Dicho esto, Elizabeth se retiró al dormitorio, cerrando con estrépito la puerta. El golpe resonó hasta en las colinas. Los hombres de la guardia habrían escuchado el exabrupto y comentarían la primera rencilla de casados de los nuevos habitantes de la estancia.
Fran permaneció unos segundos inmóvil, con el eco de las rabiosas palabras de Elizabeth retumbando en su cabeza. Luego se levantó y salió a la luz de las estrellas, a liar un cigarro y pensar a solas.
La noche era fresca, cargada de rumores y embalsamada de perfumes. El cardo pampa, la arenisca, los matorrales de espinos, todo tenía su aroma suspendido en el aire nocturno. La quietud era absoluta.
Trató de ver la situación con los ojos de Elizabeth. Ella era una dama acostumbrada a los salones de té y a las tertulias. Aventurera, o de lo contrario ni se le habría ocurrido la idea de viajar al sur, pero no podía evitar medir las situaciones con la vara de la educación que había recibido. Todo lo que sabía provenía de los libros y eso era lo que marcaba la diferencia entre ella y los demás. Las gentes de por allí habían aprendido "del libro de la vida", como le decía Ña Tomasa cuando él era niño. Por más intentos que hiciera Elizabeth de pulir su condición, la pampa terminaría tragándoselos a todos. Se salvarían aquellos que pudiesen viajar a Buenos Aires, donde las luces del progreso comenzaban a titilar de a poco. El resto del país era un hervidero de pasiones, no se había aposentado aún el polvo de las guerras internas. Elizabeth se toparía con el muro de la realidad y él recogería los pedazos, para evitar que se hiciera más daño. Torció el gesto al recordar el modo petulante en que lo había enfrentado. Una vez más, mostraba tener agallas. En su fuero interno, estaba orgulloso de ella aunque, como marido, no debía permitir que los humos se le subieran a la cabeza. Cuanto antes comprendiera que se había casado con un don nadie, mejor. Lanzó un último vistazo a la negrura, que se le antojaba reconfortante ante la perspectiva de enfrentarse con su esposa, y entró. Le pareció que Cachila se removía en su jergón. Se habría entretenido con la discusión de los patrones, sin duda, y ahora fingiría dormir a pata suelta.
Al entrar en el dormitorio, Elizabeth ya había apagado la mecha y dormía dándole la espalda, demostrando su hostilidad. Suspiró, aliviado. La conversación no sería esa noche. Mejor, no convenía cargar las tintas en un mal día. Se despojó de su ropa y caminó hacia el catre que sostenía la jofaina. Se lavó a conciencia y luego buscó a su alrededor algo que ponerse. La primera noche había dormido desnudo, claro que en circunstancias muy diferentes: había sido su noche de bodas y la Elizabeth que lo esperaba era una dulce y apasionada mujercita a la que su desnudez no había irritado, sino excitado. Esta Elizabeth sería capaz de plantarle un jarrón en la cabeza si lo veía con tal traza. Revolvió en su baúl y no halló nada. Maldición, tal vez estaba buscando en el baúl equivocado. Con sigilo abrió el otro, cuidando de no golpear la pared con la pesada tapa y distinguió algo: un libro de tapas azules. No recordaba haber embalado libros junto con su ropa. ¿Qué libro sería? Lo tomó, después de echar un vistazo a Elizabeth y asegurarse de que dormía, y se aproximó a la ventana para verlo mejor. Una fecha estaba grabada en la tapa. Qué curioso, era de los años presentes. Abrió la hoja marcada por una cinta y una imagen en negro y blanco saltó ante sus ojos. El veía bien en la oscuridad, así que captó con nitidez el dibujo de su esposa sentada junto a una laguna, con las piernas recogidas bajo la falda y el rostro vuelto hacia arriba, contemplando unas gaviotas en bandada.
Quedó estupefacto. ¿Qué era aquello? Siguió pasando las hojas y en cada una vio a su Elizabeth en distintas poses, todas seductoras, combinando esos matices opuestos de su personalidad que él estaba descubriendo día a día: Elizabeth escribiendo en la pizarra, Elizabeth tomando a un niño de la barbilla con dulce expresión, Elizabeth montada a lomos de un caballo, Elizabeth parada en la orilla del mar...
Sólo una persona entre todas podría haber conocido tanto a su esposa como para lograr bocetos tan fieles al modelo. Una furia colosal subió desde sus entrañas y acaloró su pecho. Se le crispó la mandíbula y un latido desacompasado aguijoneó sus sienes. Julián. Ella conservaba un álbum donde Julián, enamorado, había plasmado los momentos compartidos. No se detuvo a pensar cuándo habrían compartido tales momentos, pues la virulencia de sus celos no le permitía pensar nada. Todo lo veía rojo. Cerró el libro y lo devolvió al baúl, temblando. Apenas alcanzó a cerrar la tapa y salir del cuarto, que ya estaba atacado por los primeros síntomas. Se arrojó al monte y corrió hasta donde la débil luz del porche no alcanzaba. Se dejó caer, sosteniendo su cabeza, aturdido por la violencia del ataque. No le molestaba tanto que su amigo la hubiese retratado, sino que Elizabeth guardara el álbum con recelo, pues acababa de reconocer el libro que descubrió en sus manos esa tarde y del que ella nada dijo. Se ovilló como siempre, buscando atenuar los estallidos de dolor, hasta que las oleadas remitieron. Esperó la fatídica ceguera, que no tardó en aparecer. En plena noche y oculto entre los matorrales, no le producía tanto desasosiego como cuando la sufría en pleno día. Estuvo tendido en el frío suelo, aguardando. Al cabo de un buen rato, distinguió las sombras de los espinillos sobre su cabeza y algunos jirones de nubes pasando por delante de la luna.
Ya estaba. Podía darse por satisfecho, era el ataque más grande de los últimos tiempos, el más duradero y el más amargo, pues la razón que lo había provocado seguía ahí, latente: Elizabeth no lo amaba.
Sólo la nostalgia por un amor imposible podía llevarla a esconder esos retratos, a ocultarse de su propio esposo para mirarlos. De pronto, una dureza que estaba dejando atrás volvió a apoderarse de su espíritu. Había hecho mal en ablandarse, en buscar regalos para su nueva esposa, hasta en meditar sobre la posibilidad de que ella trabajase, aunque fuese un poco. Eso era lo que ocurría con los machos cuando caían en las redes de alguna hembra, perdían la fuerza y se volvían mansos, despreciables.
Si bien él mismo había promovido la unión entre Elizabeth y Julián al exigir de su amigo la promesa final, eso no justificaba ni hacía más llevadera la sensación de haber sido engañado. ¡Qué patético debía de haber parecido pidiendo algo que, de todos modos, se produciría no bien él muriese! Se levantó con dificultad y se aseguró de que la guardia no anduviese cerca, antes de entrar de nuevo. Cachila dormía de verdad esa vez y Elizabeth no se había movido. Si algo percibió, lo disimuló muy bien. Tal vez fuese una artista del disimulo, después de todo. Sin cuidarse de buscar otra prenda para cambiarse, se acostó en su lado de la cama. Debía oler a tierra, después de haberse revolcado en los matorrales. Qué importaba, que lo aguantara la pérfida. De ahora en adelante, sería el que siempre había sido, el hombre de piedra al que las mujeres buscaban y temían, dueño de sí y jamás sujeto a las veleidades de otro, el Francisco Balcarce mitad indio, mitad blanco.
El que podía dar rienda suelta a su salvajismo, pues estaba justificado con su propia sangre.
Elizabeth leyó la carta que le enviaba Aurelia, en la que le daba razón de sus andanzas en Arrecifes, y la guardó en su baúl, doblada en cuatro. Le escribiría no bien Francisco se dignara ir a la ciudad de los Padres de la Laguna a comprarle los artículos que necesitaba. No sabía qué le ocurría: desde la noche en que ella le plantó cara para decirle lo que pensaba, estaba taciturno y hasta enojado. No, "enojado" no era la palabra correcta, sino "distante". Una fría indiferencia se había apoderado de él. Lo veía segundos antes de que partiera en las mañanas y durante la cena, ocasión en que se las arreglaba para eludir cualquier conversación.
Pues bien, ella también podía representar el papel de ofendida, tanto más cuando le asistía la razón. ¿Acaso ella interfería con sus asuntos, impidiéndole que trabajase de peón de los Zaldívar, cuando podría estar dirigiendo los negocios familiares en Buenos Aires? Ella respetaba sus decisiones. Lo menos que podía esperarse era que él también lo hiciera.
Sacudió con rabia la funda de las almohadas y pensó en lo que su suegra le había dicho antes de partir: "Fran tiene derecho a la fortuna de los Balcarce, al igual que sus hermanos, nadie puede privarlo de eso. Si necesitas algo, Elizabeth, no dudes en avisarme. Mandaré de inmediato lo que sea. Este hijo mío es demasiado orgulloso para su bien".
No se atrevía a proceder a hurtadillas de su esposo, enviando un pedido de ayuda a Dolores Balcarce, si bien estaba de acuerdo en que era una necedad negarse a disponer de sus bienes, sobre todo cuando se tenía una familia que mantener. Elizabeth no manejaba dinero alguno desde que se había casado. Agotado el que traía cuando llegó en el barco y sin haber cobrado el que le correspondía por un trabajo de maestra en el lugar equivocado, su posición era un tanto endeble. Dependía de Francisco para todo. No le gustaba la situación y no veía cómo resolverla. Aun cuando ejerciese de nuevo por su cuenta, sabía que la gente no podría pagarle, así que se limitaría a recibir atenciones generosas que no la sacarían de ese atolladero de dependencia. Estaba condenada al hermetismo de la vida conyugal. Francisco ni siquiera la había tocado desde la noche de bodas. Esa conducta le extrañaba, si bien no era experta en esas cuestiones y no conocía la frecuencia con que los esposos debían aparearse. "Dios mío, estoy hablando como el hijo de Mary Mann, como una científica recalcitrante", pensó con tristeza.
Cachila la requirió para saber si el pan de leche estaba a punto cuando se doraba o cuando se despegaba de la fuente. Elizabeth acudió, buscando aturdirse con las cuestiones domésticas. Faustino se acercó en ese momento a ofrecer sus servicios. A Elizabeth le parecía que buscaba estar cerca de Cachila, y le enternecían los esfuerzos del peón para complacer a las "señoras", como les decía cada mañana al saludarlas.
—Faustino, vamos a necesitar un poco más de leña para la cocina. Entre el budín de ayer y el pan de leche de hoy la hemos consumido casi toda, y pensaba cocinar un pavo esta noche.
—Yo la leña se la traigo, señora, pero el pavo... no sé de dónde lo va a sacar.
El hombre parecía compungido por no poder satisfacer el pedido.
—¿No tienen en la casa grande un gallinero?
Faustino se retorció el bigote, pensativo. Era un hombre ancho de espaldas, y su pelo tieso y el mostacho le daban un aspecto feroz que no condecía con su carácter amable. Le arrastraba el ala a Cachila, no cabía duda. Hasta donde Elizabeth se hallaba parada se olía el aroma del agua florida.
—Gallinas hay, gallos también. Lo que no he visto nunca son los pavos, "Misis".
Elizabeth ocultó una sonrisa. A veces, la gente de la estancia remedaba el modo en que doña Inés solía llamarla, para darse aires.
—Bueno, yo recuerdo haberlos visto cuando estuve allá. Son... más grandes que las gallinas, así de altos —y Elizabeth alzó la mano hasta cierto punto— y tienen...
De repente se le ocurrió una idea. Entró a la casa y salió provista de una lámina de las que usaba con los niños en la escuelita.
—¿Ve, Faustino? Así son los pavos —exclamó satisfecha, al tiempo que desplegaba ante el sorprendido peón el dibujo—. En mi país se comen en fechas especiales, pero acá puedo darme el lujo de prepararlo cuando quiera. ¿Sería tan amable de traerme uno... eh... ya muerto? —no quería encargarse de la tarea.
Faustino se tocó el ala del sombrero.
—Con gusto, señora, cuando vuelva mi compañero.
—¿Y dónde está él? —se extrañó Elizabeth, mirando a lo lejos y haciéndose sombra con la mano.
—Hizo más grande la ronda, por si acaso. Ha de estar al caer.
Elizabeth suspiró.
—No puedo esperar mucho, este pavo lleva tiempo de preparación. Sin leña y sin comida, cuando llegue mi esposo no tendremos más que garbanzos para la cena.
La idea de que don Francisco llegara a la casa y no encontrase la cena lista produjo cierta alarma en Faustino. No se le escapaba que los recién casados mantenían una relación tensa, pues en lo que llevaba custodiando la casa y la zona, casi ni se habían hablado. Y la "Misis" era una buena mujer, tan dulce y bonita, tan preocupada por su Cachila, como si ella fuese una hermanita menor en lugar de la sirvienta. Faustino no podía permitir que por una sandez el esposo la regañara o le pegara, no se lo perdonaría nunca. Dudó un momento, rascándose la cabeza, y al fin cedió. Silvio debía estar a pocos kilómetros, siendo ya el mediodía. Había que reconocer que no era tan puntilloso como él en cumplir los horarios. Claro que él no andaba tras la Cachila. Y lo bien que hacía, si no, tendría que vérselas con su facón.
—Está bueno, patrona. Voy a buscarle el pavo y la leña, antes de que se haga tarde, pero enciérrese adentro y no salga mientras el otro no venga, que ya sabe que este lugar está en medio de la indiada y los fortines.
—¿Tan cerca de la frontera estamos? —se sorprendió Elizabeth.
—Tan cerca no, pero como los crinudos andan revueltos...
Faustino partió y Elizabeth entró para vigilar las andanzas de Cachila en la cocina. La muchacha estaba sacando el pan de leche a los tirones de la fuente.
—Así no, Cachila, por Dios, que nos quedaremos con las migas solamente. Déjame ver, así, pasándole la espumadera por abajo, ¿ves?
Cachila se compungió.
—Ay, señora, es que soy tan torpe, nunca aprendo nada.
—No digas eso, no existe una persona que no pueda aprender nada. Si no se te da bien la cocina, habrá otra cosa.
—¿Usted cree?
—No lo creo, estoy segura —repuso Elizabeth, aunque tuvo que admitir sus dudas al ver el destrozo del pan de leche.
Colocaron la masa sobre un repasador y la airearon junto a la ventana, donde ya reposaba una bandeja con bizcochos. Ambas mujeres se dedicaron a guardar los bizcochos en una lata, limpiar la cocina y pelar las chauchas y las papas con las que acompañarían los huevos del mediodía. Francisco compartía el almuerzo con la peonada, de modo que ellas comían solas en la mesa de la cocina. Cachila adoraba esos momentos, sentía que la patrona era como una amiga suya en lugar de la dueña de casa. Sentadas una frente a la otra, con sendas fuentes en el regazo, hacían la tarea en cómodo silencio, interrumpido a veces por el trino de algún ave que se acercaba a picotear el pan y arrancaba risas a Elizabeth y manoteos a Cachila.