—Parece que vendrá tormenta —dijo el estanciero—. La esperaba, aunque no justo ahora, cuando más nos complica. Mantengámonos cerca. Si llueve —agregó, dirigiéndose a Elizabeth— trate de engancharse al caballo de alguno de nosotros. Fran, te la recomiendo. No quiero que la yegua se espante si hay truenos o relámpagos.
Francisco asintió y todos se pusieron en marcha de nuevo. El cielo comenzó a mostrar toda clase de fenómenos: una claridad violeta, por momentos atravesada por una línea plateada, un viento caliente huracanado que les metía arena en los ojos y los obligaba a encapucharse, hasta que, de improviso, un estruendo ensordecedor sacudió la tierra y provocó corcoveos desorbitados de los animales.
—¡Cuidado! —se escuchó decir en medio del fragor.
Ante la mirada de espanto de Elizabeth, un destello cegador atravesó el aire a su lado y hendió el suelo con tal fuerza que levantó chispas en todas direcciones. Ella sintió temblar a la yegua bajo sus piernas y no supo en qué momento unos brazos fuertes la levantaron y la colocaron en la grupa de otro caballo, sujetándola con firmeza. De inmediato encontró la solidez del pecho de Francisco, oprimiéndola. Se quedó sin aliento, no sólo por la vertiginosa marcha de Gitano, que la obligaba a beber el viento, sino porque ante sí vio un espectáculo dantesco: luengas llamas se elevaban al cielo, iluminándolo con un rojo endemoniado, mientras que el chirriar de la paja incendiada, mezclado con el olor acre de la ceniza, le llenaba las narices. Francisco espoleaba al caballo con frenesí, sin otra meta en esa carrera alocada que sacar del peligro a Elizabeth. No reparó en la paradoja de estar luchando para salvar su vida, cuando días antes deseaba morir, ni tampoco en el temor ciego que lo atacó al ver qué cerca había caído el rayo de la muchacha. La tormenta, que no acababa de desatarse en lluvia sino que amenazaba con más descargas eléctricas en seco, empezó a formar remolinos de polvo altos como árboles, aislando a los jinetes como si estuviesen atravesando un desierto. Muy pronto, Francisco dejó de ver a Armando y a los demás y comprendió que debía resolverse por su cuenta. Dirigió a Gitano hacia la laguna, un lugar que el animal conocía bien y al que volvería con gusto, tratando de escapar de aquel pandemónium. Inclinado sobre la grupa, apretando a Elizabeth bajo su cuerpo, cabalgó como alma que lleva el diablo hasta que el terreno arenoso cedió bajo los cascos y reconoció el resplandor platinado. Aún no llovía y el viento arreciaba, mezclándose con la espuma del mar, propinándole latigazos en la cara y en los brazos. Apenas distinguió la techumbre de la casita tras el médano, tomó a Elizabeth por la cintura y se deslizó del lomo de Gitano, palmeándolo para que el animal buscase su propio refugio. Arrastró a la muchacha hasta la puerta, que estaba abierta y flameando como estandarte. Hizo acopio de toda su fuerza y la empujó hasta cerrarla, la atrancó y recién después soltó a la maestra, que no había pronunciado una palabra desde lo del rayo. El lugar estaba a oscuras, sin más luz que la que prestaban los relámpagos. En medio de esos fulgores, Francisco pudo ver los ojos de Elizabeth, agrandados por el miedo.
—No temas —le dijo, sin saber si ella lo escuchaba—. Ya nos arreglaremos aquí dentro.
Buscó a tientas su farol y la yesca con que solía encenderlo, echando por tierra toda clase de trastos antes de dar con ellos. Por fin, consiguió iluminar la habitación. La imagen era desoladora: al quedar abierta la puerta por los vientos, el suelo estaba plagado de piedras, ramas, piñas, y la ventanita de la parte posterior había perdido el postigo que él le había construido. Sosteniendo el farol en su mano, Francisco continuó revisando el interior del recinto, cuando un ruido desconocido le hizo levantar la vista hacia el techo. Las vigas que lo sostenían temblaban con un repiqueteo y, de repente, Francisco comprendió la razón de las sogas enrolladas. Sin dudarlo, dejó a un lado el farol y, tomando una de aquellas sogas, se colgó de ella con todo su peso, justo a tiempo de evitar que un golpe de viento se llevase el techo. Elizabeth miraba todo con expresión atontada.
—¡Toma la otra cuerda! —gritó Francisco en medio del ruido ensordecedor del mar embravecido y los vientos huracanados.
La joven contempló al hombre meciéndose en el extremo de una soga y luego la manera horrorosa en que el techo amenazaba con despegarse. Algo en su interior despertó, la sensación de estar viviendo una pesadilla desapareció y la resuelta Elizabeth tomó su lugar. Buscó la otra cuerda y se colgó de ella como trapecista de circo, balanceándose a cada arremetida del viento. Permanecieron así los dos, contemplándose en el aire, suspendidos del techo sin poder hacer otra cosa que resistir, hasta que la maestra esbozó una lenta sonrisa, una sonrisa picara que sorprendió a Francisco en esas circunstancias. Hacía tiempo que no sonreía y no le correspondió, aunque el brillo en sus ojos le dijo a la joven que entendía su complicidad. Estaban juntos en eso, mano a mano, y se lo agradecía.
No habría podido decirse cuánto tiempo pasaron en esa postura, sosteniendo el techo por medios tan precarios. Poco a poco, el viento se tornó constante hasta que terminó siendo el habitual. La lluvia tan anhelada no cayó. En su lugar, el cielo había enviado flechas que quemaron la pampa en distintos puntos.
Francisco soltó la cuerda y se miró las palmas encallecidas. Se acercó a Elizabeth para ver si había sufrido daños y tomó las manos de ella para darles la vuelta. Vio que la maestra tenía las yemas ásperas y diminutos callos en algunos dedos. Ante su mirada interrogante, Elizabeth dijo:
—Es la tiza. Uso una loción de glicerina, pero... —y dejó la frase inconclusa pues, ante su estupefacción, Francisco estaba llevando las manos a sus labios, para besar con suavidad las partes lastimadas.
Se estremeció al notar el roce de los labios sobre la piel. Deseó de manera insensata que rozara del mismo modo sus mejillas, su cuello, su boca. Como si hubiese escuchado esos pensamientos pecaminosos, Francisco se aproximó más aún y deslizó sus manos sobre los brazos de Elizabeth, cubiertos por el saquito de encaje. Semejante atuendo desentonaba en aquella casa destrozada y Francisco comenzó a quitárselo con delicadeza, por temor a que ella se espantase. La joven tenía los rizos enredados de cualquier forma, la hermosa hebilla se había perdido y la pechera de encaje no había resistido los embates del viento y se veía desgajada. El acabó por quitarla también y pasó la palma de la mano sobre la piel suave de Elizabeth, donde los pechos turgentes se anunciaban. Ella lo contemplaba con los ojos abiertos y expectantes a la luz mortecina del candil, que creaba sombras fugaces en los rincones. Francisco midió la distancia que los separaba del catre y decidió que la conduciría hacia allí con cuidado. Actuaba del mismo modo que lo haría con una potranca a la que estuviera domando. Sus ojos abarcaron la figura menuda de la maestra, con su vestido manchado por la tormenta, desde el escote mal acordonado hasta las botitas. Debajo de la falda asomaba un trozo de enagua y él podía ver que las medias blancas se habían corrido, mostrando jirones de piel rosada. Deseó posar sus labios sobre aquellos retazos de piel, aspirar el aroma de lilas que acompañaba siempre a Elizabeth, sentirla por fin bajo su cuerpo.
—Ven —susurró, tirando con suavidad.
Ella se dejó llevar hasta el rincón donde una manta de lana cubría un catre de campaña. Bajó la vista hacia los dibujos geométricos de la manta y luego la levantó hacia el hombre que la sujetaba por ambos brazos. Había firmeza en esa mirada, decisión y cierta arrogancia que despabiló a Elizabeth. Se sacudió las manos de Francisco y retrocedió.
—Qué vergüenza, señor Santos, aprovechar el desamparo de una muchacha para sus apetitos salvajes.
Un balde de agua helada no habría caído peor que esas palabras mordaces. Francisco se irguió y recuperó su distancia habitual.
—Vaya, señorita O'Connor, quién lo diría, sabe de los apetitos salvajes, después de todo. ¿Será por experiencia?
La burla no hizo mella en el ánimo de Elizabeth. Sabía lo suficiente del señor Santos como para armarse de resistencia.
—Lo dejaré con esa duda, si me lo permite. Después de todo, a mí también me agradan los secretos. ¿O acaso no usa usted un nombre ficticio para sus actividades en la laguna?
Francisco acusó el golpe con una brusca inspiración. Sabía que, tarde o temprano, ella se enteraría, sólo que no habría querido que fuese esa noche, cuando la había sentido tan cerca, tan en comunión con sus propios sentimientos. El bastardo Francisco Balcarce apareció con su amargura y escupió duras palabras al rostro de la joven:
—Mis actividades, como usted las llama, parecen haber consistido en salvarla a usted de diferentes peligros, como recordará. No se preocupe, no pienso cobrarme esas deudas. Hay otras mujeres mejor dispuestas, si quisiera —y agregó, mirándola con desprecio deliberado—. Mucho más imponentes, si no se ofende.
Ofenderse en esas circunstancias habría sido un desatino. Era de suponer que al seductor Francisco Peña y Balcarce le atraerían mujeres hermosas, del tipo de doña Inés, en lugar de una muñequita menuda como ella, con el cabello erizado como una bruja. A pesar de todo, sintió una comezón en el pecho, un atisbo de llanto. Elizabeth no había dedicado su vida a embellecerse ni a encontrar marido, como muchas jóvenes de su edad en Winona, donde estudió y, sin embargo, saberse despreciada por ese hombre cruel se convirtió en la principal causa de su dolor en ese momento en que se hallaba desvalida en una casa en ruinas en medio de la playa. Pestañeó para sobreponerse y buscó palabras para zaherirlo, cuando observó, extrañada, que él tampoco las tenía todas consigo. Un costado de la cara se veía contraído y el ojo de ese lado achicado, como si intentase contener un guiño.
—Señor Santos, ¿se encuentra bien? —preguntó, temerosa.
Francisco evitó responder para fingir que dominaba sus movimientos. El dolor había empezado casi al mismo tiempo que el rechazo de Elizabeth y se había extendido con rapidez asombrosa por todo el costado izquierdo. Sentía latir la sien y parpadear el ojo, mientras que unas punzadas le quemaban la nuca, atravesándole la cabeza hasta la frente. Era un ataque y de los buenos. Quiso volverse de espaldas y no logró que su cuerpo le obedeciera. Intentó aflojar la mandíbula y la tenía tan apretada que se le clavaron los dientes, elevando el dolor hasta cumbres insoportables. Apretó los puños, manteniéndose plantado como un árbol frente a la joven, incapaz de hacer o decir nada que explicase su martirio.
—Señor Santos —insistió Elizabeth—, siéntese, se lo ve muy mal. ¿Está herido?
La muchacha lo tomó de un brazo para atraerlo hacia el banco y notó la rigidez impresionante de los músculos. Asustada, lo soltó.
—Por favor, señor Santos... Francisco, míreme.
La mención de su verdadero nombre causó un cambio en Fran. Atravesó a la muchacha con una mirada de tanta desesperación que ella se encogió. Comprendió, con ese don maternal que la ayudaba en su trato con los alumnos, que Francisco, Santos, o como se llamase, estaba en una crisis de la que no podía salir por sí mismo y, con la misma determinación que caracterizaba su conducta con los niños, tomó el asunto a su cargo.
—Tranquilo —dijo con serenidad, aunque no se sentía serena en absoluto—. Voy a masajear sus músculos, están muy agarrotados. Dígame con los ojos si le hace bien.
Las manos pequeñas acariciaron los brazos de Francisco con suavidad, de arriba hacia abajo primero, de abajo hacia arriba después, cada vez con más presión, intentando ablandar aquella musculatura de piedra. Al ver que no empeoraba, intentó el mismo remedio con las piernas, pues entendió que no se movía porque no le respondían. Mientras trabajaba como una enfermera en el cuerpo del hombre, pensó desesperada que tal vez estuviese sufriendo un ataque al corazón y ella nada podría hacer entonces. Raspaduras, moretones, labios cortados o cabezas magulladas eran su única especialidad. Si estuviesen cerca del toldo del Calacha, la esposa, Huenec, sabría qué hacer, se lamentó, sin recordar que días atrás, ella se había mostrado escéptica sobre las artes curativas de la mujer.
—A ver, intente levantar los brazos, así. ¿Le duele?
La falta de respuesta de Francisco no la amedrentó. Ella misma le levantó los brazos hasta que no pudo sostener más su peso y luego los dejó caer, exhausta. Volvió a los masajes. Cada tanto, le echaba miradas furtivas para ver su reacción, y así descubrió la expresión torturada en los ojos dorados, oscurecidos por el dolor.
—¿Le duele la cabeza también? —aventuró.
Empujó a Francisco hacia el catre con todas sus fuerzas y trató de tumbarlo, sin éxito.
—Por favor —suspiró, fatigada—, colabore conmigo. Voy a acostarlo sobre la cama, ¿ve? Así —y ella se acostó de espaldas, para representar su idea.
Francisco la contemplaba con un dejo de ironía. Así era como había querido tenerla momentos antes, cuando estaba en condiciones de amarla. Ahora, estaba convertido en un inválido. Cerró los ojos, tan dolido en su espíritu como en su cuerpo, y ese momento de debilidad sirvió a Elizabeth para conseguir su cometido, tumbándolo sobre el catre. Antes de que se repusiera de la sorpresa, Francisco sintió las manos de la maestra masajeando las sienes, la nuca, la frente, torciéndole el cuello hacia atrás para meter los dedos por debajo.
—Este es un viejo truco cosaco que me enseñaron —le anunció, y presionó con sus dedos dos puntos sensibles de la nuca—. Obra maravillas en las jaquecas.
Los dedos habilidosos prosiguieron su camino, pasando de la cara a la coronilla, de los ojos a la mandíbula, hasta que el dolor lacerante fue cediendo. Con resignación, Francisco se preparó para el efecto peor: la ceguera que sobrevendría. Vio cómo la imagen de Elizabeth se difuminaba, perdiendo nitidez, hasta que ya no pudo verla, y quedó inmerso en una oscuridad benevolente, pues le ocultó la conmiseración en el rostro de la joven. Las manos dejaron de moverse y se produjo un silencio. Francisco aguardó la pregunta.
—Señor Santos, ¿me oye?
Francisco asintió.
—¿Y me ve?
Francisco denegó con lentitud.
—¿Qué... qué le ocurrió?
—Estoy ciego.
—Pero... no puede ser.
—No se asuste, señorita O'Connor, el efecto es pasajero, aunque un día se hará definitivo.
—No lo entiendo, ¿se queda ciego a veces?
—Así es. Ya me ha visto antes, ¿recuerda?