—No es tu culpa que Elizabeth te prefiera, ni que el malón nos haya atacado, como tampoco lo es que tu nacimiento haya quedado en entredicho o que sufras una enfermedad extraña, Fran. Tal vez, en el reparto de calamidades, no lleves la peor parte. Lo que me perturba es la situación de Elizabeth. No sé si tus sentimientos alcanzan a mantenerla feliz y no me refiero a la posición económica. Aunque renunciaras a los bienes que por derecho materno te corresponden, sabes que en la estancia tienes colocación. Y están mis padres, que se volcarán con cariño hacia Elizabeth, más sabiendo que se encuentra en estado. Ya verás lo que haces. Sólo necesito saber, para irme tranquilo, que serás bueno con ella.
Francisco soltó un bufido de exasperación.
—Está visto que me crees un villano de la peor calaña —exclamó—. ¿Me supones capaz de tratarla mal, de castigarla por haber concebido un hijo?
—¿Qué le sucedió allá en el cautiverio? —preguntó Julián, sin despegar los ojos de los de su amigo.
—Nada. Y aunque hubiera ocurrido algo, para mí sería lo mismo. Yo fui su primer hombre.
—Bien. En cuanto a tus sentimientos...
—Julián —lo atajó Francisco, pues sabía por dónde corría su discurso—. Nunca fui un hombre zalamero con las mujeres, lo sabes. No soy como tú, que sabes cortejar con encanto y soltar requiebros que encandilan a las damas. Siempre fuiste mil veces más galante que yo. Aunque no me hayan faltado mujeres, no puedo decir que mis compañías fueran "damas" en el verdadero sentido de la palabra, mucho menos jovencitas como Elizabeth. Sin embargo —y Fran aspiró hondo— ella despertó en mí algo que creía muerto. Cuando estoy a su lado, ni siquiera recuerdo mi enfermedad y hasta mi degradación parece tener menos importancia. ¿Puedes entenderlo?
Julián lo contemplaba sorprendido. La declaración de Francisco revelaba más de lo que él mismo suponía, era un atisbo de blandura insólito. Suspiró, resignado, y otorgó su bendición del único modo posible:
—Entonces, fija la fecha y daré la orden para los preparativos. Una cosa más.
Fran aguardó, sintiendo una mezcla de irritación y lástima.
—Permíteme escribirle desde los lugares que visite. Será un solaz para mí enterarme del nacimiento del bebé y de lo que ella quiera contarme de su nueva vida. Por mi parte, le describiré las maravillas que hay en otras tierras. Sé que Elizabeth ama las aventuras, es curiosa por naturaleza.
De nuevo esa irritación al captar la intimidad que había existido entre los dos jóvenes mientras él se empeñaba en alejar a Elizabeth de su vida. Sin embargo, no podía negarle a Julián un deseo tan sencillo.
—Sea —murmuró—. Jamás pensé en privarla de tu amistad. Y tampoco espero verme privado yo de ella —agregó de pronto.
Julián se incorporó con esfuerzo y tendió una mano delgada hacia Francisco, que la ignoró. En su lugar, envolvió al amigo lisiado en un apretón capaz de quebrar los huesos de alguien menos resistente.
Fue una suerte que, confundidos en el abrazo, los pliegues del poncho de Fran ocultasen las lágrimas de Julián Zaldívar.
Quiñihual se despide de su mundo. Vienen los tiempos tan temidos. Ya no será el cacique de su gente, ni sostendrá con su lanza los alaridos de guerra de sus antepasados, pues el blanco trazará una nueva frontera donde el indio no tiene cabida. Lo sabe con esa sabiduría ancestral que le dicta lo que debe hacer.
Desafiando a Calfucurá y defraudando a los capitanejos de su tribu, Quiñihual toma el camino blando, el que salvará a su gente de los horrores del cautiverio y la masacre de la guerra. Es duro para él. Quedará en la historia como traidor, pues la memoria de los hombres no le hará justicia, ni la del indio ni la del blanco.
El destino está marcado.
—Primavera es un tiempo ideal para las novias —aseguró Inés Durand mientras ayudaba a Elizabeth a acomodar la ropa en un baúl.
Muselinas, encajes y prendas interiores llenaban el espacio hasta el tope. Elizabeth se encontraba aturdida por tanto revuelo. El anuncio triunfal de Julián, la expresión de sorpresa y desencanto de su madre y la otra, más adusta, de Francisco, todo le cayó encima como un balde de agua fría. ¡Ni siquiera le habían consultado la fecha! Se sentía como una pobre huérfana. Agradecía las atenciones, aunque las cosas podrían haber sido diferentes si no hubiera habido tanta gente involucrada. Don Armando decidió que ocuparían la casita de los campos del norte, a tres kilómetros de la principal, unas dependencias cómodas que sólo necesitaban una decoración apropiada. Julián le dijo que sería su padrino de boda y Francisco se mostró tajante con respecto a los anillos: su esposa usaría el que estaba en la familia Balcarce desde los tiempos de su bisabuela.
Fue para eso que viajó a Buenos Aires, dejando a Elizabeth más perdida que nunca en la estancia. A pesar de su rudeza, él era un muro sólido donde apoyarse. Habían desarrollado una relación extraña, hecha de silencios más que de conversaciones y, aun así, ella añoraba su callada presencia.
Doña Inés, ayudada por su doncella inglesa, seguía doblando prendas y colocando ramitos de espliego entre ellas. Elizabeth debía reconocer que la madre de Julián se había comportado de modo espléndido al encargarse de la boda de la que ni siquiera sería su nuera. No podía olvidar la recomendación que le hizo tiempo atrás sobre el carácter de Francisco. ¡Cuántas veces se habría mordido la lengua doña Inés antes de reprocharle el no haberla escuchado! Nunca dejó entrever que reprobaba aquella unión, ni que su hijo, convertido en un muchacho amargado, habría sido mejor partido para una jovencita como ella.
—No sé si tendrás suficientes corpiños —comentó la mujer, más para sí que para Elizabeth.
—Doña Inés, hay tanta ropa en ese baúl... —protestó la joven.
—Nunca es demasiado. Tendrías que haber visto la cantidad que traje conmigo cuando me casé con Armando. ¡No cabía en la carreta! Creí que a mi esposo le daría un soponcio. Sin embargo, tienes razón en una cosa: hace falta alternar la ropa fina con la práctica, por eso pedí algunos vestidos de algodón para la casa, eso sí, con sus adornos, pues lo práctico no debe ocultar lo bello. Y eres muy bella, hija.
Elizabeth se enterneció ante el apelativo. A falta de una hija propia a quien mimar, doña Inés la había tomado bajo su protección, siempre aduciendo que los hombres no sabían cómo hacer sentir bien a una mujer. Algo de razón tenía. Francisco no se había despedido antes de partir hacia la ciudad. Si bien ya todos conocían el motivo de su viaje, no habría estado de más que intercambiase algunas palabras de despedida con la novia. Elizabeth pasó un mal día cuando lo supo. Doña Inés le aseguró que sorpresas como esa le aguardarían a montones en su vida de casada, y que más valía que las tomase como algo normal.
—El vestido llegará mañana. Confío en que la modista que me recomendaron esté a la altura de lo esperado y, si no es así, de todos modos mi doncella sabe coser muy bien y podrá solucionar detalles. El peinado me preocupa más —y observó con detenimiento la cabellera de la joven. Elizabeth se encogió de hombros.
—Luché toda mi vida con mi pelo, no sé qué más intentar.
—Evelyn, trae las tenacillas y agua caliente. Haremos una prueba.
Elizabeth vio de pronto su cabeza coronada de rizos en los que la pericia de Evelyn pudo entremezclar pequeñas flores rosadas, un estilo romántico que combinaría con el vestido que habían encargado. Cuando se vio reflejada en la cómoda del dormitorio se admiró de la destreza de la doncella: nunca estuvo mejor peinada, ni siquiera con las trenzas enrolladas.
—Éste será tu peinado el día de tu boda, Elizabeth, te ves como una reina.
—Bien dicho, madre —dijo una voz admirada detrás de ella.
Julián avanzó, las manos en la espalda y una expresión satisfecha.
—Estás bellísima. Aun sin el vestido de novia, pareces una princesa de los cuentos. De los cuentos celtas —agregó con un guiño.
Doña Inés comenzó a guardar los bártulos del peinado para disimular la emoción que sentía cada vez que su hijo dejaba traslucir al joven romántico y galante que había sido. Un pensamiento mezquino, y no era el primero, la sacudió mientras lo hacía: él debió ser el novio y no el calavera de Francisco. Elizabeth O'Connor no sería una joven de la alta sociedad porteña, pero sí hermosa, distinguida y valiente, y doña Inés creía que Fran no era merecedor de tal esposa.
—Voy a vigilar el almuerzo —dijo, y empujó a Evelyn hacia el pasillo, cuidando de dejar la puerta abierta.
Julián giró alrededor de Elizabeth.
—Mi amigo es un hombre afortunado —comentó—. Y tú, querida, una mujer con mucha paciencia.
—¿Ésa es mi mayor virtud? —replicó Elizabeth, entre risas.
—La verdad es que eres un dechado de virtudes. Me pregunto...
Julián interrumpió lo que iba a decir, sin duda algo inconveniente, pues sus pómulos enrojecieron. Elizabeth lo tomó del brazo con familiaridad y descubrió que ocultaba algo.
—Ah, pero tienes un defecto común a todas las mujeres, no puedes aguardar las sorpresas. Quería darte mi regalo de bodas. Es algo sencillo —agregó, un poco cohibido— de gran valor sentimental para mí.
Extendió ante la muchacha un paquete envuelto en seda azul con una cinta plateada. Elizabeth lo desenvolvió con prisa y descubrió un grueso libro de cuero repujado, que olía a encuadernación reciente. Lo abrió con un crujido y leyó una fecha escrita en polvo de oro: 1870-1871. Intrigada, dio vuelta la primera hoja y ante ella apareció el retrato de una joven en una pose soñadora, con los codos apoyados en un escritorio, el rostro entre las manos y mirando a través de la ventana. Los detalles le resultaron familiares: el escote, la capotita, el cabello alborotado... Sin poder creer lo que su mente le decía, siguió volviendo las hojas, todas cubiertas con papel de seda para evitar que se borronease el lápiz. La misma joven, ataviada con un delantal, escribiendo en una pizarra, o montando a mujeriegas, o sentada junto al mar, reposando en el césped... Con estupor, alzó la vista y contempló al hombre que la observaba, inseguro de su reacción.
—Soy yo —murmuró con timidez, como si se pudiera dudar de la identidad del modelo.
—Todas y cada una —respondió Julián.
—¿Cómo? ¿Cuándo? —atinó a decir, confundida.
—Cuando no me veías y, a escondidas, en mi cuarto. Mi afición no es muy apreciada por mi padre, que no la encuentra útil. Heredé de mi madre la condición, y nunca hice nada para demostrarlo. Es lo primero que ven otros ojos que no sean los míos.
Elizabeth abrazó el libro de dibujos con emoción.
—No sé qué decir, Julián, es tan hermoso...
—No digas nada, me basta con que te guste. Quería regalarte algo personal, que no fuese una joya. Es impropio que un hombre obsequie joyas a una mujer si no es su prometido... o su esposo.
Elizabeth pensó en Francisco, que había salido de viaje justamente para ofrecerle una joya de la familia. ¿Cómo tomaría su novio ese regalo tan íntimo, que revelaba tantas horas de observación? Julián adivinó su pensamiento.
—Fran sabe de mi gusto por el dibujo. Y también que jamás lo dije a nadie por temor a las burlas. No reprobará que haya practicado contigo.
—No, no lo hará —dijo Elizabeth, contenta—. Se lo mostraré cuando vuelva.
—Espera a que estén casados —le recomendó, medio en broma, medio en serio—. Un hombre se ablanda cuando ya consiguió el objeto de su deseo.
Elizabeth enrojeció hasta las orejas. Un alboroto proveniente del patio del aljibe los distrajo a ambos.
—Qué diablos...
Julián se asomó a la ventana y vio a su padre plantado con firmeza junto a varios de sus hombres, aguardando la llegada de una comitiva que avanzaba a través del campo, en lugar de tomar el camino de entrada.
—No salgas, Elizabeth, voy a ver qué ocurre.
La joven guardó el libro de retratos en el mismo baúl donde habían acomodado la ropa blanca y trepó al alféizar, pues su estatura le impedía abarcar toda la escena.
Más allá del patio de ladrillos se extendía una planicie en la que se levantaban varios galpones y los corrales para los caballos. Los peones habían abandonado sus tareas y se aproximaban a la figura del patrón. Conservaban la mano cerca del facón, como al descuido.
Los que se acercaban a paso lento eran indios.
Elizabeth pudo apreciar que formaban un grupo pintoresco: hombres de todas las edades, mujeres y niños, vestidos con ropas de paisanos, algunos conservando sus taparrabos de cuero o sus ponchos de lana. La mayoría ostentaba vinchas tejidas como las que había visto en la tienda del Calacha. Se enterneció al ver cómo se escondían los más chiquitos tras las faldas de sus madres, del mismo modo que el pequeño Mario cuando iba a la escuela con su hermana.
Armando Zaldívar aguardaba, cauteloso, a que la cabeza visible de aquella comitiva se aproximase lo suficiente como para evaluar sus intenciones. No reconocía a ninguno de los hombres aunque sabía que, si viniesen en plan de guerra, no se harían acompañar por sus mujeres y sus hijos. Era un grupo formado por varias tolderías. Treinta lanceros, con sus tacuaras adornadas con plumas de avestruz, avanzaron escoltando al hombre mayor que vestía a la antigua usanza: taparrabos de cuero, el torso untado con grasa de potro y ojotas. Quiñihual lucía magnífico a sus años, con su porte orgulloso, pese a la misión que lo guiaba.
—Haya paz con los cristianos —pronunció con voz firme.
Armando Zaldívar hizo el mismo gesto conciliatorio con la mano derecha y avanzó también.
—¿Qué lo trae a mis tierras?
Quiñihual miró en derredor, como si dudase de que aquéllas fuesen tierras del
huinca,
y luego, clavando sus ojos en el hombre, dijo con claridad:
—Un trato.
Don Armando no era ajeno a los cientos de tratos celebrados con los indios, muchos de ellos destruidos con la lanza después de firmados. Los indios y los blancos actuaban según la conveniencia del momento.
—¿Qué pasa, papá?
Julián adoptó una postura defensiva junto a su padre.
—Vamos a ver, hijo —contestó Armando con prudencia. La actitud frontal del cacique le inspiraba confianza. Quiñihual contempló la prestancia del muchacho que apareció junto al dueño de la estancia. Lindo hombre, pensó. Y luego su mente se sacudió con el recuerdo de otro muchacho que pudo haber sido su heredero, el hijo perdido, al que jamás vio.