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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (87 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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La razón se le escapaba, sin embargo.

La vista de los salitrales reverberando al sol dañó los ojos de Francisco. Estaban en los dominios de Calfucurá, el amo del desierto. Aquella región estaba manchada de viejas lagunas resecas donde la sal afloraba, formando un mar de blancura cegadora. Había cabalgado con los indios durante horas, sin comer y casi sin beber. Tenía los labios agrietados, sangrantes, y la herida de la cabeza palpitaba como si tuviese alojado allí el corazón. Le habían atado las muñecas con un cuero que le cortaba la circulación y los pies con otro que cruzaron por debajo de la panza del caballo. ¿Dónde estaría Gitano? La pérdida de su amado semental por segunda vez lo llenaba de tristeza. No temía por la vida del animal, un buen caballo era valioso para los indios y, si la suerte que lo aguardaba era tan negra como sospechaba, ya no lo necesitaría. Lo escoltaban ocho pampas, muy pocos para adentrarse en la línea de frontera. Lo habían hecho, sin embargo, y con éxito, suponiendo que el objetivo fuese capturarlo a él, aunque no entendía el motivo. Ese ataque aislado lo sumía en el desconcierto.

Caía el sol cuando llegaron a una toldería recién montada. Las mujeres se afanaban en encender hogueras y limpiar las malezas, mientras que los hombres señalaban el límite del campamento con sus chuzas de punta. El movimiento no se interrumpió a la llegada de la partida, como si su presencia allí fuese sabida de antemano. El prisionero permaneció montado hasta que un indio de aspecto feroz lo bajó del caballo de un tirón. Sin poder usar las manos, se golpeó con dureza en el suelo cuarteado por la seca. Su orgullo tenaz le impidió demostrar dolor ante la brutalidad del indio, que lo observaba burlón. Aprovechó esos momentos para relajar el cuerpo agarrotado y meditar sobre su circunstancia. Lo que más lo angustiaba era no haber podido reconciliarse con Elizabeth. Esa había sido su intención al volver temprano en la tarde. El episodio del libro de Julián y sus celos le resultaban ridículos ante la gravedad de los hechos. Después de todo, él era el padre de su hijo. Tarde o temprano, el recuerdo de Julián se disiparía en una madre abocada al cuidado de un bebé. Había sido necio, creyó castigar a su esposa y el perjudicado fue él, al privarse de sus cuidados y sus atenciones. Iba siendo hora de que abandonase el orgullo que había orientado sus pasos toda la vida, sobre todo cuando ya no tenía razones para enorgullecerse.

La voz áspera del indio interrumpió sus remordimientos.


¡Wixal! ¡Wixal!

Conocía esa lengua, el "rankulche" que hablaban los pampas. Francisco comprendió que debía hacer de inmediato lo que se le exigía y trató de levantarse. Apenas lo logró, el mismo indio le dio un trabancazo que lo volteó de nuevo, causándole tanto dolor como ira. Eso desató en él un ataque inesperado. La cabeza pareció estallarle en mil pedazos y, como no podía sujetársela con las manos, la apretó entre las rodillas, al tiempo que lanzaba un alarido ensordecedor. No le importó dar el espectáculo ante sus captores. No le importaba nada. Por fin, había llegado el momento tan temido, el del final. Y se alegraba de no vivirlo delante de su esposa, la confiada Elizabeth, que había creído poder consolarlo sin entender del todo la dimensión de su estigma. Rodó por el suelo, bramando, sintiendo los pinchazos de los espinos en su cuerpo maltrecho y la dureza de las rocas clavándose en su espalda. Ya estaba ciego cuando escuchó el eco del galope retumbando en la tierra. Se acercaban jinetes, sin duda para ultimarlo. Serían bienvenidos.

El capitán Pineda recibió la noticia del secuestro y, aunque no contaba con refuerzos, la amistad de Armando Zaldívar pudo más y respondió al reclamo del hombre enviando una avanzada de sus mejores soldados. En dos días de rastreo no dieron sino con una bandada de avestruces. Bolearon algunos para aumentar los suministros del fortín y regresaron, exhaustos. Nada había en el desierto ardiente. Tanto los indios como Francisco Peña y Balcarce se habían evaporado con el calor. Y nadie sabía explicarse el motivo. ¡Ni siquiera se habían llevado las reses que pastaban cerca!

En la casa grande, Elizabeth era un manojo de nervios. Pese al carácter hosco de su esposo, ella estaba segura de que no la había abandonado. Su corazón había alcanzado alguna fibra del de Francisco, y sabía que su honor le impediría un acto tan vil. Las miradas furtivas de la gente de la casa, sin embargo, le causaban dolor. Hasta don Armando, al saber de las actitudes de Fran, había manifestado dudas sobre su paradero. Después de todo, ¿quién podía decir qué sucedía en el alma de un hombre cuando se desgraciaba? Elizabeth tuvo que sincerarse y contarle el verdadero drama de su esposo: la deshonra del apellido y la sangre mestiza. No quería hacerlo, por guardarle el secreto a Dolores, pero la gravedad de la situación exigía conocer la más mínima circunstancia. Y ella se sentía tan agotada...

Sólo calló el mal que lo aquejaba, por temor a que ese conocimiento los indujese a pensar en la locura de Francisco y descartar la búsqueda. En su fuero interno, acariciaba la idea de encontrar al doctor Ortiz algún día y pedirle un nuevo tónico para Fran. Pensaba que, así como Dios la había amparado durante la fiebre del país y en su deambular por el desierto, permitiría que su hijo naciese en un hogar rodeado de cariño y sin pasar necesidades.

Movida por un impulso, tomó papel y tinta y escribió una nueva carta a su amiga Aurelia.

Las noticias de Buenos Aires no eran alentadoras tampoco. Los indios de Calfucurá se atrevían a traspasar la línea de fortines, envalentonados por las profecías de gloria del cacique, y había grandes pérdidas en esa avanzada de civilización que era la frontera. Sobre todo, de la confianza. Abundaban los desertores del ejército, hartos de velar a la indiada en taperas mal provistas, próximos a morir cada día. La ley era dura con ellos: pena de fusilamiento. Y, con todo, se animaban a lanzarse a través del desierto, corriendo mil peligros, antes que permanecer en aquella muerte lenta. Los que tenían cumplidos los dos años previstos se mostraban impacientes por verse librados una vez que recibían la paga del comisario. El problema era que la paga tardaba en llegar y, mientras tanto, podían quedar despenados en un santiamén. Miradas torvas, conspiraciones, los fortines estaban sembrados de descontento y temores, y de poco valían los castigos, así fuese el de estaquear a los rebeldes para pasto de los buitres.

El capitán Pineda usaba mano firme y su ejemplo era una bandera para su regimiento, ya que el hombre no flaqueaba, aunque faltasen los víveres que debían mandarles. Si hacía falta, repartía él de lo suyo, tal vez por eso casi no tenía desertores. A menudo se quejaba con Armando Zaldívar, su confidente y amigo.

—No sé hasta cuándo, don Armando. Ya ni trapos le quedan a mi gente. Parecen mendigos, de tan arrastrados que van. Para colmo, en cada entrevero los tapes se quedan con alguna pilcha. Parece que les gusta verse vestidos de milicos.

Don Armando escuchaba silencioso junto al corral. Ambos hombres fumaban cigarros y contemplaban el ocaso, que ensombrecía las sierras a lo lejos. Habían regresado de una nueva partida de búsqueda, cada vez más alejada de la estancia, siempre con la esperanza, debilitada con el tiempo, de hallar rastros de Francisco.

—Lo que no sé —prosiguió el capitán— es por qué demoran tanto los políticos de por allá en tomar una decisión. Si quieren una zanja que la hagan, carajo. ¿A qué esperar? A ver si todavía los crinudos se enteran antes que los demás y se preparan para el asalto final. Porque no me cabe duda de que el ladino de Calfucurá está tramando algo grande, don Armando. El tendrá sus espías, pero yo tengo los míos, y hay movimiento en la frontera. Se ven indios que van y vienen, bomberos que desaparecen no bien los avistamos. Acá se avecina algo gordo, créame. Y no estamos preparados para enfrentarlo. Eso es lo que me duele, sacrificar a mis hombres. ¿Qué más puedo pedirles? Ya ni yerba tienen. Y más de uno anda en patas, con un callo por suelas.

Armando apagó el cigarro contra un poste y lo arrojó al arenal.

—No ha de ser fácil, Pineda. Usted sabe que la guerra del Paraguay dejó su marca también. Faltan hombres por todos lados y las levas del ejército para la frontera no cuentan con lo mejorcito.

—¿A qué esperar, entonces? ¡Démosles duro, pues! Al ver tantos devaneos, los salvajes se encocoran y se creen superiores. Ya vería el Calfucurá ese si pudiese echarle el lazo...

Armando sonrió con tristeza. La suerte estaba echada y no había vuelta atrás. El gobierno quería extender la civilización, los sembrados y los ferrocarriles por todo el desierto y los indios estorbaban esos planes. Los tiempos que corrían no ofrecían oportunidad al hombre que había vivido como un centauro en aquellas pampas. Algunos querían tenerla, sin embargo, y aceptaban auxiliar a los ejércitos, como Quiñihual y su gente, conviviendo en paz.

Un cañonazo rompió la paz del atardecer.

—¡Qué diantres...! —exclamó el capitán Pineda.

Otro retumbar más lejano en respuesta y, a partir de ahí, el inconfundible alarido de guerra, mezclado con repiqueteos de fusil.

Don Armando miró al capitán, que había vuelto de piedra el rostro.

—Son ellos —dijo.

No se necesitó ninguna aclaración. El malón había comenzado. De noche, cuando menos se lo esperaba.

Del interior de la casa grande salieron algunos hombres armados, dispuestos a ponerse al servicio de la defensa, mientras que de las barracas emergían los peones en tropel, ajustándose los cintos y calándose el sombrero.

CAPÍTULO 37

El Padre Miguel salió de la capilla descalzo y en camisa de dormir. Afuera sonaban truenos incongruentes con la noche estrellada y se veían refucilos que sólo podían significar una cosa: indios.

La zona de la laguna no era frecuentada por las partidas, pues los indios temían al mar; sin embargo, aquellas escaramuzas no podían negarse. Se había desatado un infierno en algún sitio y sólo Dios sabía qué rumbo seguiría. El sacerdote corrió hacia el interior, tomó su escopeta y verificó la carga. Se calzó la sotana encima de las ropas de dormir y, tras echar una ojeada a su alrededor, eligió algunos objetos llamativos del altar, pidiendo perdón a Cristo mientras lo hacía: un copón dorado, un incensario de plata y un rosario de cuentas de marfil que constituía el mayor valor de la capilla. Lamentó que no fuese de latón brillante, pues a los ojos de los salvajes sería más bonito. Metió todo en una alforja y pasó a la huerta en busca de ofrendas más prosaicas: melocotones, mazorcas de maíz que guardaba apiladas en canastos, una bolsa llena del azúcar que destinaba al dulce de membrillo y, antes de partir, sacudió con énfasis las ramas bajas de la higuera, dejando que los higos de la segunda cosecha cayesen en el hueco que formó con la sotana, a manera de cesto. Cargó todo en el lomo de su mula y subió él también, provocando que el pobre animal se arquease con el peso. Lo taloneó con furia y echó a andar, envuelto por las brumas nocturnas, rumbo al sitio desde el que ya llegaban los primeros vahos dé pólvora, mezclados con alaridos y ladridos de perros.

El Fortín Centinela se había convertido en un infierno. La llegada del chasqui enviado por el capitán Pineda sacó de las catreras a la soldadesca mal dormida y evaporó los restos de la ginebra de la noche. En pocos minutos, los hombres estuvieron listos para repeler el ataque indio, a pesar de que los tomaba por sorpresa a esas horas y carecían del control de mando en ese momento.

—Porquería de desierto —masculló el segundo del capitán, Ceferino Valdés, mientras revisaba la pólvora de su fusil.

Todo estaba saliendo de la peor manera. El temido malón ocurría en medio de la noche, alimentando los temores de la gente, que consideraba a Calfucurá un brujo poderoso, y justo en ausencia del capitán, al que se le había dado por visitar al estanciero del Tandil buscando no se sabía qué.

—¡Arrejúntense a la salida! —gritó, tratando de que su voz no traicionara el susto que tenía.

La tropa, hambreada y mal vestida, lucharía por salvar la vida más que por defender el fortín, pero eso bastaba. Odiaban al indio, causante de que hubiese levas para la frontera. Las pocas mujeres que había se amontonaron en la comandancia, cerrando puertas y ventanas con trancas y rezando Padrenuestros mientras acunaban a sus hijos de pecho. Su temor, no mencionado, era que los salvajes incendiasen el fortín con sus lanzas encendidas. La paja brava y la madera arderían como pira, y morirían en una celda infernal, en plena noche, sin poder escapar por ningún resquicio, porque los aguardarían para chucearlos uno por uno. El miedo actuaba como aguijón, coordinando los movimientos de todos, pese a la confusión aparente. Sabían lo que debía hacerse, aunque les temblaran las manos y el pecho estuviese oprimido por las oraciones no pronunciadas. Más de uno lanzó una mirada a la imagen de la Dolorosa, enclavada en un nicho y rodeada de flores silvestres ya marchitas.

—Ande estará el capitán... —murmuró Ceferino Valdés, y el baqueano Pereyra, que lo escuchó, respondió sereno:

—Allá viene.

Cuatro jinetes galopaban como alma que lleva el diablo rumbo al Centinela desde el sur, dejando tras de sí una polvareda que en la noche parecía un velo mágico. La prisa que traían en aquella cabalgata suicida decía a las claras que escapaban del mismo peligro y buscaban refugio en el fortín.

—¡Guardia! —gritó Valdés—. ¡Al de afuera!

El del mangrullo soltó una réplica que no se oyó en el fragor de las armas, y se abrió la empalizada lo suficiente para que los jinetes pasaran raudos al interior. Los perros del fortín, unos galgos atigrados de aspecto famélico, corrieron hacia los recién llegados, exaltados por la repentina agitación del lugar. El que había abierto el portón los alejó a pedradas y luego se apresuró a cerrar, colgándose de los tirantes de troncos para que su peso agilizase el movimiento.

El capitán Pineda venía acompañado por tres hombres de El Duraznillo. Don Armando no le había permitido cabalgar solo en la noche y, además, servirían para reforzar la defensa.

—Mi capitán —se cuadró Valdés, contento de verlo.

Pineda saludó y con rapidez evaluó el estado de su tropa. Pese a su lamentable condición, se los veía decididos a matar o morir. Los rostros endurecidos, las armas cruzadas en la espalda, en la cintura y hasta en las botas, los quepis encasquetados casi con rabia sobre las orejas, los hombres del Centinela ofrecían un aspecto capaz de amedrentar al indio si no estuviera éste a la par de aquella ferocidad.

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