La Maestra de la Laguna (65 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Esta es su hora.

—El que ha de partir partirá, con una condición.

Jim guarda silencio, expectante.

—Llevará a dos mujeres, no a una sola.

Por un momento, Jim no entiende a qué se refiere Quiñihual, hasta que a los labios del cacique asoma una sonrisa de satisfacción. ¡El muy zorro! Quiere que parta con la hija rebelde. Jim no se esperaba esa carga. Bastante tiene con llevarse a Pequeña Brasa, pese al repudio que ella le demostrará y al sentido alerta, que le dice que es un error hacerlo. Está obrando por impulso, y agregar a Pulquitún a su caravana es una locura.

Quiñihual percibe su reticencia y saca a relucir todo su poder.

—Pulquitún irá contigo y la cuidarás como a tu mujer. Adonde vayas, ella te seguirá. No te pido que la hagas tu esposa, sí que la protejas. No debe caer en manos enemigas. Si ella no va contigo, la mujer
huinca
tampoco. Uno de mis hombres la desea para él. Es joven y puede trabajar, aunque la veo delicada, quizá no sobreviva a este invierno —añade con malicia.

Quiñihual sabe que esa última afirmación decidirá al hombre. Por todos es sabido que las mujeres cautivas muchas veces mueren debido a los malos tratos de las otras mujeres del aduar, celosas de ellas, y también por los excesos de sus esposos indios, que se emborrachan y luego las castigan. No todas. Muchas terminan amando a sus esposos, que son buenos con ellas. Crían a sus hijos y, poco a poco, olvidan que han vivido del otro lado de la frontera. Algunas hasta rechazan volver cuando tienen la oportunidad, como la rubia esposa de Tromen, uno de sus capitanejos más fieles. Sin embargo, si quiere doblegar la voluntad de este hombre, Quiñihual debe hacerle creer que la mujer sufrirá toda clase de padecimientos. Observa, complacido, que lo ha logrado.

Jim aprieta los puños y levanta la cabeza, fulminando al jefe con su mirada.

—Me iré de aquí con las dos esta misma noche. Si tu hija viene a mi tienda, partirá conmigo. Si no lo hace la dejaré, pase lo que pase.

Quiñihual asiente y sale del toldo, presto a comunicar la noticia a su temperamental hija. Casi teme más ese encuentro que el que acaba de tener con el hombre de otras tierras o el que, sin duda, tendrá con Calfucurá, cuando sepa que rendirá sus lanzas ante el avance de la frontera sobre el Salado.

Francisco abrió un ojo al sentir el frío nocturno sobre su cuerpo maltrecho. Intentó volverse de lado y las costillas se le clavaron, dejándolo sin aliento. Sentía la cabeza pesada y un velo de sangre le cubría la visión. Los sucesos vividos desfilaron por su mente con rapidez, estremeciéndolo de pavor. ¡Elizabeth! ¡Julián! ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaba él, además? No reconocía lo que veía, si bien poco y nada distinguía en la oscuridad. Como en sueños, recordó el aleteo de los caranchos y el relincho de un caballo. ¡Gitano! Levantó la cabeza con brusquedad y sintió que se le partía de dolor. No era el dolor habitual de los ataques, sin embargo. Palpó su bolsillo al pensar en eso y comprobó con alivio que el frasco seguía ahí, no sabía en qué condiciones. Pasaron varios minutos antes de que encontrara la fuerza para incorporarse. Por fin, consiguió apoyarse sobre el codo y mirar a su alrededor. Se hallaba a varios metros de donde sucedió el ataque. Podía ver a la distancia los restos de las galeras y el humo dejado por el incendio, como jirones blancos en la noche. Tuvo la certeza de que se encontraba solo. Esa certeza lo angustió tanto que sacó la botellita y bebió compulsivamente un trago de aquel remedio del que sólo necesitaba gotas. Tenía que mantenerse sereno si quería rescatar a Elizabeth, porque ése sería el paso siguiente, una vez que consiguiese mantenerse en pie.

Caminar hasta el lugar de los sucesos le demandó más de media hora y, cuando llegó, se arrodilló ante la galera de la que sólo quedaba el esqueleto, y contempló sin emoción los rostros de los peones de El Duraznillo, contraídos por la mueca de la muerte. Ni rastros de la mujer amada y de su mejor amigo. Tal vez fuera buena noticia, pensó esperanzado.

Sobre la tierra apisonada durante el entrevero, sintió de pronto una vibración, algo que el indio y el gaucho siempre saben de antemano con sólo pegar su oreja al suelo. "Cascos del sur abajo", murmuró. Venían jinetes desde el sudeste. Estaba salvado. Serían gente de El Duraznillo, sin duda, avisados del malón y acompañados por el ejército. Respiró hondo, conteniendo el dolor que laceraba sus flancos, y se puso de pie, soportando con valentía la sensación de deshacerse en miles de esquirlas.

Los cascos se volvieron atronadores y una voz en la oscuridad gritó:

—¿Quién va?

Francisco no reconoció la propia en la respuesta, cuando dijo:

—Peña y Balcarce, amigo de don Zaldívar...

Maldito Quiñihual, bien sabía lo que le endilgaba al cargarlo con su hija.

Jim Morris iba mascando su descontento mientras observaba la espalda de la orgullosa muchacha que ni se dignó dirigirle la palabra, tanta era su furia al verse alejada de su gente y de la guerra que sobrevendría. Lo malo era que tampoco colaboraba. Al ensillar a Sequoya y al caballo del hombre de la laguna, la joven india le había dicho a su padre que jamás viajaría a lomos de otro caballo que no fuese el suyo. Hubo que preparar una yegua a último momento, en plena noche, sólo para satisfacer su capricho. Y luego, al despedirse, lanzó al rostro del padre las palabras hirientes:

—Pulquitún se va contra su voluntad. Jamás formará familia ni dará hijos al mundo, para que la sangre de su linaje no se perpetúe.

Sólo un hombre como Jim, para quien la sangre, la herencia y el honor eran la vida misma, podía comprender el efecto que aquellas palabras podían tener sobre el viejo cacique. Sin embargo, el guerrero no movió un músculo, recibiendo la herida en el corazón con la misma serenidad con que recibiría el lanzazo certero que acabaría con su vida.

Llevaban horas cabalgando y la joven india seguía muda y erguida sobre la yegua. No así Elizabeth, a quien Jim sujetaba delante de él, en su silla. La muchacha desfallecía por el efecto combinado de la medicina, el cansancio y el agotamiento emocional. Tampoco hablaba, aunque sus ojos lo decían todo. Lo detestaba.

Lo reconoció apenas pasaron los vapores del bálsamo que él le suministró.

—Usted —dijo, con el tono más condenatorio que pudo.

Al comprender que él se la llevaba de allí se mostró angustiada, aunque no estaba en condiciones de ejercer resistencia, de modo que resultó fácil cargarla y subirla a Sequoya.

—¡No! —alcanzó a oír Jim y supo que, para la maestra de Boston, ésa era la señal de que creía muertos a sus acompañantes. No la sacó de su error, no le interesaba. Si aquel hombre arrogante de la playa no yacía a merced de los carroñeros era porque el indio que estuvo a punto de chucearlo había dudado. Algo vio en aquel sujeto que le inspiró temor o respeto. Ni su condición ni sus ropas, sino algo indefinible en su rostro, que Jim había percibido desde la primera vez. Aquel hombre ignoraba que tenía más en común con sus atacantes de lo que creía. No era cosa suya, sin embargo. Bastante tenía con regresar a su mundo con las dos mujeres a cuestas.

En cuanto al otro, el de cabellos de oro... que los espíritus lo acompañasen.

Elizabeth se mantenía erguida por la repugnancia que le producían las manos de Jim Morris sobre su cintura. Deseaba arrojarse del caballo y quedarse para siempre tirada, a merced del viento y la arena, hasta que cubriesen su cuerpo en tibia sepultura. Muertos Santos y Julián, su destino en aquella tierra salvaje era incierto. Pobre Julián, tan atento siempre a su seguridad y a su bienestar... ¿Qué pensarían sus padres al saberlo asesinado por una partida de indios? Todo por acompañarlos a ella y a Santos en una empresa descabellada. Se sentía culpable y tan cansada... Jamás debió haber venido, no debió acariciar ideas románticas sobre la enseñanza en países lejanos. ¿No había suficientes almas perdidas en su país, acaso? ¿Tenía que seguir siempre sus impulsos y arremeter con lo más difícil? Pensar que Santos y Julián estaban muertos le produjo una inmensa tristeza y dejó correr lágrimas que mojaron las manos de Jim.

Pequeña Brasa sufría y él no podía remediarlo, si quería llevársela a las tierras de su gente. Decirle que el hombre por quien lloraba, el maldito de la laguna, había sobrevivido al ataque pampa habría significado perderla, pues ella querría volver. Creyéndose sola y desamparada, sería más fácil de manipular. Pulquitún la detestaba, no cabía duda. Desde el primer vistazo, él notó la antipatía de la joven india hacia Pequeña Brasa, tal vez por creerla su mujer o sólo por ser blanca. Tendría que mantenerlas separadas y, apenas pudiera, ofrecer a Pulquitún a algún hombre en busca de esposa. No tendría cabida en su tribu, mejor sería desembarazarse de ella a lo largo del camino, lo bastante lejos para que no corriese peligro, como le prometió a su padre. Aunque ajeno a las disputas de aquellos nativos, Jim las comprendía bien, pues no se diferenciaban tanto de las suyas, en el País de los Búfalos.

El camino de las montañas era el más seguro, de modo que enfiló hacia la dorsal de los Andes, sabiendo que les aguardaban días duros, de intenso calor alternado con terribles fríos nocturnos. Tenía que evitar las Salinas Grandes, reducto de los alzados de Calfucurá, para verse libre de las guerras internas de aquel país. Pulquitún sabría cómo, aunque no querría decírselo.

—Alto —ordenó—. Haremos noche aquí.

—No es de noche —porfió Pulquitún.

—La noche caerá pronto y tenemos que descansar.

—Yo no lo necesito —insistió la muchacha india—. Será por la
huinca,
que es floja —agregó con saña.

Jim no respondió. Si aquella mujer porfiada quería zaherirlo con su lengua, allá ella. Lo único que lo movía era la seguridad de Pequeña Brasa y el cumplimiento de su propósito. Desmontó y obligó a Elizabeth a sentarse sobre las mantas que extendió en el piso. Pulquitún observaba la escena desde lejos, furiosa. Ella no quería ir con ese hombre extraño que sólo tenía ojos para la
huinca,
ni quería verse separada de su gente. Su padre había cometido un error al obligarla a partir, un tremendo error que ella le haría pagar. Por el momento, trataría de sobrevivir con ayuda de ese hombre y, en la primera oportunidad, huiría rumbo a las Salinas, donde la gente de su sangre la recibiría como a una guerrera más. Podía bolear, chucear a cualquier cristiano y desollar vacas y caballos. No había nada que ella no supiese hacer como un hombre.

—Come —la instó Jim, ofreciendo a su cautiva un caldo que había cocinado en una fogata pequeña.

Elizabeth volvió la cabeza, rehusando como una niña.

—Comerás —la urgió, sujetándole la mandíbula e introduciendo el líquido a través de sus labios cerrados.

La muchacha resistió todo lo que pudo, hasta que el borde metálico del jarro lastimó su boca y tuvo que ceder, dejando que el caldo espeso resbalara por su garganta. Se le mezcló con las lágrimas y se atoró. Jim aguardó paciente a que terminase de toser y le introdujo más sopa, implacable. Lograría que la muchacha sobreviviera, costase lo que costase. Que la otra tampoco quisiera comer no le preocupó, pues ella no deseaba morir como Pequeña Brasa.

—Ahora duerme —ordenó, una vez que consiguió darle algo de café.

Elizabeth lo miró con odio. Tanto mejor. Era más sano alimentar su odio. Armó un campamento circular en torno al fogón y se acostó cerca de ella. Cualquier movimiento lo despertaría, tenía el sueño liviano. En cuanto a Pulquitún, si huía se vería perdida en aquella planicie desolada, no le convenía arriesgarse. Al revés que Pequeña Brasa, la joven india conocía los peligros a que se enfrentaba.

La Cruz del Sur apareció, nítida, sobre sus cabezas. Jim seguiría el rumbo opuesto, siempre hacia el norte y luego hacia el este, hasta que fuese seguro detenerse, vestirse de modo adecuado y tomar un vapor rumbo a la tierra de sus ancestros. Pensando en ese momento y en el rostro de Luna Azul cuando le mostrase la cabeza del francés, se durmió.

El bruto dormía, era su oportunidad de escapar. Esperaba que no le flaquease el cuerpo en el momento de la huida y que su sentido de la orientación no la engañase. Habían cabalgado en sentido opuesto todo el tiempo, de modo que lo único que debía hacer era montar sobre uno de los caballos y desandar el camino. Confiaba en que el animal encontraría el rumbo. Se incorporó en silencio, mordiéndose el labio cada vez que un pequeño ruido la delataba. El frío de la noche laceraba sus manos desnudas, pero ella sólo pensaba en una cosa: regresar. Arrastrando la manta tras de sí, pudo aproximarse al sitio donde pastaban los tres caballos. Reconoció al moteado del bruto y dudó, por fin decidió que no le convenía retarlo huyendo con su caballo. En dos pasos estuvo junto al otro animal, más grande, que la miró tranquilo con sus ojos oscuros.

—Shhh... —murmuró, e hizo el primer movimiento para colocar la manta sobre el lomo.

Un brazo fuerte la sujetó desde atrás y un cuchillo brilló en la negrura, deteniéndose en su cuello.

—¿Adónde vas? ¿Crees que vamos a seguirte por todos lados, perra inútil?

Pulquitún había vigilado los intentos de la mujer
huinca
hasta que decidió que era suficiente. Si la perra huía, el hombre la haría correr tras ella, perdiendo un tiempo valioso para su propia huida. No estaba dispuesta a eso. La empujó hacia el fuego y la amedrentó blandiendo el cuchillo ante sus ojos. Sin embargo, no contaba con el temperamento de Elizabeth. Agotada por el sufrimiento, sintiendo que nada tenía que perder y furiosa por verse sacudida de un lado a otro, el enojo pudo más que cualquier temor y Elizabeth golpeó la mano de Pulquitún, desviando el arma de su cara.

—¿Cómo se atreve a meterse en mi camino? —susurró feroz, pues no quería que Jim Morris despertase—. Hágase a un lado y déjeme ir, así se quedará usted con ese hombre bestial que tanto le gusta.

—¿Que me gusta? —exclamó la india, también bajando la voz—. ¿Quién le dijo eso? Ese hombre no es nada para mí, ningún hombre vale la vida de una mujer. Sólo quiero llegar a mi destino.

—¡Pues yo también! Hágame el favor de no impedirlo y yo no impediré su fuga.

—Nadie va a fugarse —dijo una voz grave desde la oscuridad. La figura de Jim salió de las sombras y se plantó ante las dos mujeres con aire burlón.

—Lamento que ninguna de las dos esté dispuesta a seguirme por su voluntad, en todo caso, eso me facilita las cosas. Puedo atarlas a ambas y solucionar el conflicto. Hay caballos de sobra para llevar un fardo en el lomo. ¿Quién será la primera?

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