Algo muy malo guardaba ella en su interior, no cabía duda.
—¿Y por qué no mandan a otra? —dijo de pronto Remigio.
Elizabeth salió de sus cavilaciones y contempló el círculo de rostros. Aquel puñado de alumnos se había convertido en su razón de existir. Por ellos, soportaba la incomodidad de compartir un rancho mínimo, el polvo del viaje en el carro de Eusebio, los temores nocturnos en las noches de insomnio, la incertidumbre, la soledad. La pampa era un vacío terrible. Conocerla le había permitido entender mejor el espíritu callado de sus habitantes, la melancolía que traslucían sus miradas. Sólo aquellos que tenían un escape hacia la vida mundana, como los Zaldívar, esquivaban el fatalismo de los llanos.
—¡Eso! —exclamó Luis, belicoso—. ¿No tienen otra maestra que mandar?
—Misely es una maestra gringa, tonto —le refutó el Morito—. No vinieron muchas, ¿no es cierto, Misely? —preguntó, ansioso.
—Así es, no somos muchas. Algunas vinieron antes que yo y volvieron a su país porque no se acostumbraban. Otras, ni siquiera llegaron a embarcar.
—¡Quiá! —soltó Luis, chasqueando los dedos—. Tenían miedo, no como Misely.
Los demás parecieron compartir esa opinión. Elizabeth no lo desmintió. También ella había sentido temor al verse en la inmensidad del océano y, más tarde, al desembarcar en una tierra que desde el puerto se veía despojada. Qué curioso: en aquel momento, cuando se veía obligada a volver a la ciudad y tal vez a regresar a su patria, ya no le parecía tan temible adentrarse en un país desconocido y a medio civilizar. A pesar suyo, algo del carácter indómito de aquella región se le había metido adentro. Quizá había encontrado un sitio donde su propio carácter se reconocía a gusto, el "paisaje interior", como lo llamaba su madre. Emily decía que todos tenían un lugar en el mundo al que tal vez jamás llegasen, que siempre los aguardaba. Ese sitio, donde el espíritu se encontraba en un remanso, era el paisaje que cada uno llevaba adentro. ¿Sería la laguna el paisaje de Elizabeth? No lo creía, pues no sentía la serenidad del encuentro, sino el torbellino de la pasión no correspondida. Recordó el abandono con que se había entregado al hombre de los médanos y sintió el calor de la vergüenza subiendo por el rostro. ¿Acaso él había pronunciado palabras de amor? ¿Acaso la había acunado en sus brazos al agotarse su pasión? No podía negar el placer que los había embriagado a ambos, pero no bastaba, no para ella. Aun si no fuese una maestra y no tuviese la misión de guiar las mentes y los corazones de los niños, ella había sido educada en una firme moral cristiana, sabía con certeza qué límites se exigían a las muchachas solteras. Y los había traspuesto. En un instante, con la misma facilidad con que se saca un guante, la joven señorita O'Connor, recomendada por sus méritos en la escuela de Winona por la esposa del educador Horace Mann, se había despojado de su virtud mientras cumplía la noble tarea de civilizar a los niños de ese rincón del sur. Elizabeth alzó la barbilla, decidida a no dejarse derrotar por la tristeza frente a sus alumnos.
—Queridos míos, me voy y quiero llevar algo de cada uno en mi corazón. Les voy a repartir estas hojas para que escriban lo que más les guste.
—¿Un dibujo como los míos? —se entusiasmó Marina.
—Como los tuyos, sí, o... lo que deseen.
—¿Y qué nos darás a cambio, Misely? —preguntó Livia con timidez.
Elizabeth permaneció muda unos instantes. No había pensado que los niños desearían conservar un recuerdo de su maestra. La sola idea la conmovió hasta las entrañas, provocándole un espasmo de llanto que controló a duras penas.
—Yo... les daré un regalo. Mientras escriben en sus cuartillas, lo prepararé.
Se levantó, decidida a no sucumbir a la emoción como tantas veces en esos días. Repartió las hojas y los lápices a los callados niños y se volvió hacia el escritorio, fingiendo estar ocupada. Aferró los bordes con sus manos gastadas por la tiza y se mantuvo erguida, de espaldas al ajetreo que se iniciaba detrás de ella, cerrando los ojos y mordiéndose los labios. Queridos niños... ¡cuánta falta le harían en Buenos Aires o dondequiera que Sarmiento la enviase! Jamás olvidaría a los pequeños de la laguna, tan "hilachitas" siempre, como decía Zoraida, y tan generosos en su cariño. Faltaba Eliseo para completar aquella despedida y, aunque Elizabeth ya había renunciado a verlo, guardaba un cariño especial por el muchachito díscolo, ya que gracias a él había entrevisto algo de la vida en las tolderías, y eso le había ayudado a comprender mejor las circunstancias de sus alumnos. Se dedicó a juntar sus cosas, mientras decidía qué regalar a cada uno. El tintero y la pluma que tanto habían maravillado al Morito, serían su regalo; presentía que el niño estaba destinado a la vida intelectual. A Luis, tan entusiasta, le gustaría la campanilla que usaba para marcar los tiempos de recreo. Juana, la dulce, sería destinataria de su espejo de mango de plata y de alguno de sus listones, pues estaba en la edad en que las muchachas sueñan con ser bellas. Dejaría a Remigio los cartones con los dibujos de animales y a Livia el pequeño costurero de mano que la niña descubrió durante los preparativos de Nochebuena. Para Marina, las tizas de colores y la pizarra. Que hiciera en ella infinidad de dibujos. Faltaban Mario y Eliseo. Pensó un momento en algo que el pequeño hubiese codiciado en los pocos días en que asistió a clase y por fin decidió que el contador de bolas de madera le serviría de juego y enseñanza a la vez. Eliseo. ¿Qué regalar a un muchacho que se muestra duro frente a los demás siendo todavía un niño? Estaba inmersa en ese dilema cuando se eclipsó la luz que atravesaba las ventanas de la capilla y se agolparon sombras sobre el escritorio. Creyendo que se trataba de nubes de tormenta, Elizabeth miró hacia afuera y quedó pasmada. Enormes figuras de contorno indefinido se movían, cubriendo los huecos de las ventanitas, oscureciendo el ámbito de la capilla como gigantes venidos del cielo. Los niños se quedaron mudos de asombro, aunque no parecían asustados. Elizabeth se llevó una mano al pecho, que palpitaba de modo salvaje. La visión duró sólo unos segundos, de inmediato las sombras se disiparon y el sol volvió a iluminar los rincones como si nada hubiese sucedido.
—¿Qué fue eso? —susurró la joven maestra, más para sí que para los niños.
—Los indios, Misely —respondió Remigio, muy suelto de cuerpo—. Deben andar rondando.
Elizabeth tragó el nudo de temor que se le formó en la garganta.
—¿Rondando? ¿Por qué, qué quieren? Remigio se encogió de hombros al responder:
—Nada, pues. Sólo miran.
La idea de que los indios se dedicasen a espiarla a ella y a los niños en la escuela sustituyó el miedo por el enojo y Elizabeth se lanzó a la puerta del salón, dispuesta a recriminarles su atrevimiento. No vio nada. Se fueron tan de súbito como habían aparecido. Sin embargo, no sólo ella los había visto, los niños también. Un rescoldo de temor subió por su pecho. ¿Correrían peligro los niños? ¿O el Padre? Las palabras de Santos, advirtiéndola, volvieron a su mente. Aquel suceso extraño la convenció del error de su presencia en aquella zona, pues sin duda el Presidente no la enviaría a un lugar amenazado por los indios.
Entró a la capilla, dispuesta a proseguir, ignorando que varios pares de ojos la observaban a la distancia.
Los Zaldívar habían dispuesto una berlina para el viaje, todo un lujo en aquellas travesías, pues no quisieron escatimar comodidades para la señorita O'Connor. El coche, tirado por dos caballos y otros dos de repuesto atados en la parte de atrás, constaba de cuatro plazas. Eusebio había mirado con escepticismo aquel vehículo fino y costoso, sin duda pensando que su carretón de bueyes era más apto para la pampa brava.
Se despidieron en la puerta del rancho. Una llorosa Zoraida abrazó sin tapujos a la maestra, enviándole sus bendiciones para el camino y para su nuevo puesto. Eusebio se quitó la boina y apretó la mano de la joven sin pronunciar palabra. A último momento, mientras Lucía trepaba, ayudada por el solícito Julián, Elizabeth sacó de entre las ropas un libro con ilustraciones y lo depositó en las manos de la mujer del puestero.
—Mírelo, Zoraida, así no se sentirá sola. Y si alguna vez regreso, quién sabe, tal vez pueda enseñarle la castilla.
La mujer apretó el libro contra su pecho, conmocionada al darse cuenta de que extrañaría a la señorita más que a sus propios hijos.
Cinco jinetes escoltaron la berlina que avanzaba, bamboleándose. Por la ventanita sucia de tierra, Elizabeth contemplaba las figuras de los Miranda empequeñeciéndose y los perros del rancho ladrando a los caballos. Saludó con su mano enguantada hasta que la casita blanca desapareció tras el recodo de la huella que seguían.
La asistenta de Inés Durand viajaba junto al cochero, provista de todo lo que su patrona pudiese necesitar para soportar el duro viaje. Cada tanto, la mujer giraba la cabeza y atisbaba a través del vidrio, evaluando el estado de la señora. Julián se veía callado y distante, pese a mostrarse atento con las damas en todo momento. Elizabeth lo espiaba a través de sus ojos entornados, fingiendo adormecerse para estudiarlo a gusto. Ella había ocultado la decepción que le produjo no ver a Francisco en la despedida. Su corazón no se resignaba a alejarse así, sin más, de aquel sitio donde la presencia del hombre de la laguna había signado su destino.
El movimiento del carruaje, sumado al calor bochornoso de enero, le provocó un estado de somnolencia que la inundó de recuerdos: la algarabía de los niños al descubrir sus regalos, el beso furtivo de Luis, avergonzado de mostrarse débil como una niña ante la partida de la maestra, la mirada doliente de Juana, la manito de Marina aferrada a su falda, todos ellos clavando en Misely sus ojitos velados de reproche. ¿Por qué? ¿Para qué la señorita había ido hasta allá, si después iba a marcharse?
Y el Padre Miguel. Elizabeth no sabría nunca cuánto le había costado no rebelarse ante la injusticia de dejar a esos niños de nuevo desamparados. "Vaya con Dios, Miss O'Connor", le había dicho con solemnidad, dibujando la señal de la cruz en su frente. Parecía sereno ante el torrente de lágrimas que había derramado Elizabeth, mas cuando la joven se marchó, acudió a sus sementeras y cavó surcos con la azada hasta que se le entumecieron las articulaciones.
El Padre Miguel pertenecía a la congregación de Betharram, que había llegado al país en 1856 y había diseminado su labor misionera por la zona pampeana. La llegada de la señorita O'Connor consiguió remover en su interior una brasa que él creía apagada. El tesón de la joven al lidiar con las asperezas del lugar que le tocó en suerte le devolvió el recuerdo de sus propios años de lucha, a su llegada. Iba a extrañar esa presencia redentora, pues sabía que Dios la había atravesado en su camino para enseñarle algo. Tal vez fuera tiempo de reflexión, de recordar para qué lo habían enviado a ese sitio. Se dirigió a la capilla a grandes pasos. Rezaría por su misión, por su alma desconfiada y por los alumnos de Miss O'Connor y, sobre todo, rezaría para que el espíritu de la jovencita se mantuviera intacto después de aquella epopeya.
Julián miraba sin ver los guadales que se interponían en el camino de la berlina. Estuvo en un tris de cabalgar a la par de la escolta en lugar de acompañar a las damas, aunque su debilidad por estar junto a Elizabeth lo venció. La joven se veía cansada, sin duda debido al ajetreo del viaje, aunque él sabía que la dulce señorita O'Connor cargaba con un peso añadido y eso era lo que le corroía el alma.
Ya desde el día en que reencontraron a Francisco, a su regreso del rancho de Miranda después de la gran tormenta, supo que había ocurrido algo entre su amigo y la maestra de la laguna. Si bien Fran había sido parco en sus explicaciones —que protegiera a Elizabeth en Buenos Aires, que le mandara recado sobre su bienestar, que la conectara con su familia si hacía falta—, todas esas advertencias no habrían tenido sentido si no hubiese sucedido lo que Julián tanto temía. Le gustaba Elizabeth. Era un bocado delicioso, aderezado con virtudes que la volvían más adorable a medida que las iba conociendo. Apenas sospechó que Francisco podría haberle echado el ojo se mantuvo a la sombra, aguardando el mínimo indicio para intervenir, según lo que viera en la muchacha. Ella no daba señales de aceptar a ninguno. Julián hizo el papel de amigo complaciente para los dos, pero se estaba cansando, y en Nochebuena quiso impresionar a la muchacha de Boston con algo que le recordara sus tradiciones. Era cierto que la idea había surgido hablando con Francisco, pero fue Julián quien tomó la iniciativa de disfrazarse, y esa vez leyó asombro en la mirada de Elizabeth. Ella habría preferido ver a Francisco en su lugar. Mantuvo a raya las avanzadas de su madre, puesta en casamentera, y las indirectas de su padre. Hizo cuanto pudo para reprimir su deseo de ofrecer a la maestra algo más que su apoyo, hasta que ocurrió lo del viaje a través de la tormenta. Esa noche supo que había perdido. Debió suponer que, en medio de un espantoso temporal, unos vigorosos brazos masculinos serían el destino natural del miedo de una muchacha desorientada. Esa noche, cuando su padre y los hombres regresaron agotados y sucios a El Duraznillo, preocupados por el paradero de Francisco y la señorita O'Connor, supo que ya nada sería igual. Siempre fue así: Julián era el joven encantador al que las muchachas adoraban, y Fran representaba la atracción de lo prohibido. No le había molestado demasiado hasta conocer a Elizabeth. La joven despertó en él el deseo de crear un vínculo más serio, una amistad más íntima. Fran se había interpuesto, aun sin quererlo.
Julián sintió la respiración quemante en el pecho. Su madre le había advertido que no dejara sola a Elizabeth y él, como un tonto, había confiado en que a una muchacha como ella no la sedujese la dura virilidad del "señor Santos". Debió darse cuenta de que llevaba las de perder desde aquel momento en que la maestra dijo sentirse atemorizada por el "ermitaño de la laguna". Lo peor de todo era que Francisco no le había aclarado cuáles eran sus intenciones y esa duda lo carcomía. Nada de lo ocurrido esa noche estaba claro, salvo su premonición de que era algo definitivo.
La berlina dio un batacazo y Lucía soltó una imprecación. Dormitando, no había advertido el paso del tiempo.
—¡Válgame, estamos en pleno campo! ¿Faltará mucho para la primera parada?
La llanura ardía bajo el sol. Doña Inés se había quitado la capota y mostraba su cabello deshilachado y signos de agotamiento. Aspiró el perfume de una botellita que guardaba en su bolsito y murmuró: