La Maestra de la Laguna (90 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Casi siguiendo el rumbo de sus ideas, el doctor comenzó a explicar sus métodos, más para sí mismo que para ellas, como si hacerlo le permitiese rememorar la entrevista con la maestra de Boston.

—Usé las Flores de Kousso para expulsar cualquier parásito que hubiera, combinándolas con un sedante suave, aunque me habría gustado poder recetar las abluciones de agua fría, tanto en forma externa como interna, ya que es lo que más ayuda a la naturaleza a manifestar su poder curativo.

La cara impávida de Lucía revelaba que no entendía nada, y la expresión luminosa de los ojos de Aurelia delataba la admiración que despertaban en ella las palabras del doctor.

—Niebla ante los ojos y ceguera compulsiva —siguió diciendo—. Un caso de constricción de la circulación en la nuca.
Gelsemium.
No típica, sin embargo. La relacioné con las lágrimas no derramadas y el orgullo excesivo, con desprecio de sí mismo. Es raro —agregó de pronto, mirando a sus interlocutoras —. No me pareció que aquella señorita padeciese estos males. Ella me hablaba de otra persona, un paciente varón, aunque, claro está, puede haber ocultado la identidad del enfermo, lo comprendo. Lástima, ya que la condición de varón o mujer cambia las cosas. Habría recetado
Platina
en ese caso.

Lucía estaba a punto de creer que hablaban con un loco, mientras que Aurelia volvía a caer bajo el hechizo que la aguda inteligencia de Pedro le producía. Ingenio y elocuencia eran las armas del doctor Ortiz, acompañadas de una sonrisa.

"Otro de los gavilanes", pensó la negra, recordando las advertencias que "Miselizabét" no quiso escuchar.

—¿Esa amiga suya ha mejorado, al menos, durante mi tratamiento? Sería extraño, tomando en cuenta que le receté esencias adecuadas al género masculino.

Aurelia comprendió que no podría permanecer muda más tiempo, o Pedro creería que se estaba burlando de él. Ensayó una voz baja, sin tonalidades, que disimulaba su verdadero acento, y respondió:

—Me pidió que le recetase otro tónico igual.

El doctor podría haberle exigido que descubriese su rostro, sabiendo ya que el remedio no era para ella. No obstante, algo le impidió hacerlo, una advertencia que repiqueteó en su mente mientras escuchaba por primera vez la voz de la señorita. Con gesto adusto, impropio de él, se levantó y rebuscó en la botica hasta dar con dos frascos de etiquetas azules. Luego escogió dos goteros con los que contó una cantidad exacta de gotas del líquido de cada uno y las vertió en otro frasco más pequeño. Anotó unas siglas en una etiqueta y pegó ésta sobre un papel marrón. Sin decir palabra, dejó la salita y volvió con un botellón de brandy. Las mujeres se estremecieron. No querían compartir bebidas con el doctor ni permanecer en la casa más tiempo del necesario. Ortiz las tranquilizó al destapar la botella y echar un poco del licor en el frasquito. Lo tapó con un corcho hasta el fondo y lo envolvió con el papel. Extendió el medicamento con rigidez.

—Aquí tienen. Llévenlo a quien lo necesite. Espero que alguna de ustedes esté diciendo la verdad. Y me refiero a las tres.

La mordacidad de las palabras hizo sonrojar a Aurelia.

—Disculpe su merced —se atrevió Lucía—, pero ¿sería tan amable de llevárselo usted mismo? Como dice que va camino de Chile y la amiga de mi patrona se encuentra en esa línea... Además —y bajó un tono para decirlo—, creemos que puede hallarse en estado.

Pedro Ortiz quedó mudo de asombro ante la impertinencia.

—Le pagaremos bien, señor, incluidos los gastos de viaje —dijo la más joven, mostrando una billetera.

Si no hubiera sentido la advertencia más fuerte que antes, si no temiera conocer la identidad de aquella dama de incógnito, tal vez el doctor habría hecho uso de su autoridad de hombre de ciencia para echarles en cara su falta de honestidad y su desparpajo. El temor a algo desconocido, sin nombre, lo refrenó y se escuchó aceptando aquella misión tan irregular.

—Está bien. ¿Dónde debo llevarlo?

Aurelia extendió un papel donde figuraba el nombre de Elizabeth y la dirección desde la cual le había enviado la última carta.

Al dejar atrás la calle Perú, Aurelia se quitó la capucha y respiró el aire nocturno con alivio.

—¿Crees que se habrá dado cuenta, Lucía?

La negra la tranquilizó:

—Qué va, ha pasado mucho tiempo, mi niña, y además estaba apurado por irse a dormir. ¿No vio que llevaba puesta la bata?

Aurelia no respondió, ni tampoco vio la expresión comedida de la negra, que disimuló bien su sospecha: "Ay, mi amita, qué cruel es el amor con sus devotos servidores..." y en su pensamiento vio nítida la imagen de "Miselizabét" casada con uno de los gavilanes.

Al llegar a la casa de la calle Maipú, Aurelia encontró a su padre levantado, también en bata como el doctor Ortiz, con el semblante mucho más serio.

—¡Tatita! ¿Qué sucede?

Dalmacio Vélez Sarsfield blandió ante ella un papel cuyo lacre ya había sido roto.

—Malas nuevas me temo, hija. Noticias de la frontera que debo transmitir enseguida. Los indios atacan en malón toda la línea de fortines.

—¿Y Sarmiento ya lo sabe?

—Él en persona me trajo la esquela. Ay, hija... desde Caseros que vengo tratando de cimentar una política pacificadora de todas las discrepancias. Basada en la ley, como debe ser, y ahora me toca ver cómo se traspasan todas las leyes con la brutalidad.

—No se aflija, Tatita. Sus esfuerzos no habrán sido en vano. Esto se veía venir... —añadió con tristeza.

Nadie durmió esa noche.

El doctor Ortiz ahuecó la almohada tantas veces que la transformó en una masa informe. Aquellos ojos que lo miraban con curiosidad debajo del albornoz lo persiguieron durante su desvelo.

Aurelia contempló el amanecer desde su ventana. Nunca le pareció tan triste la luz que desnudaba los tejados a lo lejos. Los primeros trinos le recordaron que debía afrontar el nuevo día y soltó un suspiro. Otro problema para Sarmiento. No le diría que había visitado, de incógnito, a aquel hombre del que jamás se hablaba. Guardaría ese secreto en su corazón, que de nuevo empezaba a sangrar.

El doctor Vélez Sarsfield apuró su mate cocido y pidió su abrigo para visitar al Presidente en la casa de gobierno. Si conocía a Sarmiento en algo, ya debía de estar allá, vociferando a diestra y siniestra. Él tampoco habría dormido esa noche, de seguro, pues la acción lo desvelaba.

Tomó su sombrero y salió a las calles, todavía amodorradas.

¿Cuánta guerra haría falta? ¿Cuántas muertes? ¿Cuándo, por fin, sobrevendría "la era del espíritu" de la que hablaba Voltaire? Se sentía viejo y cansado, aunque una chispa de optimismo brotó en su interior al pensar en Aurelia. La vida proseguía y a otros les tocaría llevar adelante el progreso: Aurelia, la señorita O'Connor, el joven Avellaneda, de quien se decía que prometía para la Presidencia... Por lo menos, había logrado dar al país un Código moderno, a la altura de los europeos.

Al distinguir la silueta del Fuerte recortada contra el río, su andar se tornó más liviano.

"Uno de estos días", pensó, "volveré a Amboy, para ver las montañas por última vez".

CAPÍTULO 39

El horizonte del amanecer, erizado de lanzas, es una línea ondulante que señala hacia el cielo. Un tenso compás de espera hasta que la pampa profunda se abra, en surco sangriento, dejando paso al malón.

Como si el sol diese una orden, ese horizonte se mueve, reptando por la inmensidad de la llanura, dando nitidez a sus formas, revelando los caballos, las lanzas, las crines, la artillería de que dispone el indio.

La tierra toda se mueve.

Un rumor sordo se vuelve estruendo y los alaridos rasgan la claridad de la mañana, estremeciendo los oídos y helando la sangre.

—¡Allá vienen! —se escucha gritar desde el mangrullo del Centinela.

Adentro, la respuesta es un ruido metálico, como el de las trampas de caza al cerrarse, todas a un tiempo. Los soldados aprontan las armas.

El sol, rojo aún, anticipa el reguero de sangre y corona las testas de los guerreros, haciéndolos más temibles a los ojos que los ven acercarse.

—Son más de mil —murmura, atontado, Valdés.

La polvareda sube hasta el cielo mismo, cubriéndolo todo, creando monstruos en aquellas figuras desmelenadas. El suelo retumba bajo la maraña de patas. Caballos y reses avanzan en montón, pisándose, topándose, llevándose todo a su paso, entremezclando mugidos y relinchos con los gritos y alaridos.

La llanura se despliega como una ola que se devora a sí misma. Es el gran malón de Calfucurá, el tan temido. Ni teros, ni vizcachas, ni avestruces, ni siquiera las nubes se atreven a asomarse. El cielo diáfano es el único testigo de aquella tromba de tierra impulsada por el furor.

La feroz oleada pampa forma de pronto una medialuna que rodea el fortín y la indiada se detiene, sin duda obedeciendo la voz de mando.

—¿Es él? —pregunta, ansioso, Valdés.

A su pesar, la figura del caudillo lo atrae, mezclado con el encono que le infunde. El capitán Pineda nada dice, atento a los movimientos de los indios. Puede ser un ala del ejército de Calfucurá o su misma facción, no lo sabe. Los cañonazos anteriores indican que han pasado por otro de los fortines. Demasiado rápido, o quizá sea un desmembramiento de la columna principal. No puede arriesgarse, la orden es no disparar hasta que los tengan encima, casi adentro del Centinela. La sorpresa será su ventaja.

Capta la impaciencia de sus hombres, la tensión de los dedos crispados en los gatillos, las respiraciones contenidas en los pechos temblorosos, y musita una plegaria por todos ellos.

Después de ese día, no sabe cuántos sepultará la pampa, ni si será él quien alimente con su sangre los cardales.

—¡Listos! ¡A la voz de aura, pues! —grita, horadando el miedo de todos con su voz—. ¡Nadie tire hasta que yo ordene!

La quietud del fortín desconcierta a la indiada. Sin bandera, con el puente tendido como si aguardaran refuerzos, sin centinela en el mangrullo...

¿Se habrán equivocado al pensar que en esa tierra mora el traidor al que hay que ajusticiar? Un grupo de avanzada rompe la medialuna y se acerca, a paso lento, tentando la situación.

El Centinela está mudo. Parece que hasta el aire en los pulmones se ha detenido. En la comandancia, donde se alojan las mujeres con sus crías, tampoco se escucha nada. Las madres, temerosas de delatarse, oprimen las bocas de sus hijos contra los pechos calientes. Saber que hay mujeres blancas puede ser un aliciente para los invasores.

El silencio campea, señor absoluto del fortín y sus alrededores.

Francisco miraba aquello con la fatalidad que lo acompañaba en los últimos tiempos. La gente de Calfucurá lo quería vivo, eso le quedó claro desde el momento en que atendieron sus heridas, le llevaron comida y lo alojaron en una tienda, junto con dos lanceros para custodiarlo. Lo que no estaba claro era la razón. Ni entendía por qué necesitaban que los acompañase en su maloqueada, como no fuese el perverso placer de obligarlo a ver cómo despenaban a su gente.

Temió que las hordas guerreras se encaminasen más al sur, adonde estaba "su" Elizabeth. Esperaba que Armando Zaldívar hubiese tenido el tino de mandarla por fin a Buenos Aires, lejos de todo, incluso de él mismo, que nada bueno le había traído a la maestrita.

Contempló la efigie miserable del Centinela con los ojos del indio que era, en definitiva. Parecía una plaza abandonada. ¿Acaso la llegada de Calfucurá había sido anunciada con antelación? Le habría salido el tiro por la culata al Gran Jefe entonces, pues supo de oídas, durante su cautiverio, que la sorpresa era la clave de aquel ataque. Por lo que él entendía, aquél era un malón de protesta "por las picardías" de la gente del gobierno.

El tiempo vivido entre los pampas lo ilustró sobre muchas de sus creencias. Adoraban a Calfucurá pero le temían, y muchos caciques lo odiaban también, aunque de forma solapada. El caudillo del desierto tenía demasiado poder para carecer de enemigos. Y no se trataba de los blancos, sino de gente de su sangre, que codiciaba aquel puesto de mandamás. Algunos no olvidaban tampoco el cruel asesinato de los vorogas, cuando Calfucurá sacrificó a toda una tribu para dar el ejemplo y quedarse de paso con las Salinas Grandes.

La gente de Calfucurá había cruzado la cordillera desde la zona del volcán Llaima, en Chile. Pertenecía a la parcialidad huiliche que, después de asentarse en las lagunas del sudeste de la pampa, campearon sobre todas las otras tribus, incluso las de origen mapuche como ellos.

Venerado, temido, odiado. Una combinación peligrosa.

Namuncurá, el tercer hijo, el preferido del cacique, se hallaba entre los lanceros que lo acompañaban en ese día glorioso. Tiempo atrás había dirigido la invasión de Bahía Blanca, como lugarteniente de su padre, y estaba destinado a sucederlo en el cacicazgo de Salinas Grandes. Francisco había tenido ocasión de verlo, con su rostro redondo de facciones achinadas, organizando la partida de quinientos lanceros de su escolta. Había pasado frente a él con porte orgulloso, mirándolo desde su potro con desprecio aunque, por un instante, Francisco creyó percibir otra mirada, de extrañeza y hasta temor. No pudo descifrar el motivo de aquella conducta.

Calfucurá en persona arengaba a su tropa. Recorría de punta a punta el semicírculo, blandiendo la lanza a los gritos, levantando un clamor de guerra a su paso. Era increíble el poder de aquel hombre sobre los suyos. Si alguno flaqueaba, su ímpetu renacía con sólo ver a su jefe dispuesto a jugarse la vida. El caudillo vestía pantalón de paño con galones, de seguro prenda de algún intercambio o saqueo, morrión con penacho y mangas de camisa sucia, atada en la cintura con una liga tejida. Hacía gala de su vestimenta, pues en eso los indios cifraban las diferencias de jerarquía. No en vano solicitaban siempre ponchos finos, calzoncillos y chaquetas, cuando celebraban sus endebles tratados de paz.

Francisco ocupaba un sitio de preferencia, primera línea en la columna de la derecha, escoltado por la caballería de reserva. Desde allí tenía una visión completa del fortín y de las otras columnas de indios. Le habían quitado las ataduras, seguros de que no podría huir, y montaba uno de los potros de la toldería. No sabía dónde se hallaba Gitano.

Un clarín suena entre las huestes pampas, y las columnas se desplazan hacia afuera. La avanzada sigue, apartándose del semicírculo, hacia el puente tendido. Los que montan echan pie a tierra y esgrimen sus chuzas en alto, mientras achican la distancia con el objetivo.

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