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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (43 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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El sol tiñó de rojo la planicie hasta que las sierras del Tandil lo ocultaron por completo. Una oscuridad benefactora se adueñó del campo, que clamaba por la lluvia. Las luciérnagas danzaron entre los arbustos y un mochuelo graznó desde su madriguera. Francisco esperaba que el francés no pretendiese pernoctar en El Duraznillo. Si así fuese, él convencería a Julián de que lo alojasen en las barracas, junto a los peones. Regresó a la casa, cansado de lidiar con sus sentimientos, dispuesto a recluirse en su habitación y desaparecer hasta el día siguiente cuando, al pisar el primer escalón del porche, descubrió a la señorita O'Connor conversando con el francés. Las sombras lo favorecían, así que se mantuvo pegado a la pared, escuchando las voces.


Chérie,
no puedo creer que se encuentre a gusto en esta tierra salvaje. Una damita como usted, tan elegante, debería lucirse en salones de baile en lugar de estas praderas incultas.

—Le recuerdo que no soy la única extranjera aquí,
monsieur
Nancy.

—Ah... pronuncia usted mi idioma de maravilla. Si no estuviésemos tan alejados de la civilización, le aseguro que solicitaría el placer de su compañía todos los días.

Francisco se sintió asqueado y a duras penas resistió la tentación de alejarse. Una palabra dicha en tono casual por el francés lo retuvo.

—... comprometida,
mademoiselle?

Elizabeth tardó en responder, lo que acicateó más la curiosidad de Francisco. Temió oírla pronunciar el nombre de Julián cuando ella dijo, con voz suave:

—Por el momento no pienso en esas cosas, doctor. Tengo mucha vida por delante y mucho trabajo.

—Sin embargo, me pareció que ese hombre —Francisco casi podía adivinar el frunce despectivo de los labios de Nancy al referirse a él— la miraba con intención,
mademoiselle
Elizabeth.

También adivinó el desconcierto en la voz de la maestra.

—¿Qué hombre?

—El invitado de la familia Zaldívar, un sujeto interesante por no decir extraño. Hay algo en él que me eriza la piel y no sé qué es. ¿Lo conocía de antes?

A Elizabeth no le agradó la forma en que el doctor hablaba de Santos, pero no pudo resistirse a indagar más sobre él, suponiendo que pudiera sacar algo en limpio de esa conversación.

—Apenas lo conozco. Entiendo que es amigo de Julián o algo así.

—Mmm... No es el tipo de persona con la que un joven caballero se relacionaría, si me permite la infidencia. Hay algo salvaje en su rostro, un rasgo brutal que me parece más propio de...

—¿Hablaban de mí? —dijo de pronto Francisco, saliendo de su escondite y sobresaltando a ambos.

—En absoluto,
monsieur,
sólo le preguntaba a la señorita O'Connor si ustedes se conocían desde hacía tiempo.

El doctor Nancy era un hombre de recursos y zafaba con facilidad de cualquier situación embarazosa. A Elizabeth, en cambio, le resultó imposible disimular el bochorno de verse descubierta en un chismorreo. Francisco casi sintió pena al observar su encendido rubor.

—Conozco a Elizabeth desde que llegó a la laguna, sí, puede decirse que desde hace bastante tiempo. ¿Satisfecha su curiosidad, doctor?

La voz de Francisco sonaba melosa a propósito, intentando demostrar al franchute que podía haber algo ambiguo en la relación que lo unía a la señorita O'Connor. Advirtió con satisfacción que eso sí lo incomodaba y, por supuesto, también a la propia Elizabeth.

—Es usted un hombre singular,
monsieur.
Habla poco pero, cuando lo hace, sus palabras parecen dardos.

—Tal vez —repuso tranquilo Fran—. ¿No es propio de los indios lanzar flechas?

El doctor soltó una carcajada fingida.

—Espero no me esté diciendo que es uno de ellos.

—¿Quién sabe? Esta tierra es muy diferente a su "civilizada" Europa, doctor. Puede encontrar muchas sorpresas. Las personas pueden parecer lo que no son, ¿no es así, Elizabeth? Y a nadie le importa demasiado tampoco.

El doctor Nancy, molesto con el giro de esa conversación que no entendía, prefirió retirarse a tiempo, percibiendo corrientes profundas de enojo bajo la aparente frialdad de aquel hombre y se despidió con rapidez, inclinándose con ceremonia para besar la mano de Elizabeth.

—Â bientôt, mademoiselle.


Que descanse, doctor —respondió la joven, todavía algo confusa por la furia que había notado en Santos.

Francisco se apresuró a subir los escalones que faltaban hasta quedar a la altura de Elizabeth.

—¿Usted también me encuentra raro, desagradable, un animal, señorita O'Connor? —le espetó.

—¡Yo no he dicho nada de eso!

—Sin embargo, estaba a punto de compartir la curiosidad del doctor por mis rasgos brutales, si mal no recuerdo.

—¿Acostumbra a escuchar tras las puertas, "señor Santos"?


Touché, mon amie
—respondió Fran, sin pensar.

La expresión sorprendida de Elizabeth le dijo que había cometido un grave error al hablar en francés. Ella no debía sospechar que él había pertenecido a la buena sociedad. Por su bien, debía seguir creyéndolo un peón de confianza de Julián.

—Vaya, "señor Santos". Ahora sí estoy intrigada. No sabía que pronunciara el francés con tanta corrección. Creo que el doctor Nancy no estaba tan alejado de la verdad cuando se interesaba por su pasado secreto —comentó con malicia, abanicándose como lo haría en un salón de baile.

El gesto, coqueto sin proponérselo, desencadenó una oleada de deseo en Francisco, a la vez que rabia por sentirse de ese modo. La tomó de las muñecas, deteniendo el vaivén del abanico, y la acercó con brusquedad.

—No use sus jueguitos conmigo, señorita O'Connor. Algo de razón tiene el francés cuando dice que no soy tan civilizado como los Zaldívar.

Elizabeth miró los ojos encendidos de Santos con aprensión. Cuando ese hombre la miraba, jamás lo hacía de modo amable. Y, a juzgar por lo ocurrido entre ellos esa tarde, la amabilidad no entraba en el trato que le dispensaba a ella.

—Me doy cuenta, "Francisco". ¿O no es ése su verdadero nombre?

"Ahora sí puedes decir
touché",
pensó satisfecha Elizabeth. Sin embargo, el triunfo le duró poco, pues Francisco no se arredró ante su descubrimiento y, sin cuidarse de los que pudieran verles, aprisionó las manos de la muchacha tras la espalda, dejándola inmovilizada contra su pecho, como antes, pero más desvergonzadamente aún. Cuando habló, lo hizo con la boca pegada a los labios de Elizabeth, confundiendo el aliento con el suyo mientras masticaba las palabras amenazantes:

—No intente ver más allá de las apariencias, señorita O'Connor, no le conviene. Al igual que le dije al doctor, a veces no nos gusta lo que encontramos tras la máscara.

Como si hiciese falta reforzar aquella críptica advertencia, el hombre de la laguna estampó su boca contra la de la maestra, oprimiendo sus labios con tal saña que Elizabeth sintió el borde cortante de los dientes contra la piel. Esa vez el beso duró poco, aunque la intensidad compensó la rapidez. Elizabeth casi no supo en qué momento el señor Santos la abandonaba en el porche para retirarse al interior de la casa.

El calor que agobiaba al campo se hacía sentir también en Buenos Aires. Las calles, húmedas por la cercanía del río, se volvían intransitables a la hora en que el sol apretaba. Los porteños acostumbraban caminar contra las paredes, guareciéndose en esa mínima sombra. El viento levantaba tanto polvo que oscurecía el brillo del sol y cubría en forma permanente los muebles y las ropas de los habitantes. La ciudad vivía sumida en una atmósfera de letargo. Los jóvenes programaban sus diversiones en indolentes charlas al compás del abanico, servidos por criaditas que llevaban en las bandejas refrescos y trocitos de sandía. En las proximidades del Fuerte, hombres y mujeres buscaban refrescarse con un baño en las aguas del Plata. Arremangados hasta las rodillas, unos y otros avanzaban, tanteando los lugares de mayor profundidad para darse un chapuzón. Los criados cuidaban las ropas en la orilla, mientras tanto, y al anochecer la ribera se poblaba de paseantes que secaban sus cabellos al viento.

En el salón de los Vélez, Aurelia trataba de tranquilizar a un preocupado Sarmiento.

—Querido, no te angusties. Esa muchacha debe haber recibido mi telegrama y estará al llegar, estoy segura.

—No me perdonaría si algo le ocurriese. Todavía me pregunto cómo se pudo cometer semejante error.

Aurelia, con modales serenos, acomodó la mantilla que cubría la mesa del té y contempló con ternura al hombre atribulado que tenía enfrente. Ella era de las pocas personas ante las que Sarmiento dejaba entrever un instante de debilidad.

—Nada le pasará. Ni sería culpa tuya en caso de que le sucediera. No la mandaste a San Juan, donde tampoco quisieron ir las otras, justamente para protegerla.

—Para protegerla a ella y evitarme las críticas de los pitucos de Buenos Aires, que ponen el grito en el cielo cada vez que quiero enviar a una maestra hacia allá. ¡Ni que fuese el infierno en la tierra!

Aurelia suspiró mientras recogía las tacitas. No sería "el infierno en la tierra", pero en San Juan la gente se mataba en las calles. Montoneras, levantamientos, degüellos, la realidad del país se hacía cruel en algunas provincias. Extrañaba a Lucía, sus rezongos, su compañía constante, además de su ayuda en la casa. Dios sabía que la vida se le tornaba complicada con su hermanita enferma, su padre enclaustrado escribiendo y las vicisitudes de Sarmiento en el gobierno. ¿Cuánto podía abarcar una mujer? Confiaba en que, por lo menos, la señorita O'Connor encontrase apoyo y consuelo en la buena de Lucía.

—Me pregunto si alguna vez se conseguirá poblar la Argentina de maestros —comentó el hombre ensimismado, con la frente apoyada en una mano.

Aunque era un comentario que no esperaba respuesta, Aurelia dijo:

—Y yo me pregunto si van a agradecértelo, en el caso de que lo consigas.

Sarmiento levantó la vista y la fijó en el rostro de aquella mujer pequeña que albergaba tanta inteligencia. Era curioso: él oía cada vez menos y, sin embargo, cuando Aurelia le hablaba en ese tono confiado y calmo, la escuchaba perfectamente.

Unos golpes ansiosos en la puerta interrumpieron el íntimo interludio.

—Quién podrá ser —murmuró Aurelia, al tiempo que caminaba hacia el zaguán.

La aldaba volvió a sonar en el silencio del anochecer y, al abrir, se le presentó el rostro demacrado del asistente.

—Francis. ¿Qué sucede?

—Hay problemas, señorita, problemas muy graves. Debo hablar con el Presidente.

CAPÍTULO 21

Eusebio no llegaba y Elizabeth no podía disimular su preocupación. Temía que la ausencia del hombre se debiese a una recaída de la esposa. Todos en El Duraznillo compartían su intranquilidad, ya que los Miranda eran apreciados y, por otro lado, estaba el asunto, siempre latente, del ataque por sorpresa de los indios.

—Elizabeth debe pasar la noche con nosotros —insistió doña Inés.

Le parecía una locura que la joven emprendiese el regreso hasta la zona de los médanos al anochecer.

—Lo mismo digo —apoyó Julián—. Enviaré a un chasqui para que averigüe lo sucedido.

—El pobre hombre correría el mismo peligro que yo —porfió Elizabeth—. No, debo regresar ahora mismo. Por favor, sólo les pido que pongan a mi disposición un carro, se los devolveré mañana.

—Ah,
mademoiselle,
una mala elección. Escuche a esta gente, que sabe lo que dice. Ni yo me atrevo a atravesar la distancia del fuerte de noche —y con esa declaración todos supieron que el francés se había invitado a permanecer en la estancia hasta el otro día.

Armando Zaldívar entró en ese momento, acompañado por Francisco. Ambos tenían expresiones decididas y era evidente que habían estado hablando sobre la situación.

—La acompañaremos, señorita Elizabeth —repuso el estanciero—. Si no va a sentirse tranquila sin saber de Eusebio, será mejor que nos pongamos en marcha ya mismo. Con suerte, llegaremos antes de que desaparezca la luna y, si allá en el rancho necesitan ayuda, se la brindaremos.

Las palabras serenas de Armando infundieron confianza a Elizabeth, y la mirada, acusatoria del señor Santos le devolvió el desasosiego. ¿De qué la acusaba? ¿De haberlos visitado? ¿De haberse dejado besar? ¿De obligarlos a acompañarla?

—Si es así —intervino el francés—, permítanme ir con ustedes,
mes amis.
Tres hombres valen más que uno.

—Y yo, padre —dijo Julián.

—Iremos sólo Fran y yo, con dos peones. No podemos dejar la casa a cargo de dos mujeres. Julián, cuida de tu madre —Armando miró a su hijo, pues ambos sabían que los nervios de Inés podían postrarla en cuestión de segundos.

El joven aceptó, tironeado entre dos lealtades. El doctor Nancy hizo una suerte de reverencia que indicaba sumisión a la palabra del mandamás y, con esa consigna, se dispusieron a partir.

Doña Inés abrazó a Elizabeth, recordándole que apenas quisiera podrían partir hacia Buenos Aires. La mujer seguía horrorizada de que la maestra pernoctara en un rancho de mala muerte. Armando y Francisco montaron sus respectivas cabalgaduras y separaron una mediana para Elizabeth. La bonita yegua que le había regalado Catriel se hallaba en el rancho, pues Elizabeth había imaginado que volvería en el carro de Eusebio.

—Es mejor así, llamaremos menos la atención —le aclaró Francisco, al ver la perplejidad de la muchacha al saber que iría a caballo.

Cinco jinetes partieron del casco de El Duraznillo rumbo a las tierras costeras. El aire era pesado y a los caballos se los notaba inquietos, lo que preocupó a Francisco, siempre atento a su animal.

Elizabeth se encontró más cómoda a lomos de su yegua que la primera vez, sobre el caballo de Jim Morris, sin duda porque, a medida que practicaba, afirmaba sus habilidades de amazona. Galoparon en forma sostenida hacia el sudeste, manteniéndose cerca unos de otros. Francisco se había ubicado a la derecha de Elizabeth y Armando Zaldívar adelante, abriendo la marcha. Durante una media hora, el silencio fue completo, acentuado por un mutismo sobrenatural que cubría la pampa. Los pájaros nocturnos parecían haberse escondido de los jinetes y la Cruz del Sur apenas se distinguía a causa del polvo que ellos mismos levantaban.

Al cabo de un rato, Elizabeth comenzó a sentir un zumbido en los oídos y miró hacia su escolta, para ver si le sucedía lo mismo. El rostro de Francisco era inescrutable. Como ninguno de aquellos hombres manifestaba nada, supuso que se debía a su falta de experiencia en cabalgatas. Sin embargo, unos momentos más tarde el horizonte se tiñó de amarillo, algo insólito en plena noche. Armando Zaldívar levantó una mano en señal de parlamento. Los caballos resoplaron y los hombres formaron un círculo que abarcó a la joven.

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