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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (76 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Guiñó un ojo a Elizabeth, y desapareció cojeando rumbo a la cocina.

La joven fue conducida a los aposentos interiores, donde ya habían dispuesto un baño caliente y también un conjunto de ropa limpia. Fran la observó salir de la sala, evaluando su estado físico tanto como su ánimo. En los últimos tramos, ella casi no había hablado y eso lo preocupaba.

—Te espera un baño también —anunció Armando—, pero antes te ofrezco algo fuerte. Supongo que tu garganta necesita mojarse.

El hombre sacó de un mueble de caoba una botella que sólo tenía la cuarta parte del contenido. Miró a Francisco con aire culpable.

—Pasé muchas noches solitarias en este cuarto —comentó. Fran bebió en silencio el licor que le ofrecía y recién después dijo:

—¿Cómo fue?

No hacía falta explicar que se trataba de Julián. Zaldívar se dejó caer en uno de los sillones de cuero y lanzó un suspiro.

—Sólo Dios lo sabe —dijo—. No ha querido contar nada desde su regreso. Su madre y yo lo vimos llegar un día, maltrecho y con viejas heridas mal curadas, con aire ausente y casi mudo. Ni siquiera respondía a mi abrazo. Fue muy fuerte, muchacho, recuperarlo así, sin ser el mismo de antes —la voz de Armando se quebró.

—¿Y ahora?

—Ahora, poco a poco, vuelve a sonreír, aunque nunca igual, no, nunca igual.

Los dos hombres compartieron el licor y el silencio.

—Armando, la señorita O'Connor también sufrió cautiverio, de un solo hombre —dijo Fran de pronto.

—¿De un solo hombre? ¿Acaso...?

—No —lo cortó, tajante—. No es lo que piensa. Es un tipo extraño, un extranjero que, Dios sabe por qué, vino a estos pagos para matar al doctor Nancy.

—¡Al doctor Nancy! —exclamó Zaldívar, poniéndose de pie. Francisco lo atajó de nuevo.

—No hay nada que hacer, ya partió, quién sabe adónde. Elizabeth fue su prisionera un tiempo corto, escapó por sus propios medios y yo la encontré en los toldos de Catriel.

—Escapó. Vaya con la maestra —comentó admirado Armando.

—Estuvo enferma de fiebres unos días y la gente del Calacha la curó. Yo permanecí con ellos hasta su recuperación y luego emprendimos el regreso hasta acá. Pensé que era el mejor lugar para que ella se compusiera del todo.

—Hiciste bien, muchacho. Y te lo agradezco. No sólo se curará Elizabeth, también mi hijo sacará provecho de esta visita, estoy seguro. Él alberga sentimientos hacia esa niña, lo sé.

Fran se sintió incómodo y se sirvió otro trago.

—Armando, Elizabeth y yo... bueno, hemos compartido muchos días y... le propuse matrimonio.

Armando Zaldívar se quedó mirando al amigo de su hijo con tristeza. Había anhelado que la llegada repentina de la maestra fuese el bálsamo que su hijo necesitaba, y ahora su mejor amigo se la arrebataba. Sabía que los asuntos del corazón no se podían manejar con las riendas de la razón y, sin embargo, deseaba hacerlo para devolverle a Julián la felicidad.

—Me dejas sorprendido, muchacho. No conocía tu inclinación hacia la señorita O'Connor. Es más, creí que sentías hostilidad hacia ella.

Fran sonrió sin alegría.

—Confieso que sí, aunque me pregunto si no estaría rechazándola porque me atraía sin darme cuenta. El asunto es que debo casarme con ella, ¿me entiende?

Armando calibró esa respuesta y asintió. Comprendía. Bebió de un solo trago lo que quedaba en el vaso y se levantó, de nuevo animoso.

—Bien, brindemos entonces por la felicidad de dos buenos amigos de Julián. Por tu matrimonio, Fran, sea cual sea la razón que te mueve a celebrarlo.

Elizabeth eligió justo ese instante para entrar en la sala, descubriendo el brindis que don Armando proponía. Las últimas palabras se clavaron en su pecho con dolorosa certeza. Francisco se casaría con ella debido a su sentido del honor, cargando con un hijo que no deseaba. Fingió alegría al recibir de Zaldívar un abrazo paternal.

—Jovencita, ha recuperado usted toda su belleza. Me animo a decir que está más hermosa que antes. ¿Qué dices, Fran?

Francisco observó el aspecto pulcro y modesto que ofrecía Elizabeth, con un vestido paisano de color celeste y el cabello recogido en un moño del que ya se desprendían los primeros rizos rebeldes. Estaba pálida, algo comprensible después de la odisea vivida, sin embargo, en sus ojos brillaba cierta melancolía. ¿La habría conmocionado ver vivo a Julián? ¿Se arrepentiría de la decisión tomada?

Francisco experimentó una punzada leve en un costado que lo impulsó a moverse en dirección a la cocina.

—Veamos esos pastelitos de los que nos habló Julián —dijo, con falso entusiasmo—. Ven, Elizabeth, estás delgada y debes comer.

Armando vio cómo se la llevaba del brazo, arrastrándola hasta la cocina, de donde ya emanaban aromas deliciosos. Sin duda, Chela se habría esmerado para agasajar a los huéspedes, del mismo modo que había cocinado durante días los mejores platos para alimentar a Julián cuando regresó, más muerto que vivo.

Almorzaron en el comedor presidido por el cuadro del toro Caupolicán, que tanta gracia le hizo a Elizabeth durante su primera visita. Parecía que habían transcurrido años desde entonces.

Doña Inés, sentada al lado de su esposo, no dejaba de sonarse la nariz con un pañuelito de encaje y mirar con amor a su hijo, ubicado enfrente de ella, junto a Elizabeth. Fran estaba sentado en el extremo, un poco alejado del resto. La nueva disposición de los comensales le dijo que, en ausencia del hijo, los Zaldívar habían comido uno junto al otro para darse fuerzas en su dolor.

El almuerzo transcurrió en medio de comentarios sobre la dureza de los tiempos que corrían, el rumor sobre el plan del gobierno para erradicar al indio, y la llegada de nuevos colonos a las tierras rurales, un proyecto que Armando Zaldívar compartía a medias.

—Es gente de trabajo —dijo, mientras cortaba un buen trozo de asado—. Pero ocuparán muchas tierras que se interponen en nuestras pasturas. Las vacas necesitan moverse, buscar los mejores brotes, y van a toparse con sus cercos por todas partes. Además, vienen con una idea equivocada. Están habituados a cultivar pequeñas huertas en sus países y acá encuentran territorios demasiado extensos para sus hábitos agrícolas. ¿Cuánto van a sembrar? —se quejó.

—Ya se las arreglarán —intervino Julián—. La agricultura puede ser tan rentable como la ganadería, papá.

—A largo plazo, hijo, a muy largo plazo. Los ganaderos tenemos más recursos para hacer entrar divisas al país: los cueros, la grasa, ahora mismo la carne enfriada, que es novedad en Europa. No creo que los agricultores puedan competir con los ingresos que depara la cría de animales. ¡Si ni siquiera tenemos que alimentarlos, se engordan solos!

—Cuando estuve en el despacho del Presidente —terció de pronto Elizabeth— oí decir que los ganaderos son enemigos de Sarmiento.

Armando Zaldívar lanzó una carcajada.

—Enemigos no, mi niña, no coincidimos a veces con sus planes. Es que el viejo loco tiene muchas ideas europeas en la cabeza —y acompañó sus dichos con un movimiento del índice junto a la sien.

—A mí me pareció un hombre progresista —insistió Elizabeth.

—Y lo es, para Buenos Aires. La gente de campo es más conservadora, no asimila tantas novedades juntas. Y está el tema de las tierras, además. Los que criamos vacas necesitamos muchas.

—¿No es eso un poco injusto? —preguntó la joven.

Esta vez fue Julián el que soltó la risa, una risa inesperada que hizo levantar la cabeza a doña Inés e iluminó el rostro de Armando.

—Sarmiento no podría haberse conseguido mejor representante de sus intereses, mi querida —dijo con afecto.

Fran detectó el tono y endureció la mandíbula.

—¿Cómo te llamó el Presidente, papá? ¿Empresario con olor a bosta?

—Bueno, no me lo dijo a mí en particular, se refirió a todos los que somos ganaderos. A algunos les cayó bastante mal —recordó.

—Por favor, no mencionemos esos temas desagradables en la mesa —rogó doña Inés—. Estamos de fiesta al recibir a Fran y a Elizabeth, ¿no es así, hijo? ¿Has descansado, Elizabeth? Veo que esas prendas que te dimos te quedan algo justas. Veré qué puedo hacer.

Elizabeth se sonrojó. Las ropas de paisana le quedaban ajustadas debido a su embarazo, cada vez más evidente, al menos para ella. Cuando las mujeres desaparecieron del comedor y mientras Chela recogía los restos del almuerzo, Armando comentó a Fran algunos adelantos que estaba introduciendo.

—Preparé un silo para pasar el invierno y no me fue nada mal. Ahora quisiera animarme con alguna pradera. Hay pastos especiales que dan mejor resultado en el engorde.

—Pregúntales a tus amigos los colonos, papá —repuso Julián—. Si alguien sabe de pasturas, deben ser ellos.

Armando refunfuñó algo y volvió a sacar la botella del bar. Hizo un gesto hacia los jóvenes, dando a entender que podían salir a ponerse al día con sus cosas, y se repantigó en su sillón a leer los periódicos que le habían llevado de Buenos Aires.

Francisco y Julián salieron a la luz fría de la tarde y Fran tuvo que amoldar su paso al más lento de su amigo. Atravesaron el patio y caminaron hasta el galpón de las herramientas. Fran aspiró de nuevo el aire perfumado que le recordaba momentos felices de su juventud.

—Lo has pasado mal, ¿verdad? —dijo, sin preámbulos.

Julián cambió el gesto distendido por otro adusto y evitó mirarlo.

—Digamos que no soy el joven atlético que era, ¿no?

El sarcasmo era nuevo en él y no le sentaba bien. Francisco lamentó que la vida hubiera causado daños tan profundos en un hombre tan amable y gentil. No obstante, tenía que saber lo ocurrido para ayudarlo. A pesar de las rencillas, de los celos y de los últimos enfrentamientos, la amistad no estaba en juego, y ambos lo sabían.

—Ninguno de nosotros volverá a ser lo que era después de lo vivido.

Julián lo miró con intensidad.

—Voy a casarme con ella —anunció Fran.

—Directo, como siempre —masculló el amigo.

—No voy a fingir, Julián. Cuando te creí muerto, estuve tentado de mentir sobre la paternidad del hijo que ella espera para favorecerla, pero esos actos de nobleza no son para mí. La quiero y deseo desposarla.

—Sea —dijo por fin Julián, con un gesto de cansancio—. Esa batalla estaba perdida desde el principio. ¿Se casarán aquí, en la estancia?

Francisco no había hecho planes, de modo que se sorprendió ante la pregunta. No era mala idea casarse allí, en una ceremonia íntima, en lugar de lidiar con la comidilla de curiosos de Buenos Aires. Habría que tomar la decisión pronto, o se notaría el embarazo en el cuerpo menudo de la joven.

—¿Y dónde vivirán? —volvió a indagar Julián, sin aguardar la respuesta a la anterior pregunta.

A Fran le resultaba cada vez más complicado el tema del casorio. Una cosa era proponer matrimonio a una muchacha que se veía obligada a aceptarlo por su situación, y otra organizar una boda con todos sus detalles. El no había pensado en la vivienda, ocupado como estaba en salvar su vida y la de Elizabeth.

—Apuesto a que mi madre entrará en órbita con todo esto —le oyó decir a Julián.

—Escucha, no exageremos —comenzó diciendo—. Elizabeth es una mujer prudente y no querrá hacer un circo de su casamiento.

—No pensarás llevarla al altar vestida de paisana, con lo puesto, para luego arrastrarla hasta la casita de la laguna, donde vivirán solitarios a merced del viento marino —exclamó el otro, indignado—. Elizabeth es una dama y se merece una boda decente, ya que no tendrá una de campanillas. En un mes, mi madre puede hacerle traer un vestido de Buenos Aires, aunque imagino que lamentará no haberlo sabido antes para encargarle otro en Europa. Deberá tener su ajuar, llevar su ramo, y tú también deberás parecer un caballero.

Fran contempló el rostro agitado de su amigo. La delgadez había acentuado los rasgos extranjeros, dándole el aspecto de un vikingo.

—Diablos, Julián —murmuró, pasándose la mano por la cabeza—. Estás realmente enamorado de ella. Yo debería...

—No.

Ambos se miraron, Fran con desconcierto, Julián con vehemencia.

—Elizabeth es tuya. Espera un hijo tuyo. No hay nada que yo pueda hacer frente a eso. Además —y el joven desvió la vista— ya no soy el hombre que ella conoció, apenas una sombra grotesca de aquél.

—¿Qué dices? Julián, tanto Elizabeth como yo...

—Basta. Déjalo así, Fran. No hablaré de eso.

La manera rotunda en que se negaba a comentar lo sucedido preocupó a Francisco. Temía que las heridas invisibles de Julián fuesen más graves que las evidentes.

—Iba a proponerte cabalgar, pero ésta —y se golpeó la pierna mala con la mano— no siempre me deja hacer lo que quiero. Entremos, quiero mostrarte algo.

Fran lo siguió en silencio. Atravesaron el pasillo hasta llegar a la habitación de Julián, que se veía más despojada, pues los antiguos adornos habían sido reemplazados por libros, mapas y láminas. Julián se sentó en el borde de la cama, sosteniéndose la pierna con ambas manos y dejándose caer de costado. Fran tuvo que clavarse las uñas en las palmas para no ayudarlo. El joven arrojó lejos el bastón de caña y, con un movimiento de cabeza, indicó a Francisco que le trajese algunos de los libros. Los abrió en lugares marcados y le enseñó las imágenes.

—Voy a viajar, Fran. Apenas pueda, me marcharé de aquí.

—¿Viajar? ¿Adónde?

Fran contemplaba los puentes colgantes, jardines sobre lagos, islas lujuriosas... Julián parecía un niño excitado con una aventura.

—Mis padres no lo saben. Creo que esperaré al día de la boda, así el entusiasmo hará que resistan mejor la noticia. Ya tracé un itinerario. Europa, por supuesto, luego las ciudades de Oriente. Es algo que debí hacer desde hace tiempo y siempre se interpuso la enfermedad de mamá o la estancia, que me reclamaba. Ahora el enfermo soy yo y está claro que la estancia subsiste sin mí, pese a las protestas de mi padre. Voy a cumplir este sueño. No tengo nada que perder ni hay nadie que me espere.

El último comentario hirió a Fran en lo más hondo.

—Tus amigos te esperaremos siempre, vayas donde vayas. ¿Volverás?

Julián adoptó un aire pensativo.

—Quién sabe. Voy sin una idea fija, aunque sé que aquí tengo mis raíces. Tarde o temprano volveré, supongo.

—Preferiría que no te fueses por mi culpa.

Julián miró de lleno a Fran, antes de hablar con total sinceridad:

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