El capitán buscó con la mirada a su baqueano y lo convocó a parlamentar con un gesto.
—¿Calfucurá? —inquirió Pereyra.
—Parece nomás. Habrá que ajustarse el cincho, mi amigo. La cosa viene mal parida. Los fortines vecinos dieron la alarma algo tarde, se ve que a algún desgraciado lo sorprendieron en la noche. Nadie se esperaba un ataque así, a estas horas.
—¿Y el Peña y Balcarce? ¿No andará con los indios también?
Pineda lo miró fijo, y su mirada trasuntaba un asomo de duda.
Elizabeth atisbó por la ventana de su cuarto, intrigada por el movimiento inusitado en el patio. A la hora de las ánimas, era raro que la gente anduviese de aquí para allá. Una corazonada le detuvo la respiración. ¿Habrían encontrado a Francisco? Escuchó voces exaltadas y creyó distinguir la de Armando Zaldívar imponiéndose a todas.
—Señora, se va a resfriar. Mire que el sereno de la noche hace daño a los pulmones.
—Calla, Cachila, necesito saber qué ocurre allá abajo. Mira.
Elizabeth señaló hacia el grupo de peones congregados en torno a don Armando, que dirigía una especie de estrategia incomprensible para ella. Sabía que ese día, como todos los anteriores, una partida de hombres había salido a buscar a su esposo, sin éxito, como siempre. Ya se había vuelto costumbre verlos partir, en grupos de cinco o seis, para volver después, agotados y rumiando su descontento. Sin duda, considerarían una pérdida de tiempo esas pesquisas, cuando estaba claro que el mozo se había mandado a mudar por las suyas. Sólo Dios sabía cuánto le dolían las miradas conmiserativas, incluida la de la propia Cachila, que conocía la rudeza del carácter de Fran y de seguro habría escuchado más de una discusión. Elizabeth conseguía sobreponerse a la vergüenza y a la pena cuando pensaba en su hijo, y al percibir los latidos de la vida que habían creado los dos, el hombre de la laguna y ella.
—¡Señora, mire allá!
La voz de Cachila la sacó de su ensimismamiento y miró hacia donde la muchacha señalaba: un rincón alejado del patio en el que se distinguía una figura pequeña. Era evidente que aquel personaje se escondía de los demás, pues por momentos desaparecía tras la pared de uno de los galpones. Cosa curiosa, los perros no parecían molestos con su presencia. ¿Por qué se ocultaría? A la distancia, Elizabeth no podía definir de quién se trataba, y la incertidumbre la decidió a averiguarlo por sí misma. Aprovechó la confusión para deslizarse por el costado de la casa, seguida de cerca por la asustadiza Cachila, que no dejaba de recriminarle la imprudencia, hasta que llegó al lugar donde la servidumbre lavaba la ropa. Como allí se trabajaba sólo de día, el sitio no contaba con mecheros encendidos, de manera que se encontró sumida en la más completa oscuridad de esa noche sin luna.
—Ay, mi señora, que esto no me gusta nada de nada... —sollozó Cachila.
Elizabeth la acalló con un gesto. Intuía que esa presencia no era maligna, cosas raras de una tierra salvaje que le era inaccesible, acostumbrada como estaba a medir todo con la vara del raciocinio.
La silueta produjo una sombra en la pared del galpón y Elizabeth pudo ver que se trataba de una mujer de corta estatura.
—¿Quién anda? ¿Qué quiere? —dijo, procurando templar la voz.
El silencio de la noche sólo era interrumpido por las voces lejanas de la peonada.
—Si no sale, disparo —amenazó Elizabeth, colocando su mano por debajo del chal con que se envolvía.
Confiaba en que el bulto bajo la ropa fuese convincente. Cachila ahogó una exclamación de sorpresa, tapándose la boca con las dos manos. Al cabo de unos instantes apareció ante ellas una anciana de cabello repartido en trenzas, vincha y poncho de cuero. Elizabeth reconoció a la mujer que le regaló los pendientes de plata el día de su casamiento.
—Dejemos que hable —repuso, al ver que Cachila, envalentonada por tratarse de una vieja india, iba a recriminarle su presencia—. Señora, ¿me entiende usted?
—No se acerque, Misis —susurró Cachila.
La joven maestra no temía a la mujer. En el tiempo que llevaba viviendo en aquellos parajes había estado en contacto con más indios de los que habría podido conocer en su propio país durante toda su vida, y jamás la habían ofendido. Por otra parte, esa anciana había tenido la amabilidad de ofrecerle un regalo de boda.
—Señora, ¿quiere decirme algo? —insistió.
La india se retorció las manos, sin duda afligida por no saber la "castilla", como decían los alumnos de la laguna. Elizabeth pensó con rapidez, tratando de recordar palabras sueltas de las que los niños pronunciaban cuando creían que ella no los escuchaba.
—Mari Mari
—dijo, y de inmediato—:
¿Cumleymi?
Esperaba que su dicción fuese correcta. Se le daban bien los idiomas y ésa era una de las razones por las que consiguió el puesto tan rápido.
La anciana mostró sus encías en una gran sonrisa y dijo:
—
Iñce ka fey.
En el silencio que siguió, las tres aguardaron sin saber qué más hacer ni decir, ya que una conversación fluida en "rankulche" era imposible. Apenas un saludo había logrado articular Elizabeth, y la mujer había respondido con cortesía. De repente, la india juntó las manos flacas y gritó:
—¡Ajkutupe!
La impotencia estaba a punto de hundir a Elizabeth en la desolación cuando una voz masculina tronó detrás de ella.
—¿Qué es lo que deben escuchar las señoras, vieja bruja?
Don Armando se acercó amenazante, con la mano en la faja.
Echó una mirada reprobatoria a Elizabeth y centró su atención en la recién llegada. Ésta debió darse cuenta de que el hombre comprendería mejor sus palabras, pues se agitó y lanzó una parrafada con mucha gesticulación, señalando hacia el campamento de Quiñihual y luego hacia la propia Elizabeth. Armando mantuvo sus ojos fijos en la mujer, sin separar la mano de la culata de su revólver, aunque no parecía desconfiar de ella. Elizabeth le dirigía anhelantes miradas, sospechando que el discurso de la india se relacionaba con el paradero de su esposo. Cuando el silencio campeó entre ellos, el hombre giró hacia la maestra y dijo con calma:
—Ella dice que su cacique puede ayudar, que sabe cómo hacer volver a Francisco.
Elizabeth tomó las manos de la anciana, que sintió ásperas y duras.
—Por favor, buena mujer... si sabe algo, dígamelo. Estoy sufriendo tanto... Llevo un hijo, ¿lo ve? —y puso la mano de la vieja sobre sus ropas, tanteando el lugar donde a menudo sentía los golpes del niño.
La india palpó, sin que don Armando pudiera evitarlo, y luego asintió, volviendo a gesticular y a hablar en su lengua.
—¿Qué dice? ¿Qué dice? —se desesperó Elizabeth.
—Dice que ya lo sabía —Armando se mostró inseguro.
—¡Qué! ¡Armando, se lo suplico! No me oculte nada, sería peor para mí enterarme más tarde por otros medios. Si mi esposo... —y se le quebró la voz al imaginar las posibilidades.
Armando se apresuró a tranquilizarla.
—Dice que su cacique quiere hablarle, pero no lo consentiré.
Se mostró tajante y Elizabeth advirtió un gesto protector en su expresión. Armando Zaldívar se comportaba como un padre posesivo y solícito. En los días que llevaba viviendo en la casa se sentía más cuidada que en toda su vida en Boston.
—Don Armando, tal vez podamos ir los dos, así el cacique verá que no hay mala voluntad.
—¿Mala voluntad? ¡Bueno estaría, cuando los dejo pastar en mis tierras a cambio de nada! Y éstas no son horas de confiar. Los indios de Calfucurá están rodeando la frontera como un cinturón que se aprieta cada vez más. No consentiré que corra peligro y no creo que desee poner en riesgo a su hijo, ¿no es así?
Elizabeth titubeó ante la última advertencia y ya Armando se felicitaba de haberla convencido cuando la joven adujo, esperanzada:
—¿Por qué no vamos a buscarlo? Me refiero a que sus hombres lo traigan hasta acá. Si ese cacique tiene algo importante para decir, no desperdiciará la oportunidad de hacerlo. Por favor, don Armando, intentémoslo. No puedo seguir así, con el temor cada mañana de enterarme de una desgracia, y la esperanza cada noche de que al día siguiente sus hombres lo encuentren. Ha pasado mucho tiempo, no sé cuánto más resistiré este calvario.
Los rasgos pequeños de Elizabeth se fruncieron en un gesto de llanto contenido que conmovió el corazón de Zaldívar. ¡Ojalá aquella señorita educada y fina jamás hubiese llegado a las pampas! ¡Ojalá el gobierno hubiese aplacado antes los ánimos del indio y Calfucurá no estuviese sediento de sangre! Suspiró, cansado de tanta lucha.
—Está bien, iré con esta mujer hasta los toldos de Quiñihual. Intentaremos no ofender su dignidad obligándolo a salir de allí, en lugar de visitarlo con la ceremonia acostumbrada. Espero que entienda que esas cortesías, en medio de un malón, no son apropiadas.
—Espere, tenga esto —y Elizabeth revolvió bajo su chal, desprendiendo de la blusa el camafeo esmaltado que le habían regalado en la Navidad de El Duraznillo, aquel tiempo feliz en el que su única preocupación había sido educar a los niños y descubrir el misterio del hombre de la laguna.
Armando tomó la joya y la guardó en su bolsillo, sin decir nada. Elizabeth había comprendido bien la naturaleza del indio. Hizo una seña a la mujer para que lo esperara y fue en busca de algunos hombres con los que recorrería el camino, en medio de los disparos y los cañonazos.
—¿Con cuántos hombres contamos?
El capitán Pineda se atusó el bigote, pensativo.
—Mil me trae el general Rivas desde el sur, más los ochocientos guerreros de Catriel.
Se escuchó un silbido de admiración. Era un malón el que había que enfrentar, y no las escaramuzas a las que estaban acostumbrados.
—Sí, pero ¿cuántos trae Calfucurá? —insistió Valdés.
—El último chasqui dio el parte de ciento cincuenta mil lanzas.
Esa vez no hubo silbido que saludara el número. Eran demasiados. Y los hombres de la línea de frontera se encontraban desperdigados, no podían hacer frente al enemigo como una sola fuerza.
—Llevan arreos, no podrán avanzar con rapidez —bravuconeó Valdés, intentando convencerse a sí mismo.
El capitán guardó prudente silencio. Todos sabían que, sin importar el número, las hordas de Calfucurá sembraban destrucción por donde pasaban. Se hallaban reunidos en la comandancia Pineda, su segundo Valdés, Armando Zaldívar, el baqueano Pereyra y el viejo Quiñihual junto a sus hombres, que lo acompañaban como un séquito silencioso. Sus cuerpos mezclaban sudores, olor a ginebra y a tabaco rancio.
El Fortín Centinela, uno entre tantos que enhebraban la frontera de Melincué a Bahía Blanca, y desde Junín hasta el Azul y el Tandil, bullía por dentro y por fuera. La empalizada se había reforzado con bolsas de forraje para protegerse durante el ataque y se habían dispuesto hombres armados hasta los dientes en los alrededores del foso para sorprender a la indiada, que de seguro intentaría acercarse pensando que los milicos se refugiarían adentro. Pineda había dado orden de arriar la bandera y apagar todos los fuegos, para que los invasores creyeran abandonado el lugar y se confiaran.
Lo desparejo de la tropa infundía respeto, pues tras las carencias y los infortunios de aquellos hombres se adivinaba una bravura que superaba el entrenamiento de cualquier ejército mejor provisto y disciplinado. La angustia, la soledad y la pérdida eran las armas del soldado fortinero. La rabia acumulada durante años de padecimientos lo había vuelto inmisericorde. Al principio renegaba, sobre todo si la leva había sido forzosa, y no entendía para qué y por quién luchaba; al cabo de un tiempo, después de ver a sus compañeros degollados en la arena caliente, o de haber perdido a una esposa o a una hermana ante los ojos y sufrir la constante amenaza que quitaba el sueño cada noche, su rencor, alimentado al fuego de las hogueras, era tan intenso que la meta se tornaba simple: acabar con el salvaje que tenía delante.
Quiñihual había aceptado acompañar al piquete de Armando Zaldívar hasta el fortín, aunque se mostró inabordable en un aspecto de la cuestión: debía ver a la señorita de la casa, la que buscaba a su marido. Antes o después, el viejo jefe quería hablar con ella. En vano era que don Armando porfiase que la situación era peligrosa, que la señora aguardaba un hijo, que no habría quién pudiese acompañarla de regreso una vez que se hubiese desatado la lucha; a todo era inmune Quiñihual, con actitud hierática. Conociendo las circunstancias de la vida en el desierto, las traiciones y las fidelidades entrecruzadas, Armando podía sospechar de las intenciones del indio ladino. Bien podría haberse colado en sus tierras para servir de avanzada al propio Calfucurá. Sin embargo, aquel hombre le resultaba confiable, y él se fiaba de su instinto, que le había salvado el pellejo más de una vez.
El capitán Pineda y sobre todo su segundo no tenían tanta paciencia.
—Habrá sido empecinado el indio este —masculló Valdés, en un aparte.
Quiñihual había acudido acompañado de una partida de cinco guerreros, aunque cada uno valía por dos o tres hombres, dado su tamaño y su talante bravío. Estaba claro que la sangre tehuelche corría por las venas de aquella tribu. Todos eran más altos y corpulentos que la mayoría de los pampas, con brazos musculosos y largas piernas, y con los rasgos faciales más afinados.
Hasta que llegaron los caballos traídos por el español, el tehuelche había sido el caminante de la Patagonia. No existía distancia que no pudiera recorrer, aun llevando carga encima. Muchas historias se contaban sobre la proverbial resistencia de los tehuelche, que podían caminar durante días sin comer o manteniéndose con frutos silvestres, soportando hasta la falta de agua. Quiñihual atestiguaba esa fortaleza ancestral.
—Trate de convencerlo, don Armando —insistió Pineda—. Estamos perdiendo tiempo. El chasqui que vino del Fortín del Sud trajo malas noticias. Parece que el malón viene dividido en dos bandas y no se sabe en cuál se entreveró Calfucurá. Indio del demonio, si parece que está como el Tata, en todas partes a la vez.
Armando volvió a la carga, probando con un cocoliche mezcla de araucano y castellano, pues no conocía bien la lengua tehuelche. Era difícil e impronunciable, aparte de que ya casi nadie la hablaba en forma completa. Quiñihual escuchó displicente los intentos patéticos de Zaldívar y, al fin, como si le resultase insufrible, levantó una mano para detener el alegato, diciendo en perfecto castellano: