—¿Qué... me pasó? —pudo decir, y no tuvo que fingir el tono lastimero. La visión de los contendientes bastó para que fuese real.
—Se ha desmayado.
—Sí, Misely, se cayó del caballo.
—¡Está viva, Misely! —gimoteó Marina.
—Por supuesto, tonta —terció Luis—. Nadie muere por un golpe.
—¡Cállense!
Santos la observaba con atención. Sin duda trataría de ver si estaba en condiciones de marcharse. Ella no esperaba ninguna consideración de parte de ese hombre, a pesar de que sus manos habían sido suaves cuando la cargaron y le pusieron agua fresca en la cabeza.
—Estoy bien, niños, sólo fue un mal golpe.
—¿La tiró el caballo, Misely?
La pregunta inocente de Remigio provocó rubor en Elizabeth. ¿Acaso cabían dudas de que la caída hubiese sido accidental? ¿Podría alguien sospechar la verdad?
—¡Qué tonto! ¡Claro que la tiró! —rió Luis y todos rieron junto con él de la ridícula suposición de que pudiese haber ocurrido otra cosa.
Jim dijo de pronto:
—No es propio de Sequoya arrojar a su jinete.
—Pues lo hizo —dijo tajante Santos—. ¿Qué caballo es ese? La pregunta era una combinación de enojo y curiosidad.
—Uno que me acompaña siempre —respondió Jim, escueto.
Disfrutó de la frustración del hombre. Sabía desde un principio que admiraba su caballo, lo había visto en sus ojos.
Elizabeth no podía creer lo que oía: ella estaba postrada en esa litera y aquellos dos sólo hablaban del caballo. "Hombres", refunfuñó, y se incorporó sobre sus codos. Ese movimiento desató un mar de protestas y atenciones. Santos se impuso y la sostuvo para que no se mareara.
—No se apresure a bajar, señorita O'Connor. Los golpes en la cabeza son traicioneros.
Parecía tener experiencia, por la seguridad con que hablaba.
—No quiero que piense que voy a quedarme más tiempo aquí, señor Santos. Son "sus" tierras y no me gusta "invadirlas" con mis "matones".
La repetición exacta de sus palabras desconcertó a Francisco y provocó un rictus de risa en Jim.
—Insisto. Tómese su tiempo. A menos que quiera desmayarse de nuevo en "mis" tierras.
Ella le lanzó una mirada fulminante y se sentó bien erguida.
—El señor Morris me ayudará a volver sana y salva. ¿No es así, señor Morris?
—A su servicio, Elizabeth.
El uso del nombre de pila encendió la ira de Francisco, al tiempo que irritó a la muchacha. Tenía la incómoda sensación de que se había convertido en rehén involuntario de una disputa y no le gustaba. Con un gesto más adusto de lo que hubiese querido, la joven ordenó:
—Lléveme de nuevo a la escuela, por favor. Por hoy, la excursión ha terminado.
Se escucharon algunas voces compungidas que los alumnos más sensatos acallaron. Todos adoraban a Elizabeth y ninguno quería causarle daño.
—Apóyese en mí, Misely. La ayudaré a montar.
Jim dejó que Remigio oficiara de caballero con su maestra. Se caló el chambergo aplastado y luego de echar una mirada dura al hombre del médano, salió tras la comitiva.
Elizabeth tembló un poco al montar a Sequoya. El animal parecía manso y arrepentido, aunque, como bien sabía ella, jamás la había tirado. Tenía razón Jim con respecto a su caballo.
Mientras cabalgaban a través del desierto de arena, la voz áspera del hombre se dejó caer en su oído, como al descuido:
—Usted no se cayó del caballo, señorita,
¿o
sí?
Francisco contemplaba al grupo que se alejaba con una indescriptible sensación de pérdida. En sólo unos días, aquella mujer y sus niños habían torcido su proyecto de vida ermitaña. Ahora no sólo sabían dónde vivía y en qué condiciones, sino que se sentía responsable de cualquier cosa que le sucediera a la señorita O'Connor desde ese momento.
En su amargura, no reparó en que el terrible dolor que lo había atravesado como un rayo mientras luchaba desapareció sin dejar rastros en cuanto tuvo que ocuparse de la señorita O'Connor. De haberlo advertido, se habría encontrado más comprometido de lo que imaginaba.
Más allá de las grandes lagunas...
Amanece. Un movimiento inusitado recorre el campamento indio, apenas un rancherío de tiendas construidas con pieles y palos a pique, ocultas tras un monte de caldenes y chañares. El asentamiento es una avanzada de la toldería de Calfucurá, el Gran Cacique. Allí, el caudillo ha enviado a uno de sus aliados, Quiñihual, para que, con ayuda de sus capitanejos, vigile los movimientos del
huinca.
Se avecina el gran malón y nadie debe sospecharlo.
Quiñihual cumple las órdenes del cacique de la Gran Coalición que se ha formado con indios de diversas tribus: araucanos, ranqueles, manzaneros, picunche, tehuelche, todos han rendido enemistades y rivalidades para unirse contra el enemigo común, el blanco que les devora la pampa día a día, arrinconándolos contra las montañas y privándolos del bien más preciado: la libertad para recorrer la tierra de norte a sur y de este a oeste.
Con el sigilo de las fieras, Calfucurá ha ido reuniéndolos a todos, comprando sus voluntades con promesas y enfervorizando su sangre con vaticinios de destrucción. Los que rehúsan formar parte de la Coalición se arriman a los fortines en busca de la protección del blanco, pues saben que su vida corre peligro. Quiñihual pudo haber sido uno de ellos, ya que no está convencido de este plan, pero años de entendimiento entre sus gentes lo obligan.
El cacique sale de su toldo y se sienta junto al fogón, donde se calienta la pava para el mate. Saca del bolsillo de su chaleco un cigarro de hoja, muerde la punta y con un cuchillo le hace un corte en el otro extremo. Después toma un tizón del fuego que arde a sus pies y lo enciende. Da dos o tres pitadas con satisfacción. Con la misma parsimonia ceba un mate que chupa hasta el rezongo de la bombilla. A su alrededor, las mujeres están preparando una tienda, acarreando ramas, barriendo el piso con jarillas y completando el techo con cueros y paja. Todo indica que se espera una visita importante. Más lejos, dos hombres seleccionan caballos en un corral de palos a pique. Quiñihual fuma y matea, impasible ante el ajetreo de su toldería. Su mirada está fija en el horizonte donde los cardones mecen sus cabezas al viento. Su mente está más lejos aún.
En otros tiempos, era él quien cruzaba la pampa con sus huestes, llegando hasta los pasos cordilleranos que, desde siempre, los indios atravesaron para comerciar con sus caballos. Era su nombre el que resonaba con temor entre el mar y la cordillera. Los años transcurrieron y se hizo viejo. Y sabio. Sabe que esta lucha encarnizada contra el blanco tiene un solo final: la derrota del indio. Lo ve con los ojos del espíritu, que cada día es más nítido en él. Quiñihual también lideró malones y volvió victorioso con el botín que el indio codicia. En especial las cautivas.
Había tomado cautiva y disfrutado de ella. Le dio una hija, la hermosa Pulquitún. Al pensar en ella, desvía la mirada hacia el lugar donde la joven se entretiene trenzando un cesto. Quiñihual sonríe casi sin torcer la boca. No es común ver a Pulquitún en una actividad tan doméstica. Su hija es brava como un guerrero. Ama cabalgar y lanzar las boleadoras y su padre sabe que lo hace como el mejor de sus hombres. Sin embargo, ha amenazado con denigrarla a la condición de doncella segundona en el aduar de las mujeres si no aprende las labores que la convertirán en una buena esposa. Pulquitún no es tonta, sabe que debe obedecer. La ley de la toldería es dura: debe convertirse en esposa de un cacique o un bravo guerrero y darle el hijo varón que espera. Pulquitún se conforma por ahora, pese a su rebeldía. Quiñihual fuma y piensa. Puede casar a su hija con algún cacique de la corte de Calfucurá y garantizar así la seguridad de la joven, si en algún momento él decide claudicar en esta lucha agonizante.
En la reunión del Gran Consejo de caciques y capitanejos se ha decidido continuar "maloqueando" para obtener más mujeres, armas, animales y aguardiente, aunque en esa arremetida la sangre india abone la tierra hasta las raíces. Quiñihual, que entiende esta guerra de otra manera, opina que es mejor buscar un pacto que convenga a ambos pueblos, pero su actitud pacífica ha sido vista con desprecio por los jóvenes guerreros. La estrella de su poderío se apaga y su palabra no tiene el peso de antes. Se decidió entonces enviarlo con un pequeño séquito hacia el este de la frontera, para vigilar al
huinca
y avisar de cualquier movimiento en los fortines. Quiñihual sabe que Calfucurá lo está poniendo a prueba, para ver si es fiel o traidor. Esa convicción lo empuja a buscar un futuro seguro para Pulquitún, lo quiera ella o no.
Más allá del Salado, se levanta el Fortín Centinela, una avanzada del blanco en el desierto. Hasta allí envió Quiñihual indios bomberos para que espíen los movimientos del
huinca.
Los está esperando, para dar parte de lo visto y oído al Gran Calfucurá, sediento de sangre.
Al cabo de un rato, una polvareda anuncia un cambio en la rutina del día. Se acerca una partida. Quiñihual aguarda, expectante, y los alaridos que se hacen eco entre los roquedales le dicen que son amigos. Hombres de Calfucurá. Al aclararse la nube de tierra que los envuelve, se ve que se trata de veinte lanceros, armados hasta los dientes, montados en espléndidos overos que a duras penas sofrenan al llegar a los límites de la toldería. Dos indios acuden de inmediato a sujetar las cabalgaduras y asistir a los animales. Hay caballos de recambio preparados, por si se necesitan. La partida es importante, aunque constituye sólo una vanguardia del ejército que vendrá después. El propio Calfucurá se acercará para parlamentar. Quiñihual aguarda sereno a que los capitanejos desmonten y le presenten respetos. Cinco de ellos se sientan en rueda junto al fogón del cacique y se obsequian cigarros mientras las mujeres salen de los toldos para servirles abundante licor. Quiñihual hace circular un tizón para encender los puros y todos fuman en silencio. Beben, fuman, y la reunión se extiende sin que nadie diga nada. Reina un clima de cortesía. Una vez cumplido el protocolo, uno de los hombres empieza a hablar en araucano, la lengua que se ha impuesto entre las tribus. Quiñihual escucha, fuma y nada dice. El discurso se torna agresivo por momentos. Algunos se mueven, inquietos, y Pulquitún, que sigue ocupada con su cesto a varios metros de allí, se levanta y se mete en su tienda.
El cacique exaltado es Cachul, gran aliado de Calfucurá. No le agrada que Quiñihual no tenga información fresca sobre los movimientos de los blancos. Sospecha. Como nada sucede, se tranquiliza y decide aguardar al Gran Jefe para ver su opinión. Mientras tanto, todos siguen la fonda de tabaco y aguardiente. Al cabo de dos horas, se encuentran bebidos y gesticulan, gritan, hacen aspavientos por cualquier cosa. El círculo se desarma. Algunas mujeres se van. Otras esperan a que los capitanejos las busquen. Quiñihual sigue impertérrito.
Al mediodía, cuando el sol cae a plomo sobre el desierto, otra polvareda anuncia una nueva visita. La tierra tiembla bajo los cascos de los caballos. Quiñihual observa sin inmutarse al enorme grupo de lanceros que rodea al Gran Calfucurá en persona, que se acerca montado en un alazán y lo contempla con fijeza antes de desmontar. Ambos caciques, hermanados en la lucha centenaria, se saludan con una inclinación de cabeza y Calfucurá se sienta para compartir cigarros y licor. Se seguirá el protocolo.
Es un hombre temible el cacique de los Salineros. Algunos lo llaman "el Gran Brujo", porque se dice adivino, y no faltan quienes eluden su presencia para no verse descubiertos en algún engaño. Este indio de rostro ancho y oscuro infunde temor y respeto.
Calfucurá lo mira con sus ojillos astutos. La cabellera negra enmarca una frente sin arrugas. No hay nada en el Jefe de las Salinas que lo distinga de los hombres de su tribu, como no sea la dominancia que emana de su voz y de sus ademanes. Como todos, es de anchos hombros, pecho arqueado y, salvo por el labio superior partido, resultado de un combate donde perdió dos dientes, su porte es atractivo.
Después de fumar y beber en compañía largo rato, Calfucurá da comienzo al parlamento.
—Qué dicen los hombres del Gran Quiñihual.
—Mis hombres no han venido aún. Los pastos aplastados por sus caballos todavía no se enderezaron.
Calfucurá medita, entre el humo de su cigarro. Sabe que Quiñihual no comparte la idea de la Gran Coalición, y sabe también que es un noble guerrero y no traicionará a los de su sangre. No obstante, no llegó a la madurez por ser confiado.
—Esperaré. Otros han visto desplazamientos de soldados en el Azul.
—Puede ser.
—Quiñihual desea un nuevo pacto con el blanco —arremete el Salinero y, ante el silencio de su interlocutor, prosigue:
—Los pactos del
huinca
no tienen letra. Dicen lo que el
huinca
quiere. Vienen con regalos que no son más que recompensas por la tierra que nos quitan. Quiñihual sabe esto muy bien.
Quiñihual asiente en silencio.
—Y, sin embargo, quiere pactar de nuevo.
El viejo cacique suelta una bocanada de humo antes de responder:
—Mi corazón me dice que ya no volveremos a recorrer las tierras del Salado, por más que peleemos. Esta es otra guerra, que el
huinca
no pelea al modo indio, sino a la distancia, con el fuego de sus armas.
—Tenemos armas —se ataja Calfucurá.
—No todas. No tenemos cañones.
—Sí tenemos. Algunos.
Quiñihual suspira.
—Estoy viejo y cansado, Calfucurá. Si debo luchar, lucho, pero mi espíritu sufre cuando hombres jóvenes, bravos guerreros, mueren por defender una tierra que ya no es nuestra. Un pacto nuevo nos permitirá dividir el territorio. Ceder un poco para obtener otro poco.
Calfucurá se enardece al oír hablar de la tierra.
—Nos quieren embromar, como a chiquitos. Nos dicen que nos darán tierra, y cada día ocupan un trozo más. No es justo que nos dejen sin campo. Quieren agarrarme, pero soy más vivo que ellos. Nunca me agarrarán, nunca, porque antes los voy a correr yo.
—Permite a este viejo pedir una promesa.
Calfucurá indica con la cabeza que está dispuesto a conceder el pedido.
—Quiero que mi hija tenga un esposo pronto, un hombre bravo que la defienda y se la lleve de aquí. Quiero que el espíritu de su madre descanse en paz, sabiendo que la hija está a salvo.