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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (63 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Mi hermano dijo bien. Aquella laguna es especial, no todas tienen sus características. A decir verdad, es la única.

—Es una albufera —volvió a intervenir Julián—. ¿Recuerdas que te lo dije, Elizabeth?

Maldito Julián. ¿Es que quería provocarle un ataque?

—Exacto —dijo con énfasis—. Pero la señorita querrá saber qué otros animales pululan por la pampa. Las lechuzas, por ejemplo. La mayoría son nocturnas y no las vemos, aunque aquéllas —y Francisco señaló una especie de mochuelo que sobresalía entre los pastos— viven en los agujeros que dejan las vizcachas. Al paisano no le gustan mucho, las considera de mal agüero.

—Pobres... —murmuró Elizabeth, girando la cabeza para ver a la lechucita, que también giraba la suya, siguiéndolos con los ojos.

—Otro habitante de por aquí es el tero, que suele importunar con sus gritos.

—En el rancho de los Miranda se escuchaba siempre un grito repetido, algo así como...

—Sí, el chajá —asintió Fran.

—¿Usted lo escuchó también? —se sorprendió Elizabeth. Francisco comprendió que se había adelantado y trató de reparar el error.

—Es que es de lo más común. También suele atribuírsele significado agorero.

—Hábleme del puma, por favor. Una vez pensé que su hermano tenía los ojos del color de los del puma.

Esta vez fue Julián quien carraspeó, molesto.

—Bueno, no sabría decirle. Mi hermano y yo nos parecemos, aunque claro, él no usa lentes, y entonces...

Elizabeth lo miró fijo.

—Yo diría que tienen el mismo color de ojos. ¿Qué dices, Julián?

El aludido resopló y no contestó, lo que fue aprovechado por Francisco para soltar una carcajada.

—Vaya, ahora el observado soy yo. Créame, señorita Elizabeth, no estoy acostumbrado a ese papel. Siempre actúo como el observador. Sin embargo, yo diría que es usted quien tiene los ojos del puma.

—¿Yo?

—Así es. Verdes. Los gatos suelen tener ojos verdes, ¿lo sabía?

La atención dispensada por Santos provocó un cosquilleo en el pecho de Elizabeth. Percibía el calor que emanaba de su físico tanto como si lo tuviese encima. "Encima de ella, con su cuerpo tibio y poderoso, aprisionándola entre sus brazos, recorriéndola con sus besos, haciéndola sentir débil y poderosa al mismo tiempo." El recuerdo le provocó calor en las mejillas y sudor en las manos.

—Parece que nos detenemos —avisó el oficial de correos, de súbito.

La galera se detuvo en un mar de polvo, en medio de la nada. Al aposentarse la tierra, pudieron comprobar que no había allí esquina ni pulpería. Sólo cardos, matorrales de piquillín y rocas. A la distancia, un montecito de chañares.

—¿Qué pasa, cochero? —gritó Francisco, asomándose.

—Rastrillada, señor —contestó el de arriba.

En el silencio ominoso, el cese de los ruidos de la galera profundizó la sensación de soledad. El sol bajaba y la tierra se desprendía del calor recibido durante el día. En dos horas más reinaría un frío de muerte.

Lo primero que pensó Fran al escuchar la respuesta del cochero fue "los indios no atacan de noche". Sin embargo, faltaban dos largas horas para el anochecer y los malones solían aparecer de improviso. Apretó la mano de Elizabeth para infundirle coraje y dirigió una mirada a Julián. Ambos se entendieron y buscaron una excusa para descender. Una vez lejos de los oídos de los pasajeros, el conductor les explicó que el muchacho del pescante venía observando, desde hacía rato, huellas frescas sobre el camino.

—Apronten las armas si las tienen, señores —les dijo—. Puede que me equivoque, aunque con la indiada al acecho nunca se sabe. Podrían ser amigos, pero tal vez no.

El mismo preparó un rifle que dejó apoyado a su lado cuando subió al pescante. Francisco y Julián iban armados, cosa natural en los caminos, aunque no aclararon nada al resto del pasaje, para no alarmar. La galera apuró el paso y las mulas, azuzadas sin piedad, consiguieron llegar a Dolores antes de la noche. Tomaron dos cuartos en la Posada del Zorzal, un lugar limpio y sencillo, atendido por un matrimonio de vascos. Elizabeth pudo refrescarse en una habitación caldeada, cuando la dueña en persona subió con una jofaina algo desportillada y un jabón. Después de comer un suculento guiso y un postre de nueces cosechadas en los fondos, los viajeros se retiraron a los cuartos. Elizabeth no tardó en dormirse, sin que nada perturbara su sueño profundo. Francisco y Julián, en cambio, no se sentían tan tranquilos. Degustaban un licor que el viejo vasco les había servido aduciendo que era "un vinito de lo mejor", mientras las llamas de la salamandra trepaban por las paredes del cuarto, creando figuras siniestras en la penumbra.

—¿Qué opinas? —comenzó Julián, inquieto. Francisco dejó que el licor le calentara el pecho:

—No sé, no se veía clara la huella, mezclada con las de otros carros.

—El tipo parecía muy seguro.

—El miedo es mal consejero —respondió Francisco, parodiando las palabras de su amigo horas antes. Julián lo miró con suspicacia.

—No te gusta perder, ¿eh?

—¿Acaso estoy perdiendo? —atacó Fran, belicoso.

Julián desvió la mirada.

—No me gusta lo que estás haciendo con Elizabeth, es todo.

Francisco suspiró. En algún momento se sabría y era mejor decirlo de frente.

—Julián, tengo motivos para pensar que ella... espera un hijo mío.

El joven Zaldívar acusó el golpe con estoicismo. En cierta forma, lo presentía. Aquella expresión desolada de Elizabeth cuando volvían de la laguna, la manera en que ella lo eludía, como si se avergonzara de algo... La muchacha era demasiado honesta para mentirle y tampoco podía admitir haber caído en una situación comprometida.

Pobre Elizabeth. Maldito Fran.

Sin pensar, Julián descargó un puño sobre la mesa haciendo saltar las copitas.

—Tenías que hacerlo, tenías que estropearlo todo.

—Julián...

—Debería estrangularte, retarte, aunque ya de nada serviría.

—¡Julián!

Francisco percibía la frustración de su amigo y se dolía por él. Si esto hubiese ocurrido tiempo atrás, cuando todavía era respetado y mimado por la sociedad porteña, otra habría sido la reacción de su amigo. Porque, de los dos, ahora era Julián Zaldívar el indicado para pretender a la maestra. Sin embargo, las circunstancias lo convertían a él, un don nadie, en el padre del hijo por venir.

—¿Cómo ocurrió? ¿Cuándo? Quiero saberlo.

—No me parece necesario.

—Fran —dijo Julián con furia contenida—. Si descubro que me engañas en esto...

Francisco se levantó con lentitud y encaró a su amigo con la expresión más tensa que nunca.

—Jamás lo habría mencionado si no tuviese alguna seguridad —repuso, mordiendo las palabras.

Julián buscó en el fondo de su copita el resto del licor y luego se pasó la mano por el rubio cabello, alborotándolo. Había perdido. Fran se llevaría a Elizabeth. De repente, una idea nueva cruzó por su mente.

—¿Quieres a ese niño?

Al ver que Fran permanecía mudo, insistió con vehemencia:

—¿Lo quieres? ¿Estás dispuesto a cumplirle a ella por obligación, o lo quieres de verdad? Porque te juro, Fran, que no me importaría cargar con el hijo de otro, aunque sea tuyo, con tal de proteger a Elizabeth.

Las palabras venenosas de Julián le dolieron más de lo que imaginaba. Habría preferido que su amigo lo golpease o lo retase a duelo, antes que percibir el desprecio contenido en aquella frase: "aunque sea tuyo". El hijo de un bastardo. Fue ese ataque sorpresivo lo que lo movió a contestar con voz firme:

—No dejaré a mi hijo sin padre.

—¿Pero la quieres? —insistió Julián.

Francisco rememoró la manera dulce y apasionada en que Elizabeth le había brindado consuelo aquella noche en la playa, la suavidad de su cuerpo blando, amoldado al suyo, los suspiros delicados, las lágrimas, la sonrisa de placer seguida de un breve sueño acurrucada entre sus brazos. ¿Por qué no? ¿Acaso había tenido alguna vez algo mejor? No hubo ninguna mujer que lo amara por él mismo, sin tomar en cuenta su posición o su fortuna. Mientras fue Francisco Peña y Balcarce, no le faltaron las candidatas. Una vez esfumada aquella aureola, era probable que ninguna damita suspirara por él. Sólo Elizabeth. Para ella, las personas valían por sus esfuerzos y la bondad de su corazón. La había visto disfrutar de la sencillez de los Miranda en su pobre rancho, de los cuidados de la negra Lucía y hasta de los pocos momentos en que él se mostró agradable. Para Elizabeth O'Connor, los oropeles eran superfluos, ella veía el interior de las personas, con esa perspicacia ejercitada en su condición de maestra y esa natural disposición a proteger a los más necesitados.

—La quiero, sí —respondió con firmeza, y él mismo se sorprendió del tono de su voz.

El viaje prosiguió al amanecer, después de un frugal desayuno ofrecido en el estribo por la vasca: leche recién ordeñada "para la señora".

El dueño de la posada les dijo que la otra galera les llevaba cierta ventaja.

—Pasaron por acá anoche y durmieron un poco, pero el mandamás que venía con ellos quería partir muy temprano.

Francisco se preguntaba quiénes viajarían en aquel vehículo que les pisaba los talones. La Posada del Zorzal quedó atrás, recortada por el resplandor del sol naciente, y de nuevo el traqueteo monótono se impuso a las conversaciones. El coche de los Zaldívar era más cómodo que la galera alquilada, de modo que Elizabeth pudo disfrutar del paisaje sin sentirse acalambrada. Julián se encargó de indicarle al conductor, un peón de El Duraznillo, que siguiera el camino de la sierra, alejado de los pantanos del Tuyú.

—Es un poco más largo, pero no correremos el riesgo de encajarnos en la tierra blanda —aseguró.

El descanso y la buena comida obraron milagros en el ánimo de Elizabeth. Se la veía casi entusiasmada por la perspectiva de encontrarse con el señor Peña y Balcarce y, por supuesto, con sus alumnos. Contó a sus acompañantes algunas anécdotas de la escuelita y Francisco se enterneció al comprobar con cuánto detalle recordaba cada minucia, cada palabra de los niños. Sería una buena madre.

Julián debió advertir que el otro la miraba embobado, pues extendió de pronto sus piernas, sin cuidarse de ocupar el lugar de Francisco, y dijo en voz bien alta:

—¿Qué piensa hacer cuando lleguemos, señor Santos?

La pregunta lo tomó desprevenido. Fran comprendió que, en su papel de hermano excéntrico del amigo de Julián, podía no ser bienvenido en la estancia, si bien la cortesía obligaba a ofrecerle alojamiento. Julián no sería tan rencoroso como para llevar la farsa hasta las últimas consecuencias, al menos eso esperaba.

Lo miró con fingida humildad y respondió:

—¿Habrá algún hotel cerca de allí?

Su amigo le retrucó con una mirada torva, en tanto que Elizabeth se horrorizó.

—Por favor, ni lo piense. Allá no hay nada que se parezca a un hotel, ni siquiera una posada sencilla. Mientras yo estuve, compartí el rancho de un puestero y su esposa, ya que al Padre Miguel no le pareció apropiado alojarme en la parroquia. Es probable que a un hombre solo no le ponga reparos. En cualquier caso, don Armando Zaldívar lo recibirá gustoso en la casa, estoy segura.

La confianza con que Elizabeth hablaba del afecto de los Zaldívar le resultó dolorosa a Francisco. Debía aceptar que no había sido amable con ella en la laguna, así que se merecía lo que estaba sucediendo.

Permanecieron callados un rato y la monotonía del paisaje los amodorró. Elizabeth dormitó hasta que su cabeza encontró el hombro de Julián, sentado a su lado, y allí se quedó, sumida en un sueño sereno. Francisco buscó el horizonte con la mirada, para no pensar que la mujer que deseaba confiaba tanto en su mejor amigo como para dormir junto a él, y también para eludir la expresión victoriosa de Julián.

Al mediodía, el sol calcinaba la tierra pese a ser otoño. Sin árboles ni pastos tiernos, la pampa árida se ofrecía en su desnudez implacable, y en el interior del vehículo el calor se concentraba por la imposibilidad de abrir las ventanas.

De repente, un alarido atroz congeló el aire.

Francisco y Julián se despabilaron de inmediato y escudriñaron el panorama. A lo lejos, unos manchones blancos de sal reverberaban, hiriendo la vista y dificultando la percepción de lo que ocurría. Más cerca, grandes matorrales de cardo Castilla ondulaban a merced del viento. No parecía suceder nada y, sin embargo, Fran sintió erizarse el vello de su nuca.

Sonó un disparo que acabó con sus dudas.

En la inmensidad, aquellos ruidos alcanzaban dimensiones monstruosas, llenando todos los huecos. El cielo se oscureció cuando espirales de tierra subieron desde la lejanía para extenderse hasta la galera, que continuaba bamboleante, siempre en la dirección indicada por Julián. El conductor y sus dos escoltas ya habían captado la situación y sacaron a relucir sus pistolas y sus rifles.

—Fran —dijo Julián, con un atisbo de temor en la voz.

—Lo sé.

En aquel breve intercambio, estaba todo dicho: indios. El malón tan temido.

Fran cargó su pistola y desenfundó el cuchillo, colocándoselo en el cinturón, en tanto que Julián revisaba las armas que portaba ocultas en su equipaje. Elizabeth los contemplaba con horror. Se había despertado por el sacudón del coche, coincidente con el bramido escuchado. Su razón le decía que estaba ocurriendo algo terrible y su cuerpo aún no recibía las señales, se sentía envuelta en una bruma de irrealidad. Recién al ver la precisión con que los dos hombres se preparaban para defenderse, comenzó a temblar. Le castañeteaban los dientes y no podía articular las palabras que deseaba decir.

—Elizabeth, quédese aquí adentro, no importa lo que vea ni oiga. No salga, ¿entiende?

El señor Santos la miraba con fiereza. Poco quedaba del atildado naturalista que contemplaba la vida desde una lupa o a través de los libros. Santos Balcarce había sufrido una transformación inquietante y ella no tenía tiempo de analizarla, pues ya Julián corroboraba la orden, diciéndole:

—Por el amor de Dios, Elizabeth, haz caso y permanece adentro del coche. Si el conductor muere o nosotros no podemos subir, conduce las mulas hacia donde sea, a toda velocidad. ¿Escuchaste? ¿Escuchaste? —repitió, con una nota histérica en la voz.

Luego, miró al señor Santos de modo significativo. El hombre asintió y entonces Julián puso en su mano una de las pistolas.

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