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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (53 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Soy Elizabeth O'Connor y vengo desde Boston, Hermana, a esta ciudad que así nos recibe.

La joven notó la amargura en la voz de Elizabeth y respondió al comentario con dulzura.

—Ah, pero no es que nos reciba, sino que nos necesita, ésa es la diferencia. Por eso hemos venido usted y yo. Llámeme Clara, por favor. Todavía no hice mis votos y por eso puedo ir de aquí para allá, aunque llevo estas ropas que me señalan como aspirante. Nuestra congregación es pequeña, la Orden de Nazaret, que viene de Francia.

—¿Usted es francesa, Hermana?

Aunque la novicia le había hablado en español, Elizabeth percibió en ella un acento extraño.

—Nací en Francia cuando mis padres viajaban para visitar a mis abuelos y me crié allá hasta los nueve años. Después, al fallecer mi madre, mi padre me trajo a América. Vivimos en la plantación que él heredó en Virginia, y volví a Francia cuando mi abuela me mandó llamar, al cumplir quince. Fue allí donde conocí a las Hermanas y su misión salvadora. Claro que recién me uní a ellas hace unos meses.

—Clara, es usted tan joven... ¿Cómo...? —y Elizabeth calló, temiendo cometer una indiscreción al preguntar los motivos por los que una bella jovencita desearía convertirse en monja.

La novicia echó a reír y su risa llenó los huecos del recinto con un retintín mágico.

—Agradezco el cumplido, pero ¡estoy por cumplir los veinte! —dijo, como si a esa edad nadie pudiese considerarla joven ni apetecible.

Elizabeth se maravilló al saber que ambas tenían casi la misma edad. La novicia parecía frágil y, sin embargo, una muchacha que vivía en la austeridad, atendiendo a los demás, sin familia que la protegiese y recién llegada de un país lejano, debía tener fortaleza de espíritu, al menos.

—Y si desea saber por qué elegí los hábitos —agregó, más seria— es difícil de explicar. A menudo siento que Ella espera algo de mí y estoy dispuesta a saber qué es. Mi confesor me dice que debo estar segura, por eso no me concede los votos, aunque yo sé que estoy llamada a salvar a alguien. No sé si alguna vez ha sentido algo así, Elizabeth, es como si el camino se abriese ante una, sin que se pueda elegir. Yo creía que mi vida sería la de una muchacha tradicional, que iría a fiestas, conocería gente, tendría enamorados... y de repente mi abuela me llamó para que la asistiera en su lecho de muerte. En París, usted sabe, la vida es muy ligera, podría haber caído en la tentación de quedarme para siempre disfrutando de mi herencia, y Dios quiso que conociese a una de las Hermanas el día que mi abuela falleció. Como si "Memé" me hubiese conducido a ella, la Hermana Jeannie se presentó y me dijo que me ayudaría a enterrar a
grand-mére.
Por supuesto, yo era casi una niña y acepté, asustada como estaba. A partir de entonces, las Hermanas estuvieron siempre en mi vida de un modo u otro. Conocí su misión al lado de los que sufren, tanto del cuerpo como del espíritu.

La maestra se arrepintió de haber envidiado por un momento a aquella muchacha. Sin duda llevaría una vida bastante solitaria si se apegaba a la congregación para darle sentido. A ella jamás se le habría pasado por la cabeza ser monja, aunque imaginó que la abnegación con que hablaba de su "misión salvadora" sería idéntica a la que ella experimentaba por su misión educadora. Quizá no fuesen tan distintas, después de todo: ambas extranjeras, jóvenes y dedicadas en cuerpo y alma a los demás, fuesen niños o enfermos. Miró con simpatía a Clara y se excusó por su curiosidad.

—No, qué va —respondió la novicia—. Las Hermanas dicen que mi mayor pecado es hablar de más, no puedo evitarlo. Creo que si en la congregación hubiese que hacer votos de silencio no podría resistirlo. Sé que puedo abrumar con mi cháchara. Es que estoy tan sola a veces... —y sus ojos límpidos se nublaron—. Aunque Dios sabe por qué hace las cosas. Para compensar, cuénteme por qué vino al Río de la Plata, Elizabeth, y cómo es que la encontré caminando sola en estos días aciagos.

Elizabeth relató sus peripecias desde que llegó al puerto, su viaje equivocado a la laguna de Mar Chiquita y su escuelita trunca en la capilla del Padre Miguel. También habló de sus niños, a los que había tenido que abandonar muy a su pesar. Clara supo entender lo que sucedía en el corazón de la joven maestra.

—Ellos la querrán siempre, guardarán el recuerdo de esas clases en su corazón, ya verá. Y quién sabe, a lo mejor puede usted volver algún día. Las cosas están cambiando en esta ciudad. Las autoridades quieren modernizarla a toda costa. Ya ve, el ferrocarril se extiende cada vez más y hay nuevas construcciones lejos del centro. Y lo más importante —dijo con seriedad— es que se pondrán en marcha obras de albañilería para mejorar las condiciones sanitarias. Esta epidemia ha demostrado que la higiene dejaba mucho que desear. Verá usted que pronto se instalarán cañerías y se buscará la manera de conducir las aguas servidas sin infectar el aire. Siempre escuché decir a mi padre que la limpieza es la mejor medicina, porque actúa previniendo males.

—Un hombre sabio su padre.

—Un médico, Elizabeth, un gran médico —repuso Clara con afecto—. Lástima que... —y calló, guardando para sí la razón de su tristeza.

—Espero que no haya muerto.

—Oh, no, gracias a Dios. Lo que sucede es que no nos hemos entendido muy bien él y yo.

—A causa de su vocación religiosa, supongo.

—Pues sí. Es difícil para un padre aceptar que su única hija no le dará nietos. Mi padre soñaba verme casada y con muchos hijos, tal vez porque es lo que hubiera deseado tener con mi madre.

—¿No tiene usted hermanos? Clara denegó con la cabeza.

—Ni uno, y me habría encantado. No sólo porque amo a los niños, sino porque un hermano hubiese sido una gran compañía cuando vivía en aquel caserón de Virginia. Mi padre, como buen médico, se debía a sus pacientes, así que muchas noches salía para visitar casos de urgencia y yo me quedaba a solas con los criados. Creo que fui a encontrarme con mi abuela en un acto de rebeldía, para demostrarle a mi padre que podía arreglarme sola, ya que sola había vivido. Me arrepiento ahora de mi egoísmo, mi padre actuó según su corazón, como lo hago yo ahora y como de seguro ha hecho usted al alejarse de su país.

—Clara, usted hizo lo que cualquier niña, reprochar a su padre. Si yo tuviese uno, encontraría sin duda algo para criticarle. He tratado a muchos niños en mi carrera y puedo asegurarle que, llegados a cierta edad, se ponen difíciles con sus mayores. Hubo entre mis alumnos un muchachito al que hubiese querido ayudar, está en esa edad complicada en que no son grandes ni pequeños. Me gustaría saber qué se ha hecho de él en este tiempo.

Permanecieron un momento calladas, hasta que Clara dijo de pronto:

—Volverá.

—¿Cómo?

—Volverá usted al sur, lo sé.

—¿Cómo lo sabe?

—Me lo ha dicho —aseguró con entusiasmo, mientras señalaba la imagen dorada.

Elizabeth la contempló con una sombra de escepticismo que no hizo mella en el carácter de Clara, pues la novicia continuó, excitada:

—Tengo mis conversaciones privadas, aunque a nadie se lo cuento, y acabo de saber que usted volverá al sur, donde está esa laguna, porque ha dejado allí algo que la reclama.

Por fortuna para Elizabeth, la oscuridad era suficiente como para ocultar el rubor que le encendió el rostro al escuchar esas palabras.

—Y voy a decirle algo más, Elizabeth. Le toca sufrir en estos días, lo siento aquí —y la novicia se tocó el pecho—. Sin embargo, no se sienta sola, porque hay alguien que piensa en usted y vendrá a buscarla.

"Julián", pensó con desencanto Elizabeth. Ya sabía ella que era fiel como perro guardián. Clara no sabía que no era él a quien deseaba, pues, a pesar de ser la causa de su sufrimiento, el señor de la laguna se había adueñado de su corazón.

La voz suave de la novicia la sacó de su ensimismamiento.

—Lleve esto, como un recuerdo, para que la acompañe.

Clara sacó de entre los pliegues del hábito una cadena con una medalla y la puso en la palma de la maestra, que comenzó a negarse, confusa.

—Guárdelo, Elizabeth, quiero que me recuerde cuando esté lejos, para que vea cómo se cumple lo que le he dicho. Es la imagen de la Virgen cuando era niña.

Elizabeth comprobó que la medalla reproducía el cuadro del altar. Pasó su pulgar sobre la superficie esmaltada con emoción. Agradecía el extraño designio que había llevado sus pasos al encuentro con la Hermana Clara, en medio de la epidemia, la desesperación de los parientes, la resignación de los enfermos, el pánico de los que huían y las solitarias luchas de los que se quedaban. Ese momento compartido en la frescura de una habitación con cirios le brindó consuelo en su drama personal, del que nada había dicho a la novicia.

Ella, sin embargo, todavía podía sorprenderla:

—Rece mucho, Elizabeth. Nosotras, las mujeres, debemos dar nuestro amor a María, de ella recibimos la fuerza para soportar todas las penurias y a ella debemos encomendar nuestros seres queridos. La Virgen la escucha y la guiará por la senda más suave, sólo debe entregarse a ella de corazón.

La mirada de Clara, transparente y limpia de toda mezquindad, le infundió una fortaleza que creía perdida. Cerró su mano sobre la medalla y repuso con emoción:

—Clara, no olvidaré sus palabras, que tanto bien me hacen. Creo que Dios nos conduce por caminos de los que nada sabemos. Llevaré esta medalla y rezaré para que volvamos a encontrarnos.

Clara volvió a reír con una risa impropia de novicia recatada.

—¡Se lo ordeno! Mi congregación es peregrina, vamos de un lado a otro, así que estoy segura de que hallaremos la forma de encontrarnos. Si ambas se lo pedimos —agregó, señalando la medalla—. Ella nos lo concederá.

Las campanas de San Francisco tañeron y Elizabeth se puso de pie. Clara, tras santiguarse, la acompañó hasta la puerta.

—Aquí me quedo por un rato, hasta que la Hermana Beatriz vuelva del Hospital General. Vaya con Dios, Elizabeth.

La maestra recordó que, poco antes, otra persona le había deseado lo mismo al despedirse. Se sintió protegida y albergó la esperanza de que su vida pudiese enderezarse de alguna manera.

—Lo mismo digo, Clara.

Más tarde, al regresar a la mansión Dickson, a Elizabeth no le resultó tan agobiante la rutina de cuidar a su tía enferma y al resto de la familia.

Una fuerza misteriosa parecía sostenerla.

Francisco fumaba un cigarro, abstraído, en el corral donde Gitano ramoneaba la hierba, más tranquilo después de la cabalgata salvaje a la que lo había sometido su amo. Atardecía con esa nota triste, propia de la pampa. Las llamas del ocaso se habían extinguido y sólo quedaba la penumbra gris que pronto desaparecería. Era la hora del mate en las casas y el silencio en los campos.

—Te molesta el francés, ¿verdad?

Esa costumbre de Armando Zaldívar de sorprenderlo desde atrás, sin hacer ruido, lo iba a volver loco.

—Es un tipo insoportable.

—No lo niego. Al fin, es un médico y hay que aceptar su presencia en los fortines. Me pregunto si se quedará en Buenos Aires para ayudar con la epidemia.

—Lo veo más interesado en cortar cabezas de los indios para su museo —comentó Francisco, sarcástico.

—Qué hábito repugnante.

—Armando, creo que voy a partir.

—¿Partir? ¿Adónde?

—Creo que volveré a la ciudad.

—Ah, quieres ver a tu familia, lo comprendo. La verdad sea dicha, muchacho, nunca entendí del todo por qué te aislabas en esa casucha de la laguna. Julián me decía que querías tranquilidad por un tiempo, pero a mí no se me cocía el pan, como dicen los paisanos. Estás en problemas.

Era una afirmación, no una pregunta, y Francisco supo que no podía engañar a Armando Zaldívar con excusas. Era mejor contar la verdad a medias.

—Podría decirse, sí.

—Bien. Cualquier cosa que necesites, estoy a tu disposición. A Julián le repito siempre que puede contar con su padre mientras viva y te ofrezco lo mismo porque sé que, a veces, los padres podemos ser tiranos con nuestros hijos. Es un lío de faldas, presumo.

Armando debía suponer que había seducido a una mujer casada y estaba huyendo del marido celoso. Era algo que encajaba en la fama que se había hecho en Buenos Aires, aunque jamás se había visto empujado a esos extremos. Las mujeres casadas con las que se había acostado eran lo bastante zorras como para no dejarse sorprender y él era astuto también. ¿Cómo decir a ese hombre ilusionado con un posible casamiento para su hijo que la razón de su desvelo era la mismísima maestra de la laguna?

—Algo por el estilo, aunque más me preocupan los míos en esta epidemia de peste.

—Te arriesgas, lo sabes.

—Mi madre no sabe que estoy aquí, Armando. Eso me pesa y, por otro lado, tampoco encontré lo que había venido a buscar.

Armando lió su cigarro y meditó unos momentos a través del humo.

—En ese caso, te proporcionaré una escolta reducida, dadas las circunstancias. ¿Cuándo partirás?

—En dos días, si es posible.

—Bien. Eso nos da tiempo para preparar un asado de despedida. Voy a avisarle a Chela que mande carnear una vaca.

Cuando quedó de nuevo solo, Francisco se preguntó qué demonio lo había empujado a admitir que quería volver. ¿Qué iba a hacer en Buenos Aires? Julián se tomaría muy a pecho su misión protectora, estaba seguro. Y la señorita O'Connor debía estar preparándose para partir rumbo a su destino definitivo de maestra, sobre todo con la epidemia asolando la ciudad.

Por primera vez desde que aparecieron los síntomas de su enfermedad, Francisco se había sentido consolado, y por una chiquilla que nada sabía sobre las artes del amor. Elizabeth era tan devota en su dedicación a los demás... Por supuesto, él debía ser un desafío para ella, una especie de paria, por eso se le había entregado, casi sin darse cuenta. Ese pensamiento lo fastidió y arrojó el cigarro, aplastándolo con furia.

Un enfermo y un bastardo. A esas categorías quedó reducido el Peña y Balcarce que todos apreciaban en Buenos Aires. Su orgullo herido le estaba jugando una mala pasada y pese a todo quería llegar al fondo y hundirse con tal de estar cerca de ella. Recordó su indignación cuando le propuso colocarle casa en la ciudad. Sonrió con cinismo. Iba a tener que aceptarlo de todos modos, si las cosas se torcían. Conocía a las mujeres, sabía que para ellas la seguridad era un valor apreciado. ¿Acaso su madre no continuaba sometida a Rogelio por esa razón? Podría haberse mudado a la casa de Flores, verlo de tanto en tanto y, sin embargo, soportaba las humillaciones de un esposo que no la amaba para sentirse a salvo. Elizabeth O'Connor tendría que estar hecha de la misma pasta. Cierto era que tenía agallas, como lo demostró viajando desde tan lejos; no obstante, se sentiría vulnerable como cualquier mujer. Si reaccionó ante su propuesta con la fiereza de una leona herida fue porque se sintió utilizada. Ése fue su error, el ataque sufrido le impidió sacar a relucir sus estrategias de seductor. Los fingimientos eran necesarios con las mujeres y no los había utilizado con Elizabeth. Iba a remediarlo apenas pudiera. Seducción, ésa era la clave, aunque Elizabeth no querría ni verlo después de lo ocurrido. El señor Santos sería un recuerdo que ella ansiaba borrar, sin duda.

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