La Maestra de la Laguna (62 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Fr... eh, Santos —exclamó agitado Julián—, disculpe la demora, estuvimos detenidos en el tranvía, hubo un pequeño accidente.

—Nada grave, espero —dijo Fran, mirando fijo a su amigo para hacerle notar su desliz cuando casi lo llamó por su nombre de pila, el de su falso hermano.

Julián sabía que debía aparentar cierta frialdad en el trato hacia él, pues se suponía que "Santos" era el Balcarce excéntrico, alejado de la familia por propia voluntad.

—Un perro se atravesó y mordió la pata de uno de los caballos —terció Elizabeth, conmocionada —. Creímos que no llegábamos a tiempo. Pobre animal...

—¿El perro o el caballo?

Elizabeth miró a Santos Balcarce con enojo.

—El caballo, por supuesto. El conductor tuvo que separarlo de la yunta para reemplazarlo por otro. Eso nos quitó casi una hora.

—Bien, lo importante es que están aquí. Permítame su equipaje, señorita Elizabeth. Ocuparemos el vagón de atrás, ya me fijé en los boletos. Señor Zaldívar, le toca la fila de enfrente. Julián miró a Francisco con encono.

—¿Trajo el tónico? —se preocupó Elizabeth.

Por toda respuesta, Francisco se palpó el bolsillo de la chaqueta. Si ella supiera que no se separaba del tónico ni para dormir...

—Vamos —apremió—. Es mejor que estemos sentados cuando toda esta gente suba.

Rogaba que el malhadado doctor no se ubicase en el mismo vagón que ellos. El pitido de la locomotora, el chirriar de las ruedas, el correr de los pasajeros remolones, unido al ladrido de los perros de la estación y el humo denso que envolvió a todos por un momento, crearon una confusión en la que resultó fácil pasar desapercibido. Fran la aprovechó para registrar con su vista cada rincón del vagón donde viajaban. Estaba salvado, el doctor se hallaba lejos de ellos. Aun cuando no lo reconociera, cosa que dudaba, de inmediato se sentiría atraído por la señorita O'Connor y, por cierto, no dejaría de reconocer a Julián, su anfitrión en El Duraznillo.

De nuevo los campos verdes, alternados con gramilla, se sucedieron ante los ojos de Elizabeth que, pensativa, apoyaba la frente sobre el vidrio. ¡Qué distinto aquel viaje del primero que hizo en el mismo tren, acompañada por Ña Lucía! Recordaba sus ilusiones con respecto a su puesto de maestra, la conversación en la que Lucía le explicaba realidades de esa tierra que ella todavía no conocía y, por supuesto, el suceso en la posada de Dolores, donde Francisco la salvó de las garras de aquel gaucho mal entrazado. ¡Quién le hubiera vaticinado que caería en las garras del mismo salvador, tiempo después! Ese pensamiento le arrancó un suspiro y el señor Santos, solícito, se inclinó hacia adelante.

—¿Se encuentra bien?

Elizabeth se alisó la falda y asintió. Llevaba un discreto traje de color gris, cubierto por una capa de piel y la infaltable capotita, adornada con un ramillete de rosas. Escondía las manos en un manguito. Francisco la contempló con detenimiento. Se la veía pequeña y desvalida, aunque él sabía que era sólo una impresión, pues la señorita O'Connor era de dura madera en lo que a sus propósitos se refería. Sin embargo, había una vulnerabilidad nueva en ella, y no era la primera vez que lo notaba.

—En Dolores podremos descansar un buen rato, mientras aguardamos el coche que vendrá a buscarnos —le aseguró.

—Conozco este camino, lo hice hace meses, cuando viajé a la laguna. No creí volver a recorrerlo en tan poco tiempo.

—¿Se arrepiente de haber venido?

—No me arrepiento. Deseo ayudar a su hermano, de verdad. Sólo me pregunto si él aceptará mi ayuda de buen grado, y eso me preocupa.

—Mi hermano está enfermo. Deberá aceptar lo que sea para curarse.

—Usted está muy seguro de poder dominarlo, señor Santos, sin embargo, su hermano se ha convertido en un hombre impredecible, capaz de amenazar a los niños y también de salvarlos de una infección —comentó Elizabeth recordando la picadura del escorpión—. Conmigo ha sido... desconcertante. A veces cortés, otras prepotente, un hombre muy difícil de comprender. ¿Le gustan los niños, señor Santos? —dijo de pronto, sobresaltando a Francisco.

—Bueno, en mi vida solitaria y científica no tengo mucho trato con ellos —repuso, algo incómodo.

¿Adónde quería llegar la señorita O'Connor?

—¿Le gustan, pese a eso? Quiero decir, ¿tendría paciencia con los niños pequeños? ¿Sabría entretenerlos o consolarlos?

Cada vez más inquieto, Francisco balbuceó:

—N... no, no creo que sepa. Alguien debería enseñarme. Elizabeth sonrió con tristeza.

—Supongo que de nada serviría que le preguntase si su hermano ama a los niños, ¿verdad? Han estado separados demasiado tiempo. Aunque quizá, durante su juventud, su hermano fue un muchacho alegre y despreocupado. Tal vez entonces soñaba con formar un hogar y tener sus hijos.

La expresión de la joven era tan nostálgica que Francisco se alarmó. De manera inconsciente fijó su vista en el vientre de Elizabeth, donde reposaba el manguito de piel. Los pliegues de la ropa ocultaban cualquier cambio que su cuerpo hubiese sufrido. Si ella aguardaba un hijo, no se le notaría hasta dentro de unos meses. ¿Cómo estar seguro? ¿Cómo averiguarlo sin comprometer su identidad?

El rostro amable de Julián apareció de improviso entre ambos.

—¿Desea una cocoa caliente, Elizabeth?

Fran observó estupefacto cómo su amigo extraía, orgulloso, un botellón de su bolso. Más atónito aún, contempló la sonrisa de agradecimiento de Elizabeth. Rumiando su descontento, tuvo que admitir que Julián sí sabía cómo tratar a las mujeres decentes.

El tren se detuvo, entre sofocos, en Chascomús. Los bañados brillaban bajo la luz del sol y las garzas volaban, formando bandadas bulliciosas.

Los pasajeros descendieron, entumecidos, saltando para retener el calor que se les escapaba con rapidez en el viento frío. La pequeña estación estaba tal cual la recordaba Elizabeth, con sus perros pulgosos y los fardos aguardando para ser cargados en el viaje de regreso a la ciudad.

Julián y el señor Santos la escoltaron hacia el interior, más húmedo todavía que afuera, y mientras tramitaban el alquiler de un coche hasta Dolores, ella se entretuvo observando a su alrededor. Aquella estación constituía el límite civilizado. El sol creaba espejismos en los pozos de agua y despuntaba sobre las planicies amarillentas. Todavía podía ser amable la campiña, pues se veían cultivos y alguna que otra casita, pero Elizabeth sabía que les aguardaba la pampa bravía a medida que avanzaran en su trayecto. Vendrían las cortaderas entre las rocas, los guadales traicioneros, la polvareda. Ya no verían grupos de árboles, sino alguno solitario de tanto en tanto, alzándose en la inmensidad.

—Trataremos de esquivar los campos del Tuyú —dijo Julián, a su lado.

—¿Qué es eso?

—Una zona pantanosa que se encuentra en nuestro camino, llena de cangrejales y bañados. Como desde Dolores viajaremos con nuestra propia escolta, indicaré que hagamos un rodeo, aunque se alargue el camino, es más agradable pisar terreno seco.

Francisco observaba a esos dos conversar y sintió una punzada de remordimiento. ¿Qué derecho tenía a interponerse entre un hombre bueno y una muchacha libre, casadera? Sobre todo él, que nada podía ofrecer. Sin embargo, la sospecha de que Elizabeth podía estar embarazada era demasiado importante para descartarla. Le debía, al menos, responder por su hijo.

—Ya viene el carro —anunció, acercándose—. Espero que el viaje sea liviano.

Julián se mantuvo callado, reticente, porque a cada paso que daban se arrepentía de la promesa hecha a Francisco. Quería a la maestra para él.

La galera que acudió a recogerlos venía crujiendo y bamboleándose sobre las sopandas de cuero, tirada por seis mulas viejas. Pese a tener los ejes forrados, la caja se veía bastante destartalada a causa de los golpes y barquinazos que de seguro habría dado en los caminos. Francisco miró con el ceño fruncido cómo el guardia del pescante desenrollaba el estribo para que Elizabeth posase su pie enfundado en una bota de cabritilla.

Julián cruzó unas palabras con el cochero para hacerle saber que ellos descenderían en Dolores y luego ayudó a Elizabeth a instalarse sobre los duros asientos.

—No abra la ventana, señora —advirtió el hombre, al ver que Elizabeth pugnaba por levantar el vidrio empañado— o se ahogará con la polvareda.

Con esa perspectiva poco auspiciosa, emprendieron el viaje hacia el sudeste de la provincia de Buenos Aires.

Los primeros kilómetros transcurrieron sobre terreno parejo. Al pasar una de las postas que jalonaban el camino, la galera empezó a dar tumbos y las ruedas de madera ondularon sobre sus ejes. El vehículo corría peligro de encajarse en las viejas huellas de los carretones de bueyes. Elizabeth se sintió mareada. Francisco advirtió que empalidecía y se llevaba una mano a la boca. Con presteza, golpeó el techo para que se detuviesen. El cochero lo hizo, después de maldecir, y Francisco ayudó a la joven a descender.

—Un momento, nada más —le anunció al fastidiado conductor—. Mi esposa se siente mal.

Elizabeth dio un respingo y Julián otro, desde adentro.

—Digo esto para que se sienta protegida, señorita Elizabeth. Los hombres no suelen comportarse cuando ven mujeres solas viajando.

"Si lo sabré", pensó amargada la muchacha, mientras un vómito compulsivo la obligaba a correr hacia unos matorrales.

Francisco apretó los dientes. "Está embarazada", se dijo, y no supo si la certeza lo inundaba de temor o de alivio.

—Debo parecer una desastrada —dijo Elizabeth al regresar, avergonzada del espectáculo que había dado.

—No se apure, a todos nos sucede en estos coches infernales. Tome —y extendió un pañuelo perfumado hacia ella.

Elizabeth agradeció el gesto y apretó la tela contra sus labios. Un aroma familiar la inundó, reconfortándola. ¿Qué perfume usaba el señor Santos? No tuvo ocasión de saberlo, pues el mismo Santos la levantó en vilo para sentarla otra vez en su sitio, subiendo tras ella con agilidad.

El resto del pasaje estaba compuesto por un oficial de correos que roncaba con estrépito y un matrimonio de ancianos que ocupaba casi todo el espacio con sus voluminosos cuerpos. Ninguno prestaba atención al otro; los únicos que intercambiaban algunas palabras en ese viaje eran la señorita O'Connor y sus escoltas.

Julián comentó que por allí se encontraba la "esquina" de Ranchos y que convendría aprovisionarse en ella, dado que las esquinas eran más decentes que las pulperías, donde no faltaban las grescas de los gauchos borrachos. Recordando el episodio de la pulpería en Dolores, Francisco estuvo de acuerdo.

—Estamos a media hora de Ranchos, estoy seguro —dijo Julián. Sin embargo, el tiempo pasaba, las leguas corrían y no se veían rastros de ninguna esquina ni de otra construcción humana. Julián y Francisco intercambiaban miradas de preocupación. Desde hacía dos horas, ambos observaban una polvareda lejana, siempre en la misma dirección. El cochero adujo que se trataba de otra galera que había partido al mismo tiempo que ellos, de seguro hacia el mismo destino.

—Tratan de ir en caravana —explicó.

La respuesta sumió en el silencio a los dos hombres. Al cabo de otra hora quedó claro que la esquina de Ranchos no estaba en la dirección que llevaban. Ante el requerimiento de Julián, el cochero afirmó que seguían una ruta nueva, más segura, pues días pasados habían visto indios por aquella zona. No pudieron evitar que la respuesta se escuchara adentro del coche y despertara al matrimonio mayor. La mujer se llevó la mano enjoyada al pecho.

—¡Dios bendito! Hasta estas tierras llegan esos salvajes... Pensar que hay que entrar en tratos con ellos. Habría que eliminarlos a todos, no darles resuello. No sé en qué está pensando el gobierno.

—Tal vez prefiere negociar, señora. A veces, da mejor resultado —comentó Julián.

La mujer resopló y el esposo miró a Julián como si fuese un espía de Calfucurá. Francisco tomó la mano de Elizabeth en un impulso. La veía demasiado lánguida y le preocupaba.

—Animo, no falta mucho para Dolores. Allí tomaremos habitaciones en una posada y esperaremos más cómodos la llegada del coche de los Zaldívar. Son buena gente —agregó, para reafirmar la idea de que él no trataba mucho a los amigos de la familia.

Los ojos verdes de Elizabeth lo miraron con gratitud.

—Lo sé, los conocí en mi anterior viaje. Los padres de Julián fueron amables conmigo.

Francisco reprimió un brote de celos y añadió:

—¿Quiere que le cuente algo para distraerse?

Elizabeth miró el paisaje que apenas se distinguía entre la polvareda que la galera levantaba, y respondió:

—Cuénteme cómo es esta pampa, qué animales viven en ella, qué plantas crecen. No estuve tanto tiempo como para recorrerla y la laguna es muy diferente.

Francisco carraspeó, confuso, y Julián lo alentó con una sonrisa maliciosa.

—Eso, señor Santos, aprovechemos su condición de naturalista para distraernos un poco. Háblenos de las especies que pueblan la pampa argentina.

Se alegraba de ponerlo en un aprieto, sin duda. Francisco le dedicó una mirada fulminante y no tuvo más remedio que aceptar. Confiaba en no causar mala impresión a los demás pasajeros.

—Ésta es una tierra difícil, señorita O'Connor —empezó diciendo—. Verá, a menudo parece deshabitada por lo inhóspito del clima o del suelo y, sin embargo, cientos de especies merodean por aquí. Allá, ¿lo ve? —y señaló un ave que levantó vuelo desde un tronco—. Aquél es un carancho, el encargado de limpiar el campo de desperdicios.

Elizabeth alcanzó a ver al pajarraco que Ña Lucía le había mostrado.

—Se alimenta de carroña, aunque puede cazar presas pequeñas.

—El hambre es mala consejera —terció Julián, con doble intención.

Francisco lo ignoró y prosiguió con su improvisada clase.

—Verá toda clase de aves porque el agua abunda y las atrae. Cigüeñas, garzas, flamencos, patos y...

—Oh, sí, en la laguna vimos flamencos preciosos —acotó, entusiasmada, Elizabeth—. El señor S... quiero decir, su hermano, me explicó que solían ir al atardecer.

Francisco calló, embriagado por una inexplicable emoción. Aquella muchacha, a quien él trataba de importunar cada vez que podía, había atesorado sus palabras, a las que él no daba importancia. Clavó su mirada en los ojos de Elizabeth y se sintió mareado. Se irguió con un brusco movimiento, temeroso de necesitar el tónico en medio del viaje. No podría explicar eso a la señorita O'Connor, de modo que intentó calmar su ansiedad.

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