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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (75 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Introdujo el dedo en el interior de la cavidad y al mismo tiempo la besó con fuerza, hundiendo también la lengua en la boca tibia. Atacó las defensas de Elizabeth desde todos los flancos, saboreándola y acariciándola, hasta que ella lanzó un grito, sofocada. Entonces, sin darle tregua, bajó la cabeza y reemplazó los dedos por sus labios, repitiendo la caricia con una destreza de mago. Fue demasiado para Elizabeth. Incapaz de librarse de las sensaciones que la invadían, asustada y maravillada a la vez, la joven sólo atinó a aferrarse a los cabellos de su amante, sin saber si suplicar que la dejara o que siguiese atormentándola. Francisco entendía a la perfección su estado, de modo que continuó minando su voluntad hasta que el cuerpo de la muchacha estalló en convulsiones, soltando gemidos y echando la cabeza hacia atrás, rendida ante las expertas caricias. Con presteza, recuperó su posición sobre el cuerpo de ella y, mientras le arrancaba la falda de cuero con un rasguido, la penetró con fuerza hasta el fondo, exhalando un grito de triunfo a su vez, sintiéndose pleno como nunca se había sentido. Inició una secuencia de balanceos que arrancaban suspiros a la muchacha. Ella jamás pensó que existiera algo semejante, que un hombre pudiera tocar de esa manera a una mujer, ni ella permitírselo. Sin embargo, le había permitido a aquel hombre todo lo que él deseó tomar, sin reservarse nada ni pedir nada a cambio. Un temor fugaz empañó el momento al pensar que, quizá, estaba obrando con precipitación.

Francisco se movió con frenesí creciente hasta convulsionarse también, gritando en plena noche y sin tapujos su placer. Acalorado, rendido y feliz, se dejó caer sobre el cuerpo de la muchacha, murmurando incoherencias y repartiendo besos por todas partes. Al cabo de un rato, advirtió cierta frialdad en ella y levantó la cabeza para observarla. Elizabeth yacía prisionera de su abrazo, con los ojos muy abiertos y una expresión tensa.

—¿Qué ocurre, mi amor? ¿Te lastimé?

La idea de haberle causado daño al entrar en ella sin tomar en cuenta su estado de gravidez lo llenó de temor. Se incorporó, saliendo del acogedor cuerpo femenino con suavidad y reteniéndola en sus brazos mientras se acostaba a su lado.

—Soy un bruto sin remedio —se quejó—. Debí considerar tu estado.

—Estoy bien —dijo Elizabeth con un hilo de voz.

Fran la miró con agudeza. Los pliegues en sus ojos se veían más pesados después de hacer el amor. Elizabeth volvió la cabeza para que él no descubriese sus lágrimas.

—Amor mío, ¿qué sucede?

La falta de reacción lo hizo comportarse con brusquedad. Tomó a Elizabeth por un hombro y la sacudió, obligándola a enfrentarlo. La joven tenía los ojos enturbiados por el llanto no derramado. Francisco la abrazó sin decir nada y permaneció así un rato hasta que los sollozos remitieron.

En su vida de rompecorazones, jamás se había enfrentado al llanto femenino, en parte porque las mujeres con que se enredaba sabían a qué atenerse. Sin embargo, no era insensible a esas debilidades, las había vivido en su propia casa con su madre y su hermana; aunque descubría en Elizabeth una ternura infinita que lo desarmaba, le hacía desear mantenerla al abrigo de cualquier sufrimiento, evitarle todo desengaño. Se sentía desnudo ante ella. La coraza construida durante tanto tiempo y con tanto cuidado se resquebrajaba ante aquella mujercita capaz de amar sin medida.

—A ver, cuéntame —le dijo por fin, cuando ella se calmó.

—No es nada —comenzó Elizabeth, pero Fran la cortó en seco.

—Prometimos no engañarnos más, ¿recuerdas? Por mi parte, estoy cumpliendo.

—No deseo preocuparte con tonterías.

—Nada de lo tuyo me es indiferente, Elizabeth. Esto es nuevo para mí, sentirme de esta manera. Si he sido tu primer hombre, para mí has sido la primera mujer que me inspira lo que siento ahora.

Ella lo miró con interés.

—¿Y qué es lo que sientes?

Francisco permaneció callado unos segundos. ¿Qué nombre darle a ese sentimiento arrollador que lo invadía cuando estaba con ella? ¿Amor? Nunca había creído en la pureza del amor romántico. Hasta conocer a la señorita O'Connor.

Elizabeth interpretó el silencio a su modo y suspiró, antes de decir:

—No quiero agregar un problema a los que ya tienes, no estás obligado a cumplir conmigo. Soy una mujer independiente, tengo mi trabajo y puedo mantenerme, mi hijo no pasará necesidad.

—¿Crees que vine a buscarte a través del desierto sólo para cumplir contigo, como si fuera un alumno haciendo buena letra ante su maestra? No, señorita O'Connor, no soy tan noble como pareces creer. Si querías a un hombre digno y entero, ahí lo tenías al bueno de Julián. Y bien dispuesto que estaba, si lo hubieses querido. No hay hombre mejor que él. O no lo hubo... Yo no estoy hecho de la misma pasta, por mis venas corre sangre incierta. Si me aceptas, tendrás que aceptar todo lo malo también: mi carácter, mi enfermedad, mi deshonra, todo. En realidad, sales perdiendo con el trato, Elizabeth, te lo advierto. Por última vez, ¿estás dispuesta a darme el sí?

Elizabeth se sintió tentada de abofetearlo y lo habría hecho de no vislumbrar al hombre herido debajo del estallido de furia. Francisco Peña y Balcarce había recibido una estocada mortal en su orgullo al saberse enfermo y aislado de su familia. Algo no quedaba claro, no obstante: "sangre incierta", "deshonra", eran términos muy duros, impropios de un hombre que contaba con un apellido resonante en la sociedad, aunque él insistiese en que era un descrédito para su familia. Con su intuición habitual, Elizabeth entendió que no había sido del todo sincero con ella y decidió guardarse algunas confesiones hasta que él afrontase la realidad de su sentimiento, si es que lo hacía. Por ahora, se conformaría con lo que pudiera ofrecerle; era mejor que nada.

—Soy una tonta al hablar así —repuso, componiéndose—. No tengo por qué exigir explicaciones a un hombre que me propone matrimonio, ¿no es cierto?

Fran no respondió. No sabía si estaba siendo justo al condenarla a compartir un apellido que no tenía y los delirios de una enfermedad desconocida. Pobre Elizabeth, venir desde tan lejos para hallar un futuro tan poco prometedor...

Ella lo besó en los labios y se levantó con rapidez, ocultando su desilusión al no escuchar una respuesta a su comentario en apariencia inocente.

Así eran las cosas. Debía resignarse a lo que podía tener: estaba viva, esperaba un hijo y había un hombre, el padre, dispuesto a hacerse cargo.

¿Qué más podría pretender una maestra de Boston que se lanzaba a la aventura con tanta temeridad y sin medir las consecuencias?

Llegaron a las inmediaciones de El Duraznillo al mediodía. Al distinguir los montes de durazno de los que Fran le había hablado, la muchacha suspiró, aliviada. Fuera lo que fuese lo que los esperaba allí, al menos estarían abrigados y su bebé correría menos riesgos. Enfilaron por el ancho camino de entrada con el corazón en un puño al ver de nuevo las tierras y la casa de Julián donde habían compartido momentos felices. El invierno había despojado de verdor a la finca y las vacas se agrupaban, buscando pastos más tiernos y apretándose unas contra otras para darse calor. Mugían y se desplazaban con pereza al pasar el carro y los caballos. Algunos peones los avistaron desde lejos y corrieron a avisar a las casas. Elizabeth distinguió al que la recibió la primera vez, cuando fue a pedir ayuda para su escuelita. Un dolor agudo comprimió su garganta. ¿Cómo se sentiría el señor Zaldívar, después del tremendo golpe recibido? ¿Y doña Inés, de salud tan frágil? Casi lamentó no poder llevarles la buena noticia de que serían abuelos de un hijo póstumo de Julián. Sus desvaríos se vieron interrumpidos por Francisco, que acercó su caballo a la carreta.

—Déjame pasar primero —le dijo, autoritario como siempre—. Quiero ser yo el que reciba la primera impresión de Armando.

Fran trataba de preservarla de cualquier emoción violenta, sin embargo, ella necesitaba compartirlo todo con él. Había muchas cosas sin resolver, entre ellas el remedio del doctor Ortiz. ¿Por qué Francisco no quiso que lo buscaran la otra noche? ¿Lo habría perdido durante el ataque indio? Pensarlo le produjo desazón. Confiaba en ese tónico. Tal vez no fuese tan difícil ubicar al doctor en Chile, o quizá estuviese de regreso en Buenos Aires. Si se había difundido la curación de su primo, quizá el buen nombre del doctor estuviese en boca de todos. Sumida en esas reflexiones, no alcanzó a ver la fornida figura de Armando Zaldívar cuando salió al encuentro de los viajeros. El hombre avanzó a zancadas hacia la tranquera y aguardó, con los brazos cruzados, a que Francisco desmontase. Cuando lo tuvo cerca, lo abrazó, palmeándolo con vigor. Su vozarrón llegó a oídos de Elizabeth.

—¡Hombre, qué bueno verte! ¡Qué facha, por Dios! ¿Adónde fuiste? No dejaste nada dicho. ¿Y quién viene contigo en la carreta? ¿Una mujer?

Al tiempo que formulaba las preguntas, caminaba hacia Elizabeth, frunciendo el ceño. Ella no podía creer que no la reconociese. Con timidez, procuró alisarse el pelo, como si fuese la única cosa en desorden.

—Pero si es... ¡Elizabeth! ¡Válgame Dios, un milagro! ¡Elizabeth O'Connor! Muchacho, regresaste convertido en un héroe.

Don Armando trepó a la carreta de un salto y la condujo a todo galope rumbo a la casa principal. Francisco iba a la par, levantando gran polvareda a su paso. Los peones de la estancia salían de los galpones, mate en mano, se rascaban las cabezas bajo el sombrero y formaban corrillos para comentar el suceso. La partida del señor Peña y Balcarce en busca de la maestra capturada debió ser el tema de todos por largo tiempo, por no mencionar la muerte del hijo y único heredero del patrón.

Elizabeth bajó, sostenida por los fuertes brazos de don Armando. Él fue quien pidió a voz en cuello que acudiesen a atender a los recién llegados, que alguien preparase dos bañeras de agua caliente y que improvisaran un almuerzo. Elizabeth se sentía aturdida y Francisco conmovido al ver de qué manera generosa se recibía al amigo del hijo ausente.

De repente, una voz dolorosamente familiar dijo, en medio del tumulto:

—Por Dios, al final lo hiciste, no sé cómo pude dudarlo.

Las palabras sonaron en los oídos de Fran como si las hubiesen gritado, retumbaron en su mente y le provocaron un inesperado dolor de cabeza que él se apresuró a ignorar.

—¡Julián! —gritó Elizabeth, loca de dicha al ver a su amigo, de pie bajo el quicio del portón, erguido con ayuda de un bastón que sostenía gran parte de su peso.

—¡Julián! ¡Julián, estás vivo, estás vivo!

Elizabeth reía y lloraba, al tiempo que se arrojaba en brazos del amigo al que creían perdido para siempre. Francisco no pudo sentir celos al ver esa escena, pues él mismo dejaba que las lágrimas corrieran, formando surcos en la suciedad de su cara. Sin poder creer lo que veía, abrazó al amigo con tal fuerza que éste se quejó con teatralidad.

—Ay, cuidado, que ahora soy un herido de guerra. Más respeto hacia mí, señores.

La burla pretendía disimular la emoción del propio Julián al verlos. Él también había sufrido la incertidumbre y el dolor al saber que Elizabeth era una cautiva y que Francisco había partido en su rescate sin más compañía que un alazán de sus cuadras. Sin soltar a la maestra, abarcó en su abrazo a Fran, sintiéndose completo por primera vez desde que volvió de las salinas convertido en un sobreviviente.

Don Armando contemplaba el reencuentro sin dejar traslucir la emoción que lo embargaba. Tras la desaparición del hijo, el hombre sintió que se desmoronaba. Ya no importaron la hacienda, ni los negocios, ni la vida cerril que antes lo cautivaba tanto, sólo se mantenía en pie para sostener a su esposa, que parecía un espectro de tristeza. Ambos se trasladaron al campo a fin de eludir las visitas de compromiso, que les causaban más dolor que consuelo. En la estancia, trabajando a diario con los peones y cansando los músculos hasta el agotamiento, el señor Zaldívar conseguía atontarse y olvidar el hueco que la partida del hijo había creado en su corazón. En cuanto a doña Inés, no hacía más que llorar y rezar. Los primeros días hubo que obligarla a comer, pues se dejaba morir a conciencia. Al fin, los esfuerzos de su esposo, unidos a los de su doncella, rindieron frutos y la madre de Julián aceptó vivir con el corazón roto, acariciando los objetos del hijo amado, que ella había trasladado a su habitación para sentirlo cerca. Sólo Dios conocía el sufrimiento de aquellos padres. Tantos proyectos, ilusiones compartidas durante la infancia del pequeño Julián, tanto amor prodigado al niño que completaba sus días, que su muerte, injusta y brutal, se clavó en el centro mismo de la existencia de los Zaldívar, formando un pozo de dolor eterno. Los soldados del fortín no daban con ningún indicio de la captura de Julián, y el hallazgo de los cadáveres calcinados abatió las esperanzas que pudieran tener. Había días en que Armando recorría los campos de punta a punta, solo con su desesperación.

Uno de esos días, Julián apareció, cubierto de tierra y de sangre seca, irreconocible. Los peones que lo sostuvieron, al principio dudaban de su identidad pues, aunque tenía los rasgos del patroncito, la expresión era tan distinta que un temor irracional se apoderó de esa gente sencilla. ¿Sería un fantasma? Hasta que el corazón del padre reconoció la verdad al tenerlo frente a él. Desde el infierno en la tierra, Julián había regresado. No era el mismo hombre, sin embargo, y aunque los padres se morían por saber, jamás brotó una explicación de los labios del hijo. Poco a poco, la presencia familiar fue ablandándolo y recuperó parte de su humor, sin volver a ser nunca el Julián de aquellos tiempos.

Viéndolo abrazar a sus amigos con los ojos cerrados, don Armando albergó la ilusión de que la presencia de Fran y de Elizabeth obrara el milagro de devolverle al hijo por completo.

—Vamos adentro, a recomponerse un poco —dijo, animoso—. Mi esposa no se ha levantado aún, pero lo hará no bien sepa de vuestro regreso. Fran, casi no te reconozco, estás hecho un salvaje de las pampas.

El comentario, que pudo haber sido risueño, tuvo el efecto de un lanzazo para los que habían vivido el cautiverio. Julián separó su cuerpo del de los otros y fue el primero en entrar a la casa. Fran observó que renqueaba de manera evidente, apoyándose en un bastón de caña al que habían agregado un cuerno de toro como empuñadura.

—Voy a ver si Chela guardó los pastelitos de esta mañana. Lo que necesitan, mis amigos, es un buen mate a la criolla, con pasteles de membrillo.

BOOK: La Maestra de la Laguna
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