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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (30 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Eliseo contempló maravillado la estampa del caballo que el sujeto desconocido había dejado a su cuidado. Debía ser un forastero, pues a pesar de vestir como gaucho, sus modales y su lengua lo delataban. Quizá fuera un gringo de los que estaban poblando la pampa por esos días. Eliseo palpaba los belfos del animal, percibiendo la fuerza bruta que latía bajo su respiración. Ah, si él tuviese una monta como ésa... Ya mismo estaría viviendo en las Salinas Grandes, donde se rumoreaba que Calfucurá estaba preparando un nuevo ataque. El Señor del Desierto lo recibiría gustoso y lo tomarían por un capitanejo. Ya se veía empuñando la lanza y boleando milicos. El jamás rogaría por su vida, haría honor a su estirpe y regaría la pampa con sangre
huinca,
como lo venían haciendo las tribus desde hacía un tiempo. Calfucurá siempre decía: "No abandonar Carhué al
huinca",
porque ése era el paso obligado hacia el centro de la Confederación, el corazón de la resistencia indígena. Eliseo sabía todo eso, ya que había hecho sus escapadas días atrás, cuando su padre creía que asistía a la escuela. Le daba algo de pena por la gringuita, pero la lucha era más importante que cuanto pudiera enseñarle la maestra. Después de todo, Misely era una "de ellos", la mandaba el gobierno para enseñarles cosas de blancos. Sequoya relinchó y Eliseo le frotó la nariz.

Con ese pingo, ni las ánimas lo alcanzarían.

CAPÍTULO 13

A la mañana siguiente, Elizabeth se preparó para encarar la tarea de visitar a los padres de los alumnos reticentes. El primero sería el de Eliseo. Pudo sonsacarle a Zoraida la ubicación de la toldería del Calacha y se dispuso a partir en el carro de Eusebio, que murmuraba más de la cuenta. Por un milagro, esa vez la negra Lucía estaba de acuerdo con el hombre. Inmune a tanta oposición, Elizabeth se ajustó la capotita azul y empuñó la sombrilla con la misma determinación que si se tratase de un sable de guerra. Incluso su forma de caminar remedaba la del soldado que parte orgulloso a la batalla. Atrás quedaba la angustiada Zoraida, temerosa de haber causado revuelo, pues su hombre la miró de soslayo al dirigirse a uncir los bueyes.

—Ay, señorita —gimió la mujer—. Diga que yo la previne de no ir, que mi Eusebio me va a matar.

—¡Qué ocurrencia! Claro que no es así. Soy yo la que decidió conocer a las familias de mis alumnos. Es mi deber como maestra, sobre todo si los hijos no acuden a la escuela. Ya verá cómo de estas visitas sale algo bueno.

Ni las quejas de Zoraida, ni los rezongos de Lucía, ni las murmuraciones de Eusebio convencieron a Elizabeth de quedarse esa mañana. Era domingo, no había clases, y presentía que era el momento ideal para conocer a las familias. Pasaría antes por la capilla del Padre Miguel y pediría a Dios que la asistiese en esa misión tan especial. Al partir, la carreta levantó una polvareda, como si la tierra se erizase ante el atrevimiento de la maestra gringa.

A pesar de saber que la escuela estaría vacía, Francisco decidió acudir, de todos modos. Había terminado una pequeña estantería y quería sorprender a la Señorita O'Connor al día siguiente. Ató la construcción con unos tientos y la sujetó a su montura. Enfilaba hacia los pagos de la maestra, pensando dónde quedaría mejor aquel mueble, cuando el Padre Miguel le salió al cruce, haciendo señas desesperadas.

—¡Gracias a Dios! Usted es un enviado celestial en este día.

—¿Qué sucede, Padre?

—Miss O'Connor, que no cesa de crearse problemas. Y de creárselos a los demás, ya que estamos. Porque desde que esa mujer llegó a esta tierra, no hago más que preocuparme por ella.

Los aspavientos del cura alarmaron a Francisco, y su relato, aderezado con invocaciones a los todos los santos, acabó de darle una idea de lo que ocurría.

—Maldita sea... —murmuró, contrariado.

Tampoco él deseaba verse mezclado en esos asuntos, pero la sola imagen de la señorita O'Connor deambulando por el desierto en una carreta de bueyes, en compañía de dos ancianos, tratando de convencer a la gente rudimentaria de la necesidad de enviar a sus hijos a la escuela, le revolvía las tripas. Un latido en la sien lo alertó sobre la posibilidad de sufrir otro ataque ese día. Sin embargo, su voz interior acalló esos temores. Desmontó y desató la biblioteca, entregándosela al confundido cura.

—Tome, ponga esto donde mejor le parezca. Yo iré tras la maestra. ¿Hacia dónde fueron?

—A los toldos de la tribu mansa, por ahora. Pero nunca se sabe.

—¿Qué tribu es esa?

—La de Catriel, el cacique amigo. Dice que allí vive el padre de uno de los muchachos. Usted sabe cómo es esa gente, cualquier cosa puede disgustarlos, y los indios amigos se han dado vuelta más de una vez.

Las palabras terminaron de convencerlo de la seriedad de la situación. Reflexionó un momento y decidió que no tenía tiempo de solicitar refuerzos en El Duraznillo.

—¿Tiene usted un arma, Padre? —inquirió.

—¡Hijo! —se escandalizó el sacerdote.

Francisco se impacientó.

—Para defenderse, Padre. No me diga que vive aquí sin una escopeta.

Algo ruborizado, el Padre Miguel entró en la parroquia y salió con una carabina larga que alcanzó a Francisco entre protestas. No había nadie en la pampa que no tuviese el arma pronta para ser disparada. Y si bien el sacerdote rogaba no tener que usarla, sabía que, llegado el caso, se vería obligado a hacerlo sin que le temblara el dedo.

Francisco verificó la carga y cruzó la escopeta sobre la montura. Ya vería de qué modo se acercaba a la toldería sin despertar suspicacias. Se despidió del azorado cura y partió al galope rumbo a la región del Azul, en cuya cercanía se desparramaba la tribu de Catriel.

Catriel y su gente habitaban el fondo del desierto hasta que hicieron las paces con el gobierno de Buenos Aires. A partir de entonces, se hallaban instalados a algunas leguas del Azul, comprometiéndose a no molestar a los cristianos. Recibían a cambio una suerte de subvención anual del Estado argentino en dinero, vacas, yeguas, tabaco, yerba y ropas. Se sabía que el gobierno había nombrado "General" al cacique y que sus subalternos habían recibido diversos grados militares, de acuerdo con su jerarquía. Algunos desconfiaban de la mansedumbre del fiero guerrero, argumentando que el instinto salvaje se mantenía latente bajo las charreteras de milico que el indio ostentaba orgulloso, pero el Estado trataba de avanzar sobre el desierto pactando con las distintas tribus, como una forma de aumentar la ofensiva contra el indio rebelde.

Francisco dirigió a Gitano hacia el interior, donde la "paja brava" reemplazaba a los médanos. El Padre Miguel le había asegurado que la carreta de Eusebio había partido hacía dos horas, lo que lo colocaba en desventaja pues, aunque los bueyes fueran lerdos, el puestero conocía de memoria los bañados del camino, mientras que él era nuevo en la región. ¡Lindo domingo pasaría! El Padre llevaba razón. ¡Qué manera de alborotarlo todo tenía la maestra!

A medida que la carreta avanzaba, se adivinaba la existencia del asentamiento por pequeños indicios: vacas pastando, jaurías aullando o cazando y, por fin, una partida de tres hombres que se acercaron al galope, deteniéndose a pocos metros, en actitud desafiante. Eran los vigías de la toldería, armados con lanzas, enviados para examinar a los que llegaban.

"Pensarán que venimos a traerles provisiones", pensó Elizabeth con cierta inquietud. Ya Lucía la había puesto al tanto de los tratos de aquella gente con el gobierno de Buenos Aires. La joven entendía la situación con claridad, puesto que no difería tanto de la vivida en su país con los nativos. Sin ir más lejos, los cherokee llevaban largo tiempo pactando con los gobiernos de la Unión.

—Dígales que venimos a ver al Calacha, Eusebio.

El puestero gruñó algo entre dientes y detuvo a los bueyes. Uno de los indios se acercó y contempló con interés a la joven que viajaba en la desvencijada carreta. No había otra cosa en ella que una negra vieja, no se veían paquetes ni bolsas.

—¿Tabaco? —dijo.

Eusebio sacó un cigarro de su bolsillo y se lo alcanzó al indio, que sonrió e hizo señales a los otros dos. Ellos se aproximaron, esperando el mismo agasajo, pero Eusebio no tenía cigarros de repuesto. El puestero se giró hacia las mujeres.

—Miren, señoras. Estos indios siempre quieren regalos, no les basta lo que reciben del gobierno. ¿Trae alguna de ustedes algo que pueda gustarles?

Elizabeth y Lucía se miraron, consternadas. ¿Qué podían tener ellas de interés para aquellos salvajes?

Los indios se acercaron más, deseosos de ver qué había adentro del carro, y Lucía dio un respingo ante sus cabezas crinudas. Uno de ellos le dirigió una sonrisa que a la mujer se le antojó lasciva, y por instinto empuñó el abanico que siempre la acompañaba como si fuese una maza.

—¡Eh! —exclamó Eusebio—. Baje el talero, doña, que esta gente se encrespa por nada. Ándese con cuidado.

Elizabeth tomó las riendas de la situación y abrió su bolsito, hurgando con rapidez en su interior. Sacó un pastillero de porcelana con forma de corazón y lo tendió hacia el joven guerrero que aguardaba junto a la carreta. El hombre contempló el objeto y luego miró con veneración a la dama que se lo ofrecía. Como no se atrevía a tomarlo, Elizabeth señaló su propio pecho, diciendo:

—Es mío. Se lo regalo para su esposa. ¿Tiene esposa?

El joven seguía mirándola, y el que había obtenido el cigarro empezó a reír a carcajadas.

—Esposa
huinca,
sí. Quiere una, sí.

La negra Lucía se espantó al ver el rumbo que tomaba la conversación y golpeó frenética a Eusebio con su abanico.

—Vamos, hombre, apúrese y llévenos a la casa de ese tal Calacha, que aquí no tenemos nada que hacer.

—No va a ser tan fácil, Ña Lucía —protestó el hombre—. Estos tres son la avanzada de la tribu. Son los que nos darán el pase para entrar.

—Pues dígales a qué hemos venido, que la señorita es la maestra y le urge hablar con el jefe.

Eusebio se dio vuelta y contempló el rostro de Lucía con aire sagaz.

—¿De veras quiere hablar con el cacique?

—Pues claro. ¿Por qué no?

Eusebio se encogió de hombros con indiferencia.

—Allá usted —fue todo lo que dijo.

—Un momento, Eusebio —intervino Elizabeth—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no podemos hablar con el jefe de la tribu? ¿No es amigo del gobierno, acaso?

—Pues sí, señorita, pero no se habla así como así con un gran jefe. Hay todo un ceremonial. Si pide por Catriel, habrá que esperar varias horas, entre que la recibe, le convida mate y comida, reúne a su gente, le muestra su rancho, todo eso... Y por ahí, hasta se le da por empinar el codo, y yo no lo recomiendo. Es mejor que vaya directamente a ver al Calacha, que es mi compadre. Tal vez estos hombres sepan cómo, si se les dan regalos suficientes.

—¿Y por qué no nos dijo usted que debíamos traer sobornos para esta gente? —replicó furiosa Lucía.

Los indios miraban con malos ojos a la negra, percibían que se sentía incómoda en la toldería. A medida que el parlamento se prolongaba, se acercaron mujeres harapientas, con chicos colgando de sus ropas. Llevaban el cabello trenzado y grandes aros de plata o broches prendidos en una especie de poncho de cuero que las cubría. La mayoría observaba con desconfianza a los viajeros, y al fin optaron por reír con estrépito.


Marí-marí
—saludó una de ellas.

Al oírla, los tres vigías se hicieron a un lado, permitiendo el paso de la carreta, no sin antes arrebatar de manos de Elizabeth el pastillero, que uno de los guerreros conservó en su palma, embelesado.

—Ahí fue un recuerdo de familia —protestó Lucía, indignada.

—No importa, Lucía. Si sirve para entablar buena relación, está bien empleado.

—¡Ja! —fue todo lo que dijo la negra, abanicándose con furia.

El asentamiento era sólo un conjunto de ranchos diseminados, con gran movimiento alrededor. Por primera vez, Elizabeth pudo apreciar cómo vivían los "pampas".

Los hombres eran altos en su mayoría, aunque había algunos más bien obesos y de rostro redondo. El pelo negro y lacio les caía"" sobre los hombros. Tanto hombres como mujeres lucían dientes muy blancos, y sonreían a los recién llegados a medida que pasaban. Era evidente que, superado el control, consideraban que no tenían nada que temer. Elizabeth sonreía también, pues su interés era congraciarse con ellos, para bien de su escuela y de los niños. Buscaba a alguno que le recordase el porte de Eliseo, a fin de abreviar lo más posible la estadía. Pudo observar que, si bien la mayoría lucía una vincha que le sujetaba el pelo sobre la frente, otros llevaban una especie de chambergo o bien el quepis militar. Algunos usaban botas de potro. En verdad, las ropas eran las típicas del hombre de campo, aunque combinadas de maneras extrañas. También, como el gaucho, portaban sus boleadoras y cuchillos. Lucía le propinó un codazo para que advirtiera que hasta los niños practicaban boleando gallinas. Elizabeth hizo un rápido cálculo de cuántos de esos niños que corrían descalzos estaban en edad de asistir a su escuela. La casa parroquial le quedaría chica, pensó con tristeza. Notó que las criaturas alborotaban y nadie se preocupaba por sus travesuras. Una indiecita que le recordó a Marina se acercó a la carreta y con audacia trepó a la rueda. La madre de la niña, una india esbelta, se acercó dispuesta a impedir que algo le sucediese a su hija. Hubo un momento de tensión y algunos rostros se crisparon, tal vez desconfiando de la reacción de las forasteras. Elizabeth comprendió en un instante la situación, se quitó la capotita y la colocó sobre la cabeza trenzada de la pequeña. Se escuchó un murmullo de admiración. Las demás mujeres corrieron a ver el sombrerito y lo tocaron, extasiadas. Elizabeth no quiso escuchar los rezongos de Lucía, que ya contaba otra prenda perdida en esa visita. La chiquilla miraba a la joven con ojos vivaces.

—Es tuya —le dijo Elizabeth, atando las cintas bajo la barbilla de la niña.

La madre la miró con expresión amigable. Elizabeth no advertía que, mientras las mujeres la rodeaban, tal vez esperando algún otro regalo, los hombres admiraban sus cabellos enrulados. Jamás habían visto una cabellera de fuego como aquella. Sin la restricción de la capota, los rizos de Elizabeth se derramaban sobre su espalda, relumbrando al sol de la mañana. El color rosado de su vestido la hacía parecer una fruta deliciosa a la que más de uno hubiese deseado dar un tarascón. Uno de los hombres se aproximó más de la cuenta y tocó un bucle, enredándolo en su dedo. Lo acercó a su nariz y lo olió ruidosamente, provocando hilaridad en los demás. Elizabeth sintió un pequeño tirón y se asustó, pensando que alguno podría haber malinterpretado su gesto al quitarse la capota. Al instante, una de las mujeres palmeó la mano que atrapaba su rizo y todo quedó en risas.

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