La Maestra de la Laguna (25 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Los ojos de Calfucurá se dirigen a la tienda donde sabe que se esconde la bella mestiza. Él mismo la querría, pero tiene tantas esposas que una más no haría sino entorpecer su aduar. Y Pulquitún es muy joven para compartir la vida de la gran toldería. Será otro cacique el que tenga el privilegio, tal vez uno de la tribu de Sayhueque. Son gente bravía. Hablará con ellos.

—Tu pedido será cumplido. Somos amigos.

Quiñihual suspira aliviado.

Al caer el sol, el retumbar de la tierra les anuncia la llegada de la partida de los indios bomberos. Ambos caciques se ponen de pie mientras los jinetes se arrojan de sus monturas, exhaustos. Han cabalgado sin descanso para traer las nuevas del Fortín, Informan que la comandancia recibió la visita de un soldado. Hubo mucho revuelo. "Hombres partieron hacia el norte." Parlotean en lengua araucana, con las gargantas secas por el polvo del camino. Quiñihual ordena a las mujeres que atiendan a los espías y vuelve a su diálogo con el Jefe de los Salineros, que escucha con atención.

Calfucurá está decidido a organizar el gran malón que dará el golpe de gracia a las fuerzas del blanco. Las noticias que traen los hombres de Quiñihual no hacen sino confirmar su decisión. Las tropas se están moviendo. Hay que atacar antes que ellas, pero primero hay que obtener más armas, cañones si es posible. Para ello deberá organizar, a través de los jefes aliados, malones en distintas zonas de la pampa, saquear poblaciones en la línea de frontera. No hay tiempo que perder.

Quiñihual ve la determinación en los ojos del Gran Cacique y sabe que nada de lo que diga cambiará eso. Se resigna a lo que vendrá. Calfucurá no es ciego, debe saber que la batalla es a todo o nada, si insiste es porque es terco y orgulloso, porque la pampa es sagrada y es del indio, y el cristiano es un advenedizo que se apodera de ella. Y la tierra que el blanco ocupe ya nunca más volverá a ser del indio. Hay que hacerlo recular antes de que se asiente, limpiar las huellas que deja antes de que se sequen. Al otro lado del Salado, donde el sol se levanta y el desierto se transforma en pradera verde, el blanco ha erigido pueblos importantes. Esa es tierra perdida para el indio.

Quiñihual cierra los ojos y contempla el futuro. Una niebla roja lo tiñe, un aliento de muerte lo cubre. Cansado, ordena servir un festín a Calfucurá y a sus hombres. Se cumplirá el destino y no será él quien pueda impedirlo.

CAPÍTULO 10

Esa mañana, la maestra se encontraba preparando el mate cocido para los alumnos. Sobre el fogón de leña colocó una cacerola llena de agua hasta la mitad, sostenida por un palo, y azuzó el fuego con el fuelle. Dispuso los panecillos de Zoraida sobre la mesa de la rectoría, cada uno en una servilleta. Al notar el primer hervor, echó un puñado de la yerba que el Padre guardaba en un tarro y, siguiendo sus consejos, arrojó en el líquido un tizón encendido. El agua comenzó a chirriar y el mate se precipitó hacia el fondo de la olla. Al cabo de un rato, traspasó la infusión a un jarro y calentó los vasitos de lata. Puso el azúcar para que los mismos niños endulzaran su brebaje. Había notado que les divertía escarbar en la azucarera.

Para alegría de Elizabeth, ese día apareció Mario, con su hociquito sucio y su aire triste. Ella lo sentó sobre su regazo y partió el pan en pedacitos para que lo comiese sin dejar una miga. El niño no crecía a la par de su hermanita y eso le preocupaba.

—Padre —comenzó la joven mientras limpiaba la nariz de Mario con su propio pañuelo—, ¿le parece descabellado pensar en construir una escuela?

El sacerdote, acostumbrado ya a la presencia de los niños en la parroquia como si fuese su propia casa, suspiró antes de contestar:

—Todo aquí es descabellado, querida niña. ¿Qué puede importar una cosa más?

—Es que se me ocurrió...

El Padre Miguel alzó una mano, deteniendo lo que se avecinaba.

—Si está sugiriendo que me calce el gorro de albañil, le digo desde ya que no me veo en ese papel, Miss O'Connor. Puedo ser agricultor y hasta cocinero, nada más.

Elizabeth sonrió ante la obstinación del cura. Ya lo había ablandado bastante pues, comparada su actitud con la de los primeros tiempos, el Padre Miguel era mucho más amable.

—No pensaba tanto, Padre. Aunque tal vez no sea mala idea pedir ayuda y, de paso, brindar trabajo y comida.

Elizabeth hizo señas a Marina para que llevase a Mario al salón de clases. Todos debían estar sentados con sus útiles cuando ella entrara.

—Pensaba en contratar gente de la región, incluso a padres de los alumnos.

Pensaba en uno en concreto: el Calacha. Quizá, si creaba un lazo amistoso con el hombre, la asistencia de su hijo a la escuela mejoraría. Le constaba que Eliseo no lo pasaba mal en las clases, hasta se jactaba un poco, delante de ella y de los demás, de los conocimientos adquiridos en la toldería. Nadie sabía tanto de caballos como él ni era tan certero para bolear a las aves, para disgusto de Elizabeth.

—No es mala idea. Aunque le advierto —atajó el cura— que la misión puede llevar años. Con esta gente, todo es pan para hoy y hambre para mañana. Si lo sabré yo, que tengo la capilla vacía cada domingo.

—Tal vez si trabajaran para la escuela se sentirían más ligados a la capilla. Puedo empezar a reclutar candidatos hoy mismo, después de clase. Si usted se encarga de dar el almuerzo a los niños, claro.

—Ya sabía yo que algo me tocaría en todo esto. Está bien, todo sea por contribuir a esa causa en la que tanto se empeña el Presidente. Si no supiera que es un hombre de provincia, diría que es uno de esos porteños locos que se van en discursos y mueven poco las manos.

—Sarmiento es un hombre de acción —repuso Elizabeth.

—¡Ya lo creo! De acciones descabelladas. Como la de mandar a una criatura como usted a un páramo como éste. Lo mío, vaya y pase, son gajes del oficio.

—Vamos, Padre, si nuestras vocaciones son de lo más parecidas. El maestro y el sacerdote se deben a sus alumnos y a sus fieles.

—Que en este caso vienen a ser lo mismo, ya que los únicos que visitan la capilla son los alumnos de su escuela —rezongó el Padre Miguel.

Elizabeth reía al tiempo que levantaba de la mesa los restos del desayuno y colaboraba en lavar la escasa loza.

—Cuento con usted para más tarde, entonces.

—A las doce en punto tendré lista mi sopa de verduras y una ensalada de papas y huevos duros. Siempre y cuando las ponedoras no se hayan confabulado en mi contra —masculló.

Elizabeth se dirigió al aula sintiendo los pies más ligeros que nunca. La nueva idea de empezar a construir un edificio propio ya estaba bullendo en su cabeza y sabía que no se tranquilizaría hasta que no empezara a ejecutarla. Quizá el Presidente y ella fueran más parecidos de lo que ambos suponían. En secreto, admitió que sería también una buena manera de sacarse de la cabeza al impertinente Santos, en el que pensaba más de lo necesario.

—¿Una escuela? Mi niña, qué ocurrencia —exclamó horrorizada Ña Lucía cuando supo que "Miselizabét" estaba dispuesta a recorrer los campos de Dios en el carro de Eusebio para reclutar peones.

—¿Qué tiene de malo, Lucía? Sería un modo de colaborar con este proyecto y, al mismo tiempo, ayudar a la gente de por aquí a aprender un oficio y a sentirse útiles.

—¡Pues la escuela debería haber estado esperándonos, en lugar de construirla usted con sus manos! Eso es lo que yo digo. ¿Dónde se ha visto enviar a una maestra a enseñar a un lugar donde no hay escuela? Diga que el cura ha sido buenísimo y le cedió la salita de la capilla, que si no... ya me la veía con sus alumnos desperdigados por los cerros, escribiendo y dibujando.

Elizabeth frunció el ceño, pensativa.

—A mí también me extrañó. Había imaginado un aula provista de lo necesario. Hasta me sorprendió que hubiera tan pocos alumnos. Dice el Padre Miguel que a él le sucede algo parecido con la iglesia, que nadie acude a la misa.

—¡Es que son almas perdidas, mi niña! —se quejó Ña Lucía con aire dramático—. ¡Qué se puede hacer en un lugar como éste!

—Las almas perdidas son las que hay que recuperar, Lucía. Y los alumnos díscolos son mi desafío particular. Debemos tomar los escollos como las piedras que Dios nos pone en el camino para hacernos mejores.

—¡Vaya! El padrecito haría bien en ponerla a predicar, niña. Yo creo que usted le levantaría la concurrencia en sólo dos sermones.

A pesar de las protestas, Lucía ayudaba a Elizabeth a reunir las prendas de abrigo, por si el sereno tornaba fresco el atardecer.

—No nos demoremos, "Miselizabét". Por esos campos del Señor no se sabe qué podemos encontrar.

—¿Demorarnos? ¿Es que vas a acompañarme, Lucía?

—¡Pues claro! ¡Faltaba eso! Que yo dejase a la protegida de la señorita Aurelia deambular por allí sin cuidarme de nada. La negra Lucía será muy bruta, pero de zonza no tiene un pelo. Y una jovencita como usted recorriendo la pampa es un señuelo para los gavilanes que de seguro andan a la caza.

Elizabeth sonrió al pensar en Aurelia Vélez como su "protectora", pero se desconcertó con lo de "los gavilanes".

—¿A quiénes se refiere, Lucía?

—Yo me sé muy bien lo que digo, señorita.

Enigmática, la criada salió al patio de atrás, donde encontró a Zoraida poniendo a levar la masa de los panes del día siguiente. La mujer les aconsejó empezar el recorrido por El Duraznillo, la estancia más cercana. El patrón era un hombre de bien que apoyaba las causas justas y, si tenían suerte, hasta podían llegar a conocer a misia Inés, un alma caritativa. Por desgracia, era una mujer de salud delicada a la que la aspereza del clima le sentaba mal, de manera que vivía gran parte del año en la ciudad, mientras que su esposo pasaba temporadas en la estancia, cuidando su fortuna.

Hacia allí dirigió Eusebio el carro, guardándose su opinión sobre lo de visitar vecinos para pedir peones pues, si por él fuera, dejaba que la capilla siguiera sirviendo de escuela. ¿Acaso servía mejor para otra cosa? Claro que no dijo palabra delante de Elizabeth.

El Duraznillo distaba unos cuantos kilómetros del rancho, atravesando unos roquedales con prominencias cerriles. Elizabeth se admiraba de las distintas caras que ofrecía el paisaje. Tan pronto la pampa se mostraba arenosa y despojada, como cubierta de hierba y sembrada de bañados donde las aves danzaban. En ese momento, mientras su cabeza chocaba contra el techo de la carreta en cada salto, el panorama era muy distinto a todo lo conocido: la planicie se había vuelto árida y el viento surcaba el aire con un bramido que crispaba los nervios de Lucía. El terreno desparejo, endurecido por la sequedad del clima, era una tortura para los viajeros. Entre los zangoloteos de la carreta y los chillidos del chajá, que irritaban a Elizabeth, los tres pasajeros surcaron la región que precedía a los dominios de El Duraznillo.

Poseía el aspecto típico de las estancias pampeanas. Se llegaba hasta el casco por una avenida de tierra bordeada de álamos que al final se abría en un patio, donde una tranquera advertía que se trataba de un terreno privado. Tomando en cuenta la inmensidad que los rodeaba, ese pequeño portón resultaba ridículo, aunque producía el efecto deseado en los intrusos. Elizabeth tuvo la sensación de que la estancia era una isla en medio de la pampa: al norte la sierra, al sur la franja amarilla de los grandes médanos y hacia el este, el mar. Esa situación privilegiada entre el mar y la montaña hacía de El Duraznillo un lugar único.

El casco lo conformaban tres edificios separados unos de otros. La casa principal era la construcción más grande, de arquitectura colonial. Los otros dos edificios eran la cocina, con su despensa, y la habitación de los sirvientes. Un patio con aljibe y una glorieta embellecían el entorno. Elizabeth admiró el azul de la glicina que trepaba por la reja mientras descendía, ayudada por Eusebio.

Un hombre con chiripá y rebenque al cinto se quitó el sombrero al ver a las damas y se acercó a ofrecer sus servicios. La estancia era un lugar de trabajo, muy diferente a las casas de verano que Elizabeth había conocido en los alrededores de Buenos Aires. Todo cuanto se veía estaba destinado al uso cotidiano y nada reflejaba una vida muelle.

—Señoras...

—Queremos hablar con el patrón, buen hombre —se adelantó Elizabeth, dejando a Eusebio con la boca abierta—. Soy la maestra de la laguna. Dígale al dueño de esta estancia que he venido desde la casa de Eusebio Miranda para proponerle algo.

Los modales amables aunque autoritarios de la dama que tenía enfrente intimidaron al peón, que de inmediato corrió hacia la "casa grande", como solían llamarla, para anunciar la llegada de "gente principal". Al cabo de unos minutos, por la puerta de arcos salió un hombre rubio de porte atlético, en camisa y pantalón de montar. A medida que se acercaba, Elizabeth pudo apreciar sus pómulos acentuados y el color claro de sus ojos que revelaban ascendencia inglesa, aunque la mirada cálida y los hoyuelos que aparecieron cuando sonrió al verla reflejaban la mezcla de otra sangre. El joven extendió una mano en ademán amistoso mientras se acercaba.

—Señorita, ha preguntado por el dueño de El Duraznillo. Me presento: Julián Zaldívar, a cargo de todo por el momento.

Elizabeth entendió que se hallaba frente al capataz de la estancia, una suerte de mayordomo, en los términos que ella conocía, a pesar de que el mozo le pareció demasiado elegante y de pronunciación muy culta para ser un empleado.

—Encantada de conocerlo, señor Zaldívar. Soy la nueva maestra de la región, Elizabeth O'Connor. Lamento no encontrar al dueño de la finca en este momento, pues tenía necesidad de hablar con él. ¿No suele venir a estas tierras a menudo? No sé si podré volver en los días siguientes. No quisiera importunar al pobre Eusebio, que me tiene tanta paciencia.

Al decir esto, Elizabeth dirigió una mirada agradecida al viejo, que se mostró turbado. El mozo rubio también lo miró, divertido.

—Ah, pero no creo que a Eusebio le moleste pasear a una jovencita encantadora como usted. ¿Verdad, amigo? —y acompañó sus palabras palmeando el hombro del viejo carretero.

Eusebio masculló una de sus frases ininteligibles. Era evidente que aquel hombre apuesto lo conocía bastante bien, a juzgar por la familiaridad con que lo trataba.

—Pase usted adentro, por favor, señorita. ¿Le apetece una taza de té o café? Gastón, ocúpate de que Eusebio se refresque y dale un mate de esos que ceba tu mujer, con bizcochos y todo.

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