La Maestra de la Laguna (78 page)

Read La Maestra de la Laguna Online

Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
10.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Quiñihual pone sus lanzas al servicio del
huinca
para que la guerra se acabe. A cambio, pide lo mismo que otros recibieron —y enunció—: azúcar, yerba, tabaco, yeguas, maíz, garbanzos, todo lo que el indio necesita, igual que el blanco.

Don Armando y Julián sopesaron la situación. La gente de El Duraznillo ya se había apostado en lugares estratégicos, por las dudas, y un chasqui partió raudo hacia el Centinela para dar aviso a la guardia.

En el interior de la casa, doña Inés se acercó a la figura de Elizabeth, trepada a la ventana.

—¿Qué querrán estos salvajes, Dios mío? —exclamó, retorciéndose las manos.

—Parece gente de paz, doña Inés, como la que conocí en las tiendas del Calacha. Vea, han venido con sus familias.

Inés Durand miró con recelo a las familias: mujeres desgreñadas, chicos harapientos, no era la clase de gente con la que ella trataría. Haría caridad con ellos, en todo caso, pero no se sentarían a su mesa.

Quiñihual hacía ademanes en dirección al oeste, de donde había venido. Ni Elizabeth ni doña Inés sabían que estaba hablando de Calfucurá y de sus ansias de venganza. Don Armando se veía en un dilema. Ese hombre feroz, que en otros tiempos había asolado las pampas con sus alaridos y sus lanzas, le estaba proponiendo un trato muy preciado para el gobierno y sus fines de pacificación, que le costaría a él unas hectáreas de su tierra. ¿Dónde instalaría Quiñihual a toda su gente, si no? No podían esperar una decisión de las autoridades que quizá demorase meses en llegar, ni tampoco desaprovechar la oportunidad de hacerse de aliados en la lucha. Apelando a su sentido común, evaluó cuáles eran los campos más estériles, los que por el momento podía dejar sin praderas y sin rodeos, y aceptó los requerimientos del cacique con una condición:

—Tendrán lo que quieran —le dijo—, pero seré yo quien lo lleve, o mis hombres. No quiero que nadie se arrime a pedir.

El carácter pedigüeño del indio manso era conocido por todos.

Quiñihual se mostró satisfecho y con un ademán indicó a sus hombres que se encaminaran a la dirección convenida. Allá, siguiendo su costumbre, levantarían sus toldos y no les faltaría nada.

Elizabeth contempló admirada el desplazamiento de todo un pueblo. Su concepción del indio había variado luego de compartir los días con la familia de Eliseo. No todos eran sanguinarios ni odiaban al blanco al punto de embriagarse con su sangre durante los ataques. Su intuición le decía que tampoco todos los indios provenían de la misma cepa, y su mismo aspecto lo revelaba. Ese cacique altivo se veía más alto y corpulento que los demás. Le recordaba al padre de Eliseo, en cierto modo, aunque era bastante mayor, a juzgar por el cabello entrecano. Al verlo dar la espalda para emprender la retirada en busca de la tierra prometida, Elizabeth sintió un atisbo de familiaridad, como si hubiese visto a aquel hombre antes. Sin embargo, sus únicos contactos con los nativos provenían de la visita a los toldos de Catriel y la estadía en los del Calacha.

—Se van, gracias a Dios —murmuró doña Inés a su lado.

Elizabeth también sintió alivio, pese a que don Armando dominaba la situación. Descendió del alféizar y corrió a reunirse con Julián, ansiosa por saber lo que ocurría. Al alcanzarlo, vio que el cacique se detenía y se volvía para mirarla. Quiñihual contempló a la joven con el ceño fruncido: era la cautiva de aquel forastero. El temor recorrió su espinazo. Con ella iba su hija. ¿Dónde estaría? Sintió el impulso de interrogar a la muchacha, pero la advertencia del estanciero lo contuvo. Ya habría tiempo de abordar a la cautiva que, por lo que se veía, ya no era tal.

—¿Qué haces aquí? —le gritó Julián con aire severo—. No debiste salir.

Elizabeth se encogió ante el tono. Nunca antes le había levantado la voz.

—Quise comprobar que estuviesen bien.

—Mal hecho. Y aunque hubiera problemas, no los ibas a resolver con tu vestido insinuante y tu cabeza descubierta.

La joven quedó perpleja. ¿De qué hablaba Julián? Ella llevaba una blusa y una falda de algodón. El escote de la blusa era un poco bajo, sí, eso se debía a que sus pechos estaban más llenos desde el embarazo. En cuanto a su cabeza, había olvidado que ostentaba las flores rosadas en medio de sus rizos.

—No estoy impresentable.

El mozo siguió clavándole una mirada dura, desconocida para ella.

—No sabes de lo que son capaces estos indios al ver a una mujer hermosa.

—Sí que lo sé —replicó Elizabeth, con la barbilla levantada en abierto desafío.

Julián se envaró antes de murmurar como para sí:

—No sabes ni la mitad.

Fran le había asegurado que Elizabeth no sufrió a manos del canalla que la secuestró, de modo que Dios le había evitado los tormentos de la vida en las tolderías.

—Vamos adentro —dijo, menos belicoso—. Es más seguro, por lo menos hasta que esta gente se asiente.

Mientras caminaba a su lado, Elizabeth pensó que, en alguna medida, todos los hombres resultaban parecidos, como le había dicho Inés Durand.

Quiñihual continúa de pie en medio del barullo de las mujeres, que levantan sus viviendas precarias y encienden los primeros fuegos. Las tierras del hombre blanco generoso son buenas, aunque se da cuenta de que no le ha cedido las mejores. No importa. Acaba de asegurarle a su gente un buen pasar, y a él mismo un buen morir. Estando Pulquitún a salvo, nada más puede importarle. Sólo eso le falta para descansar en paz.

Apenas un deseo le queda por pedir: quiere saber si aquel hijo que engendró una vez en el vientre de su cautiva vive todavía.

Julián entró en el comedor y, con gestos enérgicos, cargó un arma que colgaba sobre la chimenea. Doña Inés lo contempló con disimulo, al tiempo que bordaba en su pequeño bastidor redondo.

—¿Sales? —le preguntó, fingiendo despreocupación.

—Un rato. Voy con padre a esperar al capitán Pineda. No debe tardar.

—Hijo, quería hablarte.

La voz pausada de su madre lo detuvo con la mano en el picaporte.

—Me aflige verte así, tan duro contigo mismo. No apruebo lo que haces.

—¿Y qué es lo que hago, madre, si se puede saber?

—Torturarte con el casamiento de Francisco. No es necesario que apadrines su boda. Sé lo que sientes por esa niña que...

—Déjelo, madre. No sabe lo que dice.

—Pues yo creo que sí —dijo Inés, decidida a enfrentar a su hijo—. Ese sinvergüenza de Francisco te ha traído de las narices toda tu vida. Primero con sus travesuras, luego con sus andanzas de mujeriego, y siempre llevando las de ganar. ¿Crees que no sé que pagaban ambos el castigo que sólo él merecía? Eres su amigo y sin duda lo quieres, pero no es hombre de fiar. Fíjate lo que hizo: te arrebató a la mujer que amas.

—Basta.

—No me digas que no estás enamorado de Elizabeth, porque no lo creeré.

—Basta, madre, se está metiendo en cosas que no sabe.

—Hijo, sólo deseo verte feliz —suplicó Inés, juntando las manos.

Julián miró con compasión a la mujer que lo había criado con amor, pendiente de sus mínimos deseos. A su modo, Inés Durand había sido una madre devota. Se acercó y le tomó las manos. Estaban frías y él las calentó entre las suyas.

—No tema por mí, estoy bien. Ya pasó lo peor —concedió—. Será como usted dice, pero quiero a Fran como a un hermano y no habrá nada que se interponga entre él y yo. No me mortifique, madre.

Inés suspiró. Nunca su hijo se había sincerado tanto desde su amargo regreso.

—Él ama a Elizabeth de verdad y eso me tranquiliza —agregó el joven—. Lo que no es para mí no lo fue nunca, madre. Lo entiende, ¿verdad?

Inés asintió y abrazó a Julián, olvidando su compostura. Él besó su coronilla rubia, blanqueada por las primeras canas, y un poco de su amargura se disipó con el abrazo.

Lejos de allí, Francisco entraba por la puerta trasera de su casa, la que daba a la cocina. Eran las siete y la cocinera de los Peña y Balcarce se afanaba entre ollas y sartenes, preparando la cena. No reconoció al patroncito, sino que vio a un indio, con su poncho de lana, su cabello largo y sus ojos, apenas visibles bajo los párpados.

—¡Jesús bendito! —exclamó con voz ahogada, y se santiguó.

—Cata, soy yo, Francisco.

La voz profunda fue penetrando en la conciencia de la mujer y aplacando sus miedos. ¡El señorito, que había desaparecido tantos meses atrás! Toda la servidumbre conocía la historia de la partida del primogénito, aunque no entendían la razón, como no fuesen las peleas que sostenía con el patrón, tan severo siempre con su hijo.

—Señorito Fran... —musitó, conmovida.

Francisco se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio. No quería que nadie se enterase de su llegada. Su intención era ver a su madre y pedirle la bendición para su matrimonio con Elizabeth. Sospechaba que la noticia del casamiento traería sosiego al espíritu de Dolores, pues sabría que él no estaba solo. Tal vez hasta pudiese visitarlos algún día. De nuevo eliminó esos pensamientos. El no era un novio corriente, sino un hombre condenado a morir, privado de su apellido, que cumplía con la mujer a la que había dejado preñada y nada más. Recuperando su semblante rígido, avanzó hacia el pasillo que conducía a las habitaciones del primer patio.

La casa conservaba el aspecto que recordaba: la parra filtrando la luz de la tarde, las tinajas rebosantes de los malvones que Dolores amaba, un resabio de su sangre española, y las puertas del dormitorio que dejaban al descubierto la luna en forma de óvalo del ropero.

Fran se asomó, acostumbrando sus ojos a la penumbra. Sobre la colcha se hallaba la costura de Dolores, envuelta en un pulcro lienzo. La tocó con reverencia, mientras sus ojos se deslizaban sobre el juego de cepillos de plata que reposaba en la cómoda. Reflexionó un instante sobre las pocas cosas que podía ofrecer a su joven esposa. Ella no tendría muebles de caoba, ni espejos orlados de filigrana, ni juego de cepillos como el de su madre; tampoco los lujos de las tiendas de ultramarinos a las que proveía su padrastro: alfombras turcas, encaje de Bruselas o tapicería francesa para cubrir las paredes. Elizabeth no tendría nada de lo que hace agradable la vida dé una recién casada. Viviría en el desierto, junto a un hombre áspero, en una casita que se llenaría de tierra cada mañana, pese a los cuidados que le prodigase. Una tenaza de remordimiento le apretó el pecho al entender que condenaba a Elizabeth a una existencia poco menos que miserable. Su orgullo le impedía reclamar nada que viniese de Rogelio Peña, así que lo único que podía llamar suyo era la herencia materna, si es que su madre podía adelantársela de algún modo. Y hasta ese pedido lo avergonzaba.

—¡Virgen Santa! ¡Era cierto, entonces!

Dolores Balcarce se llevó una mano a la garganta, tratando de no ahogarse con la imagen tan anhelada. El hijo amado estaba allí, en su dormitorio. Un segundo le bastó para reponerse y se arrojó en brazos de Francisco. El hombre la estrechó contra su pecho, cerrando los ojos para empaparse del perfume de su madre. Ella siempre olía a agua de rosas. Cuando los sollozos cesaron y ella buscó el pañuelito que llevaba en la manga del vestido, Francisco se atrevió a mirarla, escudriñando su expresión.

—Está tan bella como siempre —le dijo en un susurro. Dolores sacudió con energía la cabeza.

—No, no, estoy un año más vieja. Tu partida me ha sacado canas, hijo mío. No te lo reprocho —agregó de inmediato—. Sé lo que te impulsó a irte y te agradezco que hayas regresado. Ven, sentémonos.

Dolores hizo lugar apartando la costura y sentándose, sin soltar la mano de Francisco. Sus ojos oscuros lo miraban queriendo encontrar diferencias con el hombre que, un año atrás, había partido de aquella casa casi con lo puesto.

—Cuéntame. ¿Dónde has estado?

Sin duda se horrorizaba del aspecto que presentaba el hijo. Distaba mucho de parecerse al mozo atractivo que todos conocían. La arrogancia, sin embargo, no había cambiado.

—Anduve con los Zaldívar un tiempo —contestó, evasivo, Fran. No deseaba entrar en detalles, quería ahorrarle penas a su madre.

—¡Con ellos! —exclamó Dolores—. Y no me lo dijeron.

—Fue mi voluntad, madre, mejor así.

—He sufrido tanto, hijo, la incertidumbre, el temor cuando llegó la fiebre... Nadie me daba razón de tu paradero. Al principio, traté de disimular tu ausencia, ya sabes, por las amistades. Después, se hizo evidente que no volverías y tu padre... quiero decir, Rogelio, no dio explicaciones. La gente empezó a murmurar a mis espaldas, a compadecerme. Me volví ermitaña en mis costumbres, aunque nada de eso me importaba, sino saber que estabas bien, que nada te había pasado. Creí que podrías haber viajado al extranjero, hasta que un dependiente de la tienda de... Rogelio me dijo que en las listas de viajeros no figurabas. Ya ves, me rebajé a preguntar por ti como si fuese una mujer despechada. Mi esposo no lo sabe —agregó, bajando la voz.

Francisco recibió esas confesiones como puñaladas en el corazón. Había sido egoísta al huir de su casa pensando sólo en su orgullo herido. No tuvo en cuenta a su madre, a la que dejaba en compañía de un hombre frío y autoritario.

—¿Cómo están Dante y Marga? —preguntó, tratando de frenar el torrente de pena a punto de desencadenarse.

—Tus hermanos están bien, cada uno en lo suyo. Dante en la escuela de leyes y a Marga la pretende el hijo de los Del Arco, un buen partido según tu padre.

Francisco asintió. La relación con sus hermanos menores había sido siempre distante, a pesar de quererlos. Les llevaba varios años y, sobre todo, mucha más experiencia de vida. La actitud protectora de Rogelio Peña hacia ellos contrastaba de modo notable con el desapego que manifestaba hacia él.

—No podré verlos, madre, he venido por pocas horas, sólo para saber de usted y decirle que no tema, que estaré bien. Si pudiese llevarla conmigo lo haría, las circunstancias son difíciles en este momento.

Fran trató de hallar las palabras adecuadas, las menos bruscas para decirle a su madre que partiría, tal vez para siempre. Dolores se anticipó.

—¡No puedes! No puedes irte de nuevo y dejarme así, con el corazón en la boca. Soy tu madre, no importa cuántos años tengas, para mí es lo mismo. Eres mi hijo y sólo eso cuenta para una madre —sollozó la mujer, apretando las manos de Fran entre las suyas.

—Madre, usted sabe que la quiero, pero como hombre debo buscar mi propio camino. No hay nada para mí en esta casa, ya se lo dije una vez. No me imponga una situación que no tolero.

Other books

Richard III by Seward, Desmond
Skull and Bones by John Drake
Listen to the Shadows by Joan Hall Hovey
Crooked Heart by Lissa Evans