—Pues sí, de Río de Janeiro. Piensan quedarse para los Carnavales. Ha venido gente muy pintoresca. Si Elizabeth volviese para entonces... me encantaría mostrarle cómo los pasamos en Buenos Aires.
—Ni se te ocurra meter a tu prima en medio de los salvajes festejos. Es propio de un país bárbaro atacarse del modo que hacen aquí.
Roland respondió con una carcajada.
—Por favor, madre, si no hay nada más inocente que arrojarse agua y disfrazarse.
—Sí, claro. ¿Desde las azoteas y por litros? —refunfuñó Florence.
El señor Dickson, que había escuchado la conversación mientras se servía un brandy, comentó como al descuido:
—Espero que ese barco cumpla la cuarentena que corresponde a los que vienen de ese puerto.
—¿Por qué lo dices, Freddie? ¿Qué ocurre?
Fred Dickson dejó que el líquido discurriese por su garganta antes de responder.
—Son medidas preventivas que no deben descuidarse, nada más. Se sabe que desde Río de Janeiro ha venido la fiebre en otras épocas.
—Dios bendito —murmuró la tía Florence, llevando la mano llena de anillos al pecho—. Ni lo menciones, Freddie. Lo único que nos faltaba.
—No hay problema con este barco, padre —aseguró Roland con la ligereza de la juventud—. Son pasajeros de categoría que vienen recorriendo las costas en plan de diversión. Espero que las autoridades permitan que se organicen bailes cerca del muelle.
Fred Dickson observó a su hijo y adivinó que el joven ya había entablado alguna clase de amistad con los del barco, de seguro con mujeres frívolas que prometerían noches de placer a los alocados amigos de Roland. Sus esfuerzos por interesar al muchacho en los negocios no habían dado resultado, seguía siendo el joven irresponsable que su esposa se empeñaba en consentir.
—Creo que deberíamos mandar a buscar a mi sobrina, Freddie. No es apropiado que pase las fiestas lejos de su familia. No sé en qué estaría pensando yo cuando permití que se fuera.
—No estaba en nosotros impedírselo, Florence —retrucó con voz áspera el esposo—. Esa muchacha sabe lo que quiere y está dispuesta a conseguirlo contra viento y marea. No sé si reprobarla o admirarla, tratándose de una mujer.
Roland miró de reojo al padre, algo picado, mientras Florence, ajena al tono de la conversación, echó una mirada ávida al botellón de brandy que el hombre guardaba tras las puertitas francesas del bar.
—Da igual —dijo de mal humor—. No es correcto que pasemos Navidad sin ella. Es nuestra sobrina y nuestra invitada. ¡Qué diría Emily! Roland, tienes que ir a buscarla. O mejor —añadió presurosa, por temor a que su hijo se expusiese a los peligros del campo— envía al cochero por ella, con una carta personal donde le recordemos que la estamos esperando. Faltan días para Nochebuena y no hay noticias de su regreso.
A Roland también le fastidiaba no poder alardear ante su prima, ni ante los demás de la belleza de Elizabeth. Algunos amigos le habían preguntado por la prima de Boston con inequívoco interés. Él mismo se encontraba atraído por la joven. Después de todo, el parentesco no era tan cercano como para resultar pecaminoso. Tenía la sensación de que Elizabeth se le había escapado de las manos antes de conocerla mejor. Su madre estaba en lo cierto, habiendo tantos saraos, festejos públicos y oportunidades de trabar amistades, la prima Lizzie podría haber resultado algo más divertida, pensó disgustado. No deseaba emprender un viaje tampoco, ya que las salidas y los encuentros solían multiplicarse en esas fechas, y él no quería perderse ninguno.
Ajeno al espíritu navideño con que los porteños engalanaban sus casas y compraban sus regalos, el Presidente se paseaba furibundo por su despacho, enarbolando una misiva que acababa de leer.
—¡Brutos! ¡Mil veces brutos! Esto me pasa por confiar en una caterva de incapaces. Pero ¿qué puede hacer un hombre si no le es dado delegar en nadie los trabajos que han de cumplirse? ¡Francis! ¡Francis!
El amanuense apareció de inmediato, tropezando con sus propios pies, farfullando una disculpa que Sarmiento no oyó, pues apenas se escuchaba a sí mismo cuando gritaba.
—Francis, haz que la señorita Aurelia venga a mi despacho lo más pronto posible. Se ha cometido un terrible error y confío en ella para repararlo.
Mientras el muchacho salía disparado, Sarmiento se dejó caer sobre el sillón con la cabeza entre las manos. La breve carta que lo había trastornado de tal modo cayó flotando sobre el escritorio:
Mi querido amigo:
Te mando con mi secretario el loro que te prometí. Espero que te resarza del disgusto que sufriste por la pérdida de los cardenales de tu despacho. Eso sí, te pido una cosa: no le enseñes las palabras que acostumbras a soltar en tus momentos de ira, no vaya a ser que te sorprenda en medio de una reunión de Ministerio. Hazle colocar una estaca en la pared y que le den pan mojado en agua, naranjas y semillas de zapallo, que son su alimento favorito.
Es mi deber decirte, también, que han llegado a mis oídos noticias nada halagüeñas sobre la situación de frontera. El Capitán Pineda, del Fuerte Centinela, es muy amigo de mi compadre y hace poco le envió una carta con noticias de un posible malón. Sé que tendrás tus informantes, mas no me quedaría tranquilo si no te advirtiese. Y otra cosa: ¿has enviado a una de tus maestras norteamericanas a la frontera? El Capitán Pineda comenta algo de eso en su carta. Al parecer, un hacendado de una estancia cercana a Mar Chiquita ha hospedado a una joven maestra que se encuentra instalada cerca de la región que hoy se considera peligrosa. Como me ha extrañado eso de parte tuya, te lo hago saber, por si alguien te lo echa en cara más adelante. Ya sé que estás rodeado de enemigos.
No te enfades con el loro, dale tiempo para adaptarse al cambio de clima.
Tuyo,
Posse
—Ah, Pepe, querido amigo, si supieras qué cierto es lo que dices. Estoy solo, completamente solo. Todos están al acecho para ver en qué fallo y así acorralarme. Hasta los que se decían amigos se han vuelto en mi contra. Sólo el viejo Vélez y su hija permanecen a mi lado —murmuró Sarmiento, dejando vagar su mirada más allá de la Plaza del Fuerte, donde el río era una cinta plateada bajo la luz tormentosa.
En la región de la laguna, Elizabeth releía una vez más el texto telegrafiado que le mandaba Aurelia, y su corazón se negaba a aceptar lo que su mente había sospechado desde el principio.
"ERROR TERRIBLE. FAVOR REGRESAR PRONTO. SARMIENTO TRUENA."
Las incongruencias de ese destino como maestra se explicaban con la simplicidad de una línea: todo había sido un error. Su lugar no estaba allí, en medio de la pampa y el océano, sino en otro sitio, donde habría otros niños, otro cura, otra gente, donde no la acecharía un misterioso ermitaño tras las dunas. No entendía por qué eso le provocaba tanta tristeza.
Calfucurá mira al extraño que ha pedido refugio en los toldos y medita. No es lo que dice ser. No es
huinca
del país. Ha traído buena información, sin embargo, y no la va a desechar. Las razones de este hombre para fingirse gaucho desertor no le incumben, mientras él saque provecho para sus propósitos. El forastero dice que el gobierno de Buenos Aires se propone rescatar a los numerosos cautivos que están en las tolderías y a Calfucurá le consta que es cierto, porque el dato lo obtuvo él mismo de Avendaño, cautivo de los ranqueles durante casi ocho años y que ahora se ofrece como intérprete del
huinca.
Dice también que los fortines están organizándose para asegurar la frontera. Calfucurá sabe, por sus propios informantes, que el gobierno de Buenos Aires reconoce tres cabezas para negociar con los indios, y que la suya es la más dura de pelar, puesto que Catriel ya ha cedido ante la presión del
huinca.
Sin embargo, el forastero le ha traído un dato valioso: Catriel ha enviado al cacique Yanquitruz una comisión para "tentar los medios de atraerlo" y así poder rescatar a los cautivos de la zona, ayudando al gobierno. Traicionando a su sangre.
Garantías de paz le piden. A él, Señor del Desierto, que ha conseguido lo que nadie, comandar a todos los caciques de la región, uniendo las diferencias en contra del único enemigo verdadero del indio: el ejército. Siente pena por Avendaño porque no es un mal hombre y cree estar promoviendo la paz al actuar como secretario de Catriel. Calfucurá sabe, no obstante, que esa paz no es posible: el propio Avendaño ha sido denigrado por el coronel Barros, el mismo que lo mandó llamar como intérprete al servicio del ejército. No se puede confiar en los
huinca,
se traicionan entre ellos. Es por eso que debe andar con mucho tiento con este hombre que se acoge a la hospitalidad del indio salinero. Lo pondrá bajo vigilancia.
Jim Morris sentía los ojos del cacique fijos en él. Desde que se instaló en el campamento, no le quitó la mirada de encima, pues a pesar de su estudiada pose de gaucho alzado, él carecía de los rasgos del hombre de las pampas.
Miró a su alrededor y encontró un rincón donde descansar del viaje, un hueco formado por un arco de piquillines. Después de espantar a unos cuantos perros que holgazaneaban, se aprestó a leer el libro que guardaba en su chaqueta. Lo hojeó pensando en la mano que había garabateado esas letras redondas y menudas. Pequeña Brasa. Había conservado ese cuaderno como excusa para abordarla de nuevo. De pronto, frunció el ceño. La última vez que se vieron, ella estuvo dura con él, a causa de la pelea con el hombre del médano. Una sospecha desagradable le recorrió el espinazo: aquel hombre se sentía atraído por la maestra y Jim no estaba seguro de que ella no le correspondiera, aun sin saberlo. Su percepción, afinada por el uso de las técnicas de chamán, no lo engañaba. Suspiró y se obligó a no pensar en esa encrucijada. Necesitaba toda su concentración para resolver el asunto que lo había llevado hasta esas tierras del sur. Tomó un lápiz y, en el mismo cuaderno de Elizabeth, escribió los datos que sabía acerca del hombre que buscaba: "doctor", "francés", "Fuerte Centinela". No conocía su nombre ni su aspecto, sólo que había mandado matar a su padre y a su hermano para engrosar su colección de cráneos de los indios de América. Su boca se curvó en una mueca de desprecio. Sería él quien regresara a las praderas del norte portando como recuerdo la cabellera de un francés.
Apenas se supo que la maestra se trasladaría a otro sitio, un velo de tristeza cayó sobre los preparativos navideños. Los niños no fueron avisados para no ensombrecer su alegría, y gran esfuerzo requirió a los adultos componer expresiones gozosas en medio del abatimiento general. Ña Lucía, pese a las protestas reiteradas sobre su situación, reconoció que extrañaría las atenciones de Zoraida y hasta los desplantes de Eusebio, mientras que éstos ya lamentaban el vacío que dejarían sus huéspedes. El Padre Miguel debió contener las lágrimas más de una vez, al colocar los adornos que Elizabeth había preparado con tanto amor. ¿Quién alborotaría el salón parroquial después de Navidad? No albergaba esperanzas de convocar a los padres de los niños a la misa una vez que la señorita O'Connor partiese. Ni siquiera los niños regresarían.
En cuanto a Elizabeth, la pena que la embargaba era profunda. Había llegado a querer a sus niños, pensaba en ellos mientras preparaba las lecciones, y rezaba para que los más díscolos asistiesen a diario; sin embargo, sabía que había otra razón ahondando su tristeza: jamás vería de nuevo al hombre de la laguna. El misterioso señor Santos ya no sería un desafío cotidiano, no sentiría el cosquilleo de anticipación al visitar los alrededores de la casita ni se medirían en lances verbales, pues él seguiría recluido en la zona de los médanos mientras ella partía hacia otra escuela donde su misión educadora fuese más valorada, quizá, aunque menos excitante.
Aunque la misiva de Aurelia exigía prisa, Elizabeth no podía abandonar a sus alumnos, privándolos del festejo prometido. Partiría después de las Navidades.
—¿Vio, niña, que esta situación no era la correcta? Ya me parecía que había gato encerrado. Qué brutos los de la escolta, traernos hasta acá, en medio de la nada, cuando las órdenes decían otra cosa.
—No me explico, Lucía —reflexionó Elizabeth—. La misma Aurelia me hablaba de una laguna.
—Habrá sido de otra, "Miselizabét". Hay tantas por todos lados...
Elizabeth movió la cabeza, apesadumbrada, y continuó envolviendo regalos. Había distribuido sus útiles en paquetitos para repartir entre los niños, con la ilusión de que algunos, en su ausencia, se sintiesen motivados a seguir con las lecciones, aunque ella misma dudaba de que sus deseos se cumpliesen.
Una galopada en el patio llamó su atención. Un jinete de El Duraznillo traía un recado de la señora de la casa, que invitaba a la señorita O'Connor a la velada del día veinticuatro y esperaba que pudiese permanecer también el día de Navidad, estarían encantados de recibirla y agasajarla. Elizabeth contempló la letra estirada de Inés Durand y su corazón saltó de emoción. ¿No había dicho el señor Santos que se quedaría en El Duraznillo por un tiempo? Si ella aceptaba la invitación... No, no podía desairar a la gente del lugar, ni a los niños. Ella pasaría Nochebuena con todos ellos, como lo habían planeado. Aunque nada de malo habría en aceptar la propuesta para el día siguiente.
—Dile a tu patrona que iré con gusto el día veinticinco, ya que en Nochebuena nos reuniremos con el Padre Miguel y los alumnos de la escuelita. Estaré encantada de conocerla y de compartir con ellos la fiesta del Nacimiento.
Después de que el chasqui partió con la respuesta, Elizabeth se sintió ligera de espíritu y hasta se ilusionó pensando que el malentendido de la escuela podría resolverse sin necesidad de ir hasta Buenos Aires. El señor Zaldívar era un hombre poderoso y tenía asuntos en la ciudad. Tal vez averiguase lo que sucedía con su puesto.
Francisco se encontraba junto al corral, viendo trotar a Gitano a través del humo de su cigarro. "Debería montarlo y cabalgar hasta la laguna", pensó. Al igual que él, el caballo sufría el encierro y estaba nervioso. Los trabajos del campo se habían restringido, en parte debido a la amenaza del ataque indio, y en parte a causa de la sequía, que había obligado a los hombres a arrear las reses hacia los terrenos más cercanos, donde se las podía proveer de agua con más facilidad. Las lagunas salitrosas se habían secado y no sería raro que algunas partidas de indios se aventurasen hasta los campos poblados en busca de ganado más gordo.