Su gente. La gente de Calfucurá, donde él ahora se guarecía, por fin convertido en un verdadero pampa. Cuando aquel forastero lo encontró espiándolo, en lugar de echarlo le había pedido que custodiase su caballo. Intrigado, Eliseo lo había seguido, y así conoció el paradero del Gran Cacique y pudo ofrecerse como uno de sus bravos guerreros.
Descubrió que Calfucurá era un hombre taimado que no confiaba en nadie. Eliseo tuvo que vivir arrimado durante mucho tiempo como mozo de trabajo de una de las casas, hasta que los capitanejos del Gran Jefe reconocieron su valor. No querían llevarlo a los malones y él se infiltró en uno, destacándose por su arrojo. Al saber los salineros que su padre, el Calacha, vivía en las tolderías de Catriel, se le hizo más difícil aún obtener su confianza. Ser pariente de sangre de un indio "amigo" de los blancos no constituía buena carta de presentación, si bien el propio Calfucurá había sido durante años amigo de los gobiernos.
Corrían otros tiempos, sin embargo, los tiempos del indio.
Eliseo lo entendía y lo soportó todo con tal de verse aceptado. Por fin, llegó el día en que Calfucurá dejó de mirarlo como a un insecto y le permitió figurar entre sus huestes, las que lo acompañaban en sus mensajerías permanentes.
—Si me sirves bien —le había dicho— te recomendaré con uno de mis mejores jefes para que te cases con su hija y obtengas la mejor parte de todos los botines. Espuelas, yeguas, mantas, lo que sea.
A Eliseo no le importaba casarse, sólo quería lucir su gallardía como defensor del desierto, que todos hablaran de él, que la tierra temblara al pronunciarse su nombre. A Calfucurá pareció divertirle la pretensión, porque lo miró con sus ojillos vivaces, sacudió la cabeza y no le prestó importancia. Desde entonces, Eliseo buscaba la manera de destacarse. En cada boleada de avestruces, cada partida de caza, estaba él. Y cuando comprendió que actuando en grupo costaba identificar a los héroes de la jornada, empezó a salir por su cuenta: cazaba un puma él sólito, volvía con algún caballo robado, intercambiaba mantas por azúcar y tabaco en lugares que nadie sabía. Ya tenía sus admiradores y también sus enemigos. Algunos muchachos jóvenes como él recelaban de su fama creciente.
Por eso, para lucirse, decidió tomar aquel caballo que vio a lo lejos. El destino, sin embargo, le reservaba un traspié: era el caballo del hombre de la laguna y el jinete, nada menos que Misely. ¿Qué habría sucedido? Poco y nada le importaba la suerte del otro, lo que lo tenía a maltraer era la salud de su maestra. De repente, todos los meses pasados forjándose fama de hombre entre los pampas quedaron reducidos a polvo ante la presencia de la dulce señorita que le apoyaba la mano sobre el hombro y lo conminaba a comportarse. Recordaba que, cuando se organizaban los malones, siempre había temido que se dirigieran hacia la zona de la laguna, porque allí estaba Misely y no quería que le sucediese nada. Jamás confesó su temor por miedo a verse ridiculizado o, peor aún, a que ese dato incentivase a los pampas y fuesen hasta allí sólo para hacer cautiva a la maestra. Al parecer, eso había ocurrido de todos modos. Debieron capturarla y ella escapó. Eliseo sacudió la cabeza. Ninguna mujer huía del cautiverio. Lo común era que los captores lacerasen las plantas de los pies de los cautivos para evitar que pudiesen caminar largos trechos. Tembló al pensar en esa tortura para Misely. Un repentino temor detuvo su marcha. ¿Cómo la recibirían en el campamento? Sin duda pensarían que él la había tomado cautiva, o podía ocurrir que otro hombre, quizá un capitanejo, la quisiese para él, y Eliseo sabía que no tenía autoridad para reclamar mujer ante otro mayor que él. Tendría que interceder Calfucurá y no estaba tan seguro de la inclinación del Gran Jefe. Se mostraba voluble en las preferencias, a veces. No podía aparecerse así como así con una cristiana enferma sin llamar la atención. Se mordió el labio, con el gesto inconsciente de un chiquillo, pensando con rapidez. Tenía que encontrar a alguien que curase a la maestra y no podía ser entre los indios enemigos de los blancos. Debía arrimarse a una toldería "amiga", aunque en ella el enemigo fuese él, como hombre de Calfucurá.
El dilema planteado sólo tenía una solución, algo que no deseaba y, sin embargo, constituía la única opción: ir a los toldos de su padre. Huenec sabría cómo curar a Misely. Allí no correría peligro ninguno de los dos. Azuzó a Gitano con un apretón de rodillas y emprendió un galope suave hacia el este, hacia la toldería de Catriel.
—Maldición.
Jim Morris lamentó por centésima vez haber cargado con la india. No sólo era mala compañía, sino que se había convertido en la causa de su desdicha. Por su culpa, Pequeña Brasa había escapado. Debió prevenir la zancadilla que le tendería al ver que se disponía a detener a la joven blanca. Pulquitún no deseaba arrastrar a esa muchacha con ellos y vio su oportunidad de deshacerse de ella cuando se arrojó delante de Jim para impedir que la alcanzase. El ingenio de Elizabeth y la velocidad de Gitano hicieron el resto. Jim Morris no se daba por vencido, sin embargo. Al ver que la presa huía, y después de sacarse de encima a la gata montesa, se limitó a ver la dirección que tomaba el caballo y a recoger un objeto brillante que quedó en el suelo, junto a su bota, una medalla esmaltada con una imagen muy bonita en su interior. Se había desprendido del cuello de Pequeña Brasa. Jim la acarició con su dedo calloso y la guardó en su bolsillo. La llevaría como talismán, lo ayudaría en la búsqueda de la mujer.
Llevaban dos días en esa intención, sin novedad. El rastro de Gitano era claro hasta la laguna rodeada de verde; después, se tornaba confuso, como si alguien se hubiese interpuesto. Había muchas pisadas de animales, incluso barrido de huellas. Jim reconocía la estrategia, pues él mismo la practicaba. Allí sobraban las cortaderas para deshacer las marcas en la tierra polvorienta.
Pulquitún lo seguía con la cara torcida en señal de disgusto. Jim la había maniatado y sujetado a su silla para impedir que hiciese algo que acabara con su paciencia. Apenas pudiera, se desembarazaría de ella, tal vez vendiéndola a un indio pacífico que supiese tratarla. O, mejor aún, podría vengarse cambiándola por cueros a un indio sabandija que le diese unos buenos azotes cada mañana. Se lo merecía por ladina.
La joven se mantenía erguida, sabiendo que podía ser castigada. No lo pensó dos veces cuando se lanzó a los pies del hombre, favoreciendo la huida de la gringuita. Estaban mejor sin ella. Pulquitún sólo quería llegar a un lugar donde la admitiesen por lo que valía y no como moneda de cambio. Algún noble guerrero que apreciase la compañía de una mujer valerosa debía existir en alguna parte. Desechó las lágrimas quemantes que le brotaron al recordar la manera desaprensiva con que su padre se había librado de ella. En su fuero íntimo, reconocía que Quiñihual la quería, aunque no la apreciaba. La veía como un estorbo, la hija díscola que convenía ubicar como esposa para evitar problemas. Pulquitún no quería ser esposa, quería demostrar sus aptitudes guerreras, causar admiración, contribuir a la causa del indio. Algo que su padre daba ya por perdido.
Miró de soslayo a Jim Morris. Él tenía su causa también, que no era la de su gente. Pulquitún nada sabía del extranjero y, sin embargo, entendía sus razones. Él era como ella, un guerrero en busca de venganza.
Se detuvieron en un chañar y Jim desmontó para mirar el terreno. Había dos alternativas, a juzgar por las huellas: una señalaba el oeste, la dirección más lógica siguiendo la ruta inicial de huida de Elizabeth; la otra iba hacia el este, en un abrupto cambio de rumbo. En ésta, la pisada se notaba más profunda. Jim meditó un momento y luego optó por esta última. Elizabeth ya no iba sola, si éste era el camino correcto.
Alguien había subido a lomos de Gitano.
La llegada de Eliseo a las casas del Calacha fue recibida con gran algarabía. Sólo tres o cuatro toldos componían el grupo, pues los indios no vivían arracimados. Unos cuantos chiquillos alborotadores corrían alrededor de las patas de Gitano, seguidos por una veintena de perros. Eliseo Se mantenía erguido con orgullo, aunque por dentro no estaba seguro del recibimiento que se le brindaría. Él era el hijo rebelde, vuelto contra la paz de Catriel y, por ende, contra los suyos, que vivían al amparo del jefe del Azul. Le preocupaba, además, la situación de Misely. En los días que llevaba cabalgando, casi no había despertado de su fiebre, salvo para beber el agua que él procuraba meterle en la boca por la fuerza. Tenía los labios hinchados y las mejillas ardiendo. Temía no llegar a tiempo de salvar a su maestra.
Calacha se asomó a la puerta de su tienda no bien escuchó el bullicio. Seguía siendo imponente a los ojos del hijo, pese a que el muchacho despreciaba la actitud servil que adoptaba la tribu hacia el hombre blanco. Huenec apareció tras el cacique, llevando en los brazos un niño envuelto en una faja de lana. Ambos contemplaron impávidos la llegada del hijo pródigo y a la mujer apoyada en su pecho, como dormida. Huenec hizo un gesto de reconocimiento al ver a Elizabeth. Entregó el niño a una india vieja y avanzó, decidida.
—¿Llaingsh?
—comentó, extendiendo los brazos hacia la joven.
A Eliseo le sorprendió la familiaridad con que su madre aceptaba la presencia de la mujer blanca en los toldos.
—¿Puedes curarla?
Huenec asintió con vigor y recibió el cuerpo de Elizabeth en sus brazos, al parecer más preocupada por la muchacha que por su propio hijo, a quien no veía desde hacía meses. El Calacha sí se encaró con Eliseo. Lo midió con la vista de arriba abajo, calculando su vigor y su condición. Debió gustarle lo que veía, pues se echó a reír y luego palmeó el cuello robusto de Gitano.
—Ketesb k'cabuel ma
—dijo, satisfecho.
Había elogiado el caballo que traía su hijo y en ello reconocía su destreza, de modo que Eliseo respiró aliviado.
"—¡Misely! ¡Misely, mire! El biguá, Misely, ¿no lo conoce?"
"—Esta gente, Miss O'Connor, no tiene salvación. Váyase por donde vino."
"—Misely, ¿puedo poner la bola roja?" "—Mi
cucu
le manda esto..."
"—Usted no es para esta tierra, señorita O'Connor, será mejor que se vuelva y deje de jugar a la maestra."
Huenec enjugaba con paciencia la frente perlada de sudor de Elizabeth. En el interior de la tienda, un humo asfixiante formaba espirales alrededor del camastro donde la habían colocado. Sólo Huenec y una jovencita tehuelche se ocupaban de la enferma, turnándose para velar su sueño enfebrecido y darle su medicina, brebajes machacados en un mortero y cocinados en un fuego encendido en la entrada del toldo.
"—Parece mentira, sobrina, qué voy a decirle a tu madre si te lanzas a la pampa salvaje sin más protección que una negra vieja."
"—Primita, ¿no te gustan las fiestas?"
"—Elizabeth, Sarmiento confía mucho en usted. Y créame, no hay mucha gente que le inspire confianza."
"—Misely... Misely... me duele... Misely..."
Elizabeth giraba la cabeza hacia uno y otro lado, buscando aire fresco, mientras imágenes turbadoras de caballos desbocados, hombres sucios y amenazadores cruzaban por su mente sin pausa.
"—Quédese ahí y use esto, si es necesario. Dispare, Elizabeth, dispare, dispare... dispare..."
"—Son los gavilanes, Miselizabét, se lo dije, se lo advertí."
Huenec aplicó una compresa embebida en un líquido nauseabundo y la oprimió sobre la frente de Elizabeth, frunciendo el ceño ante algo que percibía y no se le revelaba aún. La muchacha deliraba y su cuerpo, consumido por la fiebre, temblaba de manera terrible. Sin embargo, no era la fiebre en sí lo que preocupaba a la mujer, sino algo sutil que encerraba el cuerpo de la mujer blanca y que no acertaba a descubrir. Había preparado las medicinas adecuadas, moliendo raíces que la joven Tayin recolectaba en las cercanías, había quemado la corteza del molle y el chañar para descongestionar la respiración, y nada parecía surtir efecto.
Eliseo se asomó bajo la cortina de cuero levantada.
—
¿Llaingsh?
—Mal —fue la lacónica respuesta.
El muchacho se aproximó al lecho y contempló el semblante enrojecido de Misely. Así tendida, aferrando con dedos temblorosos la manta que la cubría y respirando con dificultad, la maestra parecía una niña, igual que sus alumnos. Eliseo comprendió entonces que Misely era muy joven. Y muy valiente al emprender una misión educadora en aquella tierra desconocida. Un remolino de furia le colmó el pecho.
¡Misely no moriría! ¡No podía morir! Los niños de la laguna la necesitaban, él mismo la necesitaba. Se arrodilló para contemplarla de cerca y envió su respiración suave hacia las mejillas encendidas de la enferma. Su madre lo alejó con un gesto severo y Eliseo retrocedió, obediente. Desde que volvió a los toldos familiares, su conducta no era la del muchachito díscolo que buscaba huir. Había una humildad desconocida en él. El Calacha lo había tratado como si no hubiesen transcurrido meses desde su partida. Cabalgaron, cazaron y fumaron juntos, compartiendo silencios más elocuentes que cualquier discurso. El tehuelche aceptaba al hijo rebelde, aunque no su elección. La madre era otra cosa. Huenec se había mantenido terca en su indiferencia hacia ese hijo por el que tanto sufrió. Lo castigaba con su silencio, que no era amigable como el de su esposo. Y Eliseo rondaba a la madre con el aire de un cachorro apaleado. El deseo de curar a la maestra los mantenía unidos, y nada más. Cada día, Eliseo entraba al toldo para ver si había mejorado y cada día recibía respuestas cortas y nada alentadoras de Huenec. Tayin no era tampoco de mucha ayuda. La muchachita sentía temor por aquel joven que había maloqueado con Calfucurá y regresaba convertido en un guerrero.
Elizabeth gimió y entreabrió los ojos. Con el ardor de la fiebre, parecían más verdes que nunca. Desde su posición, veía un conjunto de cosas sin sentido: tirantes de madera, colgaduras de cuero, cojines forrados de lana, todo desdibujado por un humo penetrante que impregnaba su nariz. Y en ese momento se agregaba la cabeza de un indio, con el cabello sujeto por una vincha tejida y el pecho cubierto por un poncho negro y blanco. Elizabeth tuvo un sobresalto, pues la visión le recordó un momento de terror vivido antes, aunque no podía precisar cuándo ni de qué se trataba. Hacía tanto calor allí...
La cara del indio se dulcificó con una sonrisa desconcertante.
—Misely, ¿está despierta?