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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (36 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Doña Inés extendió la taza mientras pensaba en qué bello hijo habían criado ella y Armando. Apuesto, inteligente, cordial, un tesoro para cualquier mujer. ¿Quién sería la afortunada? Especuló sobre las razones por las que Julián pasaba tanto tiempo en El Duraznillo y temió que anduviese enredado con alguna chinita de por allí. Ya averiguaría con Chela sobre las costumbres de su hijo aunque, si Francisco estaba con él, lo más probable era que fuesen distracciones sin consecuencias. Francisco se caracterizaba por no comprometerse con ninguna mujer.

—Se te ha echado de menos en las tertulias, Fran —le dijo de pronto—. Más de una dama se extrañó de tu ausencia.

—Me halaga, doña Inés, no creo que sea para tanto —contestó Francisco, un tanto incómodo.

—Los hombres siempre hacen sufrir a las mujeres —dijo Inés, mirándolo por sobre el borde de la taza.

—No dejé a ninguna en situación de sufrir por mí.

Doña Inés no respondió. Había oído cotorreos sobre la despechada señora Del Águila, pero no era un tema para tratar en público, dado que la mujer estaba casada. Conocía, además, la "ligereza de cascos" de aquella señora, por lo que entendía la situación, aunque ella preferiría que su hijo no siguiese los pasos de un Casanova como Francisco Peña y Balcarce.

—¿No han preparado adornos navideños? —preguntó, al observar que la casa seguía tan austera como siempre.

—No hemos tenido tiempo, madre, lo resolveremos de inmediato. Mañana ordenaré traer del almacén todo lo que haya. Festejaremos a lo grande, con Francisco entre nosotros. Chela prometió lechón adobado y manzanas al jengibre. ¿No es así, Chela?

La mujer asintió, deseosa de complacer a misia Inés, que no era fácil cuando del servicio se trataba. Prefería lidiar con los varones de la casa.

—Estaba pensando, padre —siguió Julián con infantil entusiasmo—. ¿Qué te parece si invitamos en Nochebuena a la señorita O'Connor?

Francisco casi se atraganta con el té y se sintió enfermo cuando escuchó a doña Inés preguntar, interesada:

—¿Y quién es "la señorita O'Connor", si puede saberse?

—La maestra de la laguna, madre. La conocimos hace poco, cuando vino en busca de ayuda para construir su escuela. Desde entonces, una cuadrilla de hombres está trabajando en la capilla del Padre Miguel, para levantar un galpón que sirva de aula. Te encantará Elizabeth, madre, es una mujer notable. Vino contratada por el gobierno.

Doña Inés percibió genuino interés tras el fervor de su hijo por la señorita O'Connor. El apellido sonaba irlandés, o tal vez fuese inglesa por rama materna. Estaba al tanto del proyecto de Sarmiento, aunque no imaginó que una de aquellas maestras que tanto costaba traer al país estuviese allí," en la región agreste de Mar Chiquita.

—¿Y cómo es esa maestra? Ha de tener coraje para aventurarse sola hasta aquí —se interesó, olvidada del cansancio y del temor a los indios.

—Lo tiene. Cuando la conozcas —aseguró Julián, dando por sentado que la invitación sería aceptada— te encantará. Es una mujer excepcional.

—Vaya, no puedo esperar a verla. Tener a una mujer en la casa, además, un espíritu afín que comparta mis penurias, será refrescante —bromeó, sin ver la expresión de Chela, ofendida al ver que misia Inés no la consideraba a ella "una mujer" en la casa—. ¿Es joven?

—Muy joven. ¿Qué edad tendrá Elizabeth, Fran? ¿Dieciocho? ¿Veinte? No más que eso, se la ve muy tierna.

Doña Inés tomó nota de dos cosas mientras escuchaba el parloteo de su hijo: la confianza con que éste la llamaba "Elizabeth" y la reticencia de Francisco a hablar de ella. Fran, por su parte, sentía el estómago revuelto con el giro de la conversación. Había intentado desterrar a la señorita O'Connor de su pensamiento, y la joven seguía en el fondo de su mente como una presencia fantasmal. En ocasiones, su voz apaciguadora se adueñaba de sus recuerdos; otras veces, la veía con el cabello alborotado bajo las capotitas, corriendo tras los niños en la orilla o inclinada sobre el escritorio, sosteniendo la mano de la pequeña Marina para dirigir su escritura. La estampa que más se grabó en su mente fue la expresión de desconsuelo cuando quiso agradecerle la biblioteca y él la trató con dureza. Ese recuerdo lo perseguía y a duras penas conseguía mantenerlo a raya embruteciéndose con el trabajo de campo.

Las palabras de Armando Zaldívar penetraron en sus devaneos mentales:

—Por supuesto que está invitada. Será un placer contar con la señorita O'Connor en la cena de Nochebuena, siempre y cuando se encuentre aquí para entonces.

—¿Por qué, padre, es que pensaba irse?

Francisco aguardó la respuesta con tanto apremio como Julián.

—Algo le oí decir a Eusebio sobre su familia en Buenos Aires, supongo que la esperan para las fiestas de fin de año.

—¿Qué familia es esa, Armando?

—Se trata de los Dickson.

—Ah, entonces son ingleses.

—No lo creo, el parentesco es con Florence, no con Freddie.

Doña Inés frunció la nariz. No le agradaba Florence, una mujer de mal gusto de la que se decía que bebía demasiado. De todas formas, la señorita O'Connor estaba criada en otro país, sin duda nada tenía que ver con las costumbres vulgares de sus parientes de Buenos Aires. Decidió darle una oportunidad. Si era apropiada, trataría de promover un acercamiento entre ella y su hijo. Según lo que observaba, no haría falta mucho.

—La invitaremos, entonces. Te sugiero, Julián, que le avises con tiempo. Chela tiene que hacer las compras con anticipación. Espero, Armando, que la gente del fortín no se considere invitada en Navidad.

El señor Zaldívar se encogió de hombros. Si una partida de hombres se aparecía en la noche, no iba a negarles casa y comida, sin importar lo que le pareciese a su esposa.

Después de que doña Inés se refugió en su cuarto, los hombres volvieron a sus trabajos, aunque la rutina estaba alterada. Zaldívar supuso que tendrían que ser más cuidadosos con los modales y los horarios, mientras que Julián lamentaba haber hablado de los indios frente a su madre. El temor constante durante su infancia había sido que ella muriese, dado que Inés Durand vivía enferma y, como si el tiempo no hubiese pasado, ese mismo miedo se apoderó de él al pensar que su madre podría sufrir de los nervios con el asunto de los malones. Francisco, por su parte, no recobró la paz de los días anteriores, pensando en que vería de nuevo a Elizabeth, riendo en compañía de su mejor amigo, sin que él pudiese evitar la comparación entre su maldito carácter y el de Julián.

—Misely, ¿está bien la "ñuñequita"?

Elizabeth tomó la figura que Marina tenía entre manos y sonrió al ver cómo la niña había anudado el hilo. Se le había ocurrido fabricar las figuras del pesebre con piedras de diferentes tamaños, envueltas en los recortes de arpillera que Zoraida había confeccionado. Esos monigotes habrían horrorizado a la Hermandad del Santo Pesebre, pero en esa tierra salvaje eran preciosas miniaturas artesanales. Le habían servido los relatos de su madre, cuando le contaba que, al no tener dinero para comprar juguetes, ella y sus hermanos se ingeniaban para fabricarlos con lo que tuviesen a mano. Emily armaba sus muñecas de piedra con guijarros que pulía y luego ataba y cubría con retazos de tela. Elizabeth, en su fantasía infantil, soñaba con tener sus propias muñecas de piedra, a pesar de que poseía otras hermosas, de porcelana y cabello natural. ¡Quién le hubiera dicho, en aquellos años felices, que algún día haría muñequitas de piedra, siguiendo los pasos de su madre! Se enterneció al pensar en Emily, tan lejos en esas fechas especiales. Suponía que se reuniría con la tía Christal y los niños y esa idea la reconfortaba, pues no podía soportar que su madre pasara la Navidad sola, en compañía del tío Andrew.

—Es la Virgen María, Marina, no una muñequita.

—Pero dijiste que íbamos a hacer "ñuñecas". Elizabeth le pellizcó una mejilla.

—Es cierto, dijimos eso, y ahora les pondremos el nombre que les corresponde. Ésta es la madre del Niño Jesús y éste es su padre, José. ¿Ves que lleva barba? —y Elizabeth acomodó la lana de las barbas de José.

—¿Y éste?

—Uno de los Reyes Magos. Mmm... creo que es Melchor. Livia, ¿qué tienes ahí?

—Un Rey Mago, Misely, negro como el Morito.

—Ése es Baltasar. Dámelo, lo pondremos junto a éste. ¿Le pusiste barba también?

Livia se mostró temerosa de haber cometido un error. El Morito dijo con seguridad:

—No lleva barba, ¿a que no, Misely?

—Lo dejaremos así. Ya tenemos bastantes barbas para todos. A ver, Livia, dame la cunita, que vamos a colocar al Niño.

Todos se arrimaron, conscientes de la solemnidad del acto, aunque Elizabeth les explicó que sólo estaban ensayando, ya que el Niñito Jesús sería colocado en la Nochebuena, no antes.

—La cunita vacía queda fea, Misely.

—No importa, imaginaremos que el Niño ha nacido en ese momento. ¿Quién lo pondrá en su cuna?

Elizabeth contempló los rostros entusiastas y tomó una decisión.

—Esta vez lo hará Juana, porque ha trabajado mucho con las ropitas. ¿Quieres, Juana?

La jovencita asintió, muda. Los demás acallaron sus quejas porque Juana era muy querida y no deseaban ofenderla.

—Guárdalo, Juana, para cuando lleguen las doce. ¿Le dijiste a tu madre?

Cohibida por ser el centro de la atención, la muchachita asintió de nuevo. Elizabeth había organizado una Nochebuena compartida con las familias de sus alumnos y, aunque no tenía la seguridad de que todos acudiesen, mantenía la esperanza de que la escuelita sirviese como lazo de unión. En esos días, los recados iban y venían por la llanura, comunicando invitaciones y llevando regalos que eran bienvenidos en todas las casas. El galpón estaría listo para la fecha, de modo que allí mismo colocarían tablas sobre caballetes, usarían la vajilla de la parroquia, que no era mucha, más la poca que tuviese Zoraida y algunas cosas que Elizabeth, por su cuenta, había encargado en Santa Elena. Ella y el Padre Miguel organizaban la decoración del lugar, armando guirnaldas de flores secas y pintando el vidrio de las tulipas para crear un ambiente mágico.

La Navidad en El Duraznillo tomaba un cariz diferente. Doña Inés había enviado a Chela y a dos de los hombres hasta la Ciudad de los Padres de la laguna, con el encargo de comprar adornos para engalanar la finca entera. Hasta el árbol del patio llevaba moños y piñas doradas. Ansiosa por tener algo de qué ocuparse en esos días, la señora de Zaldívar desempolvó figuras de porcelana, vistió la chimenea con telas de color verde y morado y, fiel a sus costumbres, colgó medias de calceta y una enorme bolsa en la que escondió los regalos que había adquirido en Buenos Aires. Como no contaba entonces con la presencia de Francisco ni con la de la maestra, se entretuvo elaborando una lista de compras. Sacó a relucir los candelabros de plata de su familia y puso velas perfumadas con vainilla. Gran parte de su afán se debía a que deseaba que la joven extranjera apreciara las ventajas de convertirse en su nuera. Confiaba también en el encanto de Julián aunque, y jamás lo reconocería ni siquiera para sí, su temor era que Francisco acaparase la atención de la maestra más de la cuenta, dada su reputación con las mujeres. Y tomando en cuenta algunas señales que había advertido durante la conversación el día de su llegada, eso podría suceder. Ya se encargaría ella de abrirle los ojos a la señorita O'Connor.

En Buenos Aires, el espíritu navideño se hacía sentir sobre todo en el interior de las casas y en las iglesias, donde las familias tradicionales colaboraban vistiendo las imágenes o encendiendo cirios.

Dolores Balcarce volvía de Santo Domingo convertida en la portadora de la primera "visita" del Niño Jesús. Siguiendo una costumbre heredada de los tiempos coloniales, las señoras de buena familia se ofrecían como "anfitrionas" de la imagen por un día o dos, para después entregarla a otras matronas ilustres. Un negrito monaguillo la acompañaba. Al doblar la esquina, se toparon con Florence Dickson, que se dirigía al mismo sitio de donde ellos venían. La tía de Elizabeth disimuló su decepción al comprobar que alguien se le había adelantado y que su casa no sería la primera en recibir la bendición.

—Con estos calores —dijo, después del saludo de rigor— no sería raro que los dulces que prepararon nuestras cocineras se derritiesen. ¿Van ustedes a pasar la víspera en la ciudad o piensan partir hacia la quinta de Flores?

Dolores no mantenía relación con casi nadie en la ciudad así que, tras una sonrisa forzada, se apresuró a aclarar que la familia festejaría en la más completa intimidad.

—Qué pena. Me dijeron que habrá farolitos en la Plaza del Fuerte y que el paseo de la Victoria se mantendrá abierto hasta el último minuto. Usted sabe, para vender más. A propósito, ¿sabía que mi sobrina vino de Boston para pasar las fiestas con nosotros? Es una joven encantadora, me gustaría que la conociera. Quién sabe, a lo mejor consigo casarla con algún buen mozo de la ciudad —agregó con intención.

Dolores se sentía cada vez más incómoda. La señora Dickson le parecía petulante y siempre advertía malicia en sus comentarios. Tampoco deseaba ventilar la ausencia de Francisco, que encajaba en la idea de "un buen mozo de la ciudad" por donde se lo mirase.

El monaguillo dijo con aire inocente:

—Señora, que va a llover y el Niño se va a mojar. Florence lo miró, irritada por el atrevimiento del niño.

—¡Válgame, qué chico desconsiderado, meterse así en la conversación de sus mayores! ¿No te han enseñado...?

—Disculpe, doña Florence, temo que el niño tiene razón. Mire esas nubes que vienen por allí. No quisiera estropear la imagen que el Padre me confió. Sin duda tendremos ocasión de vernos en la Misa de Nochebuena. Mis respetos a su marido.

Dolores esquivó a la señora Dickson, sin darle tiempo a reaccionar.

Más tarde, recluida en su salón, Florence no cesaba de refunfuñar en contra de "las que se creen mejor que una porque son de prosapia española". La llegada de Roland la distrajo, pues el joven traía noticias frescas del puerto.

—Ha llegado un barco, madre. ¡Viera usted qué belleza! Lástima que la prima Lizzie no se encuentre aquí para verlo. ¿Cuándo dijo que volvería?

—A saber, hijo, esa muchacha está loca. Haberse ido, así como así, a vivir en medio del campo, corriendo quién sabe qué peligros —Florence se estremeció mientras hablaba—. Confío en que la criada de los Vélez tenga el tino de traerla de regreso antes de Nochebuena. Si mi prima Emily supiese adonde fue a parar su querida hija... ¿Qué es eso que dices, Roland? ¿Un barco extranjero?

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