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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (35 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Esta región está alejada de la zona de frontera —atinó a decir.

—Bastante alejada, no tanto como para impedir que alguna avanzada llegue hasta aquí. Los indios suelen dar grandes rodeos, es parte de su estrategia.

—¿Qué me sugiere entonces, señor Santos? ¿Que abandone el lugar? ¿Y adonde iría?

El Padre Miguel apareció en ese momento y saludó a Francisco mientras echaba una mirada a la escopeta de caño largo.

—Disculpe, Padre. Con lo sucedido ayer olvidé devolverle el arma. Aquí se la traigo y le agradezco que me la haya prestado.

Elizabeth miró aún más sorprendida al sacerdote que revisaba la carga con habilidad, como hombre acostumbrado a disparar. No podía creer que el cura tuviese armas en su capilla. El Padre Miguel evitó mirarla mientras participaba en la conversación que había escuchado desde la ventana.

—Así que tenemos problemas, ¿eh?

—En efecto. Estaba diciéndole a la señorita O'Connor que sería preferible emigrar por un tiempo.

—¿Emigrar? ¿Se refiere usted a que debo partir hacia Boston, señor?

La indignación en la voz de la maestra era palpable. Ella creía que cualquier argumento del señor Santos estaba dirigido a expulsarla de su vista. Francisco pensó en qué diría la remilgada Elizabeth si supiese cuánto le afectaba a él su partida. Darse cuenta de eso lo enfurecía, pues lo último que deseaba era crear un vínculo entre él y otras personas. Había viajado hasta allí para encontrar un sitio donde morir, nada más.

—No me animo a sugerir tanto, señorita, aunque tal vez sea lo mejor para usted. Creo que permanecer en el rancho no es buena solución, pese a que Eusebio y Zoraida son respetados por los indios de la zona. Padre, usted también debería guarecerse por un tiempo.

—Hijo, desde que vine jamás tuve problemas con nadie —y miró a Elizabeth de reojo—. Por otra parte, no puedo abandonar la capilla, es mi deber quedarme, pase lo que pase.

Francisco suspiró. Los tiempos que corrían eran difíciles para todos, incluidos los propios indios, y no siempre quedaban claras las posiciones de unos y de otros. Tuvo la idea repentina de que morir de un lanzazo no sería mala cosa, tomando en cuenta que no deseaba perpetuarse en su enfermedad progresiva. Sin embargo, le había dado la palabra a Julián y la cumpliría. Se hallaba en un dilema. No podía irse tranquilo, dejando a la señorita O'Connor a merced de lo que ocurriese en los próximos días, y tampoco quería llevarla con él, por motivos egoístas: no deseaba fomentar la amistad entre ella y Julián, mucho menos después del comentario de su padre, que esperaba ver casado pronto a su hijo. Además, era probable que sus ataques se incrementasen con la presencia de Elizabeth. Sus dudas debieron reflejarse en su rostro, pues el de la muchacha se dulcificó al decir:

—No se atormente, señor Santos, es seguro que para Navidad iré a Buenos Aires, a la casa de mis parientes. Usted me ha hecho un regalo por adelantado que debo agradecer —y señaló la bibliotequita—. Nunca he recibido algo más apropiado. Me viene de perlas. A partir de ahora, este sitio estará más ordenado y los niños aprenderán eso también. Gracias.

Las palabras, impregnadas de dulzura, llenaban la cabeza de Francisco con un poder embriagador. Le asustó pensar que podía sufrir los síntomas pero, en lugar de latirle las sienes como anticipo, un hormigueo le recorrió el pecho y algo duro comenzó a disolverse en su estómago.

Él era un hombre rígido, poco dado a los melindres, y el rechazo constante del que creyó su padre lo endureció con una veta de resentimiento. Había mucha diferencia en el trato que Rogelio Peña dispensaba a sus hijos menores. Para un niño sensible como era él, deseoso de agradar y ser querido, aquellos gestos sutiles fueron forjando un carácter agresivo que sólo por casualidad no lo condujo por mal camino. Francisco Peña y Balcarce podía ser zalamero, gentil y seductor, aunque esas actitudes tenían sólo un propósito: llevar a la mujer en cuestión a la cama y terminar con ella lo más rápido posible. No en vano se murmuraba que tenía un corazón de pedernal. Jamás había mirado hacia atrás al dejar de lado una conquista. Ninguna mujer le había inspirado ternura. ¿Por qué, en ese momento crucial de su vida, empezaba a sentir esas cosas por alguien como la señorita O'Connor?

—Señor Santos.

La miró, sorprendido de haberse perdido en pensamientos inadecuados.

—Le diré a los niños que usted hizo este mueble para la escuela y eso completará la imagen de héroe que han forjado desde que curó a Mario.

Francisco frunció el ceño.

—No soy un héroe. Dígaselo a esos niños antes de que sea tarde y esperen de mí cosas que no suelo hacer, como pasearlos por la laguna o mecerlos en mis brazos. Le repito algo que le dije la primera vez, señorita: ésta es una tierra dura, de sacrificios. Si pensó que podría ablandarla con sus artes de maestra, está equivocada de medio a medio y más vale que lo sepa desde ahora. Le aconsejo que empaque sus cosas y vuelva a Buenos Aires, como primera medida. Después, el tiempo dirá si le conviene regresar a su patria. A lo mejor, el Presidente le encuentra trabajo en un lugar más decente. Padre, encárguese de convencer a esta mujer cabeza dura de la verdad de lo que digo. Si está dispuesta a viajar, hágamelo saber, que estaré en El Duraznillo. Buenos días.

Y partió, dejando a Elizabeth tan consternada como al mismo Padre Miguel.

La galopada de regreso tuvo el efecto de taladrar la cabeza de Francisco como un martillo en el yunque. El arrebato que lo había poseído era la causa. Apenas se supo lejos de las miradas, se dejó caer del caballo y se ovilló sobre el suelo duro, girando sobre sí para aminorar los síntomas del nuevo ataque. Gitano relinchó, inquieto, mientras su dueño se revolcaba en la tierra, abrazándose y aullando su dolor a los vientos. Su grito se perdió en la bruma marina y entre el graznido de los teros que volaban, agitados por la llegada de un intruso.

En la capilla, Elizabeth disponía los libros en los estantes de la nueva biblioteca ante la mirada curiosa de los niños, sintiendo una marea de sentimientos agolpados en su pecho: dolor, rabia y compasión.

El señor Santos era un enigma y no sabía por qué, se sentía llamada a resolverlo.

CAPÍTULO 16

Los días pasaron, y la amenaza del ataque de los indios se volvió incierta. Elizabeth no tuvo más noticias de Santos ni tampoco recorrió las tierras aledañas a la playa. Sus horas transcurrían en medio de los preparativos de Navidad. Descubrió en el Padre Miguel un aliado, si bien se negó en redondo a que se hablara a los niños de Santa Claus, un personaje pagano que, a su juicio, nada tenía que ver con la Nochebuena.

—Haga usted como desee, Miss O'Connor, que los regalos que reciban estos niños vendrán de los Reyes Magos, únicos verdaderos en la tradición cristiana.

—Pues le recuerdo, Padre, que ellos también eran paganos —protestaba Elizabeth con vehemencia.

La espera de Santa Claus era el recuerdo más bello de su infancia y quería transmitirlo a esos niños pobres que, día a día, absorbían sus enseñanzas con candor. Sin embargo, el Padre Miguel era duro de roer en algunas cosas y Elizabeth tuvo que ceder. En lugar de tejer medias para colgar de las ventanas, solicitó ayuda de Lucía y de Zoraida para recoger materiales y construir un pesebre. Lo pondrían en la nave de la capilla, para que los niños acudiesen a diario a pedir deseos. Eusebio, siempre mascullando su disgusto, se ocupó de juntar paja, piedras y semillas, mientras que Lucía, acostumbrada a los "Belenes" en casa de sus patrones, seleccionaba los materiales para elaborar las figuras. Zoraida, por su parte, dio puntada tras puntada en unas bolsas de arpillera para crear túnicas con que vestirlas. Elizabeth asignó a cada niño una tarea: Luis y Remigio, que discutían por todo, fueron encargados de recoger plumas para rellenar el jergón del Niño Dios; Juana, que era hábil con las manos, se ocupó de vestir las figuritas que Livia y Elizabeth armaban en forma rústica, con piedrecillas y paja; Marina estorbaba más de lo que ayudaba, pero Elizabeth no quería negarle nada a aquella niña vivaz y cariñosa; en cuanto al Morito, el niño ya tenía una profunda fe que lo convirtió en el alma del pesebre. Pese a la paradoja de no estar bautizado, él era el que indicaba dónde debían colocarse los muñequitos, de acuerdo al rol que cada uno había desempeñado en el Nacimiento. Mario y Eliseo brillaron por su ausencia y Elizabeth sufría por los dos, aunque nada podía hacer. De Eliseo no se tenía razón desde hacía tiempo y Mario se encontraba enfermo, como era habitual. El Padre Miguel se dedicó a cocinar confituras para guardar en la despensa: dulce de quinotos, naranjas confitadas y el típico dulce de leche, que guardó en latitas de colores compradas en el almacén de Santa Elena. El también quería oficiar de Rey Mago.

Diciembre transcurrió con lentitud; los días eran calurosos y la pampa ardía. La falta de lluvia preocupaba a los habitantes. Al peligro de incendio de los pastizales, se agregaba el adelgazamiento del ganado.

En El Duraznillo, Armando Zaldívar recorría los campos proveyendo fardos de pasto a sus vacas y llenando los abrevaderos. Eran jornadas agotadoras que Francisco compartía como un peón más, sintiéndose útil y a gusto entre aquella gente sencilla. Había descubierto que, si permanecía ocupado de sol a sol, los ataques no se producían. Julián también lo había advertido, pues se mostraba animado y entusiasta. Él mismo organizaba los recorridos e insistía en que su amigo participase de todos los arreos.

—Cualquiera diría que lo hemos empleado, hijo —decía, algo turbado, Armando Zaldívar.

—Papá, es el mejor hombre que tenemos. Y me parece que ha descubierto un nuevo oficio.

Francisco compartía con Julián el mate en la cocina y de inmediato partía a caballo adonde la necesidad del campo lo requiriese: a reparar alambrados, cavar zanjas, arrear vacas, y hasta se animó a domar potros, trabajo reservado a unos pocos. Los peones lo aceptaron con facilidad debido a su llaneza en el trato y a la resistencia de que hacía gala. Nadie como él para recorrer a pie grandes distancias, jamás se cansaba, atinque pasara horas sin comer. A la noche, compartía la ronda del mate con los peones, como uno más. Lejos quedaba aquel caballero por el que tantas damas porteñas suspiraban. Ninguna de ellas lo habría reconocido, pues el trabajo rudo lo había vuelto más corpulento y el sol había tallado arrugas en su rostro. El cambio más grande, sin embargo, se encontraba en su interior: el esfuerzo y la rutina, con sus horarios, le permitían dormir mejor, habían abierto su apetito y, lo más importante, alejado el terror de los ataques.

Julián y él tenían la costumbre de practicar tiro, por si acaso la puntería marcase la diferencia entre la vida y la muerte, ya que el alerta sobre los malones no se había extinguido. Algunas veces, partidas de reconocimiento del Centinela visitaban El Duraznillo y sus hombres departían con los patrones, jugaban naipes, o realizaban alguna carrera cuadrera, sólo para distenderse un poco.

La llegada de doña Inés, dos semanas antes de Navidad, alteró la rutina de los hombres. Francisco la recordaba esbelta, huesuda para el gusto de los criollos, de rostro delicado y cabellos rubios. Los ojos, más claros que los de Julián, eran luminosos y serenos. No había cambiado mucho y, salvo algunas canas, Inés Durand seguía siendo una mujer interesante.

Armando la recibió en el portón del camino principal. Trepó con agilidad a la galera y se sentó junto a su esposa, tomando las riendas en sus manos, después de estamparle un beso que la mujer no pudo esquivar. Formaban una pareja contrastante: él, buen mozo en su tipo criollo, moreno, con las sienes ya plateadas y los ojos de mirada profunda; ella, una silueta lánguida de tez pálida, labios finos y mirada un poco triste. Había belleza en la combinación, sin embargo, como si se unieran la fuerza y la inteligencia. Julián había heredado lo mejor de ambos: un espíritu sensible en un cuerpo hermoso y vital.

Julián abrazó con cariño a su madre y enseguida dispuso que le preparasen un té de bienvenida.

—Querido, no sabes cuánto celebro verte en nuestra finca —dijo la mujer a Francisco mientras se quitaba los guantes y la capota que cubría sus cabellos de lino—. ¿Cómo está tu madre?

Al igual que todos en Buenos Aires, Inés Durand no estaba al tanto de los acontecimientos que habían precipitado la partida de Fran, de modo que su pregunta era sincera.

—Supongo que bien.

—Estos hijos... —lo reprendió Inés con suavidad—. No saben el daño que causan cuando ensayan sus alas.

Sacó un pañuelito de encaje y se sonó la nariz con discreción. Su salud delicada la obligaba a tomar toda clase de recaudos cuando viajaba. Su dama de compañía le alcanzó de inmediato un frasco de perfume que Inés aspiró con delicadeza.

—Hay demasiada tierra por todos lados —dijo, a modo de explicación—. Se nota que no ha llovido.

—Ése es sólo uno de los problemas que tenemos —repuso Armando, que acababa de ordenar a los peones el cuidado de los caballos.

El hombre dejaba marcas de tierra en el embaldosado y doña Inés observó ese detalle con disgusto. Detestaba de la vida en el campo que todo se tornara sucio, rústico, desagradable. Por suerte, en su habitación podía aislarse, olvidando que se encontraba en territorio salvaje.

—Padre dice que es sólo uno de los problemas porque estamos temiendo un malón, madre —dijo Julián mientras servía el té.

Esa noticia derrumbó el ánimo de Inés. ¡Un malón! Y justo en esos días se le había ocurrido a ella viajar. ¿Qué podía hacer, por otro lado, si los hombres de su familia no se dignaban ir por la ciudad en tanto tiempo? Era Navidad, no podía quedarse sola, corriendo el riesgo de que, a último momento, cualquier inconveniente típico de la vida rural les impidiese reunirse con ella en Buenos Aires.

—No se habla de eso en la ciudad —repuso.

—Pues aquí es de lo único que se habla —alegó, casi eufórico, Armando—. Los militares vienen y van por estas tierras igual que nuestros peones. Estamos tan familiarizados con ellos como si fuesen de la familia.

"Peor de lo que pensé", se dijo doña Inés. Ya imaginaba la invasión de hombres toscos, invitaciones forzadas a cenar y noches bulliciosas en los establos. Julián debió adivinar sus temores, pues se apresuró a tranquilizarla:

—No es para tanto, madre. Han venido algunas veces, más que nada a comprobar que estemos bien y, de paso, aprovisionarse un poco. No siempre reciben las raciones con puntualidad. ¿Leche?

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