—¿Cómo vino ese hombre hasta aquí?
Elizabeth contuvo el aliento para no dejarse llevar por la ira y responder algo de lo que después se arrepentiría. Fran había estado insoportable desde que el doctor Ortiz dejó la estancia y prosiguió su viaje a Chile. Pese a saber que, gracias a sus servicios, ya tenían la nueva fórmula del tónico que mejoraría su estado, los celos lo habían convertido en un despiadado policía: la escrutaba en cada respuesta, atisbaba el mínimo gesto que pudiese significar un engaño, le tendía trampas cuando conversaban, nada le conformaba en lo que al doctor Ortiz se refería. Ella no sabía de qué habían hablado en la habitación aquel día, sólo que aquella conversación había hecho de su esposo un hombre acosado por las sospechas. Al principio, la novedad de ese comportamiento, tan insólito en el distante Francisco que ella conocía, la llenó de satisfacción. Su condición femenina se sintió halagada y disfrutó de la placentera sensación. Al cabo de dos semanas, se transformó en una pesadilla.
Fran se hallaba repuesto del terrible ataque sufrido y seguía los consejos del doctor en cuanto a las abluciones de agua fría, hasta tanto consiguiesen preparar el tónico en una botica de Buenos Aires. Elizabeth se encontraba ordenando los bultos que llevarían en su viaje y las recriminaciones de su esposo le impedían concentrarse. Por tercera vez dobló una capa de terciopelo que ya creía haber guardado. Ella pensaba que su paciencia había sido puesta a prueba por completo durante sus clases, y ahora veía que necesitaba una dosis extra.
—Vino porque yo escribí a Aurelia una carta donde le solicitaba que lo buscase, si es que aún permanecía en Buenos Aires.
—¿No sabías, acaso, que había sido el esposo de la señorita Aurelia Vélez?
—¡No, no lo sabía! ¿Por qué habría de saberlo, si nadie me lo dijo? —estalló Elizabeth.
La contrariaba haber importunado a su amiga de algún modo, pidiéndole algo que, tal vez, le ocasionaba dolor o disgusto. Esa idea la había torturado desde que supo la identidad del doctor Ortiz.
Francisco la miró dar vueltas alrededor del baúl y entrecerró los ojos cuando formuló la siguiente pregunta:
—¿Y cómo pagaste, la consulta?
—Tenía mis ahorros.
La respuesta no lo satisfizo.
—No quiero pensar que hayas contraído una deuda con el doctorcito.
Elizabeth se dio vuelta y lo encaró con los brazos en jarra:
—
Of course!
¡Todos tenemos una deuda con él! Y usted más que nadie debería saberlo, señor, ya que su salud depende de los conocimientos del "doctorcito", como lo llama con desprecio.
Fran sintió que ardía de furia. Ni él mismo se reconocía en el hombre celoso en que se había convertido a su regreso del cautiverio con los pampas. Mientras duró aquella ordalía, sus sentimientos hacia Elizabeth se le habían manifestado con crudeza: la amaba. Se prometió una y mil veces que sería bueno con ella, que la cuidaría y protegería, que la haría feliz para retribuirle los sinsabores que por su culpa había pasado, si salía vivo de aquel trance. Y ahora, que estaba en condición de hacerlo, un ansia salvaje de posesión lo carcomía. No había podido tocarla aún, dormían en habitaciones separadas desde que despertó de su último ataque y en presencia de su madre no se atrevía a discutir el tema. Las ocasiones de conversar en privado eran escasas, por no decir nulas y, en el estado en que Elizabeth se encontraba, a menudo se echaba siestas o se levantaba tarde, cuando él ya había desayunado y acompañaba a don Armando en sus recorridas.
El estanciero había vuelto del fortín una vez que los ecos del malón de Calfucurá se apagaron. Contento de verse en tan buena compañía, insistió para que permanecieran en El Duraznillo hasta que se repusiesen de los malos momentos vividos. Dejó que las mujeres se adueñaran de su casa, disponiendo a su gusto, y puso un carruaje para su uso personal en los paseos diarios. Dolores y Elizabeth compartían meriendas en el patio, disfrutando de las tardes tranquilas e imaginando al niño que, en el futuro, corretearía cazando las mariposas amarillas de los cardales.
Ambas preparaban el traslado a los suburbios de Buenos Aires, a la casa de Flores, herencia materna de Francisco y que, por fin, éste había aceptado.
El único malhumorado era Francisco. Él jamás estuvo celoso de ninguna mujer. En sus años de calavera, ellas presumían de tenerlo a sus pies, cuando la realidad era otra: sufrían la distancia con que Fran las trataba y no se sentían seguras de ocupar un lugar en el corazón de aquel hombre que parecía gozar de sus cuerpos sin interesarse por sus almas. Aquella época, tan lejana, le estaba cobrando sus culpas con creces. Solía imaginar situaciones en las que Elizabeth podría haber caído bajo el hechizo del doctor Ortiz, de Julián, o del mismísimo Jim Morris que, después de todo, la había tenido muy cerca durante varios días. Hasta el lugar que Eliseo ocupaba en los recuerdos de Elizabeth le fastidiaba. Esos pensamientos le producían tal rechazo que llegaban a despertarlo por las noches. No había padecido ataques como consecuencia de ellos, por lo que se sentía agradecido, aunque los celos y las dudas eran un martirio durante las vigilias. Sabía que su esposa no daba pie a semejantes sospechas, sin embargo, la acusaba de mostrarse indulgente con los varones que la rodeaban. Los alentaba sin saberlo, los atraía sin quererlo, y eso lo sacaba de quicio. Había llegado al extremo de recelar de las sonrisas que ella le dirigía a Armando durante la cena, así como le retorcía las tripas la galantería del maduro estanciero cuando la escoltaba ofreciéndole el brazo. La misma actitud protectora tenía con Dolores, no obstante a Fran se le antojaba que el modo era distinto y que Armando se satisfacía provocándole celos como penitencia por su conducta pasada. Si seguía en ese tren enloquecería, por más tónicos que tomase. De nada servía que pensara en Elizabeth como una madre, con su vientre más redondeado cada día. La serena belleza que emanaba de ella en ese tiempo la hacía más apetecible a sus ojos y, por cierto, debía de serlo también a los de los demás. Ahora que las cosas iban tomando su rumbo, Elizabeth parecía haber desarrollado una independencia de criterio que le crispaba los nervios. Ella y su madre cuchicheaban en ocasiones y había creído escuchar las palabras "clases" o "Sarmiento". Era entonces cuando, malhumorado, salía al porche a fumar, seguido por la burlona mirada de Armando.
Aquella tensión estaba destinada a estallar y eso fue lo que ocurrió una noche, después de cenar, cuando Elizabeth se demoraba en apagar el candil de su cuarto. Él había permanecido afuera aspirando el fresco nocturno, descubriendo las luciérnagas a través de las volutas de humo de su cigarro y pensando con melancolía en Gitano, al que no había vuelto a ver después de su liberación. Extrañaba al noble animal y no creía que ningún caballo, por hermoso que fuera, pudiese reemplazarlo. Pensar en Gitano le provocaba zozobra, pues la ocasión anterior de su pérdida estuvo ligada a la presencia de Jim Morris, un hombre que sólo había traído males a su vida. Al entrar, vio luz bajo la rendija de la puerta de Elizabeth y utilizó la excusa de preguntar si se sentía indispuesta para poder hablarle a solas. Golpeó y, al no recibir respuesta, entró con sigilo. Encontró a su esposa reclinada sobre un escritorio, vestida con su camisón rosa, al parecer muy entretenida leyendo algo. Se acercó por detrás, tratando de no espantarla, y descubrió que no leía sino que escribía. Una carta. Dirigida a Julián Zaldívar.
Debió de haber dejado salir el aire entre los dientes, pues ella se dio vuelta, sorprendida y asustada por lo repentino de su aparición. Se llevó la mano a la boca, como si temiese que él fuese a caer fulminado al descubrirla en esa traición. Con lentitud se incorporó, tratando de mantenerse firme entre su esposo y la silla. Fran no preguntó nada. Sólo arrebató la hoja que ella garabateaba y, haciendo un bollo con ella, la arrojó lejos de sí, sin mirar dónde caía.
—Yo creía que eras una mujer aventurera por haberte atrevido a venir hasta aquí —siseó—. No pensé que lo fueses por tu gusto de coquetear con los hombres. ¿Es que no te basta un esposo? ¿Necesitas tener a varios comiendo de tu mano? ¿Es acaso tu vena irlandesa que te vuelve desfachatada? Niégame que escribes a otro hombre a mis espaldas, si puedes. Primero, te encuentro regodeándote con el libro de dibujos que él hizo de ti, como una modelo a la que sólo le faltaba posar desnuda sobre la arena. Luego, mantienes una correspondencia secreta...
—¡Dijiste que podía escribirle! —exclamó Elizabeth, horrorizada ante el tenor de la acusación.
—Lo dije, pero nunca comentaste que lo hacías, querías mantenerlo en secreto para que no llevase cuenta de las cartas ni de su contenido.
—No deberías llevar cuenta de su contenido, son mis cartas —adujo ella, ahogándose.
—¡Pues muéstramela, entonces! —y Fran descargó un puño sobre la mesa, en el colmo de la furia.
Se volvió, buscando el papel que había estrujado y Elizabeth, humillada y dolida, aprovechó esa distracción para escapar del cuarto, sujetándose el cuello del camisón. Tropezó en la oscuridad del pasillo, pero siguió corriendo hasta salir de la casa, sin reparar en el frío nocturno ni en el rocío que mojaba sus pies desnudos.
Fran se había agachado para recoger el papel cuando advirtió la fuga y echó a correr tras ella.
—¡Elizabeth —gritó, sin cuidarse de los demás que dormían—, vuelve aquí! ¡Te vas a enfriar, vuelve!
Un temor repentino lo sacudió. Algún peón podía escuchar a alguien corriendo en la noche y disparar sin preguntar primero. La sola posibilidad de perder a Elizabeth de ese modo lo aterrorizó y corrió tras ella, sin saber adónde ir, ya que no había luna todavía.
Elizabeth se dirigió, tanteando las paredes, hacia el lugar donde, semanas atrás, había parlamentado con la mujer que la condujo hacia Quiñihual, permitiéndole jugar un papel en el rescate de Francisco. ¡Qué diferentes aquellas circunstancias! Entonces, ella salía en busca de su esposo. Hoy, huía de él.
Cómo podía Fran ser tan brutal, no lo entendía, ni tampoco por qué, pese a eso, ella lo amaba. Añoraba tanto sus caricias... Sabía que, en su estado, no se podía dar rienda suelta a la pasión, y se consolaba pensando que él se contenía por cuidarla, no quería pensar que no sintiese los mismos deseos que a ella le calentaban la sangre. ¿Cómo podía él ser delicado y cruel a la vez? Un sollozo la quebró y se detuvo, respirando con dificultad. Había corrido mucho, con el corazón apretado en un puño, y se sentía sofocada. Se apoyó contra la pared, temblando, y se paralizó al ver una silueta en la oscuridad, inmóvil bajo un árbol. A pesar de la noche sin luna y de la distancia, sabía que aquella figura la estaba mirando. Su garganta se crispó en un grito que jamás profirió, pues adentro de ella una voz profunda comenzó a hablarle, una voz sin sonido que salía de su mente y, sin embargo, era tan real como los aleteos del búho y el murmullo del viento entre los eucaliptos.
"Pequeña Brasa", escuchó, "deja que entre, hazme un lugar en tu mente para que pueda despedirme".
Elizabeth era una mujer práctica, aunque su sangre irlandesa, de la que con tanta vileza se había acordado su esposo hacía un momento, afloró trayendo a su recuerdo los cuentos de espíritus del bosque que acechan a los peregrinos.
"Dame la promesa", seguía diciendo la voz en su mente, "de que amas a ese hombre que te ata a su destino, así puedo cortar el lazo que tejí al conocerte. Déjame ir, Pequeña Brasa, en nombre del Espíritu que todo lo une, para que no queden sombras que oscurezcan nuestro camino, el tuyo y el mío".
Elizabeth captaba la voz con claridad sin entender qué buscaba de ella hasta que, de repente, la respuesta la alcanzó como un relámpago cuando la voz dijo: "Un amor no correspondido debe morir, para dejar vivir al verdadero amor".
Un sentimiento sin nombre fue ocupando su pecho y disolviendo la angustia que sentía. Procuró articular una palabra que acabase de una vez con aquella aparición. Sintió las mejillas húmedas, supo que estaba llorando y se escuchó a sí misma murmurar: "Lo amo, lo amo y deseo que él me ame también".
Luego cerró los ojos, llevada por un cansancio parecido al sueño. Al abrirlos se encontró sola en la noche, frente al árbol que ya no cobijaba a ninguna figura desconocida. Tanteó la pared, intentando el regreso, cuando escuchó otra voz, esa vez bien fuera de su mente, que la llamaba con desesperación:
—¡Elizabeth, por Dios! ¡Vuelve, vas a enfermar y te juro que no me lo perdonaré en mi vida!
Sonrió, entre lágrimas, y corrió hacia el lugar de donde provenía el grito. Hasta en su temor por ella Fran era capaz de amenazarla. Corrió sin cuidarse de las piedras ni las ramitas que laceraban sus pies, y se topó con su esposo al rodear la pared del galpón. El choque la hizo tambalear y él la sujetó con fuerza, palpándola para evaluar si estaba herida.
—Me hiciste sudar miedo —confesó, mientras cubría su rostro de besos.
Elizabeth quiso decir algo, explicarse, pero Fran no se lo permitió.
—Soy un bruto, un animal, un hombre depravado —afirmó, tomando la cara de la joven entre sus manos—. Dime que, pese a todo, me perdonas. Recuerda que estoy enfermo —agregó con malicia.
No bien pudo desprenderse, Elizabeth contempló los ojos dorados que tanto la atraían. La miraban con una nueva luz, como si hubiese habido una feroz lucha en el interior de ese hombre que, en aquel momento, aceptaba su rendición y se hundía gozoso en las delicias que prometía el amor eterno.
—La carta...
—No quiero saber nada de ella —la cortó Fran—. Soy yo el que mintió, disimuló, engañó cientos de veces. No tengo derecho a exigir que me cuentes cada detalle de tu vida si te he ocultado casi todo de la mía. Una vez te prometí sinceridad y no llegué a cumplir esa promesa. Aquella tarde, cuando me atacaron los indios, estaba dispuesto a ser honesto contigo con respecto a mi bastardía, te lo juro. Me arrepiento de haber esperado tanto, porque pudiste pensar que te había faltado y con razón, aunque no fue así.
Elizabeth apoyó un dedo sobre los labios de Francisco.
—Siempre supe que sufrías por ello y, sin embargo, necesitaba que me lo dijeras, quería escucharlo de tu boca y de ninguna otra, no estaba segura de tu amor —dijo, trémula.
Fran se sorprendió al saber que ella ya conocía su origen mestizo y que, pese a eso, insistía en amarlo. Cuánta razón había tenido su madre al advertirle que no la menoscabara.