La Maestra de la Laguna (73 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Me las arreglo como puedo, señorita O'Connor, así como usted se amolda a sus ropas de india. No puedo pretender comodidades en medio del desierto. Sin embargo, le aseguro que no soy del todo ciego. Llegaremos a destino, quédese tranquila.

Elizabeth meditó la respuesta mientras se acercaba a él.

—Qué bien. También me pregunto si su hermano se alegrará de verlo. Son ustedes tan distintos y hace tanto que no se ven... La última vez no parecía muy amigable.

—Mi hermano no es tonto. Apreciará el remedio que le llevo y, con su ayuda, volverá a ser la persona que era.

Francisco pensó que ya estaba por perder del todo la cordura hablando de su hermano salvaje como si existiese.

—Es bueno saberlo. A pesar de su hostilidad, su hermano es un hombre agradable. Me gustará llegar a conocerlo cuando se muestre como es, sin el fantasma de su enfermedad —dijo Elizabeth, con aire nostálgico.

—Eso, si se cura —comentó Fran con amargura.

—¿Cree usted que el remedio no surtirá efecto? —se alarmó ella. Francisco pensó que el tónico había sido un milagro de eficacia, aunque de nada serviría el frasco vacío que conservaba entre sus ropas. Durante el trayecto, había evitado los pensamientos turbadores para no poner a prueba su resistencia.

—Tal vez mi hermano no tenga cura —dijo, con tal desaliento en la voz que Elizabeth lo miró con intensidad.

Se encontraban en las lomas que anticipaban las sierras del Tandil, de modo que la visión del camino que seguirían quedaba oculta por las primeras estribaciones. Fue por eso que no advirtieron la silueta que los contemplaba desde lo alto, erguida en su caballo jaspeado.

Jim Morris había cabalgado en firme, sin detenerse, hasta que descubrió las huellas de la carreta. Sólo entonces recobró su proverbial serenidad, la misma que le permitió rastrear al asesino de su familia y cobrarse la deuda, aunque tuviese que recorrer medio mundo. Ahora, tenía a un tiro de flecha su objetivo. Lo único que se interponía era el maldito hombre de la laguna. Por lo que podía ver, Pequeña Brasa no lo acompañaba contra su voluntad, aunque su actitud no era amistosa. Jim no había tenido ocasión de analizar la situación hasta ese momento porque su misión abarcaba toda su mente, y así debía ser. Cumplida su venganza, quedaba en libertad de proponerse otras metas, como reclamar a la joven de Boston y eliminar a quien se opusiese. El hombre del médano lo intrigó desde el principio. Su intuición chamánica le hablaba de un pasado oscuro, tormentos interiores y una dualidad que todavía no se había manifestado. El apodado "Santos" que conoció en los alrededores de Mar Chiquita escondía secretos que ni él mismo sabía. ¿Sería por eso que no alcanzaba la visión de Pequeña Brasa en su tierra cherokee? Esa imposibilidad de "verse" junto a ella con los ojos del espíritu lo preocupaba. Con una leve presión, incitó a Sequoya a descender la loma, acercándose desde atrás con el sigilo de un puma.

Francisco sentía sobre sí la mirada penetrante de Elizabeth y no volvió el rostro para no descubrirse vulnerable ante ella. Hablar de su enfermedad lo exponía a los temores más recónditos: la muerte, el deshonor de su origen incierto, el dolor de su madre. Aplastó el cigarro con su bota y, al descender la mirada, percibió una sombra fugaz a su izquierda. Giró, desenfundando la pistola con tal rapidez que la muchacha no entendió lo ocurrido hasta que lo vio apuntando a algo a sus espaldas.

La estampa altiva de Jim Morris, su secuestrador.

El hombre miraba con fijeza el arma que Santos empuñaba con fría determinación. Elizabeth alcanzó a oír una maldición en su boca antes de escuchar el martilleo del gatillo, presto a disparar.

—Hijo de puta —pronunció con claridad Fran—. No saldrá vivo esta vez.

Jim torció la boca, despreciando la amenaza, aunque no dejó de vigilar los movimientos de Francisco. No precisaba de la intuición chamánica para comprender lo que leía en los ojos de aquel hombre: amaba a Pequeña Brasa y la quería para sí, algo que contrariaba sus designios. Tocó el ala de su sombrero, a manera de saludo dirigido a la dama.

—Veo que mi compañía le resultó tan desagradable, Miss O'Connor, que prefirió la de este hombre incivilizado.

—Si de civilización se trata, señor Morris —dijo Elizabeth—, no está en posición de criticar a nadie después de llevar en su bolso la cabeza del doctor Nancy.

Las palabras de la joven conmocionaron a los dos hombres. Para Fran, fue un impacto conocer la identidad del asesino del doctor. La manera en que cortaron de cuajo su cabeza había dado pábulo a toda clase de rumores y conjeturas, pues nadie había visto algo así. Si bien estaban acostumbrados a los degüellos en esos tiempos de barbarie, fue la forma en que se hizo, con precisión quirúrgica, lo que causó estupor. En cuanto a Jim, saber que Pequeña Brasa conocía al doctor Nancy lo inquietó. Tal vez ella albergaba sentimientos de afecto hacia aquel hombre, o quizá la había atendido alguna vez. Sus ojos de águila reflejaron un instante de debilidad ante la posibilidad de causar dolor a la mujer que había atrapado su corazón.

—¿Qué busca, Morris? ¿Más cabezas para su colección? —dijo, sarcástico, Fran—. Por lo que supe, el doctor era aficionado a los museos de hombres. ¿Acaso es usted un competidor?

Un estremecimiento recorrió la espalda de Elizabeth al recordar la escena de la cabeza de Nancy rodando ante ella.

—Elizabeth —murmuró Fran, al percibir su temor—. Colóquese detrás de mí.

La joven evaluó la situación y decidió que, si había alguien que podía evitar una masacre en ese momento, era ella.

—No, no lo haré —respondió con voz firme—. El señor Morris ya se va.

Fran la miró de reojo con una mezcla de incredulidad y rabia. ¿Qué creía ella, que era una riña de alumnos de la escuela?

—Elizabeth...

—Señor Morris —prosiguió la joven, fingiendo indiferencia—. Por si no lo advirtió antes, no me sentí a gusto en su compañía, ni en la de la muchacha que... A propósito ¿Dónde está? No la habrá...

Las palabras se le amontonaron en la garganta pensando en la pobre Pulquitún también decapitada.

—Al revés que usted, la "Mujer Brava" sabe lo que le conviene —repuso con tranquilidad Jim.

No iba a explicarle que la joven india se convirtió en una carga tan pesada que a punto estuvo de despacharla. Su buena estrella quiso que, en el camino de regreso, se toparan con el mismo muchachito bravío que cuidó de Sequoya y allí encontró la oportunidad de deshacerse de Pulquitún. Apenas supo ella que Eliseo viajaba para encontrarse con la gente de Calfucurá y participar en el malón, se mostró deseosa de acompañarlo. No era asunto suyo si el tal Eliseo resultaba un esposo apropiado o no. Ambos parecían contentos con el arreglo.

Elizabeth miró alrededor, buscando rastros de la joven india.

—Tiene mi palabra —repuso Jim, al ver la duda en su rostro—. La mujer está a salvo.

—Gran cosa la palabra de un asesino —terció Francisco.

Un demonio interior lo impelía a azuzar al forastero. No dudaba del interés que tenía en la joven maestra. La sola idea de que esas manos hubieran recorrido su cuerpo le produjo una punzada de dolor en la sien. "No, ahora no", pensó alarmado. No podía sucumbir a un ataque en esos momentos, cuando debía proteger a Elizabeth. Sin embargo, el mismo miedo a que ocurriese fue el detonante. Un calambre le adormeció el brazo, al tiempo que espasmos de dolor recorrieron la parte de atrás de la cabeza. Como ante una orden de su cuerpo, se desencadenaron los síntomas: calor en la frente, aguijones en las sienes, oleadas de dolor en la nuca y ese extraño adormecimiento en el brazo que sostenía la pistola. Maldito fuera si no podía siquiera salvar a la mujer amada. Lo que más lo aterrorizaba era quedarse ciego, pues entonces estarían a merced de aquel asesino.

Jim observaba todo con fría complacencia. Su natural percepción, aumentada por la sensación de peligro, le permitió captar el sufrimiento del hombre que tenía ante sí. El tormento que antes apenas intuía, ahora se manifestaba en su plenitud. El sujeto del médano padecía una extraña enfermedad invisible y a él le resultaría fácil deshacerse de él y llevarse de nuevo a Pequeña Brasa. Sin embargo, si obraba de ese modo ante ella eliminaría toda posibilidad de convertirla en su mujer, pues lo odiaría. Esa idea lo paralizó. ¿Por qué Pequeña Brasa prefería a un hombre desastrado como aquél? ¿No eran enemigos cuando ambos vivían cerca de la laguna? ¿En qué momento habían creado un vínculo entre ellos?

Jim concentró su mirada sobre la mujer y volvió sus ojos hacia adentro, hacia la Mente Superior, desdibujando el contorno de lo que veía. Era peligroso exponerse así mientras lo apuntaban con un arma, pero debía saber la razón de las inclinaciones de la maestra. Al principio, sintió un calor intenso en su cabeza y en su pecho, después la niebla azul cubrió sus ojos como un velo de seda. La figura de Elizabeth se volvió transparente a través de ese velo y Jim pudo ver con claridad lo que existía entre ella y el hombre, la cinta plateada que los envolvía a ambos: un hijo.

El hombre había plantado una semilla en el cuerpo de Pequeña Brasa.

Y ella lo sabía, por eso volvió junto a él. Ella lo amaba.

El conocimiento no le brindó serenidad como otras veces. Aunque ahora entendía por qué jamás visualizaba a Pequeña Brasa en su vida, como él deseaba, la confirmación de que la muchacha estaba destinada a otro lo afectó tanto que cerró los ojos a la visión negándose, por primera vez, a aceptar lo que el Espíritu que Todo lo Anima le enviaba.

Había querido hacerla suya desde que la vio en el
Lincoln,
cuando él representaba su papel de caballero. La misión le había impedido cortejarla de modo adecuado y ahora, cuando estaba libre para hacerlo, las circunstancias jugaban en su contra. Deseó de manera irracional rebelarse y forzar las cosas a su gusto, aunque fuera impropio de un chamán. Luchó contra los impulsos que lo deshonraban como elegido de su tribu y libró su batalla más difícil. El corazón enturbiaba su mente, no le permitía dominar su razón, y él no podía permitirlo. Debía arrancar a Pequeña Brasa de su cabeza y de su pecho. Sabía cómo hacerlo, sólo faltaba la voluntad.

Jim elevó unas palabras susurradas al viento y alzó su cabeza de rasgos afilados. Permaneció unos momentos en actitud contemplativa hasta que su cuerpo se relajó y su mente se despejó. Abrió los ojos. Frente a él se desarrollaba un nuevo cuadro: la maestra de Boston, de rodillas junto al hombre de la laguna, sosteniéndole la cabeza y musitando palabras suaves, como una madre que arrulla a su niño. Aquel individuo, aun caído, le apuntaba con su pistola y pugnaba por cumplir su cometido, pese al dolor que lo doblegaba.

Jim podría haberlo ayudado proporcionándole algún calmante que suavizara el ataque, mas la frialdad que se había apoderado de él le impidió moverse. Romper el vínculo con Pequeña Brasa le había exigido tal esfuerzo que no era capaz de nada más. Con lentitud, guió a Sequoya dando un rodeo hasta salir de la mira del cañón que lo apuntaba. Se despidió en su mente de la mujer que lo cautivaba al punto de tentarlo con olvidar su misión y emprendió el regreso hacia su tierra. Otro desierto, otra lucha. Su gente lo esperaba para recuperar la dignidad y él no iba a fallarles. Sin volver la cabeza ni una vez, apretando en su palma la medallita esmaltada, como un talismán, se juró no caer jamás en las trampas del corazón. Y mientras cabalgaba hacia el ocaso enlazó a Gitano, que descansaba bajo un chañar.

Una pequeña venganza sobre el hombre que le había arrebatado a la mujer.

CAPÍTULO 32

Elizabeth no advirtió la partida de Jim Morris. Conmovida, sujetaba la cabeza del señor de la laguna esperando que recuperara la visión. El aferraba aún entre sus dedos acalambrados la pistola, insistiendo en defenderla pese a su estado. Una marea de dulzura invadió el pecho de la muchacha al ver la desesperación de Francisco, ciego y dolorido, apuntando con mano firme hacia donde estaba el enemigo. Elizabeth no entendía qué demonio se había apoderado de Jim Morris para llevarlo a cometer actos semejantes. Todo en aquella tierra era incomprensible para sus puntos de vista civilizados. Se daba cuenta de que las teorías que circulaban en su país, entre los intelectuales, no se aplicaban a la realidad de las pampas del sur, con su gente hospitalaria y bravía, sus venganzas sangrientas y sus paisajes desolados. Hasta en el territorio confederado, golpeado por la guerra, se conservaban más formas que en ese país al que Sarmiento pretendía modernizar.

Francisco experimentó alivio al percibir que recuperaba la vista. Sin soltar el arma, aguardó a que la silueta de su oponente se dibujara de nuevo ante él. No fallaría esa vez. Oprimió la pistola y mantuvo rígido el brazo, mientras sus ojos vislumbraban la claridad.

De pronto, no vio más que el cielo y la cara de Elizabeth ante sí. Intentó levantar la cabeza pese al dolor y escuchó la voz de la muchacha susurrando:

—Quieto, o tendrá una recaída.

Sólo entonces cayó en la cuenta de que había sufrido el ataque frente a Elizabeth O'Connor. De nada valía que se esmerara en fingir, puesto que su identidad acababa de descubrirse.

—Elizabeth... —comenzó a decir.

—Tranquilo, Francisco —lo interrumpió ella—, vamos a usar ese tónico milagroso en usted ahora mismo. Su buen hermano "Santos" lo ha traído, ¿no es verdad?

El tono burlón terminó de despejar su mente. Ya estaba hecho. Todo había salido a la luz y, en cierta forma, se alegraba. Engañar a Elizabeth nunca le había gustado, aunque tal vez ella pensara que seguía siendo el bruto arrogante que había conocido en la laguna. La miró y sólo vio preocupación en su semblante. Ella le retiraba el pelo de la frente con amoroso cuidado. Francisco no recordaba cuándo había recibido tales tratos por última vez. La única mujer capaz de hacerlo, Ña Tomasa, había muerto tiempo atrás.

—Ya no habrá secretos entre nosotros, señor Peña y Balcarce. ¿O acaso tiene otro nombre que no conozco?

—Ninguno de mis nombres fue una mentira total, Elizabeth —contestó Fran, mientras se incorporaba—. Soy Francisco José de todos los Santos Peña y Balcarce, si quieres saber la verdad.

—Vaya, bonito nombre. Y muy largo. Ya veo que no le resultó difícil inventarse un apodo para engañarme. ¿Por qué?

Antes de responder, Fran miró en todas direcciones, sorprendido.

—El señor Morris se ha ido. Creo que lo pensó mejor y decidió que yo no era tan buena compañía.

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