La Maestra de la Laguna (80 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Fran besó las manos de su madre otra vez y la alentó a continuar.

—Jamás la juzgaría por nada de lo que hubiese hecho. Por favor, quiero saber.

Dolores volvió a remontarse a aquellos tiempos de los que no había podido hablar nunca.

—El debió escucharme llorar cada noche y habrá pensado que sufría demasiado o que moriría de pena, pues me dijo: "Mujer, decide qué vas a hacer, porque si te quedas, jamás volverás a ver a tu familia, te lo prometo". Esas palabras me asustaron, lo confieso. Mientras pensaba que algún día alguien me encontraría, podía soportar la tristeza, pero al saber que mi decisión sería definitiva, sentí terror y le dije al capitán Aguirre que lo seguiría hasta el fuerte. Supongo que le habré causado un gran dolor al cacique, pues no se despidió de mí. Lo último que vi, al partir, fue la sonrisa de satisfacción de la esposa india. Hay otra cosa que me duele recordar —agregó en un impulso.

Fran aguardó a que su madre hilvanara los recuerdos guardados por tanto tiempo.

—No le dije al cacique que estaba encinta, lo oculté. Tuve miedo de que no me dejara ir, o de que el mismo capitán no me llevara consigo. Si yo hubiese sabido que tu padrastro me despreciaría... Al principio no lo creí posible, pues él me recibió con compasión. Luego me di cuenta de que actuaba en beneficio del capitán y sus hombres, para que no lo juzgasen despiadado. Apenas me tuvo a su merced, me hizo saber que yo era poco menos que una...

El sollozo cortó la confesión de Dolores y causó una oleada de furia en Francisco. De nuevo pensó en la posibilidad de llevarse a su madre de allí. ¿Qué podía perder? Nadie objetaría que una madre acudiese a la boda de su hijo y, pasado algún tiempo, verían con naturalidad que permaneciese en la estancia de los Zaldívar, antiguos amigos de la familia.

Dolores lo sacó de sus alocadas reflexiones:

—Rogelio es un hombre cruel que también es víctima de sus propios miedos. Su idea del matrimonio es tener una mujer a su servicio para procrear y facilitarle la vida social. Conmigo tuvo doble frustración: le di un hijo de otro padre y nunca acepté de buena gana las visitas o las fiestas. Al cabo de un tiempo, cuando nacieron tus hermanos, me dejó en paz. Supongo que me considera un caso perdido.

—El caso perdido es él, madre. Usted es una mujer valiente, digna del mejor de los hombres. Tal vez ese cacique...

—No lo sé. A veces lo pienso. ¿Qué más da? Nada puede hacerse ahora. Lo hecho, hecho está.

Fran recordó haber pronunciado esas mismas palabras junto a la laguna y el efecto que causaron en Elizabeth. Sonrió al pensar en el enojo de la muchachita y su respuesta airada.

—Madre, creo que Elizabeth y usted harían muy buenas migas. ¿Por qué no viene conmigo a la estancia? Los Zaldívar estarán encantados de recibirla y a Elizabeth le vendrá bien otra compañía femenina para organizar la boda.

"Y para interceder por mí, en caso de que me rechace", pensó.

Los ojos de Dolores brillaron con entusiasmo, y enseguida se ensombrecieron.

—No puedo dejar a tus hermanos —comenzó a decir.

—Ellos son grandes y no la necesitan todo el tiempo a su lado. No le pido que se mude conmigo, aunque no me disgusta la idea, sino que venga a presenciar mi boda y darme la bendición. Cualquier madre tiene derecho a eso.

Dolores concibió esperanzas. Conocer a la mujer que sería compañera de su hijo, participar de la felicidad de ambos... ¿Por qué no permitírselo, después de tanto sufrimiento? Quizá la vida le deparara una nueva oportunidad para ser feliz. Hablaría con el Padre Agustín y le pediría su opinión. Estaba segura de que lo aprobaría. Y si Rogelio ponía mala cara, tanto peor para él. Hacía mucho que no compartían ni el dormitorio ni los proyectos. No iba a extrañarla cuando se ausentara, sobre todo si eso implicaba llevarse de allí al hijastro no deseado. Cada vez le parecía más atrayente el ofrecimiento de Francisco.

Horas después cayó en la cuenta de que no le había revelado el nombre de su padre.

CAPÍTULO 34

Elizabeth se contempló, reflejada en el espejo de pie. Una mantilla de encaje rozaba sus hombros, haciendo juego con el corpiño de color marfil. No había creído posible tener un traje tan hermoso en tan poco tiempo. La influencia de doña Inés obró milagros, pues la modista había trabajado día y noche, dejando de lado los otros encargos, para satisfacer el deseo de su dienta más destacada. El corte del vestido disimulaba las formas que ya se insinuaban en Elizabeth; la falda dejaba ver unos zapatitos de raso con moños de cordón de seda y tacones altos. ¡Ella jamás había usado tales tacos! La discreción de las mujeres yanquis, en contraste con las esplendorosas señoritas del Sur, había sido el anatema favorito de sus condiscípulas y maestras. Sin embargo, Elizabeth no pudo ocultar el gozo que le producía el contacto con ropa tan fina. Por otro lado, casarse en el campo le permitía apartarse de los rigores del luto que aún envolvía a la ciudad. Elizabeth sabía que las novias estaban obligadas a llevar trajes negros, atenuados con flores de azahar o un velo de tul.

—Estás preciosa —murmuró Dolores, maravillada al comprobar el efecto que ese traje producía en la figura menuda de su futura nuera.

No bien se vieron, el día del regreso de Francisco, las dos mujeres se reconocieron y se fundieron en un abrazo. Elizabeth simpatizó de inmediato con el carácter apacible de Dolores, aunque se cuidó de mostrar preferencia alguna para no herir los sentimientos de Inés Durand. La madre de Julián se había comportado con ella como con una hija y no podía ser ingrata, pese a que congeniaba mejor con la que sería su verdadera suegra.

—¿No me veo demasiado pretenciosa? —aventuró con timidez, aunque su tono traicionaba la satisfacción que la embargaba.

—Niña, pretender estar más bella que nadie el día del casorio es una vanidad que hasta el cura más austero perdonaría. Tienes derecho.

El traje reflejaba la tendencia vanguardista de los figurines franceses y resultaba un poco fuera de lugar en el ambiente donde se realizaría la ceremonia. Los géneros utilizados eran lo mejor de la prestigiosa tienda San Miguel, que acababa de estrenar local en Buenos Aires, y las puntillas y los encajes provenían de La Reina, otra de las grandes tiendas de la calle Suipacha. Elizabeth no pudo negarse a llevar ese atuendo elegante, pese a que sus gustos eran más sencillos. En lo único que se mantuvo firme fue en no aceptar el acostumbrado corsé. Sólo pensar en oprimir al hijo que llevaba en el vientre de manera tan brutal le provocaba temblores y, aunque no confesó a Inés Durand el motivo de sus miedos, sospechaba que la mujer se había rendido demasiado rápido. Así fue como optaron por el corte amplio bajo el busto, dando al vestido de Elizabeth un vuelo que resaltaba su apariencia de hada del bosque.

—Mi hijo quedará mudo de admiración —comentó Dolores al verla, por fin, con el último detalle: un ramo de azahares y jazmines sujeto con cintas de satén.

Ambas mujeres se miraron a los ojos en muda transmisión de pensamiento, y Dolores extendió una mano, invitando a su nuera a la confidencia. Desde el principio supieron que debían hablar a solas. Los preparativos de la boda, guiados por la experta mano de Inés Durand, las habían mantenido en perpetuo ajetreo, sin encontrar el minuto para la charla distendida.

—Querida —comenzó Dolores con suavidad—, conozco bien a mi hijo y sé cuáles son sus defectos. No te habría propuesto matrimonio si no te amara.

Elizabeth dio un respingo. ¿Cómo había acertado la señora Balcarce con sus miedos más íntimos? Se sentó, ahuecando la falda del vestido para no estropearlo, y juntó sus manos sobre el ramito. Su voz sonaba amortiguada por las lágrimas que pugnaban por salir.

—No estoy segura de eso. Él es un hombre de honor y sabe que mi situación, al quedar mancillada por el rapto y los días pasados solos en el desierto, sólo se repara con una boda. Si me amara, habría buscado la oportunidad de decírmelo.

—Los hombres son parcos en esas cosas —aseguró su suegra—. A menos que hablemos de un poeta o algo así —agregó, sonriendo—, y, si no he olvidado por completo las virtudes de mi hijo, el lirismo no se encuentra entre ellas.

Logró su propósito al ver que Elizabeth sonreía también.

—Sin embargo, puedo decirte una cosa: Fran ha sido, desde que despuntó su virilidad, un temible donjuán. No puedo mentirte. Yo fingía no enterarme de los corazones que rompía, muchas veces con merecido castigo, pues se trataba de mujeres casadas que engañaban a sus maridos.

Los ojos espantados de Elizabeth movieron a Dolores a tomarle una mano para confortarla.

—No temas, eso es tiempo pasado. Un hombre que bebe de todas las fuentes sabe en cuál desea permanecer al fin. Cuando volvió a casa y me habló de ti, supe de inmediato que eras la definitiva. Y al enterarme de tu identidad, creí ver la mano de Dios en todo esto. Ya nos habíamos conocido ¡y me caíste tan bien, hija mía! Si en aquel momento un ángel me hubiese pedido un deseo, aparte del de tener a mi hijo conmigo, habría dicho que encontrara a una esposa tan perfecta como tú.

—No me crea perfecta, Dolores, eso no —arguyó Elizabeth, acongojada.

—Lo eres. Y él lo sabe desde su corazón, aunque su terquedad le impida admitirlo. Fran ha sufrido mucho y supone que la felicidad no se ha hecho para él. Sin darse cuenta, busca pagar el precio de los pecados de otros.

Elizabeth no entendía el significado oculto tras las palabras de Dolores y la miraba expectante, con los ojos muy abiertos.

—Francisco recibió todo el amor que una mujer débil como yo puede brindar a un hijo, pero careció de un verdadero padre. Mi esposo, Rogelio Peña, no lo es.

En el silencio que siguió, el bullicio de la cocina y las voces de los hombres en el exterior sonaban como un fondo musical inapropiado para la solemnidad de esa conversación.

—Él lo supo apenas un año atrás, y ése fue el motivo de su partida precipitada de Buenos Aires. Ahora pienso que no hay mal que por bien no venga: gracias a ese hecho desdichado, te conoció a ti —y Dolores apretó la mano de Elizabeth con cariño—. Fueron tiempos difíciles para todos, agravados por el temor de no volver a vernos con vida, después del azote de la peste. Sin embargo, estaba escrito que nos debíamos algo, pues la Virgen me lo devolvió un día, ansioso por contarme sobre ti y saber de su padre de sangre. Le dije la verdad, tal vez no del modo que hubiese querido, pero él ya lo sabe: es hijo de un cacique indio.

Dolores observó con atención los rasgos de Elizabeth, a fin de percibir el mínimo atisbo de repulsión en su boca suave o su nariz respingada. Todo lo que vio fue asombro y compasión. Desde que se encontraba en El Duraznillo, había vigilado la conducta de los novios, tratando de adivinar en qué momento tendría lugar la confesión y, al cabo de los días, entendió que Fran seguía tan hermético como siempre y Elizabeth era una novia triste. Decidió entonces hablarle con franqueza, esperando que su sinceridad animara a la joven a desahogarse a su vez.

—Al igual que te sucedió a ti, fui raptada por un malón aunque, en mi caso, eso tuvo consecuencias: volví al hogar llevando en mi seno un hijo mestizo. Para mí no significó diferencia alguna, era mi hijo y lo amé más, si cabe, por su condición. Otra cosa fue para mi esposo, que actuó como padrastro distante y a veces cruel, hasta que el enfrentamiento final impulsó a Fran a irse de la casa. Siendo orgulloso, rechazó cualquier ayuda y no supe nada de él hasta el otro día. Es un Balcarce —añadió la mujer, irguiéndose con hidalguía—, y la sangre india que lleva no hace sino aumentar su temple y su coraje.

—Dolores —dijo Elizabeth con dulzura—, no es necesario que diga más. A mí no me interesan los abolengos. Vengo de una sociedad que trata de suprimir los resabios de la esclavitud, aunque reconozco que la mayoría de mis compatriotas no desea trabar relación con los indios. Sin embargo, hasta los presidentes quieren romper esa barrera y buscan maneras de convivir en paz. Mi sangre irlandesa me remonta a pobres barqueros que ganaban su pan transportando pasajeros de una isla a otra. Y en nuestra historia, los irlandeses hemos sido despreciados, humillados y maltratados. Yo sería la última en ver la mancha del pasado en el que sufre. Lo que sucede es que... —y se detuvo, aspirando para darse valor.

—¿Qué ocurre, hija? Debes decírmelo, para que pueda entender por qué, pese a estar en el momento más feliz de toda mujer, hay tristeza en tus ojos.

Elizabeth se armó de coraje. Si su suegra había sido capaz de confiarle un secreto vergonzoso a los ojos de la sociedad, ella no sería menos sincera y le diría lo que oprimía su corazón.

—Sucede que yo también aguardo un hijo.

La reacción de Dolores no fue la esperada. Unió sus manos en una plegaria de agradecimiento y luego besó a Elizabeth en ambas mejillas. La joven estaba desconcertada.

—¿Se alegra? —balbuceó.

—¡Claro que sí, hija! Me alegra que confíes en mí lo suficiente para decírmelo antes de tu boda, porque ya lo sabía. Fran me lo confesó cuando fue a la casa y él también estaba abrumado por las dudas.

El semblante de Elizabeth se ensombreció.

—Abrumado por las dudas sobre tus sentimientos, quiero decir. El tonto de mi hijo no se valora lo suficiente como para pensar que la mujer a la que ama acepta casarse por él mismo y no sólo por haber quedado en estado. Porque lo amas, ¿verdad?

La joven maestra no sabía si reír o llorar. ¿Cómo podía la madre de Francisco desentrañar verdades tan simples de la maraña de dudas y conflictos que había tenido desde el principio? Si todo se reducía a eso: amaba a ese hombre terco y orgulloso, incapaz de pronunciar palabras suaves o de demostrar debilidad.

Elizabeth asintió.

—No podía ser de otra forma, si llevas a su hijo en tu vientre. Hija, no debes guardar silencio. Díselo, trata de romper el muro que él ha construido a su alrededor. Francisco debió protegerse desde pequeño y la coraza que lo rodea lleva mucho tiempo endureciéndose. Sé que eres la indicada para despojarlo de ella.

—Temo que él no me corresponda —aventuró.

—¡Nada de eso! Supe que mi hijo estaba enamorado apenas me dijo que volvía para buscar mi bendición y el anillo de mi abuela. No habría hecho eso por ninguna mujer a la que no amase. Y sospecho que —hizo un silencio, pensativa— hasta él se sorprende de todo esto. Pobre hijo mío, queriendo mantenerse duro mientras se derrite por dentro.

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