La Maestra de la Laguna (67 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Debemos escatimarla —le dijo— hasta que nos topemos con algún arroyo.

—Entonces será mejor que no bebamos nunca, pues por aquí no hay agua ni la habrá —contestó ofuscada Elizabeth.

Jim la contempló con detenimiento. Eran las primeras palabras que le dirigía en mucho tiempo y, como esperaba, teñidas de desprecio. Pulquitún también bebió y no fue necesario quitarle la cantimplora. La india sabía bien a qué se enfrentaban. Jim no pudo sino sentir admiración hacia ella.

—Lindo animal —comentó Pulquitún, pasándose el dorso de la mano por la boca.

Elizabeth se sobresaltó, creyendo que se refería a su carcelero, hasta advertir que las palabras elogiosas estaban dirigidas al caballo sin montura que llevaban con ellos, un tordillo de espectacular alzada.

Jim contempló a Gitano sin poder ocultar su estima. Había codiciado ese caballo desde el principio. Debía reconocer que su contendiente también tenía buen ojo, pues se había conmovido al ver a Sequoya.

—Descansen —ordenó.

El atardecer era una hora lánguida, la del recogimiento y las oraciones para conjurar a los malos espíritus. En la tierra de Jim, la gente conocedora era respetuosa de las fuerzas mayores. Sólo el blanco se animaba a desafiarlas, con bastante mala suerte a veces, sin advertir que estaba siendo castigado por su soberbia.

Después de la magra cena, una liebre que Morris cazó sin moverse del sitio, los tres se dispusieron a dormir. Pulquitún armó una cama algo alejada de la cueva, usando paja cortadera como colchón y una de las mantas traídas de su toldo. La india hacía gala de resistencia al dormir bajo las estrellas. Elizabeth, en cambio, se arrebujaba en su manta de lana, tiritando. Jim podía oír el castañeteo de los dientes en la oscuridad. Habría deseado extender un brazo y atraerla hacia sí, darle calor con su cuerpo, prometerle que todo iría bien para ella. Lo que lo detenía era el rechazo que esa actitud provocaría en la joven y la convicción de que, para sus fines, era mejor que ella creyese que su vida corría peligro. De ese modo, no intentaría escapar.

La luna asomó su cara, blanqueando el desierto hasta donde la vista alcanzaba. En esa palidez sepulcral, cada árbol, cada hondonada parecía poseído por un ser maligno que acechaba al viajero. Sería por eso que los indios no atacaban de noche.

El ronquido de Jim mantuvo despierta a Elizabeth. Evitaba darse vuelta para no alertarlo. Cada vez que ese hombre la miraba, ella temblaba por dentro, aunque fingía altivez para mantenerlo a raya. Su intuición le decía que él respetaba el valor, lo había percibido cuando miraba a la india. Escuchó estremecida el grito de un ave nocturna. ¿Cuál sería? A su mente vino el recuerdo del señor de la laguna explicándole la conducta de los flamencos rosados. Qué curioso, parecía familiarizado con las aves y sus costumbres, al igual que su hermano. No era el único parecido, pensó. Santos Balcarce también podía mirar de un modo amenazador, a través de sus lentes. Lo recordó acodado en la ventanilla de la galera, disparando y cargando el arma al mismo tiempo. Ese pensamiento le trajo otro recuerdo doloroso: el bueno de Julián mirándola con compasión, como si adivinase su suerte a partir de ese momento. Elizabeth posó su mano sobre el vientre, conmovida. Julián sabía que ella aguardaba un hijo de su amigo. Había querido protegerla ofreciéndole su apellido y ella lo había rechazado. ¡Qué no daría por una segunda oportunidad! ¿Sería capaz de casarse con un hombre llevando en su seno el hijo de otro? En aquella tierra dejada de la mano de Dios, una mujer era capaz de cualquier cosa. Allí, en el desierto, durmiendo bajo un techo de rocas en compañía de una india y un bandolero, embarazada y muerta de sed, las reglas eran otras.

La sed, inmensa, la abrasaba por dentro. ¿Tendría fiebre? Se tocó la frente. Tiritaba tanto que no pudo comprobar si estaba caliente. La cantimplora de Jim no estaba lejos, lo había visto guardarla entre sus cosas, a la entrada de la gruta. El no podía negarle un sorbo de agua, aun si escaseaba. Si no mojaba su boca, moriría allí mismo de calor, de fiebre y de sed. Se incorporó, apretando los dientes para que no castañeteasen. En la penumbra, advirtió en el primer bulto el cuerpo de Jim Morris. Dormía atravesado, sin duda para evitar que ella saliese. Muy astuto. Envuelta en su manta, Elizabeth se deslizó hacia un extremo de la cueva procurando no arrastrar piedras. Se mantenía pegada a la pared interior, a fin de que el rayo lunar no le diese de lleno. El corazón le latía casi con dolor, tanto era su nerviosismo. Tanteó el piso de la caverna para no tropezar y gateó hasta la salida. No era tan difícil, después de todo. Animada por el éxito, avanzó con sigilo hacia las alforjas. Confiando en su tacto, comenzó a acariciar los objetos para identificarlos. Había mantas, correas de cuero y una bolsa de lana en cuyo interior tocó piedrecillas y algunas ramitas que le pincharon los dedos. Por allí no era. Su mano avanzó al ras del suelo hasta dar con otra alforja de cuero, cerrada con hebillas. Estaba a punto de desecharla cuando su instinto la empujó a revisarla. Quizá guardase un arma. Algo le decía que Jim Morris no cometería semejante descuido, sin embargo lo intentó. Palpó el cierre y abrió la solapa de la mochila. El interior albergaba un bulto blando. Los dedos de Elizabeth tocaron la tela de un pañuelo y tiraron de él hasta sacarlo. Estaba húmedo. Se habría derramado la cantimplora, qué desperdicio. Animada, volcó la alforja con cuidado y dejó salir el contenido. El grito del pájaro nocturno acompañó el movimiento y una nube oscureció la luna, formando una sombra que atravesó la escena.

El horror.

Allí, rodando en el polvo ante sus ojos, otros ojos la miraban, vacíos de vida, fijos en una agonía eterna. La sangre coagulada manchaba las facciones, pegoteaba el rubio cabello, y aun en medio de la descomposición Elizabeth reconoció la cabeza del doctor Nancy, inexplicablemente desprendida de su cuerpo, guardada en la alforja del señor Morris y ahora expuesta, para su espanto, al resplandor de la luna.

La sangre se agolpó en sus sienes, se sintió desfallecer y la boca se le abrió en un grito que nunca brotó. Balbuceó sin sentido y sus manos aferraron polvo del suelo, buscando algo real, cotidiano. No podía desprender la vista del macabro hallazgo y esa misma visión la estaba desquiciando. Debía salir de allí, buscar a alguien, decirle que la cabeza del doctor estaba en un sitio donde no debía, tenían que restituírsela... ¡Doctor Nancy! ¡Aquí está su cabeza!

Elizabeth pudo, por fin, levantar la vista y dirigirla hacia la noche. Todo estaba bien, ella estaba soñando. No había una cabeza pegoteada de sangre en el suelo. Sin embargo, no intentó comprobarlo. Se levantó, temblando, y dio dos pasos, rozando el malhadado trofeo. En su confusa mente, no podía relacionar el contenido de la mochila con nada de lo que estaba sucediendo. ¿Sabría Jim Morris lo ocurrido? ¿Quién le gastó semejante broma? Se preguntó si era su deber despertarlo y avisarle que la cabeza del médico de los fortines estaba en su alforja, para que no se sorprendiera a la mañana siguiente. Caminó unos cuantos pasos más, sin saber adónde se dirigía, y permaneció allí, casi sin respirar, sin sentir el frío sobre su piel, hasta que una voz la sacó de su estupor.

—Elizabeth.

Pegó un salto y giró, encarándose con Jim. El hombre la miraba de manera significativa. Sin su sombrero ni su poncho, se lo veía distinto: el cabello lacio formaba un manto que acentuaba sus facciones afiladas. Por primera vez, Elizabeth reparó en la inclinación de sus ojos, en la nariz aguileña, en su perfil rapaz.

Y entonces lo supo. Había sido él.

Jim Morris, el caballero gentil que echó su capa sobre sus hombros en la cubierta del
Lincoln,
que la buscó para devolverle sus cosas, la defendió ante los ataques del señor de la laguna, el mismo Jim Morris capaz de hablar con dulce tono sureño e inclinarse con cortesía ante ella, había desgajado la cabeza del doctor Nancy y la llevaba en su mochila, quién sabe adónde y por qué.

—Elizabeth, ven —decía la voz profunda.

Ella se echó hacia atrás, por instinto, eludiendo la mano que iba a capturar su brazo. Nada era lo que parecía. Jim era un asesino. Francisco Peña y Balcarce había sido "Santos" hasta que ella descubrió su engaño, y ahora tenía un hermano que se llamaba como él y la conducía hacia la laguna para... ¿Para qué? Julián la miraba con ojos tristes mientras agujereaba el pecho de los indios con su pistola escondida. Roland, su primo, visitaba los tugurios del puerto mientras su tío se abandonaba a los desvaríos en su despacho y su tía Florence se consumía sin palabras en aquella triste casa de La Merced. Los mismos indios, capaces de asaltar su carruaje y encenderle fuego, habían intentado curar el ataque del señor de la laguna. Los niños de la escuelita, la dulce Juana, prendada del fiero Eliseo. Ña Lucía, que le advertía sobre los "gavilanes": "Cuídese, Miselizabét, yo sé por qué se lo digo". Aurelia, tan sola en un mundo de hombres, como ella. El Presidente luchando contra la barbarie. ¿Dónde, sino allí, estaba la barbarie?

Elizabeth reculó, hipnotizada por la mirada de Jim. El hombre tenía el pecho ancho y la camisa tirante descubría el torso, lampiño y oscuro. Jim no tenía pelos en el pecho. Nunca lo había notado. Tampoco tenía barba. Los indios carecían de pelo en el cuerpo, lo sabía porque allá en su país era un rasgo difícil de disimular.

Jim era un indio. ¿Cómo podía ser, si había venido con ella en el vapor? Había traído su caballo, el ejemplar moteado que ahora pastaba tranquilo detrás de ellos. ¿Y el otro caballo? Elizabeth miró de reojo hacia la silueta de Gitano. ¿Cómo no se había dado cuenta? Era el caballo del señor de la laguna. ¿Qué hacía en poder de Jim Morris? Un pensamiento escalofriante le erizó el vello y paralizó su cuerpo: Jim había matado a Francisco. ¡Claro, si lo odiaba! ¡Justo ahora, que ella y su hermano Santos iban a curarlo con el tónico del doctor Ortiz! Otro médico. ¿Iría el doctor Ortiz a los fortines, a reemplazar al doctor Nancy? ¿Perdería la cabeza también?

Elizabeth llevó su mano a la frente afiebrada. Qué calor... sin embargo, no había sol. Con el rabillo del ojo, descubrió una silueta cercana: la india. Ella también la acechaba. Los dos, Jim y la india, querían su cabeza. No eran de la misma tribu, pero tenían las mismas costumbres bárbaras.

Nunca tendrían su cabeza, nunca.

Elizabeth giró sobre sus pies y echó a correr. Percibió que Jim se abalanzaba sobre ella y que una maldición coronaba su vano intento. Corrió, corrió, corrió hasta que la silueta de Gitano se perfiló ante ella. Haciendo uso de toda su destreza olvidada, se aferró a las crines del animal, rogando por que el caballo entendiera lo que se esperaba de él. Gitano cabeceó, relinchando, y luego avanzó unos pasos, sin control. Voces airadas sonaban detrás.

—Vamos, caballito, vamos... —suplicó Elizabeth, llorosa.

Arrastrada por él, llegó hasta una lomadita que le sirvió de estribo y pudo pasar una pierna sobre el anca, justo antes de que el animal se echase a galopar, espantado por lo que estaba ocurriendo. Elizabeth se mantuvo acostada sobre la grupa, aferrada a las crines, la cabeza ladeada para no ver las figuras tenebrosas de la pampa a su paso. Sólo escuchaba el retumbar de los cascos y el resuello del bruto.

—Vamos, vamos, vamos... —murmuraba enloquecida, y Gitano parecía tener alas bajo su cuerpo.

No supo cuánto cabalgaron, ni cómo apareció ante ellos una pradera en medio de la sequía espantosa que habían atravesado. Gitano volvió a cabecear y decidió que había tenido bastante por esa noche. Ramoneó entre los pastos tiernos y resolvió esperar a que amaneciera en ese paraíso inesperado. Elizabeth permaneció acostada sobre el lomo, llorando con los ojos cerrados, crispada, sin ver dónde estaba ni saber qué hacer a continuación. Con mansedumbre, el caballo se detuvo, sin pretender desembarazarse de ese peso muerto.

La estrella del alba anunció el amanecer y el paisaje helado quedó a la vista. Estaban junto a una de las grandes lagunas, una que no se había secado y todavía albergaba una intensa vida a su alrededor. Los loros alborotaban en los matorrales y las garzas hundían sus picos en las aguas quietas. Bandadas de chorlitos surcaban el cielo pálido, clamando por alimento. Entre los juncos que crecían al borde del agua, las vizcachas comenzaban su diario trajín. Algún gato salvaje habría acudido a la laguna la noche anterior, quizá para beber después de un atracón de carne fresca. La mañana se desplegaba con pereza y el agua los congregaba a todos. Gitano parecía entenderlo así, pues bebía con avidez, sus patas hundidas en el barro de la orilla, ajeno a la criatura que dormía en su lomo.

Ajeno también a los ojos que lo observaban desde lejos.


¿Okarejats?

Esos ojos apreciaban la estampa del animal. Con cautela, pues la pampa es como un gran escenario donde se ve desde muy lejos, el hombre se deslizó entre las cortaderas, procurando acercarse sin ser visto. Sus pies casi no hollaban el terreno. Silencioso como un gato, con la mirada puesta en el moteado, avanzó. Tenía mil recursos para engañar, podía cabalgar de lado abrazado al pescuezo del caballo, avanzar de bruces sin espantar al avestruz, silbar como un pájaro y hasta caer sobre el lomo de ese magnífico animal, montándolo en pelo, sin necesidad de estribos ni de riendas. Sus ojos se detuvieron en el jinete, que parecía muerto, aunque se sujetaba de las crines con tanta fuerza que bien podría estar vivo. Se vería obligado a despenarlo para apoderarse de tan magnífica monta. Sacó su cuchillo y avanzó con el pecho en la tierra, levantando la cabeza como una comadreja. Ya mordía la hoja del arma para disponer de ambas manos cuando percibió que el jinete se movía.

"Ahora." El hombre saltó, como impulsado por un resorte, y en el envión se llevó al jinete consigo, cayendo sobre la hierba húmeda.

El grito incongruente lo paralizó. Sus manos ansiosas recorrieron las ropas para descubrir la identidad del cristiano. De pronto, el rostro quedó expuesto con claridad ante él. El hombre sintió que la sangre se le iba del cuerpo al ver esos ojos verdes, brillantes por la fiebre, que lo contemplaban incrédulos.

—Eliseo... —murmuró Elizabeth, antes de caer en un profundo sopor.

—¡Misely!

El joven no entendía qué extraño designio había llevado a la maestra de la laguna hasta esos parajes, pero comprendió que necesitaba ayuda.

Con la misma agilidad con que la había tumbado, la levantó en brazos y la colocó sobre el lomo del caballo que pensaba robar. Montó tras ella y la sujetó con firmeza. Sus pies desnudos acariciaron los ijares de Gitano con mimo, a la vez que de sus labios brotó un canturreo tranquilizador. Veía que el animal había sido forzado a una cabalgata agotadora, estaba sudado y tenía los ollares dilatados. Sin embargo, era necesario que lo condujera hacia las casas, donde su gente sabría cómo atender a Misely.

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