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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (28 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—No te preocupes. Si te confío mi vida es porque puedo confiarte todo. La verdad es que mi madre siempre fue callada y me pregunto si ese dolor no habrá sido la causa. No hemos conocido "tíos" ni tampoco tuvimos tanta vida social como otras familias. Por lo menos, no mi madre.

Dijo esto último con resentimiento, lo que le dio a Julián el motivo del enfrentamiento de Fran con su supuesto padre. Los amoríos clandestinos eran moneda corriente entre los señores de la alta sociedad, si bien los hijos no solían enterarse. Resultaba irónico que los deslices de un hombre fueran vistos con complacencia y que el único traspié de una mujer fuese condenado de por vida. Por fortuna para él, sus padres se amaban, a su manera, ya que Inés Durand era una mujer distante. Sin embargo, quería y respetaba a Armando, un hombre que no siempre había sido comprensivo, pues su dedicación a los trabajos del campo robaba muchos momentos de convivencia a su familia. Julián no podía quejarse, había sido el centro de la atención de ambos.

—Si no hay indicios de la vida anterior de tu madre, cuando soltera, entonces...

—Pudo haber engañado a mi padre estando casada.

Ambos callaron, conmocionados por el giro que tomaban sus pensamientos. ¿Dolores adúltera? Imposible. Francisco recordaba las veces en que Tomasa la instaba a salir a tomar el té con las amigas mientras ella los cuidaba, y cómo su madre se negaba, prefiriendo la compañía de sus hijos antes que las reuniones sociales. Aparte de eso, ¿en qué momento hubiese podido engañar a su marido? Ni a sol ni a sombra la dejaba Rogelio, muchas veces por miedo a que ella lo pusiese en ridículo con su "sensibilidad exaltada", como él la llamaba. Sin embargo, eso mismo explicaba muchas conductas extrañas de su padrastro, como la de presenciar las conversaciones de Dolores, o la manera desconsiderada de intervenir cada vez que alguien formulaba una pregunta, como si temiese que la esposa develara algún sórdido secreto.

—Pudo haber sido víctima de un inescrupuloso, lo sabes —dijo con cautela Julián.

Francisco suspiró.

—Pensé mil cosas y ninguna encaja. Mi madre se casó con Rogelio siendo casi una niña, vivió con Tomasa siempre, nos tuvo a nosotros... en fin, si nos tuvo a todos siendo ya la señora de Peña. ¿Cómo explicar que yo no sea hijo de Rogelio si no es con el adulterio?

—No tu madre, de eso estoy seguro. Escucha —dijo de pronto Julián, como inspirado— Ha ido tu madre a Europa estando casada, ¿no?

—Sí, acompañada por Tomasa, como siempre.

—¿Y no crees que Tomasa la habría protegido si algo terrible le hubiese sucedido en ese viaje? De boca de ella, por lo menos, nadie lo sabría.

—Si es así, entonces jamás conoceré a mi padre. Podría ser cualquiera, un francés, un inglés, un marinero del puerto, cualquier hijo de puta.

Julián entendió que Fran se castigaba adrede con imágenes de un padre indigno, como si fuese el culpable de su condición. Lamentó tener que llevarlo por esos derroteros, pero estaba empeñado en distraer la atención de su amigo del tema de la muerte.

—No, no, escúchame, hay algo en lo que no hemos pensado.

—¿Qué?

—Que tu madre pudo haber hecho ese viaje porque se encontraba encinta. ¿Qué mejor manera de ocultar a los ojos de todos el nacimiento? Las fechas se olvidan, se confunden, ya nadie recuerda cuántos meses de gestación llevaba al partir.

Francisco meditó esa hipótesis.

—Es cierto, no sería la primera vez que se utiliza ese ardid. Al menos, mi madre no se deshizo de mí en Europa —añadió con amargura.

Julián le puso la mano sobre el hombro.

—Jamás lo habría hecho, lo sabes.

Fran miró a su amigo en lo profundo de los ojos claros.

—Lo sé, soy injusto al pensarlo. No podría reprocharle nada a mi madre.

—Entonces debemos calcular que tu madre debió partir encinta. ¿De cuántos meses? ¿Cuánto duró el viaje?

—¿Cómo voy a saberlo? Yo estaba ahí, ¿recuerdas? En el vientre de mi madre.

—Alguien debió comentarlo alguna vez. Tomasa, por ejemplo.

—A decir verdad, de ese viaje no se habló nunca, algo que ahora encuentro bastante sospechoso.

—¿Ves? Creo que ésa es la clave. Tendríamos que averiguar la fecha exacta del viaje de tu madre para calcular los meses transcurridos hasta tu nacimiento. Claro que... —Julián se detuvo al recordar algo— siendo así, deberías figurar como extranjero.

—No te preocupes por eso. Un Rogelio Peña puede lograr muchas cosas, hasta una inscripción fraguada en la parroquia. Ventajas del dinero —se burló Francisco.

—Así cuadra bastante bien. Te anotaron cuando llegaste en brazos de tu madre y fuiste concebido aquí. ¿Por quién? Tiene que haber sucedido al poco tiempo de casados, lo que aumenta la posibilidad de que haya sido un abuso contra tu madre. Cuesta pensar en alguien capaz de atentar contra una mujer tan cuidada, tan inocente, incapaz de alimentar pasiones torcidas.

—Son en general las que caen en esas trampas.

La forma de hablar de Francisco llamó la atención de Julián.

—¿Lo dices por alguien en particular?

Fran eludió la respuesta, aunque el joven Zaldívar adivinó por dónde discurría su pensamiento.

—Te refieres a la maestra, ¿verdad?

—No sé qué demonios hace aquí, en medio de un lugar salvaje, educando a unos chiquillos que jamás lograrán aprender a usar zapatos.

—Creo que la subestimas.

—¿Qué sabes? Yo la he visto y puedo asegurarte que me asombra que haya sobrevivido a este invierno.

—La señorita O'Connor es dura de pelar. Ahora mismo debe estar esperando que cumpla la promesa que le hice de contarle mi entrevista contigo. Seguro que no duerme hasta que llegue.

Las palabras de Julián causaron estupor en Francisco, que por un momento se olvidó de sus problemas y sólo vislumbró una cosa: Elizabeth estaba en El Duraznillo, esperando a Julián. El ardor en el estómago que le produjo esa imagen lo sorprendió.

—Espera, Fran, te explicaré lo que sucede.

Después de escuchar el relato de cómo Elizabeth se había apersonado en El Duraznillo buscando ayuda para su escuelita y sus miedos acerca del "señor de la laguna", Francisco empezó a sentir los primeros síntomas de un nuevo ataque. Debería haber previsto que el tumulto emocional que le causaba hablar con Julián de sus problemas no iba a pasar sin dejar rastros. No toleraba que su amigo lo viese sucumbir al dolor y a la penuria de quedar ciego.

—Vete —dijo de pronto.

—Eh, Fran...

—¡Vete! No entiendes. Necesito estar solo.

—Amigo mío...

—¡Vete, por el amor de Dios! ¡Márchate ya! ¡Ahora! —rugió Francisco, ya descontrolado, con la mirada encendida por el dolor que estaba lacerándole el cráneo.

Temeroso de dejarlo en ese estado y también asustado por la reacción, Julián se apresuró a montar y a alejarse, aunque cuidando bien de dar un rodeo y volver por detrás de la casa, donde un bosquecillo de pinos le sirvió de camuflaje. Se aproximó al linde, desde donde podía observar lo que sucedía en el claro. Con gran dolor vio cómo su querido amigo caía de rodillas, tomando la cabeza entre sus manos, y se balanceaba de atrás hacia delante, gimiendo y retorciéndose, convertido en un despojo sufriente.

Por más promesas que hiciere, él no abandonaría a su amigo en su hora más negra.

CAPÍTULO 12

Elizabeth se encontraba en el salón parroquial vaciando el contenido de una caja de lápices. En esa caja mágica había también tizas con las que adornaba la pizarra, siempre con una letra distinta, hasta que los niños aprendiesen de memoria todas las que conformaban "la castilla". Se morían por saber de qué color sería la letra cada mañana, un nuevo artilugio de Elizabeth para atraerlos a la clase. El que adivinaba recibía una galleta como premio, así Zoraida participaba, desde lejos, de las clases de la señorita maestra. Ese día, Elizabeth dibujaba una "H". ¡Se quedarían pasmados al no poder adivinar! Se estaba divirtiendo como una niña con ese juego.

Debía controlar, además, las obras que se estaban llevando a cabo a metros de la capilla. Había decidido levantar el galpón detrás de la huerta, de manera que los niños no interrumpiesen las meditaciones del sacerdote por las mañanas. Era un terreno "de nadie", le había dicho el Padre. Y tomando en cuenta que la habían enviado hasta allí sin lugar apropiado donde establecerse, podía disculpársele el atrevimiento de tomar un trozo de tierra sin permiso. Era por una buena causa, se repitió.

—Señorita O'Connor, si me permite.

—Adelante, Padre. ¿Qué sucede?

—Hay aquí una confusión entre los peones. Dicen que ha venido un intruso a ayudarlos y están molestos.

—¿Un intruso? —se extrañó Elizabeth.

Pensó enseguida en Jim Morris, que tan gentil se había ofrecido la última vez a escoltarla. Ella declinó el ofrecimiento con toda la elegancia de que fue capaz, pues no quería tener a ningún hombre revoloteando a su alrededor mientras enseñaba. Después de lo ocurrido en la laguna delante de los niños, estaba curada de espanto. Era un hombre atractivo, no como el irritante señor Santos, al que no podía calificar de "atractivo" con sus párpados plegados y su mandíbula tallada con rudeza, aunque sin duda era varonil. ¿Por qué tenía que pensar en el señor Santos a toda hora? ¿Acaso se merecía esa bestia que le dedicase un solo pensamiento? Elizabeth no quería ablandarse ante la idea de que aquel hombre estaba padeciendo, pues su intuición le decía que había dolor detrás de la hosca actitud de Santos.

El mismo que se hallaba parado junto a los escombros de la futura escuelita, rodeado de los hombres de El Duraznillo. Su pose arrogante intimidaba un poco a los peones, no muy seguros de su identidad.

—Señor Santos ¿Qué hace usted?

—Buenos días, señorita O'Connor. Pasaba para ver si necesitaba ayuda.

Elizabeth sólo pudo hallar una razón para que el insufrible hombre se hubiese enterado de sus necesidades: Julián Zaldívar. El joven estanciero había regresado tarde aquella noche en que ella lo esperó, con la lámpara de querosén encendida. Vio que estaba agotado y temió que hubiesen peleado, aunque no se le veían magulladuras. Cumpliendo con su palabra, Julián le relató el encuentro en pocas palabras y le dijo que en adelante Santos no la molestaría, aunque él le recomendaba buscar otros sitios menos aislados para pasear con los niños, ya que, si bien no había nada que temer del hombre de la playa, podría haber intrusos de baja calaña con aviesas intenciones. Elizabeth no había insistido.

—¿Sabe usted de albañilería?

—No, aunque me doy maña con la madera. Supongo que necesitará pupitres y alguna biblioteca.

Elizabeth lo contempló admirada. ¿Venía en son de paz? El hombre tendría sin duda habilidades, si sobrevivía en un sitio inhóspito, ya que no lo había visto mendigando nada.

—Señor Santos, no puedo emplear más hombres de los que puedo pagar, perdóneme.

—¿Acaso el señor Zaldívar le cobra por sus peones?

¡Ese hombre era insoportable! "Y Julián podría haber sido más discreto", pensó Elizabeth con rabia. Tendría que inventar cualquier excusa y no se le ocurría ninguna con rapidez.

—Vamos, señorita O'Connor —dijo él en tono de concordia—. Permítame compensarla por los disgustos pasados. Creo que se lo debo. Y a mí no me vendría mal una distracción.

Elizabeth dudaba, y la llegada de los niños la obligó a tomar una decisión. No deseaba que la viesen de nuevo discutiendo con aquel hombre.

—Está bien, puede trabajar aquí, siempre y cuando se ajuste a lo convenido con esta gente. Por ahora, están levantando las paredes.

—No interferiré. Puedo traer troncos para las vigas, y, si usted me dice qué es lo que necesita en el interior de la escuela, comenzaré a hacerlo de a poco.

El propio Francisco se maravillaba del impulso que lo había llevado hasta allí para ofrecerse como voluntario. Un demonio interno lo acicateaba, pues lo menos indicado en su situación era permanecer cerca de la maestra y de sus niños, tomando en cuenta el efecto devastador que producían en su salud. Sin embargo, saber que había confiado en Julián al punto de quedarse a pasar la noche en su estancia le roía las entrañas. Le resultaba injusto que ella confiase en otro hombre que acababa de conocer, cuando él era el primero al que podría haber recurrido. Claro que también era el que la había echado con amenazas e insultos.

—Quédese, pero no moleste. A partir de este momento comienzo mi clase. Dicho esto, la señorita O'Connor se marchó, contoneándose, rumbo al salón donde ya la esperaban algunos niños.

"Vaya", se dijo Francisco, divertido, "cualquiera diría que soy otro alumno". Puso manos a la obra ayudando a los peones a acarrear paja y jarillas para amasar el adobe con barro. Harían la escuelita a la manera del hornero, del mismo modo que los jesuitas habían levantado sus reducciones en los tiempos coloniales: piso enladrillado, muros de barro y techo de paja quinchada. Francisco estaba familiarizado con el estilo de la región. Mientras trabajaba, pudo apreciar el modo sencillo en que la señorita O'Connor pasaba la mañana con los niños.

—Misely, ¿qué animal es éste?

—¿Cuál, Marina?

—Aquí nomás, en este "gujerito".

Elizabeth se levantó, diligente, para responder a la pregunta.

Marina era una alumna aventajada, pese a su corta edad. La halló en cuclillas, mirando con intensidad algo que se movía adentro de un hueco en la tierra. Elizabeth estaba segura de ver una araña o una langosta. Les explicaría que se trataba de especies distintas de lo que ellos llamaban "animales".

La visión del temible escorpión la paralizó.

—Dios bendito, Marina, retírate, éste es un bicho peligroso.

—¿Cuál? ¿Cuál? —exclamaron los demás, levantándose de sus asientos.

—¡Atrás, niños! Con el escorpión no se juega.

—¡Quiá! —gritó Luis al ver al bicharraco con su cola temblando, listo para picar—. Misely, yo lo mato...

—¡No! ¡Atrás todos, que voy a llamar al Padre Miguel! Él sabrá cómo sacarlo de aquí.

—¿Lo vas a dejar vivo? —se extrañó Remigio.

—Para algo estará en este mundo —respondió la maestra, aunque no estaba convencida de querer poner en práctica tal enseñanza en ese caso.

Fue Mario el que desencadenó los hechos. El pequeño se acercó con timidez por detrás y, de modo inadvertido, extendió un dedito sucio hacia el escorpión. Quería llamar la atención de la maestra haciendo algo que demostrase su valía. El escorpión lanzó su aguijón con certero movimiento y el pequeño Mario ni siquiera atinó a gritar, tan pasmado quedó con el picotazo. Las niñas chillaron, Elizabeth lo alzó, gritando, y se escuchó el silbido de Luis, admirado de la osadía de Mario. Dos peones de la estancia acudieron, aunque Francisco llegó primero, sin camisa y con el cuerpo sudado por el trabajo al sol. En su rostro moreno se leía la angustia por el grito de Elizabeth. De un vistazo comprendió la situación y aplastó al escorpión con la suela de su bota, mientras tomaba en brazos a Mario, que parecía un muñequito junto al pecho de aquel hombre.

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