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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (56 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Decidió que, si la vida la ponía a prueba, le presentaría batalla, como buena irlandesa. Se enjugó las lágrimas y se refugió en su cuarto, dispuesta a acicalarse un poco. Esa tarde recibirían visitas y sabía que las matronas la mirarían de arriba abajo, buscando defectos en la "maestra gringa" de Sarmiento. No iba a darles el gusto. Todavía le quedaban los trajes que había traído de Boston. Decidió ponerse uno de color caramelo que avivaría su tez. Elizabeth poseía un cutis casi translúcido, salvo por aquellas pecas que odiaba. Sin la ayuda de la pobre Micaela, tuvo que vestirse sola, pues las demás criadas no estaban a la altura. Se ajustó el corpiño sobre la camisola, notando por vez primera que le producía cierto sofoco el talle apretado, y se vio obligada a levantar cada pie sobre el borde de la cama para atarse las hebillas de los zapatos, ya que doblarse sobre su vientre le estaba costando mucho. Podía calcular con exactitud el tiempo de embarazo: dos meses. No sufría síntomas, salvo un cansancio repentino al terminar las comidas o el sueño profundo durante las noches. No sentía náuseas ni malestar de ningún tipo. Si ése era un indicio del carácter del niño, como decían algunas comadronas, el suyo sería poco menos que un ángel. Sonrió al imaginar un pequeño con cara de querubín en sus brazos. De inmediato la asaltó otra imagen que le quitó la sonrisa: un bebé de cabellos negros y mirada dorada y feroz. Dios bendito, estaba delirando. Con fastidio, se dedicó a su cabello. Se colocó las peinetas y completó el conjunto con unos pendientes de topacio que conservaba entre sus tesoros heredados. Era demasiado pretencioso para una tarde en la casa, pero no quería verse disminuida ante las señoronas que acudían para satisfacer sus ansias de chismes. Más de una le había lanzado las zarpas para saber si estaba disponible. Todas tenían algún hijo, sobrino o ahijado en edad de sentar cabeza y, aunque recelaban de una mujer joven que trabajaba, confiaban en que un matrimonio la retendría en casa. La señorita O'Connor era "de buen ver" y muchos porteños anhelaban emparentarse con extranjeros.

Bajó la escalera sintiéndose renovada y se encontró con el malhumor de la tía Florence.

—Sobrina, acabo de enterarme de que no tenemos bizcochos para el té. Justo hoy, que vienen las Del Solar, amigas de los Ferguson. Van a decir que estamos en las últimas. Desde que la estúpida de la cocinera se fue, dejándonos en la estacada, no hemos tenido una comida decente. Esto no lo permitiré. A la hora del té, quiero en mi mesa todo lo que hace falta. ¿Por qué no mandas a la criada en busca de bizcochos? Dicen que alrededor de la Recova Vieja venden bollos y masas.

Elizabeth suspiró. Faltaba eso. La tía Florence recurría a ella hasta para ordenar a los sirvientes. Había descubierto que podía obtener más cosas a través de ella que pidiéndolas por sí misma. Decidió que saldría en busca de los bizcochos para acallar las quejas de su tía y, de paso, despejarse un poco. Subió en busca de un chal, pues en marzo soplaba viento fresco. Además, no estaba bien visto mostrar colorido en la ciudad enlutada, de modo que eligió uno negro que le cubría casi todo el cuerpo.

Ya se disponía a salir cuando la voz aguda de Florence chilló:

—¿Vas a ir sola?

—Tía —contestó, armándose de paciencia—. Si pude viajar sola hasta aquí y manejarme sola en la laguna, bien puedo comprar masas sola, a unas calles. No se inquiete.

—Pero no es correcto —insistió Florence.

—Qué pena —respondió Elizabeth, sintiendo una maligna satisfacción al irritarla—. Porque lo voy a hacer, de todos modos.

Y salió, dejando a la tía Florence con la boca abierta.

Una ráfaga de aire la reanimó. El otoño había alejado los efluvios de la peste, devolviendo a la ciudad sus colores. El río destellaba con tonos rojizos y el cielo se mostraba puro como un zafiro. Era un día para pasear del brazo de un cortejante, algo que ella ya nunca haría.

Apuró el paso, dirigiéndose hacia la Recova, que dividía las dos plazas principales. En la de la Victoria encontró a una negra vieja que vendía unos bollitos de canela deliciosos. Compró una buena cantidad y también galletas de jengibre que le recordaban las que hacía su propia madre. Acomodó los paquetes bajo el brazo y echó a andar sin prisas por las calles de nuevo bulliciosas. Era tan reconfortante contemplar a la gente deambulando como antes, saludarse de una vereda a otra, formar corrillo en una esquina o simplemente dejarse ver...

La gente de Buenos Aires amaba el ruido y la diversión. Los jóvenes, en especial, gustaban de las bromas, muchas veces pesadas, de las que hacían víctimas a los desprevenidos. Los inmigrantes se habían convertido en el blanco de la mayor parte de ellas en los últimos meses, sin contar con que también fueron la diana en la que la peste acertó casi todas sus flechas. Al ser pobres y tener que hacinarse en casas de alquiler, la falta de higiene aceleró el contagio entre ellos. Elizabeth los distinguía del resto de los habitantes por sus ropas y su habla pintoresca. Era curioso que, siendo ella una maestra extranjera, hubiese entrado al país en una categoría diferente de la del inmigrante común. Algunos caballeros inclinaban la cabeza con respeto y admiración al verla pasar y otros, más atrevidos, deslizaban en su oído algún piropo. Ella caminaba erguida, mirando fijo hacia adelante, sin reparar en nadie, y ruborizándose a veces.

Eligió una calle paralela a la de La Merced para regresar, una vía más tranquila, a fin de poder transitar sin cuidarse de la gente. Las casas eran menos presuntuosas, conservaban un aire más colonial, reposado y pueblerino. Le gustó aquella calle, donde el sol rebotaba en las paredes blancas y las ventanas permanecían abiertas, dejando que el aire removiese los cortinados. Caminó zarandeándose un poco, saboreando ese interludio en el que podía pensar en sus propias cosas. Desde el fondo de los patios, se escuchaba el cacareo de las gallinas y alguna que otra expresión castiza. Prosiguió su paseo cada vez más distraída hasta que, de manera imprevista, se encontró pisando terrones blandos con sus zapatitos color crema. Allí la vereda desaparecía, dejando lugar a una avenida de tilos que rezumaban un perfume delicioso. Elizabeth aspiró con fruición aquel aroma y se detuvo un momento para gozar de la sombra. La calle de tierra se hacía campo a medida que avanzaba y no estaba segura de querer internarse más en ella, a pesar de que el panorama era tentador. Abrió uno de los paquetes y saboreó un bollito de jengibre. Con la boca llena, bordeó la filigrana de sombras en el suelo, igual que una niña jugando a la rayuela, hasta que, al levantar la cabeza, se topó con una casita de aspecto encantador. Le recordó esos
cottages
tan comunes en los alrededores de su ciudad, con ventanitas bordeadas de flores y caminitos de piedra, acogedores como la casa de una abuela. La casita no tenía flores, sin embargo, y el camino que conducía a la entrada se veía repleto de malezas. No salía humo de la chimenea ni se veían cortinas ondeando con la brisa. Quizá estuviera abandonada.

Elizabeth atisbo a través del vidrio, mientras robaba otro bollito del paquete. Le pareció distinguir la espalda ancha de un hombre sentado tras la ventana. Un movimiento de la mano le reveló que aquel ocupante solitario estaba enfrascado en la lectura de un libro y que, cada tanto, levantaba la cabeza para meditar sobre lo leído. Qué actitud interesante. Le gustaban los hombres que disfrutaban del placer de la lectura sin alardes. Al darse cuenta de lo impropio de su conducta, espiando a un desconocido, la joven volvió al sendero de inmediato y emprendió el regreso, tratando de no perderse. Vano intento. Al cabo de varias vueltas, volvió a la avenida de los tilos y a la casita, únicas referencias seguras. Sin querer miró a través de la misma ventana, y no encontró la silueta del lector esa vez. Estaba a punto de intentar de nuevo el regreso partiendo del mismo punto, cuando una voz profunda y cultivada dijo a sus espaldas:

—¿Puedo ayudarla?

Elizabeth giró, dispuesta a disculparse con el hombre que la había sorprendido espiando cuando la voz se heló en su garganta al verlo.

Era él.

El, con sus ojos dorados bajo los pesados pliegues, su cabello espeso y oscuro, con su altura impresionante y sus pómulos marcados, pero...

Era y no era.

Los ojos la miraban con amabilidad a través de unos lentes de marco redondo. El cabello no lucía salvaje sino recortado sobre la nuca y peinado con raya al medio. Vestía con una informalidad muy cuidada: pantalón de franela marrón, chaqueta azul sobre una camisa sin corbata, sólo con un pañuelo de seda. El hombre que la contemplaba era una versión pulcra y comedida del señor Santos que ella conocía, como si estuviese viendo a un Santos anterior a la locura destructiva del otro.

Elizabeth tragó saliva antes de articular la disculpa que iba a decir.

—Perdón, señor, sólo miraba.

Enrojeció al darse cuenta de que era eso lo que estaba mal, mirar desde afuera como una intrusa. Sin embargo, esta versión urbana del señor Santos supo disimular su confusión.

—Disculpe usted, señorita, si la asusté. Me pareció que buscaba ayuda.

Elizabeth demoró en enhebrar la respuesta adecuada.

—En realidad no, quiero decir, necesitaba saber cómo regresar a mi casa.

—Qué descortés, no me he presentado y aquí estoy, hablando con familiaridad a una muchacha que me tomará por un atrevido. Mi nombre es Santos Balcarce.

"¿Santos Balcarce?" ¿Qué estaba diciendo? ¿Acaso era un juego de palabras? Elizabeth contempló con detenimiento los rasgos del hombre de la ventana, pues no cabía duda de que se trataba del mismo que había atisbado leyendo en su despacho. Incluso llevaba el libro sujeto tras la espalda. A pesar de sus balbuceos, no le hacía sentir que estaba loca ni que era una idiota por no poder explicarse. El verdadero Santos ya le hubiese gritado, o mirado con desprecio. ¿Es que éste se llamaba "Santos" también? Algo muy extraño estaba sucediendo y, a menos que sufriese una insolación, se hallaba frente a un doble del hombre de la laguna, el padre de su hijo. Ante ese pensamiento, Elizabeth tocó su vientre por instinto, como si quisiera proteger al niño por nacer, gesto que no pasó desapercibido a Fran.

—¿Se siente mal, señorita?

—No, no. Sólo que me encuentro perdida como una tonta, y pensé...

—¿Sí?

—Pensé que, volviendo hasta su casa, lo último que vi en mi caminata, podría orientarme de nuevo.

—Sabia observación —repuso el hombre, como meditando aquello—. ¿Y ha sido así?

—Pues no.

—Debemos hacer algo, entonces —y le ofreció su brazo como apoyo.

La fortaleza del músculo que había bajo el paño la convenció de que aquel caballero poseía la misma complexión del señor Santos. ¡Y el mismo nombre!

Caminaron unos pasos en dirección al sendero antes de que la joven se detuviese para increparlo:

—Disculpe, esto es muy raro. Usted dice llamarse...

—Santos Balcarce. Y no lo digo yo, lo dicen todos —sonrió con aire educado el hombre.

—¡Pero no puede ser!

—¿Y por qué, señorita?

Parecía realmente afligido de que ella no le creyese.

—No puede ser porque yo conozco a un Santos igual a usted en todo, salvo en...

Se detuvo, indecisa, y el hombre no la ayudó esa vez. Parecía curioso por saber lo que ella iba a decir a continuación.

—Salvo en el carácter —terminó diciendo Elizabeth.

Santos Balcarce adoptó una actitud comedida, la del que sospecha algo y teme estar en lo cierto. Miró hacia la avenida de los tilos y respiró para tranquilizarse.

—¿Dónde ha visto usted a alguien tan parecido a mí? —inquirió.

—En la laguna de Mar Chiquita, donde estuve hasta hace dos meses. Sé que suena imposible, pero ese hombre dijo llamarse...

—Santos, sí. Me lo temía.

La aseveración del hombre dejó muda a Elizabeth. Ella estaba dispuesta a escuchar cualquier clase de explicación lógica para lo que sucedía, hasta una burla, pero escuchar al señor Balcarce decir que conocía al "otro Santos" era por completo inesperado.

—Usted... ¿lo conoce? Al "Santos" de la laguna, quiero decir.

El hombre asintió con pesar.

—Es una extraordinaria casualidad, pero ambos conocemos a la misma persona. Claro que usted lo conoce de manera incorrecta, lamento decirle, señorita.

—Llámeme Elizabeth, por favor —dijo de modo impulsivo la joven.

Si iban a compartir un secreto y una coincidencia tan insólita, bien podía darle su nombre a ese desconocido, o "casi".

—Elizabeth, no sé en qué circunstancias ha visto usted a mi hermano.

—¿Su hermano? ¿Santos es su hermano? Espere, él dijo llamarse así, pero en realidad supe que su nombre era Francisco.

—Así es —aseguró el hombre—. Es lo que viene diciendo desde hace tiempo, desde que esa locura tan extraña empezó a aquejarlo.

Elizabeth abrió grandes los ojos al escuchar que se hablaba de la locura del señor Santos. El hombre pareció advertir su sorpresa.

—Se ha dado cuenta, ¿verdad? De su locura, digo.

—No está loco, al menos no en el sentido real. Sufre de jaquecas muy fuertes que lo dejan... ciego, aunque sólo por un rato.

No sabía por qué estaba defendiendo al señor de la laguna.

—Sí, es cierto, no se trata de locura sino de enfermedad. Una extraña enfermedad que no sabemos si tiene cura. Mi hermano nació completamente normal, Elizabeth, puedo asegurárselo. Desde hace un tiempo se ha vuelto nervioso y busca la soledad.

—¿Son gemelos?

Santos Balcarce pareció dudar y por fin dijo:

—Nacimos con poca diferencia de edad. Siempre hemos sido como dos gotas de agua, hasta que este mal hizo presa de él, para nuestra desdicha. Mire —agregó mostrando el libro que llevaba—. Hace mucho que vengo leyendo libros de medicina para ver si descubro alguna explicación para lo que le sucede. Hasta ahora... —y Santos Balcarce dejó en el aire las palabras con gran tristeza.

—No entiendo. ¿Por qué él dice que se llama como usted?

El hombre se encogió de hombros.

—Es parte de su delirio, supongo. Quizá estuvimos siempre muy identificados, o tal vez él prefiera ser como yo, quién sabe.

Elizabeth se mostró conmovida.

—O sea que usted es el verdadero Santos Balcarce. Y él es Francisco Balcarce. ¡Pero él dijo llamarse "Peña y Balcarce"!

El hombre carraspeó, en apariencia molesto. A Fran se le había escapado la supresión del apellido del padrastro. Reparó el error con un nuevo argumento. Había que estar muy atento con la señorita O'Connor, no era fácil de engatusar.

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