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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (49 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Respiró hondo y lo enfrentó con su expresión más serena.

—Dios me protegerá, siempre lo hace.

—Si no fuese así... —insistió él.

—En ese caso, si surge algo inesperado —y sonrió con amargura ante las expresiones que ambos usaban para no llamar a las cosas por su nombre— prometo confiar en mi buen amigo.

La sonrisa forzada y la continua referencia a la amistad que los unía le dieron a Julián la medida del esfuerzo que hacía la joven para mantener la distancia y la dignidad. Elizabeth no deseaba demostrar debilidad, maldito fuera Fran por provocársela, pero él estaría alerta ante cualquier indicio para apoyarla, lo quisiese ella o no. Le ofreció el brazo para volver hacia donde los demás ya se encontraban listos para proseguir el viaje. Recorrieron la orilla en un silencio amigable.

—¿Qué vas a hacer apenas llegues a la ciudad, Elizabeth?

—Visitar a mi familia. Deben extrañar que no les haya escrito, la vida en el rancho y la escuela ocupaban todo mi tiempo.

—Si quieres, puedo escoltarte hasta donde el gobierno te asigne un nuevo puesto.

Elizabeth iba a negarse cuando pensó que Julián merecía que aceptara, al menos, una de sus ofertas, de modo que asintió.

—Tengo entendido que en las provincias hay familias dispuestas a aceptar a una maestra como huésped.

—Sin duda las hay, aunque debo advertirte, Elizabeth, la vida en provincias es dura, por no mencionar los caminos plagados de peligros. Sé que fue el motivo por el que algunas maestras desistieron, así que, si a Sarmiento se le ocurre enviarte a San Juan, por ejemplo, su tierra natal, debes negarte, lo mismo que si...

Algo previno a Julián, que se detuvo y miró a la joven. Elizabeth soltó el brazo y lo enfrentó, con las manos en la cadera.

—Julián Zaldívar, no le he dado autoridad para dirigir mi carrera. Iré adonde el gobierno me envíe y mi sentido común me aconseje, de modo que le ruego no me dé órdenes.

El joven temió haberla ofendido, pero el brillo en los ojos de la muchacha le confirmó que había hablado en broma. Aceptó el reto.

Elizabeth O'Connor podría encontrarse humillada, pero jamás sería una mujer desamparada. Y la admiraba más por ello.

Francisco reparaba los destrozos de la tormenta, acompañado por la furia del oleaje y del viento que le curtía la piel. El techo se había salvado gracias al esfuerzo conjunto de él y de la maestra, que colgaron como monos de las cuerdas. Sólo debía reparar un postigo roto y parte del establo que estaba construyendo. El recuerdo de la noche de la tormenta lo obligó a detenerse y a respirar profundo. Miró hacia el mar, de donde había venido aquella criatura exasperante que, sin embargo, le resultaba imposible olvidar. La señorita O'Connor, maestra normal de las escuelas del norte, quién lo hubiera dicho, recalar allí, en un puerto tan alejado del mundo moderno, con sus sombreritos y su sombrilla, tapada hasta el cuello y, sin embargo, capaz de levantar a un muerto con sus modales recatados. Maldita mujer. Lo que más le molestaba era que ella tuviese el poder de desarmarlo como la dama más avezada en cuestiones de amor.

Caminaba hacia la locura y no deseaba testigos de su decadencia. A Julián le exigiría el cumplimiento de su promesa y al final, cuando ya no quedase nada de él, esperaba que la maestra de la laguna recurriese a su amigo ante cualquier necesidad. Se lo había sonsacado a Julián también.

Un coro de graznidos lo distrajo de sus lúgubres pensamientos y miró hacia donde el mar entraba a borbotones en la boca de la laguna. Una bandada de flamencos rosados volvió a rozar las aguas, reflejándose en ellas como conchas de nácar. Francisco los miró danzar sobre la superficie, virar de súbito y perderse en otro rincón de la albúfera.

Maldición, cómo la recordaba... Con sus ojos almendrados, agradeciéndole la visión de aquellas aves como si él hubiese creado un milagro sólo para ella y los niños. ¿Por qué? ¿Por qué el destino le asestaba aquel golpe fatal justo cuando aparecía en su camino una persona que, tal vez, podía cambiar su vida para siempre? Apretó con furia la tabla que sostenía hasta clavarse las astillas en la palma y, cuando el dolor se volvió insoportable, la arrojó lejos de sí con un grito salvaje que se perdió en el fragor de las olas. Un latido desacompasado lo alertó. Venía de nuevo. Era natural, no debía sorprenderle, los ataques se aceleraban a medida que su mal avanzaba. Con fatalismo, se encaminó hacia el médano, dispuesto a recibir los lanzazos de dolor oculto en el interior de la casita. Recuperaría la visión antes de que anocheciese, si tenía suerte, y podría terminar de arreglar el postigo.

Después del ajetreado viaje, la berlina de los Zaldívar llegó por fin a la ciudad de Buenos Aires. Una niebla espesa se desprendía de las aguas del Riachuelo, desdibujando las siluetas de los edificios de Barracas. Ni siquiera el pitido del ferrocarril La Boca-Ensenada se dejaba oír a través de la bruma. Después de cruzar la Plaza de la Victoria desierta, la berlina se detuvo frente a la calle del Buen Orden, donde se alzaba la casa de los Zaldívar. Elizabeth atisbo a través de la suciedad del vidrio una moderna construcción de estilo renacentista, muy común en esas épocas de inmigración italiana.

—Por favor, Miss O'Connor, acepte nuestra hospitalidad. No es justo que vaya a casa de sus parientes sin haber tomado un refrigerio —sugirió Inés Durand.

El viaje parecía haberla envejecido y su voz sonaba tenue, como un suspiro.

Elizabeth no pudo rehusar la invitación, pese a que el semblante contrariado de Ña Lucía le decía a las claras que la mujer deseaba presentarse cuanto antes en la casa de sus patrones.

—Cuando se encuentren repuestas yo mismo las escoltaré —anunció Julián.

Con esa promesa, ambas mujeres se acomodaron en la casa, Lucía en el cuarto de la servidumbre y Elizabeth en un coqueto dormitorio de huéspedes. Julián envió recado a las dos familias de las viajeras, para tranquilizarlas con respecto a su bienestar, y dispuso una merienda para todos en el patio del medio, reservado a la intimidad del hogar.

Sola por primera vez en tanto tiempo, Elizabeth pudo perderse en sus pensamientos con total abandono. Se sentó sobre la colcha de brocado y se despojó de sus botines, sintiendo alivio al liberar los pies, hinchados de tanto viajar, y se permitió la libertad de arrojarse de espaldas sobre el lecho, disfrutando de la sensación. Estaba a punto de quedarse dormida mirando el cielo raso lleno de molduras cuando la aldaba de la puerta de calle sonó en sus oídos. Desde su ventana del piso alto, vio que Julián recibía a un hombre vestido de negro. El recién llegado rechazó entrar a la casa y cruzó la calle con precipitación. Intrigada, Elizabeth salió del cuarto y desde el rellano superior escuchó la exclamación ahogada de Inés Durand. Algo terrible estaba sucediendo. Cualquier desgracia que vivieran los Zaldívar era asunto suyo, de modo que se ató con prisa los cordones, bajó la escalera y encontró a la dueña de casa y a su hijo mirándola con rostros compungidos.

—¿Qué ocurre? ¿Qué quería ese hombre?

Inés se llevó una mano a la boca, tapando un sollozo, lo que erizó la piel de Elizabeth con el tacto de una premonición.

—Querida...

La conmoción les impidió captar todo el significado del apelativo que Julián le dirigía. El joven se aproximó a la muchacha y tomó una mano entre las suyas con afecto.

—Siéntate, Elizabeth, tengo malas noticias.

Ella se sentó en un silloncito del amplio recibidor y aguardó la mala nueva. Mil pensamientos cruzaron por su mente: su madre, sola en Boston, muriendo sin poder ver por última vez a su hija; la señora Mann presa de una enfermedad fatal; Sarmiento derrocado en una de las revoluciones sangrientas de las que Mary le hablaba, todo a la vez y sin concierto galopaba en su sangre, provocándole sudores fríos y temblor.

Nunca imaginó la magnitud de la noticia que salió de labios de su amigo.

—Tu tía Florence está enferma de peste. Tu primo Roland vino a decírnoslo, para evitar que visitaras la casa en este momento, puede ser contagioso.

Elizabeth deletreaba las palabras sin conseguir entenderlas. ¿Tía Florence? ¿Peste? Escuchó frases conmiserativas de parte de Inés Durand y percibió que Julián adoptaba una expresión preocupada.

—Elizabeth, ¿me oyes? ¿Estás bien? Elizabeth, mírame.

Quizá a causa del cansancio, tardó más de lo debido en reaccionar ante la fatal noticia, pues Julián llamó con urgencia a una criada y le pidió las sales que usaba su madre. Instantes después, Elizabeth se vio reclinada en una otomana, asistida por Lucía y otra mujer, ambas moviéndose con eficiencia alrededor.

—Beba esto, niña, es un té de hierbas que la recompondrá —decía Lucía.

Mientras bebía el líquido amargo, Elizabeth buscó a Julián con la mirada. Lo encontró sentado frente a ella, inclinado hacia delante, para no perder detalle de su expresión. Notó que él llevaba aún las ropas sucias del viaje y el cabello revuelto. Parecía más joven de lo que era con ese desaliño.

—¿Está mejor?

—Sí, patrón —respondió la criada—. Ya está buena la señorita. Fue un soponcio nada más. Con esta noticia...

Lucía la miraba con más pavor que tristeza y Elizabeth se preguntó qué tanto conocería a su tía para afligirse de tal modo. Todos, incluidos los sirvientes, parecían compungidos. Se compadecerían de ella, pues estando enferma su tía, su permanencia en Buenos Aires se complicaba.

Julián se arrodilló a su lado y con un ademán alejó a las dos mujeres.

—Escucha, Elizabeth, esta noticia debe ser terrible para ti, pero no hay tiempo para lamentarse, debes partir de inmediato.

—¿Partir? ¿Adónde?

—Al campo. Yo mismo te acompañaré, después de enviar aviso a la casa de las barrancas para que acomoden todo. Irá mi madre también y algunos sirvientes. Por supuesto, si deseas, Lucía te acompañará.

—¿Qué dices, Julián? No puedo irme apenas llego, debo hablar con el Presidente...

—Dudo que el Presidente pueda hablar contigo en estos días. Hay una emergencia y de seguro él también se encontrará lejos.

Elizabeth se irguió cuanto pudo para enfrentar a ese joven impetuoso y le soltó, del modo autoritario con que solía frenar a sus alumnos:

—Si no me dices qué está sucediendo, no me moveré de aquí ni aunque me echen los galgos.

Julián contuvo la risa ante la expresión beligerante de la señorita O'Connor. Se la veía tan bella cuando se enojaba...

—Perdona, Elizabeth, creía que me habías escuchado cuando te lo dije, se ve que ya estabas perdiendo el conocimiento. Todos debemos partir lo antes posible. Se ha desatado una epidemia terrible en la ciudad, querida niña: la fiebre amarilla. Muchos han muerto ya y muchos morirán si no toman recaudos. Debes rendirte ante esto y permitir que te llevemos a las barrancas, donde el aire es puro y estamos lo bastante alejados como para que la peste no llegue.

La noticia cayó sobre Elizabeth como un mazazo: ¡la fiebre! Bien sabía ella lo que significaba, pues había azotado el sur de su país en una ocasión, con un saldo fatal. Los pantanos, la aglomeración de viviendas y la falta de higiene solían ser el caldo de cultivo, aunque el hijo de Mary Mann, siempre interesado en cuestiones científicas, hablaba de un mosquito que vivía en las aguas estancadas. Esa opinión no estaba difundida, así que la aparición esporádica de fiebres solía ser tomada con fatalismo, sin que se supiera a ciencia cierta la causa. ¡Cómo podía llegar hasta allí, donde no había tanta población y la ciudad parecía tan abierta!

—No puede ser la fiebre... ¿Están seguros?

Julián asintió con pesar.

—Está confirmado. Parece que ya hubo un caso a principios de enero y las autoridades no lo atribuyeron a la peste, pese a que algunos médicos alertaron.

—¿Cómo? Los pantanos...

—Dice tu primo que vino un barco días pasados, durante la Navidad. Al parecer, había gente enferma a bordo y se mezclaron con los pobladores. Es terrible. Sólo hoy murieron seis personas. Y ahora se sabe que en el litoral hace rato que muere gente por la misma causa. Es probable que la fiebre venga desde el Paraguay también, con esta guerra que pasamos...

La dimensión de la tragedia se alzó ante ellos. Elizabeth respiró hondo, sintiendo todavía el aroma de las sales junto a su nariz, y miró a Lucía que, algo apartada, no despegaba sus ojazos negros de ella.

—Vamos a ver a tu patrona antes que nada, Lucía.

La mujer le sonrió, agradecida. Era lo que más anhelaba, ver si todos estaban bien "en lo del doctor". A Julián no le pareció apropiado.

—Elizabeth, debes partir ya mismo, sin ver a nadie en esta ciudad. Cualquier casa puede ser foco de contagio.

—No me iré sin saber si mi amiga Aurelia se encuentra bien y si mi tío necesita ayuda.

—Puede que la señorita Aurelia ya no esté. Los que tienen casa de verano se habrán ido, como haremos nosotros.

Elizabeth miró de nuevo a Lucía.

—¿La señorita Aurelia tiene casa de verano, Lucía?

La negra asintió, contrita:

—Sí, "Miselizabét", la de Arrecifes, pero es bastante alejada. No creo que haya podido trasladar a la niña Rosario.

—Pues debería hacerlo —intervino Julián—. Sería una locura exponerla al contagio. Elizabeth, hazme caso en esto, al menos. Tu trabajo, todo puede esperar ante una emergencia como ésta.

Elizabeth sabía que Julián era razonable, pero no podía dejar de visitar a Aurelia, saber si la necesitaba. Al no ser aceptada por la sociedad, era probable que se hallara muy sola en caso de enfermedad. No se iría sin verla, aunque más no fuera por un rato.

Se incorporó con rapidez y se tambaleó, víctima del mareo. La criada lanzó una exclamación:

—¡La fiebre, tiene la fiebre!

—No seas idiota, Lucinda, si recién llegamos. Anda, llama a mi madre y dile que estaremos prontos a partir dentro de dos horas. Es el tiempo que te doy para que veas si en lo de los Vélez están bien, Elizabeth, pero te advierto que, ante el menor asomo de enfermedad por allá, te saco en volandas antes de que pises el umbral.

La joven sonrió al ver la desesperación de Julián. No podría haber encontrado un amigo mejor en toda la ciudad. Ese pensamiento la entristeció. Un amigo, era todo lo que podía ser Julián Zaldívar para ella. Y lo lamentaba, vaya si lo lamentaba.

—No te preocupes, sé lo que hago. Por fortuna para mí y para ustedes, padecí las fiebres cuando niña, durante un paseo por Nueva Orleáns. No hay cuidado conmigo. No soy inconsciente, Julián, no los pondría en peligro por un capricho. Veré si Aurelia me necesita y también pasaré por lo de mis parientes. Pobre tía Florence, no sé si mi primo y mi tío se las apañarán para atenderla.

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