Un humor extraño se apoderó de Francisco ni bien supo que la señorita O'Connor aceptó la invitación de doña Inés. "De Julián, más bien", pensó, disgustado. El entusiasmo de su amigo por la joven maestra era tan evidente que hasta sus padres se hallaban sorprendidos. "Y complacidos", se dijo. ¿Y qué esperaba? ¿Que una muchacha hermosa y disponible no se fijase en su apuesto amigo, siempre atento y cordial? Las mujeres como Elizabeth O'Connor no eran para él. Las damas que aceptaban las atenciones de Francisco Peña y Balcarce en los buenos tiempos habían sido de reputación dudosa o, al menos, de moral hipócrita.
Mejor haría en olvidarse de la maestrita remilgada, ese pensamiento no lo conduciría a nada bueno. Un hombre enfermo, además...
—¿Buscando un poco de tranquilidad?
La voz de Armando Zaldívar lo sobresaltó.
—Reconozco que mi mujer suele hablar demasiado a veces —continuó—. Es propio de la condición femenina, así que, amigo mío, más vale que te vayas amoldando, si es que ya estás buscando formalizar. O tal vez me estoy apurando —agregó, al tiempo que palmeaba el hombro de Francisco con simpatía—. A tu edad, muchacho, yo me bebía los vientos también y pensaba que jamás me casaría, pero llega el tiempo en que un hombre se cansa de libar en distintas flores y quiere una que sea propia.
Armando buscó en su bolsillo su propio cigarro y lo encendió, disfrutando del pequeño placer con los ojos puestos en la lejanía.
—Creo que a mi hijo ya le llegó el turno.
Las palabras, dichas con liviandad, se enterraron en el corazón de Francisco.
—¿Qué opinas de la maestra, ya que la conociste casi al mismo tiempo que Julián?
Un latido desacompasado comenzó en la sien izquierda y Francisco tuvo que disimular el rictus de dolor.
—No he tenido tiempo de tratarla —contestó de forma automática—, aunque parece una mujer interesante.
"Interesante", qué calificativo anodino para definir a Elizabeth. "Interesante" podría ser la propia doña Inés, o quizá la detestable Teresa, pero no Elizabeth, ella no. "Subyugante" era el nombre apropiado. "Apetecible." "Tentadora."
—Me agradará conocerla, aun siendo extranjera. Te sorprende —dijo el estanciero al ver la expresión de Francisco—. Mi esposa es de sangre inglesa y no debería hablar así; sin embargo, nuestro matrimonio no fue siempre diáfano, Francisco. El carácter, las costumbres familiares, todo se interponía entre nosotros hasta que encontramos la fórmula. Nos ayudó mucho la llegada de Julián. Mi esposa se volcó a él por completo y se volvió más tolerante. Por otro lado, mis viajes continuos a la estancia atemperaron las diferencias. Una tregua es bienvenida en todo matrimonio, eso debes tenerlo en cuenta. No puedo hablar de esto con Julián, pues se trata de su madre, pero cuando supe que la señorita O'Connor era norteamericana, pensé que tal vez a mi muchacho le resultase una mujer algo fría, ¿entiendes? Por eso quería saber qué opinión te merecía.
—No es fría en absoluto —largó de pronto Francisco, sin pensar. Armando Zaldívar estaba mirándolo, sorprendido, cuando una polvareda surgió en el horizonte. De manera instintiva, palpó el revólver que desde hacía días portaba en el cinto. Francisco arrojó el cigarro y se enderezó, presto a dar la alarma si era necesario.
Al disiparse la tierra, pudieron ver que se trataba del capitán Pineda y su baqueano, Laureano Pereyra. Desmontaron y saludaron con prisa.
—Ave María —dijo el baqueano.
Armando inclinó la cabeza y Francisco hizo lo propio. Una señal bastaba para entenderse. Aquellos hombres estaban de recorrida y seguramente querrían informar de algo a los pobladores de la frontera.
—Don Zaldívar, suerte de encontrarlo. Andamos paseando a un viajero inoportuno.
Las palabras de Pineda extrañaron a Armando, pues no veía a nadie más, hasta que vislumbró una nube de polvo más pequeña a la distancia. Pineda sonrió con socarronería.
—Lo hemos zarandeado un poco, para que vea que la pampa no es para todos.
El jinete se acercó bufando, igual que su caballo, y tardó en desmontar. Al aproximarse al corrillo, Armando y Francisco apreciaron que se trataba de un extranjero vestido de manera puntillosa: las botas polvorientas eran de calidad superior a las de cualquier milico y la chaqueta de seda verde, aunque deteriorada, resultaba pretenciosa en aquellos parajes.
—Doctor Nancy, para servirlos —se presentó el hombre, inclinándose.
Su acento francés y su gesto cortesano también eran incongruentes.
—El doctor está con nosotros en una misión —aclaró el capitán Pineda.
Era evidente que aquella misión desagradaba tanto al capitán como al baqueano, aunque ni Francisco ni Zaldívar pudieron precisar por qué. Los médicos eran muy requeridos en los fortines y como escaseaban, los hombres solían curarse solos. Sus funciones solían ser desempeñadas por los mal llamados "boticarios", hombres sin más conocimiento que el elemental para vendar, entablillar o limpiar heridas.
—Así es. Estoy a cargo de la sanidad del Centinela desde hace varios días, preparado para cualquier eventualidad, ahora que pude aprovisionarme de lo indispensable. La botica que encontré a mi llegada dejaba bastante que desear.
El comentario, pese a que no hacía más que confirmar una situación frecuente, no cayó bien al capitán.
—Ya sabe que cuenta con mis servicios profesionales —añadió Nancy.
—Esperemos no necesitarlo, doctor, pero muchas gracias —respondió Armando.
—¿Y bien? ¿Les parece que habrá
envahissement
?
—El doctor se refiere al malón —tradujo Pineda—. Como hace tiempo que la frontera está en armas, le extraña que los indios no asomen sus hocicos. Ya le expliqué que el salvaje no es predecible, y tanto puede caer de sopetón como avanzar de a poco cada día. Es que el doctor arde en deseos de verles las jetas.
El lenguaje del capitán disgustó a Nancy, que se apresuró a aclarar su impaciencia:
—Sucede que mi interés es científico, señores. No sólo vengo en misión humanitaria, sino que tengo mis propósitos. Hace tiempo que estoy armando una especie de museo en mi casa de la Garonne y todo cuanto pertenece a los salvajes americanos me interesa: puntas de flecha, alfarería...
—Y huesos —agregó el capitán.
—
Oui,
también huesos, ¿por qué no? Es una colección como cualquier otra. Una vez muertos, ¿qué importa dónde se encuentran los restos de los indios?
Francisco comenzó a sentir repugnancia por el doctor Nancy y Armando no le iba atrás, aunque ninguno hizo comentarios.
—El doctor ha venido viajando desde el norte y juntó unos cuantos "restos" —dijo Pineda, despectivo.
El hombre de los fortines luchaba contra el indio y hasta trataba con él, si hacía falta. Conocía su lado malo y el bueno también. No eran raros los casos de indios amigos, ni tampoco los de hombres blancos enredados en amoríos con indias. La manera desaprensiva del francés irritaba al capitán porque no se apoyaba en una enemistad verdadera sino en una desvalorización del indio como hombre. El doctor no había tenido que enfrentarse cara a cara con un enemigo y lancearlo en defensa de su vida, ni lo había visto en llanto desgarrado ante su familia muerta como consecuencia de una partida de milicos o del ataque de otra tribu.
—En Norteamérica ha habido verdaderas masacres —aclaró Nancy— y, de no ser por mí, no quedaría ni rastro de los vencidos. Tuve que pagar bastante por los cráneos de dos guerreros cherokee cerca de Oklahoma, un jefe y su hijo mayor. No es fácil encontrar a alguien, aun con buena paga, que rescate flechas, plumas o cabezas de indios para una noble causa.
—¿Noble causa? —dijo Francisco, asqueado.
—La de la ciencia,
monsieur.
En estos parajes dejados de la mano de Dios todavía están lejos de apreciar la importancia de una investigación científica, pero el día de mañana agradecerá que alguien haya tenido la visión de salvaguardar restos de una tribu primitiva.
—¿Qué hace usted con los cráneos, doctor? —inquirió Armando, tan horrorizado como Francisco, a esa altura.
—Disecarlos primero, en un proceso complicado, y luego enviarlos a Europa, donde mis amigos del museo los acondicionan para exponerlos en vitrinas. Imagínese, será una atracción comparable a la que produjeron en España los nativos que Colón llevó al regresar de su viaje. Europa siente gran interés por los salvajes de América.
—¿No es un poco salvaje también ese interés, doctor?
Nancy miró con suficiencia a Francisco. El hombre le había disgustado desde el principio, tenía un no sé qué de incivilizado en su rostro y él no acostumbraba a tratar con gente inculta, aunque debía disimular, puesto que se trataba, al parecer, de un amigo de la familia.
—Me permito disentir,
monsieur.
Eso depende del punto de vista que se adopte. La ciencia sufre muchos embates, sobre todo de parte de los fanáticos religiosos, de los que, espero, usted no formará parte —sonrió con cinismo.
—De todos modos —terció Armando Zaldívar— no creo que haya venido usted a El Duraznillo esperando encontrar indios, ya que voy a tener que desilusionarlo.
—De eso quería hablarle, señor Zaldívar. Con su permiso, mi baqueano y yo haremos una rastrillada por los alrededores. Maliciamos una emboscada por algunas señales que vimos.
La antipatía hacia Nancy pasó de inmediato a segundo plano, ante la amenaza que traía Pineda. Zaldívar se dispuso a facilitarle los hombres que necesitaba para cumplir su misión, y no pudo evitar invitarlos a cenar. Ya vería luego cómo conformar a su esposa, que de seguro pondría el grito en el cielo. Doña Inés se molestó al principio por la intrusión de los militares, aunque la obsequiosidad del francés la halagó, así que se mostró como una anfitriona considerada. Pineda y Pereyra habrían disfrutado más una mateada en las barracas de los peones, pero no podían desairar a don Zaldívar ni querían dejar al franchute solo, como invitado de honor. Todos se sentaron en torno a la mesa grande y degustaron los platos de Chela.
El doctor Nancy estaba a sus anchas en ese ambiente más civilizado, donde las conversaciones podían elevarse a alturas que en el fortín resultaban imposibles. Ya estaba harto de la vida de frontera y, si no hubiera sido por su ambición de coleccionista, se habría mandado mudar a Francia hacía rato. Procuró, sin embargo, no hablar sobre su colección de tesoros mortuorios en presencia de doña Inés Durand, una dama en todo sentido que no vería con agrado su afición. La sensibilidad femenina debía ser cuidada y fomentada.
Francisco se mantuvo callado durante toda la cena y la conversación fue sostenida por el resto. De pronto, y sin que nada permitiese anticiparlo, el doctor Nancy se volvió hacia él y le espetó:
—¿Sabe,
monsieur
? Su rostro me recuerda a alguien, no sabría decirle quién. Tiene un rasgo peculiar que es inconfundible.
Francisco se envaró, temiendo que aquel hombre estuviese ligado a los Del Águila y fuese a cometer una infidencia.
—No hemos frecuentado los mismos salones —alegó.
—No, no es justamente de los salones de donde lo recuerdo, sino de otro sitio, sólo, que no puedo precisar cuál.
La mirada aquilina del francés paseó por los rasgos de Francisco con la misma meticulosidad que si estuviese diseccionándolo.
—Hélas...
—suspiró—. Ya vendrá a mi mente.
Después de eso, el doctor se abocó a elogiar a Inés Durand por su coraje al visitar la estancia en plena amenaza de "invasión", como insistía en denominar a los malones.
—Un tipo de lo más peculiar —dijo Julián más tarde, mientras Francisco y él tomaban una copita de oporto.
—De lo más desagradable, diría yo.
—A madre le cayó muy bien. Se ve que el tipo se las trae con las mujeres. Por suerte, nos visitó antes de que llegara Elizabeth.
El tic de la mejilla de Fran entró en acción al escuchar el tono con que Julián la nombraba.
—Te noto muy protector hacia la muchacha de Boston.
—No es eso, sino que Elizabeth es de las mujeres que no conocen su atractivo, las que suelen caer presa de los inescrupulosos. Y este Nancy es, sin duda, uno de los peores. ¡Mira que decirte que te recordaba de no sabía dónde! Más le valía quedarse callado si no recordaba nada.
Hubo un momento de silencio y de repente ambos se miraron, movidos por un mismo pensamiento.
—¿Tú crees? —murmuró Francisco.
—Todo es posible —repuso Julián.
—Odiaría pensar que...
—Olvídalo. No tiene la edad suficiente, y sería demasiada casualidad, ¿no?
—Me miraba como si encontrase alguna deformidad repugnante en mi cara —reflexionó Francisco.
—El repugnante es él, pero hay algo que debe tranquilizarte: no se te parece en nada.
—Y lo trajo un señor irlandés.
Elizabeth se empinó para colocar la estrella de papel en el arbolito que oscilaba sobre la mesa de la sacristía. La ceremonia del árbol no estaba difundida en el campo y Elizabeth les explicaba a los niños que había sido llevada al Río de la Plata por un soldado irlandés, que llegó con las invasiones inglesas y fue atendido por una familia de Buenos Aires cuando cayó malherido.
—¿Y para qué lo atendieron, si vino a invadir la ciudad? —dijo con desprecio Remigio.
La tarea de colocar adornos le parecía cosa de niñas, de modo que se mantenía alejado, observando, al igual que Luis que, sin embargo, ardía en deseos de participar.
—Por caridad cristiana, Remigio. ¿Qué harías si vieses a un hombre que acaba de robarte agonizando en una zanja?
—Yo le echaría tierra encima para liquidarlo —aseveró Remigio, orgulloso.
Livia y Juana ahogaron una exclamación y Elizabeth dejó de luchar con la estrella para enfrentar al muchachito con los brazos en jarra.
—¿Cómo puedes decir eso, Remigio? Me avergüenzo de ti. Y en un día como éste, que vamos a recibir a Jesús. Ven acá.
El chico se acercó, creyendo que recibiría un coscorrón, y se sorprendió al ver que Misely le colocaba en las manos un globo azul.
—Vas a poner este adorno, mientras formulas una oración de arrepentimiento. Colgarás tres esferas azules y por cada una dirás: "Me arrepiento, seré bueno".
Luis se acercó gozoso a contemplar el castigo, mientras las niñas rodeaban a Remigio con solemnidad. Colorado hasta las orejas, el muchachito estiró su cuerpo delgado hasta alcanzar la rama más alta y allí enredó la bola con torpeza, murmurando entre dientes. Elizabeth contuvo una sonrisa. La lección de humildad le serviría. En los últimos tiempos, sobre todo desde la ausencia de Eliseo, los mayores se habían vuelto revoltosos y desobedientes, como si intentasen tomar el lugar que el muchacho más grande había dejado vacante.