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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (83 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Tan bella... —siguió murmurando sobre su piel— y tan suave aquí.

Tocó el sitio donde el pecho se abultaba y las yemas callosas formaron un camino que se detuvo junto al pezón. Elizabeth temblaba.

—Hace tiempo —prosiguió la voz seductora— que no te tengo en mis brazos. Y ahora puedo hacerlo cuantas veces quiera. ¿Te asusta eso?

Elizabeth negó con un movimiento imperceptible. Las rodillas apenas la sostenían. El contacto con su esposo, por mínimo que fuese, la reducía por completo. Un golpe seco le reveló que Francisco había cerrado la puerta con el pie. ¡Se había olvidado de Cachila! La pobre muchacha debía estar horrorizada si vio algo de lo que sucedía entre ellos. Fran no le dio tiempo a sentir más escrúpulos. La pegó a su cuerpo con frenesí, mientras sus manos se arrastraban sin delicadeza por su vientre hasta formar un nido entre sus muslos. Elizabeth dio un respingo. Jamás la había tocado así, como si la disfrutara de a poco, degustando su cuerpo, conociéndolo palmo a palmo. Una sensación, mezcla de triunfo y placer, la invadió.

—Date vuelta —ronroneó él.

Una vez de frente, Fran acercó a Elizabeth tomándola por las nalgas, apretando su pubis contra el suyo, frotándolo y creando sensaciones que la joven no podía controlar. Ella dejó escapar suspiros entrecortados, sonidos de los que no se sabía capaz, cerrando los ojos y abandonándose al placer con rapidez.

—De a poco —sugirió su esposo—. Deja que disfrutemos los dos.

Elizabeth no entendió y se ofreció a las caricias apremiantes como un niño pequeño, segura de recibir lo que deseaba de manos de Francisco. Sus contactos íntimos habían sido pocos y veloces, no sabía cuánto podía depararle una noche entera de amor.

Francisco continuó acariciando sus nalgas mientras con los labios buscaba rincones donde depositar besos húmedos, succionando la piel, creando punzadas de dolor mezcladas con placer. Contempló con satisfacción la pequeña marca rojiza sobre el hombro de su esposa. Él siempre se cuidaba de no dejar huellas de pasión, pero no iba a privarse del placer de marcar a su mujer, sobre todo si la ropa iba a cubrir después esos mordiscos delatores. Elizabeth echó la cabeza hacia atrás con indolencia, y la cascada de cabello cubrió las manos de Francisco, cautivándolo. La levantó, obligándola a rodearlo con las piernas para no caer. En esa posición descarada, él la apoyó contra la pared, oprimiéndola. Los calzones de Elizabeth se habían humedecido y la muchacha se contorsionaba, presa de las primeras oleadas de excitación.

—No. Todavía no —dijo él, y la hizo descender arrastrándola por su cuerpo.

Elizabeth abrió los ojos, decepcionada, y encontró la mirada ardiente de su esposo fija en su boca.

—Bésame —ordenó.

En ese momento, no le importó que su tono fuese de mando ni que, mientras ella apoyaba con timidez sus labios sobre los del hombre, él la sostuviese por las nalgas y las masajease con avidez, hundiendo la tela del calzón hasta introducirla en la hendidura de su trasero. Elizabeth estaba más allá del entendimiento, desnuda de la cintura para arriba, con el cabello en desorden y una sola prenda interior puesta. Si en aquella habitación hubiesen tenido espejos, la imagen que le devolverían habría sido lujuriosa y decadente. No se avergonzaba, sin embargo, y eso la asustaba. En su país, la libertad concedida a las mujeres también iba acompañada de severas restricciones morales, como contrapartida. Eran libertades para ciudadanas, no para mujeres presas del amor, como ella.

—¿Me sientes? —murmuró Fran en su oído, distrayéndola.

Elizabeth trató de sondear las profundidades doradas de aquellos ojos intrigantes, que parecían devorarla sin contemplaciones. Sintió la amenazante dureza a través de los pantalones de su esposo y supo que él se refería a eso. No debía permitir a su mente dispersarse, porque así no podría controlar sus sensaciones.

Francisco se apoderó de la boca de Elizabeth con decisión, hundiendo la lengua con fiereza hasta la garganta, desquitándose con ella de la atracción que le provocaba, muy a su pesar. La muchacha permitió ese avasallamiento con dulzura, como si de aquel hombre no pudiese esperar nada malo o perverso. Esa confianza lo desarmó. Más tierno, saboreó la boca de Elizabeth hasta que la notó de nuevo entregada sin escrúpulos, y entonces la levantó para depositarla en la cama. Se incorporó y contempló las redondeces expuestas sólo para él. Elizabeth tenía una figura plena de carnes y suave de piel, rosada en algunos sitios y muy blanca en otros. Las pecas desparramadas por su cuerpo le daban un aspecto infantil que contrastaba con su voluptuosidad y lo excitaba más aún.

Le quitó los calzones en un solo movimiento y sonrió ante el quejido de ella.

—No me escondas nada —justificó.

Sin embargo, Elizabeth le reservaba una sorpresa:

—Tú tampoco.

La respuesta atrevida lo divirtió. La joven tenía agallas. Sin dejar de mirarla y sin permitir que ella se ocultase a sus ojos, Francisco se despojó de la ropa en un santiamén, sacando las prendas de a dos y arrojándolas lejos de sí, sin importar dónde.

La parte práctica de Elizabeth salió a relucir en ese momento:

—Van a ensuciarse. El piso...

—Shhh... no importa. Cachila las lavará mañana.

La referencia a la criada fue un error: Elizabeth desvió sus ojos hacia la puerta, como si temiese ver aparecer a la muchacha en pleno desborde de pasión conyugal. Fran le tomó la cara en sus manos y la obligó a enfrentarlo.

—Mírame cuando te hago el amor —ordenó—. Sólo puedes mirarme a mí, Elizabeth, así sabré que no piensas en nadie más cuando te penetro.

Las palabras sonaron duras y avergonzaron a la joven. Los modos brutales de su esposo le quitaban el aliento, pues no acababa de acostumbrarse a uno cuando ya aparecía otro, peor que el anterior. Ni los requiebros de los hombres del Sur ni los corteses modales de los yanquis se parecían a las encendidas pasiones que ella había visto en aquella región del Plata. Los porteños con su labia, los provincianos con su reserva, todos trasuntaban la misma pasión, una avasalladora pretensión de dominio que hacía de las mujeres una presa fácil. ¿Qué diría la señora Mann si supiese que había quemado sus alas en ese fuego incandescente?

De nuevo Fran la percibió distante.

—Elizabeth.

Le había abierto las piernas sin que ella lo advirtiera y su mano jugueteaba entre ellas, intentando hacerla volver de su ensimismamiento. Una humedad incontrolable se deslizó desde adentro de su cuerpo y Elizabeth comprobó con estupor que a Francisco le complacía mojar en ella sus dedos. Sonreía mientras hundía dos de ellos en su interior, hasta arrancarle un respingo. Luego, sin aviso, retiró los dedos y mojó los pezones de Elizabeth para chuparlos uno por uno, saboreando ese contacto como si fuese un dulce. Ella le tomó la cabeza entre las manos, dudando entre retirarlo o apretarlo más contra su carne. Fran aprovechó la indecisión para dejarse resbalar sobre el vientre de su esposa, hasta que sus labios rozaron el vello del pubis. Allí se detuvo, y con la misma fruición degustó el sabor oculto entre sus piernas. Los leves sonidos que producía abochornaron a Elizabeth y la hicieron resistirse, pero la fuerza de las manos de Fran la retenía contra la cama. Cuando creyó que ya no podría soportar la excitación y la vergüenza, él abrió la boca y la sorbió entera, desatando una oleada de frenesí que arrancó un grito de la garganta de Elizabeth, seguido de un abandono desconocido para ella. Una y otra vez sus caderas se elevaron, sus ojos miraban sin ver el techo blanqueado donde las sombras de los candiles danzaban, y las manos ya no sujetaban la cabeza de Francisco, sino que se aferraban al respaldo de la cama para no desprenderse de ella, como si aquel sostén fuese lo único cierto en su vida. El goce pareció eterno y, cuando menguó la excitación, todavía sintió impulsos pujantes en su vientre y el deseo de que algo la completase muy adentro suyo. Ese deseo no tardó en satisfacerse. Apenas Fran advirtió que su esposa había alcanzado el éxtasis, se hundió en su cuerpo con rapidez, frotando las partes todavía palpitantes con su miembro henchido, para luego embestirla con movimientos duros que no dejaban lugar para el resuello. Los jadeos roncos que acompañaban esos embates formaron una neblina de pasión que adormecía a Elizabeth, impidiéndole darse cuenta de que acariciaba los glúteos de su esposo, pronunciando palabras sin sentido, jadeando también, y que su expresión era la de una mujer entregada sin reparos, sin pensar en el pasado ni contemplar el futuro, disfrutando el momento único de la fusión de dos cuerpos.

Los cobijó un letargo propio de las pasiones satisfechas. En la penumbra del cuarto, Francisco volvió a amar a su esposa dos, tres veces, hasta que el alba tiñó de rosado las paredes de la casita y las aves trinaron cerca de las ventanas.

Elizabeth se volvió, entre sueños, y su mano vagó por la sábana, buscando el ansiado contacto. Al tocar la tela fría, despertó de golpe y descubrió que estaba sola. Sobre la cama, en desordenado montón, las ropas de ambos, mezcladas como lo habían estado sus cuerpos; y un extraño paquete sobre uno de los baúles que oficiaba de mesita de luz. Se desperezó, olvidando que estaba desnuda, y la sábana resbaló sobre sus senos. Se cubrió de inmediato, lanzando un vistazo hacia la puerta cerrada. ¿Dónde estaría Cachila? ¿Se habría ocupado del desayuno de su esposo antes de que partiese? Pensando cómo encarar el primer día de su vida de casada, comenzó a desenvolver el paquete, que llevaba un cartelito con su nombre y una cinta rosa. Ante sus ojos incrédulos apareció el rostro radiante de la muñeca que tanto había deseado mientras cosían su traje de novia. Lucía un atuendo de raso verde con cintas doradas, un coqueto chal anudado en el pecho y dos peinetas de carey sujetando el blondo cabello.

Del bracito de la muñeca pendía otro cartelito donde se leía: "Para mi esposa, regalo de bodas".

CAPÍTULO 35

Salinas Grandes, septiembre de 1871

Calfucurá sonríe con disimulo al escuchar el parte de Benito Railef, su indio espía. Ha hecho bien en enviarlo a los toldos de Quiñihual, entreverado con la chusma. Benito le confirma lo que sospechaba: el traidor se ha rendido sin luchar. Maldito Quiñihual. Tras asegurarse de que él se ocuparía de su hija, lo traiciona. Ya le hará pagar caro su revés.

Calfucurá conoce cosas que nadie más sabe, datos que obtiene con sus indios espías y sus propias facultades adivinatorias. Por ejemplo, que Quiñihual tiene un hijo, su único heredero varón. Recuerda bien a la hermosa cautiva que se llevó a los toldos aquella vez. El mismo la codiciaba, pero en aquel momento la autoridad era de Quiñihual. Ahora es distinto, Calfucurá manda sobre todos los indios del desierto y eso quedará claro cuando lance el gran malón sobre el blanco.

Primero Catriel, ahora Quiñihual. Indios felones, tendrán su castigo. Ya se cuestionaron los campos azuleños concedidos a Catriel, y otro tanto ocurrirá con Quiñihual. Desde que se fundó el pueblo de Olavarría, el blanco desató la guerra sin cuartel. El año anterior, con los cambios de autoridades en la frontera, el gobierno dejó bien a las claras que quiere avanzar hasta el río Negro.

"Indios tontos", piensa Calfucurá, resentido. ¿No saben que los engañan, prometiendo raciones que después no envían? "Mal tráfico de raciones" lo llaman. ¡Lindo nombre para el robo que hace el jefe de la frontera cuando le parece! No hay "indio amigo" para el blanco. Calfucurá conoce bien la táctica del
huinca:
predisponer a unos indios contra otros. Hace unos años, los catrileros fueron agasajados por el general Rivas en Azul, mientras se desacreditaba a los caciquillos de Tapalquén, acusándolos de robo. ¡Como si no los hubieran gratificado antes con raciones, del mismo modo que ahora a Catriel! "Se dejan comprar por un uniforme, un tricornio y una montura con pistolera", gruñe entre dientes, mientras observa a Benito Railef alejarse.

Calfucurá no olvida. Recuerda bien cómo Catriel ayudó al coronel D'Elía a capturar a los rebeldes en laguna de Burgos, sobre el camino que va de Azul a Tapalquén, cuando los tapalqueneros sólo parlamentaban, sin atacar a nadie. Lo sabe porque algunos se refugiaron con él en su tierra. Le contaron que hubo ochenta muertos, entre ellos caciques como Calfuquir, y cuatrocientos prisioneros, hasta mujeres y niños, muchos de los cuales el propio Catriel ofreció custodiar.

En un arranque de furia, Calfucurá aprieta los puños. ¿Cuántos caciques y capitanejos ven morir sus días en la isla de Martín García? Ese es el destino del indio vencido, cuando no el ejército o la servidumbre.

—Ya falta poco —dice con voz ronca.

Sus ojos perspicaces calculan la distancia que lo separa de la línea de fortines. Paladea una venganza que abarcará a todos, blancos e indios traidores como Catriel, y ahora Quiñihual.

Empezará por la más fácil, la que tiene más a su alcance.

"Francisco Peña y Balcarce", murmura para sí, degustando el nombre en sus labios. "Eres hombre muerto."

Francisco cabalgaba sumido en sus reflexiones. La noche anterior había perdido el juicio en brazos de su esposa, igual que en las oportunidades anteriores. Hacer el amor con Elizabeth lo arrastraba a un pozo de perdición: comenzaba dominándola y acababa esclavo de sus pasiones. Eso le molestaba. No estaba acostumbrado a perder el control y no soportaba que le ocurriese justo ahora, cuando tampoco controlaba su futuro. Mientras dejaba que Gitano descubriese el camino hacia las casas, sorteando las vizcacheras y atravesando cardales, fue desgranando los dulces recuerdos de su noche de bodas. ¿Habría abierto su regalo ya? Apenas su madre le comentó, risueña, el antojo de Elizabeth por aquella muñeca maniquí, supo que ése era el regalo adecuado. Elizabeth era una extraña combinación de ternura infantil y pasión de mujer. La noche vivida lo confirmaba. Sus avances la asustaban al principio y después la impulsaban a mostrar su propia sensualidad desbordada. Una mujer sensual, quién lo hubiera dicho, Tenía todas las dotes para serlo, aunque la educación recibida la había moldeado con severidad. Había en Elizabeth una veta de mojigata que, por fortuna, no podría desarrollarse allí, en el Río de la Plata, donde las mujeres hacían gala de franqueza y desenvoltura. Llegó al casco de la hacienda sin darse cuenta. Lo recibieron el mugido de las vacas, las voces de los peones, los ladridos de los perros y las calandrias cantando a todo trapo.

Alguien estaba de visita en El Duraznillo.

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