—¿Sí?
—Digo, tal vez sería mejor que pasaras una temporada en la estancia.
—Sabes que no puedo.
—No hay nadie más que los peones y mi padre, que pasa la mayor parte del tiempo en el Tandil. Vamos, Fran, me sentiré más seguro si estás con nosotros. No es broma lo de Calfucurá.
Francisco meditó mientras continuaban a medio galope, muy cerca ya de la playa.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme? —dijo de pronto. Julián sopesó lo que diría.
—Supe lo de tu "accidente" —recalcó la última palabra—. Elizabeth me mandó recado anoche.
"Elizabeth" la llamaba, maldición. Francisco sentía latir las sienes de nuevo y no creía poder soportar otro ataque en tan poco tiempo. Confiaba en Julián por completo, sabía con certeza que jamás lo traicionaría si él reconocía alguna atracción hacia la maestra. El problema era que no quería reconocerla y además, a los ojos de Elizabeth, era Julián el que salía ganando.
—Entonces sabes que no fue más que un golpe. La maestrita se empeñó en que me retuviesen toda la noche en ese rancho. Accedí para no ser descortés.
Julián guardó silencio. Fran ignoraba que lo había visto durante aquel ataque, en la playa. De nada valía perturbarlo con esa confesión, de modo que siguió hablando de otra cosa.
—¿Qué dices? ¿Te vienes a la estancia? No nos vendrían mal unas manos trabajadoras. Piénsalo.
Ya se veía la duna y la figura de Armando Zaldívar contemplando el mar. El hombre se volvió al escuchar los cascos.
—¡Fran, muchacho! —exclamó con auténtico afecto—. Hace mucho que no nos visitas.
Francisco abrazó al hombre que había representado tan importante papel en su infancia. Armando había sido el héroe que todo muchacho anhela imitar mientras crece. Rogelio Peña, en cambio, jamás le había inspirado admiración ni deseos de parecerse a él en el futuro.
—Te ves fuerte y buen mozo. ¿Qué pasa con las muchachas de hoy? ¿No pueden atraparte?
Julián no podía evitar que la conversación de su padre tomara rumbos dolorosos para Francisco, ya que nada sabía de las nuevas circunstancias, así que optó por aligerar el tono:
—Vamos, papá, sabes bien que Fran es un maestro en el arte de esquivar lances femeninos.
—Sí, claro que lo sé. Por eso digo que ya es hora de estarse quieto y dejar que le echen a uno el lazo. Y eso va para ti también, hijo. El matrimonio no es un jardín de flores, pero proporciona descanso al hombre, un lugar seguro al que puede volver cuando lo necesita. Me dice Julián que has venido para una especie de "retiro espiritual". ¿Es así?
—Podría decirse —contestó con parquedad Francisco.
—No me parece mal. Cada tanto el hombre debe aislarse, encontrarse a sí mismo para tomar decisiones. Que no se te vaya la mano, ¿eh? No queremos que te vuelvas ermitaño.
La mención del apelativo que Elizabeth le había puesto hizo que ambos amigos se miraran, un instante de comunión que pasó desapercibido para Zaldívar.
—Dios no lo quiera —bromeó Julián, para salir del paso—. Estaba tratando de convencer a Fran de venir a vivir con nosotros por estos días, hasta que pase la agitación en la frontera.
Zaldívar asintió.
—Estoy de acuerdo. Este sitio es desolado y podría ser buen refugio para la indiada. El capitán Pineda me dijo que no están seguros del rumbo que puede tomar el próximo ataque, si es que lo hay. Todas las precauciones son pocas, tratándose de Calfucurá. ¡Indio ladino! En el fondo creo que lo admiro, ha logrado algo que parece increíble: unir a las tribus enemigas y formar un frente capaz de burlar al ejército regular.
—Es que el ejército no es tan "regular" como debería, papá. Ahí está el problema.
—Tiempo al tiempo, hijo. Las levas están a la orden del día, aunque los aspirantes no están a la altura de lo que una nación necesita.
—¿Aspirantes? ¿Así los llaman? —dijo Julián con ironía—. Cautivos, les diría yo. ¿Cuántos de esos gauchos se convierten en desertores? Las tolderías están llenas de soldados tránsfugas escapados de las tropas, que sirven de baqueanos a los indios. Esos hombres les son muy útiles, conocen el terreno palmo a palmo y también las costumbres de los fortines, el estado de la caballada, la guarnición, las fuerzas de que disponen...
—Conozco el paño —terció Francisco—, y no los culpo. Los gauchos están a medio camino del blanco y del indio y, como viven a campo abierto, a veces se parecen más a éste.
—No se lo digas a ellos —retrucó Julián—. Podrían envainarte de un solo golpe.
—El caso es —prosiguió Armando Zaldívar— que si se avecina un ataque en masa como los que hubo años atrás habrá maloqueadas sueltas para aprovisionarse de armas y caballos. Eso es lo que temen en los fortines. Tu caballo —agregó, mirando a Gitano con ojo de conocedor— es un botín codiciado. Sería mejor ponerlo a resguardo.
Francisco se sintió acorralado. Reconocía la prudencia de los consejos, aunque no quería convivir con nadie. Sin embargo, no deseaba verse enfrentado a una horda de salvajes solo y armado apenas con un cuchillo y un revólver. Un malón pequeño, de los que solían anteceder a un ataque, constaba de un puñado de indios y el efecto era devastador. Los indios acostumbraban a avanzar de noche, de trecho en trecho, a fin de que su llegada pasara desapercibida, hasta acampar cerca del objetivo final. Desde allí se derramaban como un torrente por la línea de frontera, sembrando el terror. En Buenos Aires se tenía noticias con frecuencia de esos ataques.
—Siendo así —comenzó diciendo— me veré obligado a aceptar su hospitalidad por unos días.
—¡Bien! —exclamó, eufórico, Julián.
Francisco presentía que la alegría de su amigo se debía a su ingenua intención de ayudarlo, más que al peligro de los indios.
—Acertada decisión, muchacho —reconoció Zaldívar—. Vente ahora mismo, si quieres. A menos que tengas cosas que preparar —y miró hacia adentro de la casita, esperando ver baúles o algo por el estilo.
—Vine ligero de equipaje, así que en un rato puedo salir rumbo a la estancia. Vayan ustedes primero.
Julián lo miró, dudoso. Armando, en cambio, aceptó sin ambages la decisión.
—Nos vemos allá, entonces. Vamos, hijo, nos quedan por arrear las reses de los pastos del oeste. Son las más expuestas. No quisiera pasar del mediodía sin acercarlas a los campos de El Duraznillo.
Partieron, dejando a Francisco sumido en sus conflictos. Pensó en la maestra de la laguna, si le gustaría la estantería que había construido para ella y si volvería a las dunas cuando él no estuviese.
¡No debía hacerlo! La sola idea de que la señorita O'Connor y sus niños quedasen a merced de un ataque le heló la sangre. De pronto, nada importó más que advertirle. A esas horas, de seguro estaría camino de la capilla. Gitano resopló cuando lo montó de nuevo. Sin duda, prefería ramonear la hierba que crecía detrás de la casa en lugar de galopar varios kilómetros de nuevo. No había viento y la jornada se anunciaba radiante. Francisco se agachó sobre el lomo de Gitano para disfrutar de la cabalgata, sintiendo latir la sangre de modo salvaje.
El malhumor de Elizabeth se podía palpar a la distancia. Descubrir que el ingrato señor Santos había abandonado el rancho sin saludar siquiera había sido demasiado para sus nervios. Lucía trató de conformarla, diciendo que el hombre se comportaba con discreción al marcharse antes de que las mujeres se levantasen, que no habría querido importunar, que era mejor así, y varias tonterías más que Elizabeth no quiso escuchar. Lo único cierto era que se trataba de un grosero incorregible. ¡Ya podía pudrirse en el pantano, que ella no se agitaría de nuevo por sus cuitas! Rumiaba ideas de venganza y lo imaginaba tendido en las dunas, sin que nadie lo socorriese, mientras acomodaba los útiles sobre el escritorio. Al darse vuelta para apilar los cuadernillos, sus ojos tropezaron con algo nuevo: una pequeña biblioteca sin barnizar, en el rincón de la pizarra. Seis estantes sostenidos por dos laterales y travesaños cruzados en el fondo. Elizabeth rozó la superficie lisa y suave. La habían lijado con prolijidad, no se notaba ni la más leve aspereza. ¿Cómo había llegado ahí? ¿Quién...?
Su corazón dio un salto. ¡Santos! Él había sugerido la idea de construir una biblioteca cuando se acercó a ofrecer trabajo. Toda la furia de minutos antes se disolvió y una calidez le invadió el pecho. Había juzgado con ligereza al señor Santos, no merecía que lo tratase mal sólo porque había partido sin despedirse. Después de todo, el hombre tendría sus reparos, y dormir en casa ajena podía resultarle embarazoso.
—¡Padre Miguel! —gritó desde el salón.
El cura asomó su cabeza, envuelto en los vapores de la cocina. Había preparado él solo el mate cocido, pues la señorita O'Connor estaba retrasada, y en ese momento se encontraba en pleno proceso de hervir las verduras.
—¿Vio usted cuando el señor Santos puso esto aquí?
—No lo vi, porque fui yo el que lo puso, Miss O'Connor.
—Oh —dijo decepcionada Elizabeth—. ¿Lo hizo usted?
—Vaya, no me lo agradezca, Miss O'Connor —contestó irónico el cura—. La verdad es que yo lo puse por indicación del señor que vino a verme ayer por la mañana. Un sujeto muy avasallador. Me ordenó esto y aquello y luego partió raudo a buscarla a usted y a Eusebio. Claro que yo contribuí un poco. Estaba preocupado por su visita a las tolderías. Por cierto, no me ha contado su experiencia.
Elizabeth agitó la mano con impaciencia.
—Ya le contaré con detalles, Padre. Dígame, ¿el señor Santos dijo algo cuando trajo este mueble?
El Padre Miguel se secó las manos en la sotana y avanzó para ver de cerca la biblioteca.
—Veamos. ¿Qué me dijo? Ah, sí. "Ponga esto donde mejor le parezca", creo que fueron sus palabras. Un hombre autoritario, sí señor.
Elizabeth sonrió al ver que el cura disfrutaba azuzándola.
—Y, por cierto, estaría apurado por algo que usted le dijo, ¿no?
—Créame, Miss O'Connor, desde que usted ha entrado en mi parroquia no hay un día igual al otro. No me estoy quejando, tomando en cuenta que la vida aquí solía ser monótona, sin embargo, debo recordarle que soy un hombre mayor y mi corazón no está para ciertos trotes.
—Su corazón está muy bien situado, en el pecho de un hombre generoso que colabora con desinterés en la tarea de enseñar a los niños. Sin usted, no habría sabido ni empezar, Padre. En cuanto a lo de ayer —dijo enseguida, al ver que el cura se ruborizaba—, no hay mucho que contar. Eusebio fue quien llevó la mayor parte de la conversación, ya que conoce la lengua de la tribu del Calacha y, por lo que me ha dicho, el propio padre no sabía que el muchacho faltaba a las clases. Eso me preocupa, porque hace bastante que Eliseo no viene. ¿Adónde podrá ir cada mañana?
—Un muchachito de esa edad, yo diría que se pierde cazando patos o boleando vizcachas. No se haga mala sangre, Miss O'Connor, ya se lo advertí desde el principio: pan para hoy, hambre para mañana. Es imposible sacar de la ignorancia a esta gente.
Elizabeth frunció el ceño.
—No es ignorancia, Padre, es otra cosa. Es rabia, resentimiento porque han cambiado su modo de vida. Puedo entenderlo aunque no lo apruebe. El asunto es encontrar la manera de demostrarles que también pueden sacar provecho del pacto con los blancos.
El cura suspiró, aunque no tuvo ánimo de amargar a la jovencita que, día tras día, acudía a su capilla llena de libros y buenas intenciones.
Un galope lejano interrumpió la conversación.
—Alguien viene. Padre, guarde a los niños hasta que veamos de quién se trata.
—Enseguida. Y no salga, Miss O'Connor. Espere aquí a que vuelva. Maldita sea, mi rifle... —y el cura se alejó, sin ver la expresión de sorpresa de Elizabeth al oírlo maldecir.
Francisco detuvo a Gitano en seco, levantando una nube de tierra en el patio de la capilla. Desmontó de un salto y, con aire de dueño y señor, caminó hacia la entrada de la parroquia balanceando una escopeta. Esa imagen provocó cierta alarma en Elizabeth, que jamás había visto al señor Santos con un arma en la mano. Recordó la amenaza de "quemar el trasero a los niños" y sintió escalofríos.
Francisco se detuvo al verla bajo el arco de la entrada. Lucía fresca y bonita, con un vestido de muselina estampada, un delantal azul que le cubría el pecho y la falda, y el cabello recogido en una toquilla. Como era habitual en ella, los rizos hacían su voluntad en torno a la cara. Lo aguardaba con las manos entrelazadas y los pies juntos, del mismo modo que una madre espera a su hijo para reprenderlo. La señorita O'Connor tenía la virtud de hacerlo sentir siempre en falta.
—Buenos días.
—Buenos días, señor Santos. Veo que está recuperado.
—Puede decirse que sí.
—Me alegra. Supongo que no vino a contármelo, ya que podría haberse ahorrado el viaje si hubiese esperado un rato antes de irse, esta mañana.
"Ya está el responso", pensó divertido Francisco.
—No quise importunarlas más de la cuenta. Por otro lado, la situación no era decorosa, ¿no?
Elizabeth se ruborizó ante la intención en las palabras del hombre. ¿La habría mirado mientras dormía? Se había preguntado eso desde que abrió los ojos ese día.
—¿El Padre Miguel está?
—Adentro, con los niños. No quise que salieran hasta no saber de quién se trataba.
—De eso venía a hablarles. Mire, señorita O'Connor —comenzó, sin preámbulos—. Los indios están alborotados en estos días. No es un grupo aislado ni una sola tribu, existe una suerte de coalición de tribus, comandadas por un jefe muy audaz, de nombre Calfucurá, que se apresta a saquear varias poblaciones de frontera. Lo malo es que no sabemos cuándo ni por dónde, nunca se sabe con los indios. Los fortines se encuentran en guardia y han dado el alerta. Podrían atacar después de esta noche o dejar pasar meses, cuando ya se hubiese relajado la vigilancia. No quiero alarmarla, pero... —y Francisco se detuvo, inseguro de cuánto debía decir a aquella mujercita— sería prudente interrumpir las clases por un tiempo. Yo mismo me iré.
—¿Se va?
—Voy a instalarme en El Duraznillo hasta que se aclare la situación. Si las tropas necesitan refugio, allí lo encontrarán. Pienso colaborar con los patrones. Bajo ningún pretexto, escúcheme bien, de ningún modo vaya a la laguna con los niños, ¿me entiende?
La severa expresión de Santos, con el arma aún en la mano, intranquilizó a Elizabeth. No creía que hasta allí llegase un ataque, pues la gente de la región vivía tranquila desde hacía tiempo. Los Miranda le habían dicho que los indios de los alrededores eran todos pacíficos, como la familia de Eliseo. No podía abandonar a sus niños justo cuando estaba haciendo progresos con algunos. Por un momento pensó que el señor Santos estaba asustándola para impedir que ella volviese a invadir sus dominios, aunque ahora que sabía que la casita era de Julián Zaldívar había decidido que no tenía que pedir permiso para recorrer la playa.