Connor en su plan de cazafortunas. Al fin y al cabo, de eso se trata el matrimonio, ¿no?
Las otras se mostraron incómodas ante las cínicas palabras y Florence se apresuró a cambiar de tema.
—Voy a ordenar a Micaela que nos traiga la ambrosía que preparamos esta mañana. Sobrina, jamás has probado postre más delicioso, estoy segura —y se levantó, deseosa de eludir la mirada acusatoria de Elizabeth.
Doña Alba volvió al ataque, redoblando su crítica hacia el plan de traer maestras extranjeras.
—Le decía, Miss O'Connor, que ya han llegado las maestras que nuestra Sociedad consiguió traer, al fin: Emma Nicolay de Caprile y Emma Trégent. Dicen que una de ellas, no sé cuál, tiene un método para la escritura novedoso y efectivo. Y no necesitan de la gimnasia para sus clases. ¡Habrase visto, hacer que las niñas levanten sus brazos por encima de la cabeza! ¿Adónde vamos a llegar?
Se llevó una mano al pecho voluminoso, como si la sola idea de ver niñas moviendo los brazos la sofocase.
—¿Es que no pueden las "señoritas bien" del Río de la Plata levantar los brazos? No lo sabía —repuso Elizabeth con candor.
La señora de Sotomayor no advirtió la burla y prosiguió.
—Claro que pueden, pero no deben. Todos saben que ciertos movimientos producen... este... algunos efectos no deseados en quienes los miran, especialmente tratándose de muchachas jóvenes y casaderas.
La conversación era tan absurda que Elizabeth tuvo que esforzarse por no soltar la risa.
—Qué raro... Allá en mi país, las muchachas suelen participar en juegos de destreza física y nunca noté que se produjesen efectos adversos. Claro que las latitudes tienen mucho que ver en esto —dijo como excusando su ignorancia al respecto.
La señora de Sotomayor continuó, entusiasmada.
—Sin duda es así, aunque yo creo que la principal razón de toda esta ridícula exigencia de mover los brazos o corretear sobre el césped viene del hecho de que nuestro Presidente se ha entusiasmado con las mujeres del Norte más de lo conveniente. ¿Desde cuándo se ha visto que para la educación se requiera sacudir el cuerpo?
—Desde los tiempos de Grecia —murmuró Elizabeth, pensativa.
—Y luego —prosiguió Alba, sin escucharla— hace peligrar las almas de nuestras niñas al colocarlas en manos de herejes.
Florence, que acababa de entrar con la bandeja del postre, se horrorizó ante la virulencia con que su amiga pronunciaba la palabra. Elizabeth no demostró sorpresa ni disgusto, quería ver hasta dónde llegaba aquella ridícula mujer.
—Como si la enseñanza de la religión no fuese el principal motivo de la educación de una niña, sabiendo que depende de ella que sus futuros hijos sean devotos católicos. Lamento la franqueza que me veo obligada a utilizar, señorita Elizabeth, pero los extremos a que nos están conduciendo las mentes liberales me obligan a ello. No piense que hay predisposición en su contra ni nada de eso, simple preocupación maternal es lo que me lleva a bregar por mantener las sabias costumbres de nuestros antepasados, las que nos inculcaron al venir aquí, y que este... demonio parece rechazar, pese a que proviene de la sangre española, como cualquiera de nosotros.
A estas alturas, la rabia de Elizabeth se había disipado y sólo le quedaban el estupor y la curiosidad por saber qué pasaría por la mente de aquella mujer al rechazar así la presencia de maestras preparadas en los mejores métodos pedagógicos, traídos desde Alemania, sólo por no enseñar el catecismo en las aulas. Comenzaba a vislumbrar la magnitud de los obstáculos con los que se enfrentaba Sarmiento y se felicitaba por haber tomado la decisión correcta.
—No estoy al tanto de las costumbres del país, señora, aunque no veo nada de malo en que las niñas aprendan, además de rezos y almidones, algo de matemática, de ciencia y de arte.
Doña Alba volvió al uso de los impertinentes para calar a Elizabeth. Sus ojos claros, achicados por las abultadas mejillas, le daban aspecto de perro de aguas.
—¿Para qué habría de servirle a una señorita destinada a apoyar a su esposo saber ciencia o arte?
—¿Para poder conversar de algo con su esposo, quizá? —aventuró.
—Tonterías. Una mujer de su hogar debe dominar el arte de la cocina, la administración y la crianza, nada más. Las ciencias son cosa de hombres, lo mismo que la gimnasia y los deportes. Si hasta resulta obsceno pensar lo contrario. Jamás enviaría a ninguna de mis hijas a las escuelas normales que pretende instalar el Presidente. Ellas se educaron con maestras devotas que les enseñaron los rudimentos de todo cuanto una señorita debe saber. No necesitan más.
—¿Ni siquiera para trabajar, si hiciera falta?
Las inocentes palabras de Elizabeth provocaron un respingo en doña Alba, por lo inesperado del cuestionamiento.
—¿Trabajar mis niñas? ¿Fuera de la casa? —casi chilló.
—Así es, si las circunstancias lo requieren, como en mi país después de la guerra. O, sin necesidad de eso, si se desea hacer algo por los demás. Enseñar es una noble empresa, señora. No conozco a sus hijas, sin embargo me atrevo a suponer que alguna debe sentir curiosidad por algo más que las recetas de cocina o las cataplasmas, aunque ese conocimiento sea útil, sin duda. Me apeno al pensar que tal vez esa joven deba reprimir sus inquietudes sólo porque algunas personas creen que no es propio de su condición femenina. ¡Cuántas mentes juveniles frustradas deben perderse en el mar de la ignorancia! Por fortuna, han llegado nuevos tiempos, y una mujer que puede organizar un hospital de campaña o escribir una guía de plantas medicinales es valorada por la comunidad, puesto que es útil. En mi país, hay mujeres que están luchando por imponer ciertos cambios, como el sufragio, y puedo asegurarle que son gente de bien, culta y muy capaz.
—Toda mujer que se precie de tal será una fiel compañera de su esposo, atenta a sus necesidades, dispuesta a secundarlo en sus proyectos, dedicada a criar a sus hijos, en quienes están puestas las esperanzas futuras.
La señora de Sotomayor hablaba con el tono de un discurso de tribuna, sin advertirlo. Teresa del Águila disfrutaba del enfrentamiento, en tanto que Felicitas Guerrero contemplaba a Elizabeth con admiración.
—Puede ser —replicó Elizabeth con dureza—, aunque no deseo ese papel de florero para mí, señora. No quiero brillar con luces prestadas, ni busco el amparo de hombres poderosos. Tampoco tengo como ambición principal contraer matrimonio. En cuanto a mi herejía, puede quedarse tranquila, pues como irlandesa, soy católica hasta la médula, aunque jamás se me ocurriría impartir el catecismo en las aulas, a menos que se me pidiera expresamente. Con permiso de ustedes, señoras, debo prepararme, porque en unos días partiré rumbo a mi nuevo destino como maestra. Acabo de firmar el contrato del gobierno.
Dejando a las mujeres petrificadas en sus sillas, Elizabeth subió con estudiada gracia las escaleras, contenta de salir de aquella sala y también de aquella casa donde, cada vez más, se sentía fuera de sitio.
Al día siguiente, un mensajero llevó una tarjeta de parte de Aurelia, donde le anunciaba que visitarían a una persona "muy querida por el Señor Presidente", a la que "le daría mucho gusto conocer a una de las maestras". Mientras desayunaba, Elizabeth se preguntaba de quién se trataría. No hizo comentarios a su familia pues, desde su bravata del día anterior, la tía Florence había enmudecido, en tanto que su primo no acostumbraba a madrugar y el tío Fred solía desayunar en su despacho.
A la hora convenida, el carruaje se estacionó frente a la mansión Dickson para buscarla. Después de la lluvia, un sol débil daba vida a las calles aletargadas. Acunada por el repiqueteo de los cascos sobre el empedrado, Elizabeth se entretuvo contemplando las manzanas regulares, de casitas bajas y alineadas, interrumpidas de pronto por alguna más pretenciosa, de dos pisos, aunque de contornos austeros. El coche tomó la calle de la Piedad, donde la iglesia echó a volar las campanas a su paso, ensordeciendo a las pasajeras y soltando una bandada de aves que obligó al cochero a sofrenar al espantado caballo. Era temprano y algunas lavanderas se dirigían a la zona del Retiro, llevando sobre la cabeza sus atados de ropa sucia. Se saludaban de una acera a la otra con gritos y risas, bamboleando sus caderas generosas y disfrutando de antemano del cigarro que compartirían lejos de los ojos de sus patrones, mientras desgranaban cantos y cambiaban chismes. Buenos Aires parecía despertar a medida que el carro atravesaba sus callecitas de tierra húmeda. Las ruedas se empantanaban, provocando los juramentos del cochero. Elizabeth observó que no había alumbrado público más que en el casco céntrico, así que de seguro utilizarían antorchas en el resto de las calles. Una diferencia notoria con respecto a Nueva Inglaterra, donde el progreso se veía en eso y en las aceras de madera que rodeaban los jardines prolijos de las casas. Las de Buenos Aires eran angostas y apenas permitían el paso de una persona por vez. Ella no había visto jardines en lo de sus tíos, ni tampoco en lo de Aurelia. Los interiores de las casas porteñas conservaban el patio español, muchas veces hasta tres y cuatro de ellos, alineados hacia el fondo del terreno. Pese a que el día recién comenzaba, ya se percibían olores desagradables cuando el coche pasaba cerca de algún mercado o de un terreno baldío donde, con total descuido, se vaciaban los desperdicios. Elizabeth sacó su pañuelito con discreción que no pasó desapercibida para Aurelia.
—Hay mucho por hacer para que el país se modernice —comentó—. Cuesta abolir las viejas costumbres, tan arraigadas. Y la situación pecuniaria nunca es floreciente, para colmo de males. La guerra se llevó todo el caudal disponible y ahora se necesita afrontar grandes obras públicas, que darán trabajo y mejorarán las condiciones de vida.
Mientras Aurelia hablaba, los hechos confirmaban sus palabras, pues un carro acababa de detenerse enfrente de una casa modesta y sus dueños compraban agua al conductor, ya que no recibían servicio sanitario.
El cochero se detuvo por fin en la puerta de una vivienda tan austera como las otras, rodeada por un muro del que asomaba una enredadera de flores amarillas.
—Acá bajamos —anunció Aurelia, y saltó con premura del pescante.
La señora que las recibió impactó a Elizabeth por su parecido extraordinario con Sarmiento. Pensó que podía tratarse de una de las hermanas del Presidente, ya que era también corpulenta, de expresión severa y manos rollizas. La mujer sonrió al verlas y ese gesto suavizó el rostro ceñudo, dándole un aspecto jovial, aunque decidido.
—Mi querida —dijo, a modo de saludo, extendiendo las manos hacia Elizabeth.
—Juana Manso, la mano derecha de Sarmiento —aclaró Aurelia, al mismo tiempo.
¡Así que ella era! Juana Manso llevaba impresa la señal de férrea voluntad en sus rasgos, nada bonitos ni delicados, sino toscos y hasta varoniles en su olvido de sí misma para abrazar causas que parecían imposibles. Las recibió en una sala llena de libros, en un desorden de papeles que a Elizabeth le resultó encantador, pues revelaba a la mujer de trabajo tras la fachada adusta.