—La mujer blanca es necesaria para el intercambio.
Todos callaron, desconcertados. La propuesta del cacique era audaz: él aseguraba que sabía cómo aplacar la ira del Gran Jefe Salinero, pero necesitaba a la maestra de la laguna para efectuar el trato. Sin ella, Calfucurá no creería lo que estaba dispuesto a darle a cambio.
Zaldívar intentó zanjar la cuestión con un ardid:
—Está bien, mandaré a buscarla, pero debemos adelantarnos para interceptar a Calfucurá antes de que avance sobre la línea. Mis hombres se ocuparán de la mujer.
Quiñihual asintió, al parecer satisfecho, y de inmediato todo el fortín se puso en acción para resistir, mientras una parte de la tropa se disponía a cabalgar contra el viento para parlamentar con el Gran Jefe del desierto.
—Cachila, llama a Faustino.
La muchacha se sobresaltó. ¿Sabría la señora de sus amores clandestinos con el hombre del patrón?
—Llámalo, que necesito enviar un recado.
Algo más tranquila, Cachila salió en busca del joven. Al rato, volvió con un hombre armado hasta los dientes y de mirada feroz, en el que costaba distinguir al mozo enamorado que compartía la limonada con la criadita, empapado en agua florida.
—Faustino —comenzó Elizabeth, una vez superada la sorpresa—, necesito que me hagas un gran favor. Sé que eres de confianza en la casa y también que aprecias a Cachila —aquí los ojos de Faustino chispearon con un matiz de incertidumbre—. Prometo ayudarte en tus planes futuros si, a cambio, me ayudas en algo que necesito con urgencia.
—Lo que mande, patrona.
La respuesta rápida satisfizo a Elizabeth. Faustino era incondicional.
—Lo que te pido es peligroso, pero tan necesario que me causaría más daño no hacerlo. ¿Entiendes?
El peón nada entendía, aunque se mostraba listo para lo que fuera.
—Sé que se está preparando un encuentro con el jefe indio Calfucurá, y quiero estar ahí cuando eso ocurra.
La expresión de Faustino se congeló en una mueca de horror y ya su boca formaba la negativa, cuando Elizabeth atacó de nuevo:
—Quiero que me lleves por otro camino hasta donde el patrón se dirige. No temas, soy fuerte y puedo cabalgar. Sin duda, habrá un sendero oculto por donde llegar sin que nadie nos vea, y siendo sólo dos no llamaremos la atención. Yo correré con las consecuencias de lo que te pido, no temas, aunque si no me ayudas lamentaré tener que informar al patrón de tus andanzas con mi doncella personal. Cachila es mi responsabilidad y debo velar por ella.
Elizabeth se mordió la mejilla, sufriendo por lo que le estaba haciendo a aquel hombre bueno y leal. Ni por asomo pensaba denunciarlo por arrastrarle el ala a la muchacha, pero no tenía otro remedio que mostrarse implacable para lograr su plan. Faustino se había quedado mirándola, entre furioso y escandalizado, y Cachila estaba espantada. Compadeciéndose de ambos, Elizabeth los animó:
—No se apuren, sé lo que hago. Si los dos me ayudan, los recompensaré.
—¿Qué debo hacer yo, Misis?
—Actuarás como si yo estuviese indispuesta. Dirás a Chela que quiero tomar las comidas en la cama y que me duele la cabeza, por eso las ventanas permanecerán cerradas todo el día. Nadie debe enterarse, de modo que te comportarás como si yo estuviese, trayendo las bandejas y devolviéndolas vacías. ¿Entendiste?
La muchacha asintió, muda de la impresión. Daba miedo ver a la señora amenazando, primero a la india vieja y luego a Faustino.
—Ahora, Faustino, prepara dos caballos y lo que necesites para viajar en la noche. ¿Sabes dónde está Calfucurá?
Aurelia leyó por tercera vez la misiva que tenía sobre su secreter.
La luz temblona del candil creaba sombras largas sobre las paredes de su salita, donde estaba refugiada desde hacía rato. En sus dedos, manchados de tinta, jugueteaba la pluma con la que había ensayado ya diez formas distintas de responder a la carta desesperada de Elizabeth O'Connor. Ninguna le conformaba. ¿Cómo ayudar a su amiga sin traicionarse? ¿Cómo obrar con generosidad sin perder su orgullo? En la carta se leía con claridad "el doctor Ortiz, y Aurelia no quería siquiera pronunciar ese nombre en voz alta.
La negra Lucía entró sin llamar, según su costumbre, con una tisana humeante.
—Tómela, niña, le devolverá el sueño.
Aurelia sorbió con delicadeza el brebaje y reconoció el aroma del tilo y el sabor amargo de la valeriana.
—No sé qué hacer, mi negra —comentó, con aire desamparado.
Lucía suspiró y se sentó sobre una banqueta tapizada, de modo que veía el perfil de su patrona iluminado por la lámpara.
—Yo le llevaré el recado. A esta negra no le importa nada, ni el qué dirán ni las suspicacias. Y el doctorcito nunca sabrá de quién se trata.
Aurelia tragó con dificultad el resto del té. Por un momento, pensó en mandar a Lucía a la nueva casa que alquilaba Sarmiento, en la calle de Artes y Temple, pues sabía que él estaría dispuesto a aconsejarla, sin importar la hora que fuese. Pese a haber sido amigo de Pedro Ortiz y haberlo respetado como médico y como hombre, ella no dudaba de qué lado estaría su lealtad. La prudencia contuvo su arrebato. No estaba bien importunar al Presidente de la Nación con problemas de alcoba. Lo pasado, pisado.
—Falta saber si está en la ciudad todavía —aventuró—. Miss O'Connor dice que iba camino a Chile cuando lo vio.
Lucía descartó el problema con un gesto.
—Qué más da. A menos que haya cerrado la casa a cal y canto, alguien habrá para darnos la dirección y, de ahí en más, nos encargaremos de conseguir mandadero.
Aurelia sonrió con dulzura.
—Qué haría sin tu compañía, negra ladina... Menos mal que la maestra pudo prescindir de tus servicios. Ya me estaba poniendo celosa.
Lucía se puso ancha con el comentario.
—Ya verá usted cómo vuelve esa señorita. Ni piense que una joya como esa se va quedar en la frontera. El Presidente no lo permitiría.
—Miss O'Connor se ha casado, Lucía, y eso puede cambiar el rumbo de las cosas, mal que le pese al Presidente.
Lucía soltó un bufido de exasperación que podía significar tanto desacuerdo como duda. El tintineo de la taza rompió el silencio que siguió, hasta que Aurelia tomó la decisión que podría alterar su tranquilidad.
—Iré yo. No puedo ocultarme para toda la vida. Si es médico de corazón, acudirá, no importa quién se lo pida.
—Irá, pero conmigo, señorita. Faltaba más.
Aurelia garabateó algo en el papel de carta, lo selló con lacre y se incorporó con vivacidad. Los tragos amargos había que apurarlos, bien lo sabía ella.
Nadie prestó atención a las siluetas encapuchadas que atravesaron la calle Maipú rumbo al Bajo, dos sombras en la noche sin luna.
La puerta donde meses antes Elizabeth había buscado auxilio, en plena epidemia, conservaba la placa de bronce y el fanal rojizo que la alumbraba. Con timidez, Aurelia golpeó la aldaba que, a esas horas muertas, resonó como campanada. Los minutos que pasaron mantuvieron a ambas mujeres congeladas en sus posturas: altanera la de Lucía, a la defensiva la de Aurelia. La puerta se abrió al cabo de la espera, con un chirrido que produjo escalofríos a la hija de Vélez Sarsfield.
Y de nuevo, como la escena repetida de una obra de teatro, apareció en el marco la figura elegante del doctor Ortiz, enfundado en una bata y con la misma expresión amable, aunque sorprendida. Lo que aquel hombre vio entre las sombras fue la forma gruesa de una criada de cara redonda y pelo entrecano, cuyos ojos lo miraban con una nota de advertencia que lo desconcertó; la otra figura, mucho más menuda, estaba tan encapuchada en el albornoz oscuro que apenas se le veían los ojos. Se sintió de repente transportado al mundo castellano de los hidalgos y las damiselas, con citas clandestinas en las callejas de la ciudad de Ávila y leyendas de huríes que echaban a perder a los caballeros cristianos.
Buen Dios, debía de haber bebido más de la cuenta, o no estaría fantaseando cuando dos extrañas tocaban a su puerta casi a la medianoche.
—¿Señoras?
Las damas callaban mientras él las estudiaba. Le intrigaba la más pequeña. Podría ser una niña, aunque la mirada era firme y madura. Sin duda, la otra sería la criada, que la acompañaba en esa visita audaz, porque ¿qué mujer decente se atrevería a salir a esas horas, a menos que una emergencia la impulsara? Como médico, era lo único que debía pensar. Se aclaró la garganta y ofreció a las mujeres pasar a su consultorio. Tal vez, la más joven estuviese enferma y no desease mostrar la cara. El había visto horribles empeines que volvían monstruoso un rostro antes bonito. De inmediato se compadeció de aquella mujer.
Encendió la mecha de la lámpara de la salita de recibo, donde también colgaba su guardapolvo, y se volvió hacia las recién llegadas.
—Han tenido suerte de encontrarme —comenzó—. Me hallo en uno de mis viajes, ya que pienso instalarme de modo definitivo en Chile. Como pueden ver, mi casa está algo desmantelada, aunque tengo lo necesario, si es que necesitan mis servicios.
Aurelia contemplaba al hombre que había sido su esposo durante tan poco tiempo y un remolino de sensaciones se agolpaba en su pecho, impidiéndole hablar. Pedro Ortiz Vélez se había despedido de su primita cuando ella tenía tres años y, al volver a la ciudad, se había encontrado con una mujer de quince ávida de conocimientos, lectora insaciable y aguda que, de inmediato, se convirtió en su admiradora. Tanto le habían hablado a Aurelia de su primo médico, guapo e inteligente, con aspiraciones políticas y trato cordial que, a partir de su llegada, leyó todos sus artículos y se interesó en sus novedosas teorías de la curación. ¡Qué feliz se había sentido en esa época, cuando por fin tenía con quien cambiar impresiones! Sus amigas no se ocupaban más que de los chismes sociales. El buen humor de Pedro y su camaradería la acercaban a su ideal de relación: la oposición de ideas, la discusión intelectual. Aurelia, crecida entre libros, constituía un desafío para cualquier cortejante y una preocupación para su madre.
Pedro Ortiz escrutó lo poco que dejaba ver la capucha del rostro de la mujer menuda y decidió que, en efecto, la pobre debía padecer un mal que la avergonzaba. Pensó en la sífilis, que a veces producía feas pústulas en la piel, claro que eso equivaldría a tomar a aquella dama por una mujerzuela, y no quería precipitarse.
—Entiendo que han venido por alguna emergencia, señoras —y abarcó en la expresión también a la criada— y no podré ayudarlas, a menos que me expliquen con detalle qué las aflige. Sabrán que mi medicina no es la tradicional conocida en esta ciudad. No se preocupen por haberme sacado de mi cama —comentó con ironía—; un médico está siempre en guardia, así que siéntanse cómodas para decirme lo que sea.
La voz profunda, de ricos matices, inundaba la cabeza de Aurelia, devolviéndole los recuerdos de aquella desastrosa unión. En su casa se conservaba todavía el recorte de
La Gaceta Mercantil
donde se anunciaba la graduación como médico del sobrino del doctor en leyes Dalmacio Vélez Sarsfield. Y luego, aquella extraña coincidencia, que fuera él mismo quien atendiese al padre de Sarmiento, don Clemente, mientras estuvo en San Felipe... ¿Cuántas jugarretas podía tenderle el destino?
—Con su permiso, doctor —dijo de pronto la negra, tomando las riendas de la situación—, mi patrona ha perdido la voz a causa de su aflicción, que es mucha, relacionada con una amiga que está en la frontera.
El doctor se mostró interesado y la alentó a continuar, sin dejar de observar las expresiones de la encapuchada.
—El caso es que la amiga de mi señora se halla ahora en el desierto, muy necesitada de un remedio que usted le preparó hace tiempo, un tónico.
La negra calló, no sabiendo qué más decir, y esperando que con eso el doctor se diese cuenta de lo que ellas deseaban. La actitud expectante, sin embargo, decía a las claras que aguardaba más información.
—Es un tónico —repitió Lucía.
—A ver... tal vez podría aclararme un poco de qué se trata. Dice que vino por él la amiga de la... señora aquí presente. ¿Su nombre?
Aurelia pensó que Pedro preguntaba por ella y tuvo un sobresalto, hasta que la negra Lucía vino en su ayuda.
—La señorita "Miselizabét Connor".
El doctor frunció el ceño de un modo familiar para Aurelia y alegó, desilusionado:
—No recuerdo a nadie con ese nombre. ¿Hace cuánto que me visitó? Yo ejerzo en Chile desde algún tiempo.
—Fue... —y aquí Lucía se vio en un brete, porque no sabía en realidad cómo habían sucedido las cosas.
Después de que volvieron de la laguna, Miselizabét se había arreglado por su cuenta, mientras que ella acompañaba a los Vélez Sarsfield a Arrecifes. Se jugó a una corazonada:
—Fue durante la peste.
Aquella indicación iluminó el semblante del doctor Ortiz. Recordaba bien a la mujercita decidida que acudió a él en medio de la desolación de la fiebre. Le había relatado el caso de alguien que padecía fuertes dolores de cabeza seguidos de ceguera, algo que le había interesado mucho como científico. No pensó que fuese ella misma la afectada. Saberlo le provocó gran pesar. Podría haberla ayudado.
—Creo recordar a una joven valiente que se quedó en Buenos Aires a cuidar a su familia. ¿Será ella? Si es así, me habló de una extraña dolencia para la que le receté un medicamento sencillo y muy efectivo.
—Es ella, doctor.
Pedro Ortiz se levantó de su silla y abrió un cajoncito de una vitrina que colgaba de la pared. Regresó llevando en la mano una libreta.
—Veamos —dijo, pensativo—. Esa joven llevó una dosis de láudano mezclada con... —y una serie de murmullos incomprensibles obligó a las dos mujeres a inclinarse hacia adelante, circunstancia que el doctor aprovechó para levantar la vista de improviso y pescar los ojos de la señorita, que se clavaban en la libreta con avidez. Una avidez que él ya había visto en otra parte, otros ojos, otro tiempo. Algo inquieto, continuó revisando sus anotaciones.
Aurelia, sonrojada bajo el paño del albornoz, continuó también su escrutinio. Poco había cambiado Pedro desde aquel entonces, salvo algunas canas que lo hacían más atractivo. La falta de solemnidad que siempre lo había caracterizado estaba ahí, patente en el modo campechano con que las había recibido y revisaba sus anotaciones en presencia de ellas.
Se moría de ganas de preguntarle si había aplicado en el remedio de Elizabeth los principios de la hidropatía o "cura por el agua" que tanto había defendido en sus artículos. La medicina del doctor Ortiz era famosa no sólo por su eficacia sino por su carácter original. Fue esa libertad de pensamiento lo que la había encandilado en su juventud.