Fortín Centinela se destacaba como un peñasco en el desierto del Tandil. Al ocultarse el sol tras las serranías, los soldados formaron para el cambio de guardia. El capitán Pineda revisaba unos papeles al tiempo que sorbía el mate que le cebaba un milico joven. Se escuchaba el roce de las hojas junto con el rezongo de la bombilla. Los ojos del capitán se toparon con la manoseada carta de Calfucurá, que le había traído un chasqui hacía días.
"Tratemos de arreglarnos, pues los que murieron, murieron, y ahora vamos a hacer las paces para siempre", decía en un párrafo, y continuaba: "Sabrá usted que estoy esperando como cinco mil indios que había mandado venir y que, como tengo que hacerlos volver, para contentarlos le pido me mande tres carretas con géneros. No le parezca mal negocio, ya que es prenda de paz para con estos indios, que si no, no se van a contentar".
—Indio ladino y sucio —murmuró Pineda.
Sabía que eran artimañas que empleaba el Jefe Salinero para hacerse de bienes que las tribus codiciaban y, mientras hablaba de paz en la frontera y ensalzaba su buena voluntad, de paso les avisaba que tenía a su disposición cinco mil indios como fuerza de ataque. No sería la primera vez que, en medio de las tratativas de paz, se fraguaba una guerra solapada.
Se echó hacia atrás en la silla, suspirando. No era fácil lidiar con estas idas y venidas de los caciques. Releyó el otro papel, un pliego sucio que un enviado acababa de traerle matando caballo a través del desierto. Las cartas adquirían un sentido escalofriante si se las leía juntas:
Al señor Capitán del puesto de avanzada Centinela:
Este Comando General se ha anoticiado de que se estaría agrupando una fuerza de importancia al mando de Calfucurá, a unos 150 kilómetros al sudeste de Carhué. Una avanzada india estaría ubicada a sólo 20 kilómetros del puesto de su defensa. Es un asentamiento del cacique Quiñihual, con lanzas, chusma y familiares que, por su posición estratégica, podría dar a conocer el movimiento de tropas a la indiada. También podría ser gente pacífica que acepte unirse a nuestro ejército, por lo que conviene no atacar de entrada.
Tomando en cuenta todo esto, se dispone lo siguiente:
1°: el señor Capitán transmitirá este mismo mensaje al Fortín que le sigue en la línea de frontera, valiéndose de un emisario de confianza.
2°: el baqueano Laureano Pereyra que lleva esta esquela quedará a disposición del Capitán para conformar una partida de reconocimiento hasta el asentamiento de Quiñihual, que se llevará a cabo con total discreción. La idea es disuadir a Quiñihual y a otros caciques de unirse a Calfucurá y sus hombres. No escatime dádivas, que el Gobierno las apoyará.
3°: logrado este objetivo, se hará firmar a los caciques y a sus capitanejos el tratado de paz cuyo pliego se acompaña, fijando las condiciones de costumbre.
4°: se enviará a este Comando General un informe detallado de las acciones realizadas.
Dada en Fuerte 25 de Mayo, el 30 de octubre de 1870, Álvaro Lagos, Coronel.
El grito de los teros rompió la quietud del atardecer. El capitán rechazó el mate con un gesto y salió a la puerta de la comandancia, desde donde se veía el patio de armas, con los soldados jugando a los naipes.
—¡Cabo!
—¡Ordene, mi capitán!
—Haga pasar al hombre.
El cabo, que de milico tenía sólo la casaca, corrió a llamar al recién llegado, todavía junto al portón de palos. Lo condujo hasta la comandancia, donde Pineda le señaló un asiento y, con un ademán, indicó que le ofreciesen un mate.
—¿Un amargo?
—Gracias, señor.
El jinete saboreó la yerba al amparo de aquel recinto que olía a bosta de caballo y a tierra, mientras estudiaba al hombre que tenía enfrente. El capitán era de edad mediana como él, curtido por las luchas de frontera y parco en sus gestos. Unos segundos le bastaron para calarlo.
—
Baquiano
Laureano Pereyra, a sus órdenes, señor.
Pineda ya conocía esa información y entendía que la cosa era seria, si el emisario venía del Comando General de Fronteras.
—Con su permiso, señor —y el jinete apoyó sobre el escritorio su mochila, de la que extrajo un facón y un revólver de cañón largo.
Con ese gesto, se colocaba al servicio del capitán del fortín.
Si aquel emisario venía del lado del Azul, uno de los tantos fuertes que jalonaban la frontera con el indio, significaba que todo el ejército estaba en guardia. Ese hombre había llevado su mensaje de fuerte en fuerte.
El capitán Pineda meditó unos momentos con el pliego en la mano. Que no escatimara dádivas, decía. Le dio risa. ¡Si no tenían ni para ellos! La misión era harto peligrosa. Una partida de reconocimiento significaba ir "a la descubierta", aunque la toldería fuese amistosa. ¿No quedaba cerca de allí la estancia El Duraznillo? Su dueño, Armando Zaldívar, era hombre de confianza en el ejército. No le negaría a la tropa el abrigo de su casa, llegado el momento. Miró al baqueano que le había llevado la noticia. Habría que contar con él y, si era lenguaraz, tanto mejor. Suspiró, cansado de esa guerra sin fin. El tiempo diría, inexorable, de quién sería al fin la pampa y todo el territorio que se extendía más al sur, entre el mar y la cordillera. Mientras tanto, indios y blancos seguirían enfrentándose, ignorando ese destino hasta que la victoria de unos sobre los otros acabara con los malones y con las partidas. Pineda sabía que esa carta está jugada. ¿Cuánto faltaba, sin embargo?
Zoraida se santiguaba cada dos por tres mientras preparaba un caldo de pollo para el visitante. El hombre había entrado casi a la fuerza, pero ella no estaba dispuesta a contrariar las buenas intenciones de la señorita maestra, siempre tan compasiva. Le explicaron en pocas palabras que se trataba de un vecino de la laguna, que su caballo lo había tirado y que, después de ser atendido de urgencia por la esposa del Calacha, lo enviaban para que se repusiese bajo los cuidados de las mujeres. En ese momento se hallaba tendido en el catre de Misely, con una manta sobre las piernas y dos cojines bajo la cabeza. Se lo veía hostil y ella hasta creyó oírlo gruñir.
—¿Ya está ese caldo, Zoraida?
—Sí, señorita, espere, que agrego unas galletas.
—No sé si el señor estará en condiciones de masticar tanto, Zoraida —dudó Elizabeth que ya sabía lo duras que eran esas galletas de campo.
No había manera de resistirse al empuje de la señorita O'Connor cuando quería algo. Francisco intentó mostrarse hosco, hasta brutal, y ella no se arredró. Elizabeth se sentía culpable de haberlo llevado hasta la toldería con su inconsciencia y quería cerciorarse de que se repondría de tan duro golpe. La había conmovido la visión de Santos luchando contra un dolor desconocido y terrible.
—A ver, enderécese un poco, así, ya está. Se tomará su caldo y se sentirá mejor.
—Me sentiré mucho mejor cuando salga de aquí, señorita O'Connor. Y no me trate como a un inválido.
—Nadie lo trata de ese modo. No negará que sufrió una conmoción allá en el campo, todos vimos cómo se sumergió bajo el peso del caballo. Deje que las personas que lo aprecian se ocupen de usted.
Francisco la miró.
—¿Usted se interesa por mí, señorita O'Connor? ¿Por un "ermitaño" de la laguna?
Elizabeth sintió calor en las mejillas al escuchar el epíteto.
—Me intereso por toda alma que sufre, señor. ¿Es tan difícil de creer eso?
—Quiere decir que si fuese una comadreja o una mula, también me cuidaría.
Elizabeth puso gesto de enojo ante el sarcasmo.
—Pensándolo bien, es como cuidar a una mula, señor. Con una desventaja: que habla. Y dice las cosas más hirientes a propósito.
Después, sin dar lugar a que Francisco replicara, le embutió una cucharada de caldo en la boca que casi lo ahoga. A pesar suyo, él debió reconocer que estaba rico y le sentaba bien.
La llegada de la noche planteó la necesidad de distribuir los lugares para dormir. Elizabeth se puso firme y no permitió que Zoraida y Eusebio cedieran su dormitorio, de modo que improvisaron una cama de campaña con mantas y el mandil de Gitano, después de secarlo junto al fuego.
Lucía estaba muda de la indignación. Su conciencia de chaperona la punzaba. ¿Qué diría la señorita Aurelia si supiese? ¿Qué clase de matrona sería ella si lo permitiese? No pudo más y fingió sofocarse para salir y llamar la atención de la joven. No quería encararla ante los demás.
Su plan surtió efecto, pues Elizabeth se asomó al patio trasero.
—¿Lucía?
—Aquí estoy.
—¿Pasa algo?
La negra continuó abanicándose con fiereza.
—Lucía, me preocupas. ¿Acaso te sientes mal?
—¡Y cómo he de sentirme, si ese hombre duerme a nuestro lado! Mire, mi niña, yo no seré ninguna luminaria, pero ese que está ahí sabe muy bien que esto no es correcto. No sé qué se usará en su país, en esta tierra una señorita de buena cuna no comparte el cuarto con un caballero que no conoce, no señor.
Elizabeth se irguió en su poca estatura y rodeó a Lucía para enfrentarla.
—Lucía, me avergüenza escuchar eso. ¿Qué corazón cristiano le negaría la ayuda a un pobre hombre desvalido?
—¿Desvalido? —estalló la mujer—. Ese está mejor que yo y que usted juntas. No se deje engañar, "Miselizabét", acuérdese de los gavilanes.
—No entiendo nada de gavilanes, pero si veo a una persona necesitada, no le daré la espalda. Lo he aprendido desde niña, y creo con firmeza en la compasión.
—Pero mi niña, sea realista —rogó Lucía, con tono persuasivo—. ¿No le parece raro que semejante hombretón se encuentre tan tirado sólo por caerse del caballo? ¿Acaso los hombres de campo no sufren caídas de cuando en cuando? Yo digo que se finge enfermo para que usted lo cuide.
—Escucha, Lucía —dijo Elizabeth, en voz más baja—. Te lo cuento sólo a ti, y debes jurarme que guardarás el secreto.
Lucía se persignó, por las dudas. Elizabeth prosiguió, sin hacerle caso:
—El señor Santos no está así sólo por caerse de su caballo. Sospecho que, antes de eso, sufrió una especie de ataque.
—¿Un ataque? —preguntó, desconfiada, la negra.
—No sé qué sería, lo noté muy pálido y sus ojos tenían una expresión terrible, como si estuviese viendo algo horrendo. Le hablé y no me escuchó. Luego echó a correr y, al llegar al terreno cenagoso, su caballo perdió pie.
Elizabeth sintió un escalofrío al recordar la escena pasada. Lucía quedó pensativa. No creía del todo que la situación fuera tan dramática, si bien era cierto que un hombre de ese tamaño y fortaleza no se vería así reducido si no se sintiese muy mal. La negra reflexionó y, al cabo de unos instantes, dio con una solución.
—Déjeme a mí velarlo esta noche, niña. Ocupe mi catre por esta vez.
Elizabeth abrió la boca para protestar y Lucía la acalló con una voz enérgica.
—Es probable que yo me sobrepase, "Miselizabét", y ya tendrá ocasión de echármelo en cara delante de la señorita Aurelia si es así, pero por estas canas que tengo —y se tocó la cabeza para aseverarlo— le juro que, si ese caballero tiene buenas intenciones, encontrará muy apropiado que lo cuide una negra gorda y vieja como yo en lugar de una jovencita hermosa como usted. Póngalo a prueba, "Miselizabét", a ver qué le parece. Si es un gavilán como yo creo, lo aceptará con mala cara. Y si es un señor de esos que proponen matrimonio, será el primero en desear que yo me sacrifique esta noche.
La lógica de Lucía era inobjetable. Hasta en un lugar progresista donde las mujeres salían a trabajar y discutían de política, dormir en la misma habitación con un hombre era una mancha en la reputación de una dama.
—De acuerdo, Lucía, se lo diré para que no piense que estoy huyendo.
—Nada de eso. Se lo diré yo misma, como quien no quiere la cosa. ¡Faltaba más! Vaya armando su propia cama, que yo me encargo. Desde donde yo duermo, la cocina no se ve, así que nadie podrá verla tampoco a usted desde la cocina.
Muy oronda, Lucía emprendió el regreso a la casa. En cuanto a Francisco, no se le había escapado que las mujeres tramaban algo, de modo que la expresión socarrona de la negra cuando se dirigió a su catre no lo tomó por sorpresa. Larga noche le esperaba, acostado en la misma casa donde dormía la maestra, y custodiado por la guardia.
Al clarear del día, ya se hallaba montado y dispuesto a rumbear hacia su refugio. Zoraida le alcanzaba el "mate del estribo" mientras que Eusebio uncía los bueyes para llevar a la maestra a la escuelita.
Fran tenía un humor de los mil demonios. Había pasado la noche soportando los cuidados de la negra Lucía, que tanto le colocaba la compresa fría en la cabeza como le lanzaba una mirada de reojo que le decía a las claras "usted sabrá por vivo, yo sé más por vieja".
Lo único que deseaba era estar a solas en su santuario, lejos de todos y libre para retorcerse en su dolor. Devolvió el mate con el "gracias" de rigor y guió a Gitano hacia el este, después de agradecer la hospitalidad. Huía de la presencia de la maestra. A medio camino, divisó la silueta de Julián que cabalgaba hacia el rancho. Maldijo la intromisión de su amigo, si bien lo que en realidad le molestaba era que gozase de la confianza de la señorita O'Connor. Julián detuvo su caballo y lo saludó con semblante preocupado.
—¿Va todo bien?
—Por cierto. ¿Qué podía ir mal, aparte de padecer una enfermedad incurable y descubrir que soy bastardo? —ironizó Francisco.
Su malhumor crecía a medida que avanzaba la hora.
—Ya veo —fue todo lo que dijo Julián, y arrimó la cabalgadura para viajar a la par de su amigo.
—¿Adónde vas? —dijo Fran, alerta.
—A tu cabaña, por supuesto. O a la mía, como quieras verlo.
Francisco no respondió a la indirecta y galoparon en silencio. Al rato, Julián le advirtió:
—Mi padre te está esperando.
Francisco casi se detuvo al escuchar eso. Lo que más temía era que Julián hubiese sido indiscreto y Armando Zaldívar supiese de sus circunstancias.
—A pesar de tu desconfianza, te he sido fiel —le dijo Julián, adivinándole el pensamiento.
—Perdona, es que estoy algo "curado de espanto" en los últimos días. ¿Para qué quiere verme tu padre?
—Hay novedades de la frontera. Parece que se avecina un ataque de las tribus en conjunto. No se sabe cuándo ni desde dónde, y siempre es Carhué la zona de donde parten los malones. Padre fue convocado desde el Fortín Centinela para que se mantenga alerta y cobije a la tropa, si es necesario. Quería advertirte, porque pueden suceder cosas alrededor de tu refugio. Tal vez...